Trotsky y su época

Por Guillermo Almeyra
para La Jornada (México)
Publicado el 24 de agosto de 2014

Trotsky nació, vivió, luchó y fue asesinado hace 74 años en un mundo preñado de revoluciones anticapitalistas y de liberación nacional, pero marcado también por contrarrevoluciones originadas por el temor al desarrollo impetuoso del movimiento obrero revolucionario, que entonces era internacionalista. El fin de la Segunda Guerra Mundial, ya sin Trotsky, abrió una etapa completamente diferente, aunque aceleró los movimientos anticolonialistas e independentistas en todo el mundo, cuyos ejemplos más potentes fueron la Revolución china, en Asia; la argelina, en África, y la cubana, en América Latina. Ese fin de guerra presenció una ola revolucionaria mundial, pero sin revolucionarios socialistas que supieran encauzarla y con los partidos socialistas y comunistas empeñados en reconstruir los estados capitalistas como en Italia, Francia o Bélgica.

Stalin, por otra parte, condujo la guerra en la entonces Unión Soviética como una Gran Guerra Patria, por la Madre Rusia, fomentó el gran nacionalismo ruso, recurrió a los héroes del imperio zarista, reintrodujo en el ejército antes Rojo los capellanes ortodoxos y el poder y las charreteras de los oficiales, restituyó bienes a la Iglesia ortodoxa. Sus continuadores, incluido Vladimir Putin, fomentaron la nostalgia por el zarismo, así como el nacionalismo chauvinista y xenófobo. Los partidos comunistas de todo el mundo abandonaron el internacionalismo y desarrollaron el nacionalismo en los países donde actuaban y se llegó así, por ejemplo, a guerras entre China y Vietnam. Mientras en las ex colonias el nacionalismo era liberador, anticolonialista, en el resto del mundo, en cambio, subordinó por décadas a los trabajadores a la idea falsa de una alianza con las burguesías nacionales para lograr el desarrollo bajo la dirección del aparato estatal.

Ese desarrollismo capitalista de entidades estatales enanas abrió el camino a las trasnacionales y la mundialización dirigida por el capital financiero y facilitó la derrota mundial de los trabajadores y de sus organizaciones tradicionales (sindicatos, partidos socialistas y comunistas). Los socialdemócratas se metamorfosearon en ese proceso en liberalsocialistas, llevando a sus últimas consecuencias su aceptación del capitalismo como supuesto único marco para la acción y los comunistas, en el mejor de los casos, se transformaron en socialdemócratas dedicados sólo al parlamentarismo y a la farsa del electoralismo mientras los movimientos nacionalistas revolucionarios dieron origen a grupos burocráticos nacionalistas neoburgueses, corruptos y muy sensibles a las presiones burguesas locales y a las del gran capital extranjero, como el PRI, el peronismo o el partido oficialista argelino. En cuanto a los países aún comunistas, como China, Vietnam o Corea del Norte, se dedican a construir un capitalismo de Estado a costa del nivel de vida de los trabajadores o, como el régimen de Pyongyang, una monarquía hereditaria sangrienta disfrazada de socialista.

El mundo actual está hundido en una crisis económica, ecológica, moral, de civilización. Desde los gulags stalinistas, los campos de concentración nazis, las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, las guerras de Corea y Vietnam, las matanzas en Ruanda y Burundi o el Congo, vivimos en plena barbarie y la vida civilizada e incluso la supervivencia de nuestra especie están al borde del colapso y muchos tremen los cambios que podrían agravar. El capitalismo, ya sin miedo al movimiento obrero, destroza una a una las conquistas sociales de un siglo y medio; los trabajadores, ya sin utopías ni esperanzas de superación del capitalismo, combaten en orden disperso y a la defensiva. Si en tiempos de Trotsky la esperanza socialista movilizaba a cientos de millones de obreros, campesinos, intelectuales, antimperialistas y llevaba a discutir la estrategia revolucionaria para conducir mejor ese ejército mundial a la victoria y a la construcción de un nuevo mundo, hoy no hay confianza en la idea misma de socialismo y, por el contrario, toda Europa oriental y una gran parte de Asia fue vacunada contra ella por la barbarie del socialismo real stalinista. La inmensa mayoría de la humanidad ha naturalizado la idea impuesta por la burguesía de que no hay alternativa al régimen capitalista y aspira, cuando mucho, a introducir alguna reforma en un régimen feroz y caótico por su esencia, mismo donde el límite a la explotación sólo es dado por la resistencia social.

Una consecuencia de esa desesperanza es que Lenin o Trotsky, teóricos revolucionarios marxistas preocupados por la estrategia que pudiese llevar al socialismo, sólo son recordados hoy por pequeñísimas minorías que se aferrana sus teorían aún válidas y que Marx reaparezca sólo como economista, totalmente diferenciado del historiador y del socialista revolucionario, y como sostén para ideas y propuestas banales, reformistas y neoliberales como las de Thomas Pikkety.

Otra consecuencia, para quienes quieren ser marxistas hoy, es la comprensión de que el pasado es irrepetible, así como son irrepetibles las políticas y el lenguaje de los revolucionarios de la fase anterior. Además, la comprensión de que antes que nada deben comprender a las amplias masas que, bajo direcciones burguesas, luchan por la democracia, por la liberación nacional, contra el imperialismo sin ser anticapitalistas y, por tanto, deben estar junto a ellas aunque sin compartir sus errores e ilusiones.

Hay que saber ser minoría, pero con vocación mayoritaria y pensando en cómo partir del nivel actual de conciencia y organización de las mayorías para intervenir más y mejor en la crisis y demostrar que la democracia y la independencia nacional sólo se lograrán acabando con el régimen que las hace imposibles y, de este modo, comenzar a construir las bases de una sociedad no capitalista igualitaria y democrática, cualquiera sea el nombre y la forma que la misma adopte.

Fuente