La Argentina que discute: Sistema Tributario e igualdad

 Emilio Meynet
APAS

Los impuestos representan un instrumento necesario para financiar las políticas sociales que existen, y las que seguramente vendrán. Algunas voces autorizadas en materia impositiva afirman que es momento de generar un cambio estructural. Un poco de historia con vistas a institucionalizar la heterodoxia.

La segunda mitad del año encuentra a los ciudadanos del país ante una situación que mezcla alivio con prisa, calma con ansiedad, exámenes aprobados y nuevos desafíos por delante. Podríamos acariciarnos el lomo los unos a los otros, y felicitarnos por acabar de una vez por todas con el famoso “Corralito” y el “Boden 2012”, que tantos malos recuerdos y migraciones nos costó.

Pero el proyecto nacional y popular, una vez que trunca de nuevo en la historia, no deja tiempo para acariciarse los lomos; o mejor dicho, mientras lo hacemos, debemos continuar. Como esos nadadores estilizados que terminan de competir los cuatrocientos metros combinados, y a los quince minutos van por los doscientos metros pecho. Las conquistan deben ser una atrás de la otra. 

Hay medallas, flores; ajustar las antiparras, y a pararse en el borde otra vez.
Y justamente, uno de los nuevos desafíos que el pueblo argentino está rediscutiendo es, nada más y nada menos, que la posible reforma del sistema tributario nacional.

Si se hace un paralelo entre el tablero geopolítico mundial y un ring de boxeo; es más o menos estudiar cómo sería el golpe que haga caer sobre la lona al adversario, en este caso, el modelo neoliberal y su legado.

Y no hablamos de legado porque el neoliberalismo sea el creador de los impuestos en la Argentina, ni del sistema tributario. Sino porque aquel proyecto de desigualdad, de concentración de varias esferas del mercado y de diferenciado acceso a la salud, a la educación y al trabajo digno; hizo que el sistema tributario vigente generara un impacto regresivo tanto en lo económico, como social y culturalmente, en las raíces de la nacionalidad.

Decíamos que no se debe culpar a la década del ‘90 por el sistema tributario, pues su base quedó delineada esencialmente en los años de la década de 1930. Fueron los años del cambalache de Discepolín, tras el golpe de Estado que derrocó a Hipólito Yrigoyen y cerró la primera experiencia democrática argentina que se había iniciado en 1916, al asumir la presidencia el caudillo radical.

Si bien se trazó, entonces, el objetivo de poner algún tipo de presión sobre la venta y se embarcó en la empresa de diseñar el primer esquema de coparticipación federal; no tenía que ver con ansias de proceder a una redistribución de la riqueza. El Ejército Argentino de Agustín P. Justo buscó mantener un statu quo social y político, que amenazaba con ser desbordado por las consecuencias sociales y económicas de la crisis del ‘30. 

Pero la clave que da el rasgo “progresivo” al sistema tributario nacional, solo se comprende si se lo envuelve en un proyecto político que contenga determinados síntomas en su dinámica: una coherente política de inversión social en educación, vivienda, salud y jubilaciones. Y, por supuesto, la intervención estatal en el mercado y en los nodos estratégicos del desarrollo nacional.

¿Por qué hablamos de la inversión en educación, salud, vivienda y jubilaciones? Básicamente porque si deseamos una reforma fiscal de carácter progresiva, donde paguen más los que más tienen, significa que debemos tener por horizonte una razonable igualdad de condiciones y resultados, subordinando a ella la igualdad de oportunidades. 

Y aquí es necesario definir conceptos. Un buen punto de partida para hacerlo, según afirma el ex secretario de Cultura del gobierno de Néstor Kirchner, José Num; es el núcleo básico de la noción de desarrollo humano elaborada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y convertido en un índice general de tres componentes.

En primer término, una vida longeva y sana, medida por la esperanza de vida al nacer; luego el conocimiento, medido por la tasa de analfabetismo adulto -con una ponderación de dos tercios- y la tasa de matrícula total combinada de primaria, secundaria y terciaria -con una ponderación de un tercio-.

Y por último, un nivel de vida decente, medido por el Producto Interno Bruto per cápita. Como se desprende de este índice, la mayor igualdad de condiciones y resultados debe obtenerse, ante todo, en materia de salud, de educación y de ingresos; dimensiones que en Argentina -y, desde luego, en muchos otros lugares- presentan históricamente un alto grado de asociación.

Por lo tanto, para continuar encaminando al país hacia una distribución más socialmente justa, como viene sucediendo hace ya casi una década, es necesario sostener las políticas sociales que tienden a redistribuir los ingresos. Y la manera más eficiente de financiar eso que se mal denomina “gasto público” -que no es, sino, inversión- es a través de los impuestos.

En un libro que reproduce conversaciones entre Néstor Kirchner y Torcuato Di Tella, publicado en abril de 2003 -un mes antes de asumir la presidencia-, hay una frase del expresidente en la que afirma: “Es un tema central (la reforma fiscal). Si queremos vivir en un país en serio, es indispensable cambiar el actual sistema impositivo regresivo por otro progresivo, donde paguen los que más ganan.”
Desde el golpe de Estado que derrocó al General Juan Domingo Perón en 1955 hasta ahora, la estructura tributaria argentina ha avanzado muy poco en materia de reformas tendientes a mejorar la distribución del ingreso. 

Por el contrario, gran parte de las medidas adoptadas tuvieron efectos regresivos, esto es, impuestos que generan desigualdad. Pero, ese carácter regresivo no pudo afirmarse hasta luego del último golpe de Estado (1976-1983). Hasta 1975 sobrevivía gran parte de la matriz productiva del peronismo, y existía una diferencia de solo 8 veces entre el 10 por ciento que más ganaba con el 10 por ciento que menos.

La experiencia peronista, explica el economista tributarista del grupo Fénix, Jorge Gaggero, resultó exitosa en materia impositiva. En gran medida porque fortaleció la progresividad del impuesto sobre la renta, además de crear el impuesto a las ganancias del capital -conocido hoy como ganancias eventuales-. 

El giro político permitió que la presión tributaria consolidada -Nación más provincias- alcanzara niveles de avanzada en América latina: el 18 por ciento del Producto Bruto Interno entre los años ’de las décadas de 1940 y 1950. “El modelo de fuerte redistribución –explica Gaggero– logró sobrevivir durante casi dos décadas, cuando se inició el proceso de largo y gradual deterioro que se aceleró a partir de 1975”.

Después sobrevinieron épocas de fuerte concentración del capital con el gobierno de facto, de dos hiperinflaciones -el “rodrigazo” en tiempos de Isabel Martínez y a finales del gobierno de Alfonsín-, de sucesivas emergencias económicas y de eficaces políticas del sector financiero y empresarial que destruyeron la progresividad del sistema impositivo nacional.

El emblema de la regresividad de hoy en día es el famoso Impuesto al Valor Agregado (IVA), cuya alícuota general registra un nivel similar al que tiene en Francia o Suecia, pero que, a diferencia de esos países, no diferencia entre consumos básicos y suntuarios. Su contracara: un débil impuesto a las ganancias que recae en gran medida sobre las empresas y, en forma muy limitada, sobre las personas físicas. 

Esto es un factor de determinante negatividad para el bolsillo de los argentinos ya que, dado el alto grado de concentración económica que existe en el país (como dijimos, luego de 1975), abundan las ramas dominadas por muy pocas empresas, que actúan como formadoras de precios. De resultas de ello, toda vez que pueden les trasladan el tributo a sus compradores a través del precio que les fijan a los bienes y servicios que proveen. Esto es, que lo terminan pagando los consumidores finales.

Ejemplo: de las 69 empresas relevadas por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) -y según números de principios de 2011- 6 manejan el 85 por ciento de las ventas del sector, y las primeras tres, el 70 por ciento. Estas compañías conforman lo que se llama un monopsonio. Funcionan como un oligopolio, pero en este caso, de compras. 

El sector está liderado por la multinacional francesa Carrefour, que participa con el 29 por ciento del mercado. Además de locales propios explota las tiendas de descuento Día y absorbió a la cadena Norte. Le sigue el grupo de origen chileno Cencosud, con el 21 por ciento de participación, y que opera la cadena Jumbo y en 2005 pagó 260 millones de dólares a la holandesa Ahold por la cadena Disco y su controlada Plaza Vea. 

El tercer puesto, con una participación del 20 por ciento, lo ocupa la cadena Coto, de capitales argentinos; seguido por la francesa Casino, con el 7 por ciento del mercado; y la cadena local La Anónima, con otro 7 por ciento. Finalmente, la estadounidense Wal-Mart está en sexto lugar, con un 5 por ciento del mercado.

Cualquier empresa que quiera tener una fuerte presencia en el mercado debe caer inevitablemente en ellas. Por eso son formadoras de precios y están siendo corresponsables del actual proceso de remarcaciones. Cualquier modificación que hagan sobre los precios de los productos para mantener los niveles de rentabilidad ante los intentos del Estado de redistribuir riquezas; impactarán sobre el consumidor final, o sea, el bolsillo del vecino del 4to B.

En lo que hace al volumen global de los aportes por ganancias (sociedades y personas físicas) medido como porcentaje del PBI, la media de los países avanzados es casi tres veces superior a la nuestra, aunque esta haya aumentado en los últimos años al 5,5 por ciento.

Es decir, la propia composición del tributo restringe considerablemente sus alcances progresivos. No por el concepto de pagar ganancias en sí, sino por dónde se termina focalizando el golpe. A lo cual se suma el gravísimo problema de la evasión, que se estima en mucho más del 50 por ciento. Si se le añade la elusión fiscal, concluimos que una parte sustancial de este impuesto simplemente no se recauda.

"La Cerealera Bunge (& Born) habría evadido impuestos a las Ganancias por $ 1.200 millones. Increíble, cuanto más ganan más evaden", destacó, con justa indignación, la presidenta de la nación, Cristina Fernández, en un Twitter del 1 de mayo de este año.

El progresivo desmontaje del Estado de Bienestar, llevado a cabo primero por la “revolución” golpista de 1955, profundizada por la última dictadura y consolidada en los años de 1990 por el menemismo, impactó también en los organismos fiscalizadores, que fueron sometidos a una fuerte deslegitimación, cuando no a un copamiento por parte de grupos económicos y políticos.

Una vez que desde el Estado empezaron a emerger y consolidarse los aspectos necesarios para lograr una mayor igualdad entre los habitantes del suelo argentino, como son la inversión en educación, salud y trabajo; la intervención estatal en la economía; y, en menor medida -pero también el logro más costoso que una nación históricamente dependiente puede aspirar- controlar los nodos estratégicos para el desarrollo de las fuerzas productivas; es necesario darle contorno a la estructura tributaria que dicho modelo necesita para profundizarse.

Los teóricos del Grupo Fénix, entre ellos el ya citado José Nun, formularon una advertencia que afirma que en la medida en que la inversión social y los impuestos inciden sobre el crecimiento económico y la desigualdad; lo que se necesita urgentemente es una modificación en la estructura, y no en los niveles.

Es decir, en momentos de urgencias y decisiones rápidas -como en 2003- era oportuno optar por medidas transitorias para obtener recursos del sistema fiscal. Pero en tiempos donde es necesario que el sistema tributario deje de golpear más fuerte sobre el 20 por ciento más pobre que sobre el 10 por ciento más rico; es menester tender al abandono de medidas o modificaciones de gravámenes para generar, en cambio, una transformación estructural.

El impuesto a las ganancias, que si bien es una medida progresiva en sí, puede generar efectos negativos si no se aplica de manera adecuada. Las sociedades comerciales lo pueden sortear con el aumento de precios, lo que genera la inflación de la cual reniegan -y con razón- sectores de la población medios y bajos. Inflación es puja distributiva, ni más ni menos, y no es casualidad que siempre asome en tiempos de gobiernos nacionales-populares.

Alcanzar una mayor igualdad y justicia social, sustentable en el tiempo, exige llevar a la práctica con urgencia una profunda reforma impositiva. Es nada más y nada menos que comenzar a institucionalizar la llamada “heterodoxia” económica que tanta ayudó al resurgimiento. La misma que despachó hace una semana al Boden y al Corralito. Para seguir de festejo, acariciarnos el lomo, y profundizar.