La política del shock, la nostalgia neoliberal y lo que se disputa

Ricardo Forster
Revista Veintitres



España. Protestas en las calles. Reclamos contra el ajuste y la ayuda a los bancos.
Postales frecuentes en la península ibérica.


El shock brutal al que están siendo sometidos algunos países mediterráneos amenaza con desfigurar los últimos restos de bienestarismo que les quedaban a sociedades exhaustas ante una profunda remodelación de las políticas económicas y sociales diseñadas desde las oficinas del Banco Central Europeo y atentamente supervisadas por la Alemania conservadora de Angela Merkel. Ese shock encuentra en los grandes medios de comunicación del Viejo Continente, incluso aquellos que eran portadores de un pasado progresista, el recurso de la propagación del pánico que invade a ciudadanías anestesiadas y paralizadas (salvando las incipientes resistencias que aparecen en España e Italia o la mayor oposición de la izquierda griega que arañó la posibilidad de formar gobierno y que se prepara para hacerlo en pocos meses si, como se prevé, la coalición de conservadores y socialistas fracasa una vez más) para enfrentar el despiadado ajuste de un capitalismo abrumado por una crisis que se sigue profundizando.

El sistema, atrapado en su forma perversa de valorización financiera, utiliza diferentes instrumentos para propagar el miedo en el interior de la población y, una vez logrado el efecto paralizante, lo que adviene es la aplicación impiadosa de políticas que hacen eje, fundamentalmente, en la impostergable, así lo anuncian con ímpetu tremendista, necesidad de ajustes fiscales (léase reducción de empleados públicos y de salarios, privatizaciones, recortes y aumentos de la edad jubilatoria, flexibilización laboral y poda del “gasto social” unido a la disminución del presupuesto educativo y de salud) cuyo destino, eso dicen, es “salvar” a las economías más débiles de una bancarrota mortífera (lo que no dicen es que la crisis la han producido los mismos que ahora ofrecen sus servicios “técnicos” para rescatar a los responsables del desastre, esto es, a sus bancos y financieras). De ese modo, el pánico resquebraja la resistencia y se internaliza en el sentido común hasta doblegar y volver disponibles a quienes, hasta ayer nomás, eran los supuestos beneficiarios de la economía global de mercado y de las mieles del consumo desenfrenado.


Sociedades vaciadas, incapaces de enfrentarse a la evidencia de un sistema corrosivo de toda equidad que amenaza con arrojar a una parte no menor de los ciudadanos a la intemperie. Fragmentación social, sospechas mutuas, ruptura de los antiguos vínculos de solidaridad, despolitización, prejuicios multiplicados contra los inmigrantes, cuentapropismo moral emanado de la abrumadora presencia en la últimas décadas de un hiperindividualismo asociado a la supuesta panacea del goce indefinido y de la espectacularización de la vida exitosa de ricos y famosos, ampliación de la ideología cualunquista en amplios sectores medios que se identifican con abrumadora desesperación con los mismos responsables de la crisis, son algunas de las características que invaden a sociedades desconcertadas y sin recursos materiales y simbólicos para oponerse a la brutal tormenta desatada sobre sus cabezas por los famosos “mercados” del capitalismo triunfante bajo matriz neoliberal. Detrás del posible fracaso de las políticas de ajuste diseñadas por Alemania sobrevuela la sombra ominosa de un giro más pronunciado hacia la derecha xenófoba en una Europa que ha ido perdiendo la brújula democrática para quedar, cada día que pasa, en las manos ávidas del capital bancario-financiero.


Resulta patético escuchar a prestigiosos intelectuales europeos, autodefinidos como progresistas, que justifican, uno tras otro, todos los argumentos del neoliberalismo utilizando una retórica que, como si fuera un déjà vu, nos retrotrae a lo que solíamos escuchar en nuestro país en la fatídica década de los ’90. Quizás, Europa tenga que atravesar su propio purgatorio antes de encontrar las fuerzas suficientes para reconstruir lo mejor de su memoria popular y democrática arrasada por décadas de anestesiamiento neoliberal. Entre nosotros, en el borde del mundo, la ruptura de esa matriz hegemónica recién tuvo lugar cuando todo había saltado en mil pedazos. Salir de esa reproducción de la barbarie disfrazada de “entrada en el primer mundo y en la globalización” fue posible porque una serie azarosa de circunstancias habilitaron la llegada de un desgarbado político venido del sur patagónico y ampliamente desconocido por el gran público. Entre la protesta social, la voluntad y la convicción política se amasó un nuevo tiempo argentino. ¿Encontrarán los griegos, los italianos o los españoles a quien o quienes puedan sacarlos de la bancarrota social, política, económica y moral?

La estrategia de la restauración, regresando a nuestra geografía sureña, sigue siendo la misma: un cóctel de catastrofismo con un complemento de la tan declamada ineficiencia gubernamental más una pizca de “sutil” campaña mediática dirigida, fundamentalmente, hacia los estratos medios siempre sensibles ante esos escenarios de incendio inminente al que son tan afines los grandes medios de comunicación. Pero para que el sabor sea más “original” y encuentre más y mejores consumidores se le agrega, en abundante sazón, la sabiduría, tantas veces expresada con infatigable elocuencia por los “economistas” del establishment, esos mismos que durante un par de décadas se dedicaron, full time, a desparramar su visión neoliberal al mismo tiempo que exigían, con vehemencia de guerreros cebados, la desarticulación del Estado, máximo responsable de la decadencia nacional. Como buenos intelectuales orgánicos al servicio del capital concentrado no han cesado en su prédica que no tenía ni tiene otro objetivo, además de suculentos honorarios, que beneficiar a sus generosos mecenas. Como un calco hoy vemos de qué modo se multiplican en Europa los mismos argumentos y las mismas discursividades cínicas, esas mismas que taladraron oídos y conciencias durante años hasta que la brutalidad de lo evidente, el estallido de la mentira, dejaron sin palabras (al menos por un tiempo) a los cultores de la “inexorabilidad” económica. De todos modos, la hegemonía cultural conquistada en los últimos treinta años por el neoliberalismo sigue, todavía, dominando el sentido común de la mayor parte de Europa y permanece en el inconsciente de un amplio sector de nuestros estratos medios que han elegido, con recurrencia patológica a lo largo de nuestra historia, a sus verdugos. La persistencia de un modelo ideológico-cultural, cuyo núcleo propulsor hay que ir a buscarlo a la industria de la comunicación, la cultura y el espectáculo, señala la debilidad de cualquier proyecto alternativo que no sea capaz de disputarle al sistema en el terreno de los lenguajes y los relatos cultural-simbólicos. Tal vez ese sea uno de los motivos de la virulencia con la que buscan, desde los medios hegemónicos, desacreditar la innovación discursiva del kirchnerismo allí donde ha logrado, aunque aún de manera parcial, resquebrajar la visión del mundo neoliberal. Subestimar la potencia de fuego del establishment es algo que no se debe hacer bajo pena de pagar un precio muy alto.


Sin ninguna contemplación para la salud de la ciudadanía ni mucho menos para su propio pudor, reiteran, como si fuera un mantra que los acompaña desde el origen más remoto, el recetario gastronómico capaz de aportar, eso siempre nos han dicho mientras preparaban un menú indigesto para las mayorías populares y para las propias clases medias que suelen escucharlos con pasión, milagros curativos: control del gasto social –siempre desaforado, clientelar y responsable de todos los males imaginables–, liberación de las tarifas, desregulación de la economía hoy dominada por los últimos representantes antediluvianos, eso dicen sin sonrojarse, del socialismo bajo el disfraz del chavismo, aplanamiento de los salarios –generadores, al aumentar desaforadamente, cómo podía ser de otro modo bajo un oficialismo demagógico, de la espiral inflacionaria–, autonomía real del Banco Central que, eso proclaman, debe ser la garantía contra el envilecimiento de la moneda y el uso indebido de las reservas –con un monetarismo a prueba de incendios dirigen todos sus dardos contra la actual presidenta que, por primera vez en décadas, ha puesto al Central en consonancia con un proyecto acorde con los intereses nacionales–, endeudamiento externo disimulado con la etiqueta de “volver al mercado de capitales” ávido de “ayudar” al país para reencontrar el rumbo perdido que nos estaba conduciendo, antes de la llegada del malsano populismo, hacia las costas doradas del Primer Mundo.


Mientras estas cosas dicen y reclaman los “economistas” del establishment, cultores de una “sana ortodoxia” que salen a combatir, cual cruzados, al demonio intervencionista, es tarea de los medios concentrados esparcir el pánico multiplicando las señales de hundimiento cuyo emblema máximo es, como en otras coyunturas nacionales, la sacrosanta moneda estadounidense transformada en el máximo fetiche de nuestros desinteresados ahorristas. Nada dicen de la puja por la renta, menos de la tendencia, ya convertida en una segunda naturaleza, a la fuga de capitales que llevan adelante, con sistemática impunidad, los grandes grupos económicos, esos mismos que acompañaron, con hombres e ideología, primero a la dictadura militar (punto de inicio del proceso de desindustrialización, de endeudamiento y de mutación hacia la “valorización financiera”, eufemismo que esconde la estrategia de vaciar de recursos al Estado nacional al mismo tiempo que se lo utiliza para endeudarse y conducir esos miles de miles de millones de dólares no hacia inversiones productivas sino hacia el monumental negocio de la especulación financiera que se convirtió en el eje de un ciclo que culminó, haciendo estallar el país y a la sociedad, en diciembre de 2001) y luego a la experiencia más destructiva, en términos sociales y económicos, que padeció la Argentina a lo largo de su historia y que nació del travestismo menemista y de la refinada teoría pergeñada por Domingo Cavallo desde la Fundación Mediterránea.


La radical extranjerización de la economía, multiplicada durante la década de los ’90, fue la frutilla del postre tan festejada por los intelectuales orgánicos de la derecha vernácula y aceptada con resignada pasividad por algunos de nuestros progresistas obnubilados por el despliegue hegemónico de la pospolítica, la posideología y la poshistoria que vino de la mano del predominio planetario de la globalización. Muchos de esos desgarrados progresistas que en los ’90 aceptaron como un fenómeno irreversible la llegada del fin de la historia y de la muerte de las ideologías, son los que hoy descargan su resentimiento contra el kirchnerismo que, entre otras cosas fundamentales, ha logrado conmover ese fatalismo ahistórico que dominó a nuestra sociedad en los años finales del siglo XX. Todavía no hemos podido salir del todo de esa pinza perversa que mantiene, en gran medida, capturado al aparato productivo favoreciendo tanto la concentración monopólica con la consiguiente estructura de formadores de precios que chantajean con la espiral inflacionaria, como la fuga de capitales amparados en la remisión de ganancias a las casas matrices que, como todos saben, hoy están ávidas de divisas (no importa que sean dólares devaluados) que compensen la asoladora crisis por las que atraviesan las economías de los países centrales.


Tarea mayúscula del kirchnerismo, y de su gobierno, seguir revirtiendo, con nuevas y originales herramientas y decisiones, este proceso de extranjerización (la recuperación de YPF ha sido fundamental a la hora de reparar el daño que no ha sido sólo económico sino que también atravesó la dimensión cultural-política, mostrando que hay decisiones que van mucho más allá de lo pragmático para redefinir las estrategias del desarrollo). Difícil será impedir los golpes especulativos si al mismo tiempo no se atacan las causas que los favorecen (sin dudas que la acumulación de reservas en el Banco Central y la oportuna intervención en su dirección, sumadas a las medidas rigurosas que se tomaron en el mercado de cambios y la obligatoriedad de las mineras y petroleras de liquidar divisas en el país, constituyen diques de contención ante el avance especulativo pero, de eso se trata, no pueden ser los únicos recursos utilizables por el Estado). La disputa por la renta (en su diversidad) bajo la perspectiva de una distribución más equitativa, la superación del modelo legal que sigue favoreciendo al sistema financiero y que lo arrastramos desde la infausta época de Martínez de Hoz, la imprescindible intervención gubernamental en los nudos principales de la comercialización, la consolidación de la unidad sudamericana (el paso de la incorporación venezolana al Mercosur es importantísimo) y el fortalecimiento del rol regulador del Estado son algunos de los núcleos indispensables para hacerles frente a las conjuras y conspiraciones de los poderes corporativos que, eso lo sabemos, siempre están esperando su oportunidad.


Esos mismos terroristas de la catástrofe inminente e ideólogos del libre mercado son los que hoy vuelven a saturar las pantallas y las radios esparciendo, hacia los cuatro vientos, sus “reveladoras verdades” de pitonisas frustradas ante un proyecto que viene cambiando la vida de los argentinos desde hace más de nueve años y se prepara, para alarma de tanto “refinado psicólogo” de los humores del mercado, a profundizar la horrible y espantosa “senda populista” mientras, una vez más, el mundo “serio” se dirige hacia otro lado, ese que los argentinos hemos extraviado de la mano de un gobierno “ineficiente y ciego” para corregir sus “monumentales equivocaciones”. Ellos, como siempre, están allí, desinteresadamente, para ofrecernos sus inmaculadas recetas. A esa receta Cristina le puso un nombre preciso: “anarcocapitalismo financiero”.


Muy atentos a lo que sucede en Europa, disfrutan y se relamen ante el mayor golpe contra la vida democrática que han sufrido griegos, españoles e italianos en las últimas décadas. Ellos desearían, para nuestro país, que se deje paso a los “técnicos y economistas” para resolver lo que los “políticos no pueden resolver” porque carecen de los conocimientos y de la firmeza suficiente para disciplinar a sociedades demasiado acostumbradas “al lujo, al dispendio y a la haraganería”. Con una brutalidad indisimulada han sido los grandes bancos y sus gobiernos (léase principalmente Alemania y Francia, con el aval de Estados Unidos) los que han decidido quiénes deberán hacerse cargo de la crítica situación de países colonizados por sus colegas más poderosos de la eurozona. Su elección no ha dejado ninguna duda: dos economistas del establishment bancario europeo, dos tecnócratas sin pasado ni tradición política –enfermedad de la democracia que hay que curar– serán los encargados de llevar hasta sus últimas consecuencias los planes de ajuste sin los que, eso proclaman desde los cuatro rincones mediáticos, será imposible salir de la crisis (a ellos se les sumó el impresentable Rajoy, exponente de una derecha semianalfabeta que está dispuesta a descargar sobre gran parte de la sociedad todo el peso de un ajuste abrumador y salvaje anticipado por la complicidad imperdonable del socialismo bajo la conducción de Zapatero). Su receta lanzará al desamparo a los más débiles y multiplicará la concentración en pocas manos de la riqueza, la extranjerización y la privatización de los últimos bienes de griegos y españoles. Nuestros economistas neoterroristas, cultores del espanto y anunciadores del Apocalipsis, sueñan con convertirse, como sus pares europeos, en los garantes de la libertad de mercado y en los ejecutores de aquellas políticas que devuelvan al país a la senda de la “racionalidad económica” de la que nunca debió haber salido. Lamentablemente para ellos el 54% de los argentinos votó otro proyecto. ¿Pero desde cuándo les importó lo que piensan las mayorías y sus oxidados recursos democráticos? ¿Acaso no hemos aprendido todo de Europa y no descendemos de los barcos que vinieron allende el Océano Atlántico? ¿Por qué no volver a imitar a quienes han sido desde siempre nuestros pedagogos? Lástima la democracia y su horrenda costumbre de poner piedras en la rueda del progreso.