Introducción a Defensa de la revolución. León Trotsky. Antología.*

Jaime Pastor**

La figura, el pensamiento y la acción de Lev Davidovitch Bronstein, conocido como León Trotsky, son inseparables de la historia del movimiento obrero y del marxismo durante la primera mitad del siglo XX. Sus casi 61 años de vida, dese su nacimiento el 7 de noviembre de 1879 en Lanovka, Ucrania, hasta su muerte el 21 de agosto de 1940 en Coyoacán, México, dieron testimonio de una creciente actividad política e intelectual en medio de una época en la que estalló la crisis de la primera “globalización liberal”. Un largo período en el que pudo ser testigo de acontecimientos como la revolución fallida de 1905 en Rusia, la “Gran Guerra” de 1914, el triunfo e impacto global de la primera revolución proletaria en Rusia en 1917, el comienzo de la Gran Depresión a partir de 1929, el ascenso tanto del fascismo y del nazismo como del estalinismo, la revolución y la guerra civil españolas y las vísperas de la Segunda Guerra Mundial.

Esta sucesión de guerras, revoluciones y contrarrevoluciones, acompañadas por enormes sufrimientos y grandes esperanzas, fue objeto de análisis, reflexión e intensa participación por parte de Trotsky y no es fácil resumir aquí sus aportaciones. Las hemos agrupado en cinco grandes bloques: el primero es el relacionado con su teoría del desarrollo desigual y combinado del capitalismo y su corolario, la revolución permanente; el segundo, su análisis crítico de la URSS y del carácter del Estado que allí se consolida bajo el estalinismo; el tercero, la búsqueda de una estrategia de lucha contra el fascismo, el nazismo y el franquismo, diferente de la propugnada por la Internacional Comunista (IC) y adaptada a las condiciones de los países occidentales; el cuarto, su apuesta por la Cuarta Internacional y, finalmente, el quinto, la aspiración a un nuevo socialismo en el que el arte y la cultura en general puedan gozar de la mayor libertad posible.

1. Desarrollo desigual y combinado y revolución permanente

El primer bloque de contribuciones parte de su análisis de la especificidad de la economía y la sociedad rusas en una época que era ya la del imperialismo[1]. Trotsky, siguiendo a Parvus[2], considera que la entrada en esa nueva etapa del capitalismo obliga a poner al día la ley del desarrollo desigual de Marx, quien sostenía que existen distitnas fases de desarrollo en los diferentes países y que “el país industrialmente más desarrollado no hace sino mostrar al menos desarrollado la imagen de su propio futuro”[3]. La interpretación dominante de esa sentencia dentro de la Segunda Internacional llevaba a concluir que en países como Rusia primero tenía que haber una revolución burguesa que permitiera la configuración de un capitalismo “maduro” para luego poder plantearse las tareas de una revolución socialista. En cambio, para Trotsky “el capitalismo, al imponer a todos los países su modo de economía y de comercio, ha convertido al mundo entero en un único organismo económico y político”[4]. De ese nuevo paso decisivo hacia la configuración de una economía y un mercado mundiales, ya anticipado en el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, Trotsky deduce la necesidad de completar la ley del desarrollo desigual poniendo el énfasis en su carácter combinado, “aludiendo a la aproximación de las distintas etapas del camino y a la confusión de distintas fases, a la amalgama de formas arcaicas y modernas”, ya que “el privilegio de los países históricamente rezagados –que lo es realmente- está en poder asimilarse las cosas o, mejor dicho, en obligarse a asimilarlas antes del plazo previsto, saltando por alto toda una serie de etapas intermedias”[5].

A partir, por tanto, de esa tendencia general en la época imperialista sostiene que precisamente porque el capitalismo occidental penetra de forma creciente en el resto del mundo, va integrando a los demás países dentro de su esfera de dominación, favoreciendo así una combinación de desarrollo y subdesarrollo en ellos y haciendo imposible que éstos sigan su mismo esquema evolutivo; simultáneamente, se va forjando en esos países “periféricos” un nuevo proletariado con un peso muy superior al de las burguesías “nacionales”, incapaces de romper sus ataduras con el imperialismo.

Pero sus conclusiones políticas se derivan no sólo de esa propuesta teórica sino también de las experiencias de las revoluciones de 1905 y, sobre todo, de 1917 en Rusia. La primera, basada en su participación en primera línea en el Soviet (consejo) de Diputados Obreros de Petrogrado, le permite descubrir en él una nueva forma de organización y representación de los trabajadores que en poco tiempo se transforma en un verdadero órgano de poder alternativo. Animado tanto por esos análisis como por las lecciones de esas revoluciones y enfrentado con la “teoría del socialismo en un solo país”, es más tarde el trágico fracaso en 1927 de la alianza del Partido Comunista Chino con el Kuomintang, la organización nacionalista burguesa china, el que le anima a realizar un esfuerzo de sistematización de la teoría de la revolución permanente cuyos antecedentes podían encontrarse en las propuestas del propio Marx en torno a la revolución alemana de 1848[6].

Podemos resumir esa teoría en tres tesis fundamentales: la primera se refiere a la necesidad en los países coloniales y semicoloniales de transformar la revolución democrática en revolución socialista bajo la dirección del movimiento obrero si se quiere garantizar que incluso las conquistas democráticas básicas no se vean frustradas; la segunda considera que una revolución socialista triunfante debe sufrir un proceso constante de transformación interna si no quiere verse abortada por fuerzas externas o por su propia burocratización; la tercera insiste en el carácter internacional de la revolución como proceos permanente y, por tanto, en la necesidad de contribuir a la extensión de la misma, especialmente en los países relativamente avanzados.

Esto último es importante porque de la posibilidad mayor de la revolución en un país relativamente atrasado no deduce que fuera más fácil en él la construcción del socialismo. Defiende más bien lo contrario: para poder dar pasos en ese camino hace falta que la revolución triunfe, al menos, en alguno de los países capitalistas más avanzados, en cuyo marco sí sería posible sentar las bases de la transición al socialismo.

Es ese análisis de una Rusia inserta en la economía mundial capitalista, entre Europa y Asia, el que le lleva a considerar que la revolución que hay que promover en ese país no puede limitarse a derrocar al zarismo y a realizar algunas tareas democráticas sin duda fundamentales –como la conquista de la paz, la reforma agraria y la libre determinación de los pueblos- sino que, dada la debilidad de la burguesía rusa, todas ellas solo pueden llevarse a cabo hasta el final si son asumidas por el nuevo proletariado industrial en ascenso –siempre que se ganara el apoyo del campesinado- y, por tanto, tendría que emprender también medidas que condujeran a cuestionar la propiedad privada de los principales sectores de la economía. Partiendo de este punto de vista mantiene una posición diferente respecto a las dos principales corrientes dentro del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (POSDR), los bolcheviques, con Lenin a la cabeza, y los mencheviques: los primeros defienden que la próxima revolución será esencialmente democrática, pero para ello ha de basarse en la alianza de los trabajadores y el campesinado, no viendo por tanto posible el “salto” hacia una revolución socialista; mientras que los segundos sostienen que es la burguesía liberal la que ha de asumir el protagonismo de esa revolución democrática, teniendo que limitarse el movimiento obrero y campesino a apoyar a aquélla para después, cuando el capitalismo estuviera “maduro”, poder plantearse tareas superiores. Ambos, por tanto, defienden concepciones que sostienen, a diferencia de Trotsky, la inevitabilidad de una revolución “por etapas” en Rusia.

Las diferencias del joven Trotsky con Lenin también tienen que ver con la concepción organizativa del partido, ya que, como se puede comprobar en el primer texto de esta antología, escrito en 1904, aquél ve en las tesis del dirigente bolchevique en ¿Qué hacer? y Un paso adelante, dos pasos atrás (escritos en 1902 y 1904 respectivamente) el peligro de que el POSDR –y sus órganos de dirección hasta llegar al secretario general- acabara sustituyendo al necesario protagonismo de los trabajadores. Es esa profunda divergencia la que le conduce a aliarse con los mencheviques, si bien propugnando repetidamente la reunificación de ambas corrientes dentro de un mismo partido. Mantien así hasta 1917 una actitud “conciliadora” que le provocaría duras críticas de sus adversarios y que sería utilizada demagógicamente luego por los estalinistas como prueba de que no había sido nunca un “verdadero bolchevique”.

En esos años posteriores a 1905 Trotsky aparece con una posición propia en muchos de los debates dentro de la Segunda Internacional y sigue de cerca los conflictos que se van desencadenando primero en los Balcanes y más tarde en Europa hasta llegar a los inicios de la Primera Guerra Mundial. Su papel destacado en la redacción del Manifiesto aprobado en Zimmerwald en 1915 por la minoría de la Segunda Internacional, opuesta a la decisión de partidos como el alemán de apoyar a sus gobiernos respectivos en el conflicto, le da ya un protagonismo más allá de Rusia que no dejaría de aumentar con el tiempo. Ese comportamiento antimilitarista provocaría el rechazo de los gobiernos a reconocerle su estatus de exiliado en países como Francia, obligándole, por cierto, a su paso forzado por España en 1916, de cuya experiencia nos han quedado unos recuerdos suyos llenos de observaciones y comentarios jugosos[7].

Pero es sin duda en el proceso revolucionario ruso de 1917 cuando Trotsky, ya dentro del partido bolchevique a partir de agosto[8], actuando como presidente del Soviet de Petrogrado y, luego, del Comité Militar Revolucionario, se convierte en uno de los grandes protagonistas del movimiento que acaba triunfando en octubre, inaugurando así una nueva época histórica, solo comparable con la que abrió la Revolución francesa de 1789. De esta experiencia, de sus tendencias de evolución, ritmos, diferenciaciones, tensiones y anécdotas nos ha dejado su legado en Historia de la Revolución Rusa. Esta obra, escrita en el exilio y con un extraordinario bagaje documental, unido a sus vivencias personales, constituye un ejemplo de “historia desde abajo y desde dentro” y una referencia inevitable para historiadores de muy diferentes ideologías[9].

Ese acontecimiento constituye para él una confirmación en positivo de sus tesis mientras que, como ya se ha indicado, el fracaso de la Revolución china en 1927 es una demostración del camino a la derrota al que conduce una orientación que se ve ratificada en la política que la IC desarrolla a partir de su VI Congreso en 1928. Esta aparece ya claramente subordinada a la “teoría” codificada por Stalin según la cual es posible “el socialismo en un solo país” y, por tanto, la defensa de la URSS y de su política exterior es la que ha de marcar la orientación de los partidos comunistas en el mundo.

Las posiciones de Trotsky serían, no obstante, sometidas a crítica ante los distintos procesos revolucionarios que se darían luego en países “periféricos” como la misma China -en este caso es acusado de subestimar el papel revolucionario del campesinado-, o en relación con los conflictos que surgen entre determinadas burguesías nacionales y las potencias occidentales, viéndose obligado en distintas ocasiones a matizar su propia teoría[10].

2. Contra el estalinismo. Por un Frente Único contra el fascismo

Con todo, para comprender mejor la beligerancia creciente frente a la orientación que desarrolla la IC tenemos que referirnos a otra de las contribuciones que hace Trotsky, relacionadas con el nuevo Estado soviético. Debemos tener en cuenta para ello que los bolcheviques no contaban con ningún “modelo” preestablecido de cómo debía construirse éste y que además se encontraban en unas condiciones particularmente difíciles para avanzar en medio del acoso internacional, sobre todo una vez frustradas las expectativas creadas en torno a la Revolución alemana en octubre de 1923. Trotsky mismo, durante los primeros años de la revolución, vive esa tensión constante entre los ideales proclamados de avanzar hacia una sociedad socialista y la realidad de un país como Rusia, con una población cansada por los enormes daños causados por la Gran Guerra y, luego, por una guerra civil en la que la oposición contrarrevolucionaria con tó con el apoyo de las potencias imperialistas.

Como comisario de Asuntos Exteriores, después como comisario de Guerra y más tarde en otros cargos menos destacados, Trotsky se ve implicado en debates constantes que generan divisiones internas en la dirección del partido bolcheviquer, como las relacionadas con el Tratado de Brest-Litovsk con Alemania, la guerra civil y el “comunismo de guerra”, la prohibición de las fracciones dentro de su partido, la entrada del Ejército Rojo en Georgia, o los acontecimientos de Kronstadt[11]. Él mismo llega a defender la militarización del trabajo y de los sindicatos e incluso la identificación del nuevo Estado con su partido dirigente, como se puede comprobar en su obra Terrorismo y comunismo, escrita en 1920: en ella no es difícil percibir la influencia que tiene en él mismo esa tendencia a hacer de la necesidad virtud que criticara en 1918 Rosa Luxemburg[12].

Pese a esas posiciones, pronto sus temores ante el nuevo curso que se está tomando en Rusia le llevan a manifestar en Nuevo Rumbo, ya en 1923, su oposición, en alianza con un Lenin que muere poco después, al grupo dirigente estalinista que empieza a consolidarse. A partir de entonces contribuye a formar una oposición de izquierdas y, simultáneamente, se esfuerza por ir dando coherencia teórica y política a su crítica del proceso de burocratización en la URSS –de contrarrevolución política dentro de la revolución, como él mismo lo define- y a la apuesta por una nueva democracia soviética respetuosa de la pluralidad política.

La culminación de esa tarea se encuentra en La Revolución traicionada, publicada en 1937, cuando, tras la proclamación de la nueva Constitución y en medio de los procesos de Moscú y de la represión contra los “trostskistas”[13], ya no le caben dudas sobre la consumación del “Termidor soviético”, fórmula empleada por analogía con lo ocurrido tras la Revolución francesa de 1789. Es en esta obra donde opta por calificar al régimen soviético burocratizado como transitorio o intermedio, debido a que al haber expropiado a los grandes capitalistas no puede ser calificado como “capitalista”, pero tampoco puede ser considerado “socialista”, ya que sobreviven las clases sociales –y las desigualdades entre ellas- y ha surgido una nueva casta dominante que se ha hecho con el control total del Estado sustituyendo así a la clase obrera y a los soviets.

Si bien esa obra ofrece una explicación de lo ocurrido, su imprecisión respecto a la caracterización de ese régimen y al tipo de revolución que habría que propugnar -¿política o también social?- contra la burocracia, parece muy pronto insatisfactoria dentro de su propia corriente y genera problemas sobre la orientación política a defender, sobre todo porque Trotsky considera que en caso de agresión por parte de las potencias occidentales habría que salir en defensa de la URSS. Por ese motivo las divergencias irrumpen abiertamente cuando se produce el pacto nazi-soviético en septiembre de 1939 y la URSS ocupa los países bálticos y la parte oriental de Polonia y entra su ejército en Finlandia. Ante la gravedad de esos acontecimientos, desde la sección estadounidense de la nueva Cuarta Internacional James Burnham, seguido luego por Max Schachtman, califica la política de la URSS como imperialista. Cuestiona así la definición que ha hecho Trotsky de ese Estado como “obrero burocráticamente degenerado” –obrero por su base social y burocráticamente degenerado debido a que la nueva capa social dominante se ha apropiado del nuevo Estado-, proponiendo otras alternativas como la de “colectivismo burocrático”, fórmula que había empezado ya a popularizar Bruno Rizzi[14].

En sus respuestas a esas tesis Trotsky condena el pacto firmado por la URSS con Alemania, así como la ocupación de esos territorios pero, haciendo de nuevo una analogía con la política exterior practicada por Napoleón, no por ello deduce que la URSS haya cambiado de naturaleza, ya que en esos mismos países el propio Stalin procede a expropiar también a los capitalistas; se mantiene, sin embargo, abierto, a que en el futuro pudiera producirse una restauración del capitalismo en función también de cuál llegue a ser el desenlace de la guerra que se avecina.

Esa ambigüedad final en algunas de sus respuestas a sus amigos estadounidenses es la que después de la Segunda Guerra Mundial y ante la progresiva conversión de la URSS en gran potencia –llegando a configurar, como se sabe, un conjunto de países “satélites” en el este de Europa- provoca nuevos debates y escisiones en las filas del “trotskismo”. Una de las primeras rupturas es la protagonizada por el grupo Socialisme ou barbarie, surgido de una escisión de la sección francesa de la Cuarta Internacional en 1948, con Cornelius Castoriadis a la cabeza, quien sostiene que la estatización de los medios de producción en la URSS no tiene nada que ver con el socialismo y que allí se ha consolidado un nuevo sistema social que define como “capitalismo burocrático”[15].

En cualquier caso, más allá de lo discutible de la fórmula por la que se pudiera optar, los resultados de la interpretación trotskista de las causas del triunfo del grupo social que se hizo con el monopolio del poder estatal en la URSS han constituido una referencia –para asumirla o rechazarla- entre parte de las sucesivas generaciones de comunistas que han buscado en su obra una explicación del estalinismo desde un marxismo crítico y autocrítico.

Junto a su teoría de la revolución permanente y a su crítica de la burocracia estalinista, podemos encontrar un tercer conjunto de reflexiones en su preocupación por desarrollar, primero en el seno de la Internacional Comunista y luego fuera de ella, una estrategia de transición al socialismo en el marco de los países capitalistas occidentales. Para ello propone elaborar programas de acción que se basen en una combinación de reivindicaciones inmediatas, transitorias y anticapitalistas, capaz de superar así las viejas tentaciones del reformismo –solo preocupado por el programa mínimo y la práctica parlamentaria- y del ultraizquierdismo –limitado a proclamar el programa máximo y a menospreciar la necesidad de luchar por reivindicaciones inmediatas-. Para llevar a cabo ese programa ve necesario tanto la lucha por la hegemonía dentro del movimiento obrero frente a la socialdemocracia como la aplicación de una táctica de frente único con ella y los sindicatos, siempre sobre la base del lema “marchar separados, golpear juntos”, en la lucha común contra la amenaza ascendente del fascismo.

Sus intervenciones a partir del II Congreso de la IC, celebrado en 1920, ya apuntan hacia ese camino para unos jóvenes partidos comunistas que muy pronto se verían supeditados a los sucesivos giros de la IC: primero, el ultraizquierdista de finales de los años 20 (que la conduce a negarse a establecer diferencias entre fascistas y socialdemócratas) y, luego, el de la política de Frentes Populares con sectores burgueses “democráticos”, a partir de 1935, objetivo claramente subordinado a la búsqueda por parte de la URSS de una alianza con las grandes potencias occidentales.

De todo esto son suficiente muestra sus escritos sobre Italia, Alemania, Francia o España e incluso algunos apuntes sobre Inglaterra y EE UU. La distinción entre las diferentes formas de dominación política burguesa –democracia liberal, bonapartismo, dictadura militar- y la caracterización compleja del nazismo y de su relación con las clases sociales recuerdan en muchos de esos artículos, como también observa Ernest Mandel al referirse a sus escritos sobre Alemania, al Marx de El 18 Brumario de Luis Bonaparte y La lucha de clases en Francia.

Asimismo, y al margen de sus diferencias con Antonio Gramsci –entre ellas, la relativa a la teoría de la revolución permanente[16]- no es difícil encontrar, como sostienen Perry Anderson, Burawoy o Moscoso[17], una notable afinidad entre este pensador italiano y Trotsky en su preocupación por comprender la especificidad de las sociedades y de los Estados en Occidente y por esbozar una estrategia alternativa; una tarea que sin duda es mucho más desarrollada por el pensador italiano en comparación con un Trotsky todavía aferrado al “modelo” de la revolución rusa e “incapaz de asumir el persistente fracaso de la revolución en Occidente”[18].

3. Por una nueva Internacional. Cultura y revolución

Un cuarto bloque de aportaciones se encuentra en la labor desarrollada por Trotsky de cara a sentar las bases de una nueva Internacional a medida que comprueba la involución de la IC, fundamentalmente tras su fracaso ante la llegada al poder del nazismo en Alemania.

Esa actividad no es desde luego, fácil, ya que después de su expulsión del partido bolchevique y de la IC en 1927 Trotsky se encuentra cada vez más aislado y es víctima de las peores acusaciones, tropezando además con enormes dificultades, suyas y de su familia, para conseguir asilo en otros países. Pese a esos obstáculos, intenta agrupar a diferentes organizaciones comunistas antiestalinistas, buscando con ellas las mejores vías para influir en los procesos de movilización que se desarrollan en la lucha contra el fascismo, primero, actuando como fracción opositora dentro de los partidos comunistas y, después, sugiriendo incluso el trabajo dentro de partidos socialistas como el francés y el español, que en 1934 conocen un proceso de radicalización frente al ascenso del fascismo.

Los frutos de esa labor son limitados y en 1936 se celebra a Conferencia preparatoria de la Cuarta Internacional. Desde el 19 de julio de ese mismo año presta una creciente atención al papel de la izquierda antiestalinista y de los anarquistas en la Revolución y la Guerra Civil españolas, ya que está convencido de que de su actuación depende que pueda detenerse o no la nueva guerra mundial que se anuncia. Esa percepción de la amenaza que se cierne en el horizonte y la confianza en que una política “correcta” pueda forzar un nuevo rumbo a la historia dan especial acritud a sus debates con los dirigentes del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). Pero, como se puede comprobar en la lectura de la entrevista a Trotsky durante las sesiones de la Comisión Dewey[19] que transcribimos aquí, ni sus diferencias eran secundariaas ni deja por ello de considerar nunca a su principal dirigente, Andreu Nin, como su “amigo”.

Finalmente, la creación de la Cuarta Internacional se produce en 1938, culminando así su esfuerzo por ofrecer un nuevo marco de agrupamiento a todos los comunistas antiestalinistas pero en unas condiciones mucho más más difíciles que las que el mismo Trotky esperaba. En efecto, pese a que él mismo caracteriza el período que está viviendo como reaccionario, su pronóstico de que después de la Segunda Guerra Mundial se producirá un rápido desarrollo de esa nueva Internacional, al igual que ocurrió tras la Primera Guerra Mundial con la IC, se ve luego desmentido. Su tendencia a subestimar las consecuencias de las derrotas sufridas se refleja no solo en determinadas formulaciones iniciales del Programa de Transición que se reproducen en esta Antología sino también en el Manifiesto sobre la guerra imperialista y la revolución proletaria que redacta en mayo de 1940: en él sostiene que “en estos últimos veinte años, es cierto, el proletariado ha sufrido derrota tras derrota, cada una más grave que la precedente, se ha desilusionado de los viejos partidos y se ha encontrado en la guerra indudablemente con el espíritu deprimido. Sin embargo, no se debe sobreestimar la estabilidad o duración de esas disposiciones de ánimo. Los acontecimientos las crearon, los acontecimientos las disiparán”.

Reflexionando sobre esa tensión entre sus análisis y sus predicciones, Ernest Mandel, uno de sus principales continuadores dentro de la Cuarta Internacional, concluye: “Su principal error fue cree que la Cuarta Internacional creería rápidamente al final de la Segunda Guerra Mundial –una predicción que no tomaba en cuenta los devastadores efectos en el nivel medio de la conciencia de clase de veinte años ininterrumpidos de derrotas de la revolución-. Correctamente predijo que se tardaría más en superar los efectos en Italia, Alemania, Rusia y España. Pero de alguna forma los colocó entre paréntesis a la hora de referirse al proletariado mundial en su totalidad. Y aquí se erquivocó obviamente”[20].

Esas expectativas no se vieron cumplidas pese a que con el desenlace de esta segunda Gran Guerra se producen situaciones revolucionarias en Francia e Italia, finalmente frustradas, mientras que otras estallan “sin permiso” (de la burocracia soviética) como la yugoslava o la griega –la primera triunfante y la segunda derrotada[21]-. Pero, a pesar de esos progresivos cambios y también frente a lo previsto Trotsky, el estalinismo saldría reforzao de esa contienda bélica inaugurando una nueva etapa: la de la conversión de la URSS en una gran potencia en disputa con la otra gran potencia hegemónica occidental, EE UU.

Por último, no se puede dejar en el olvido un conjunto de aportaciones que se pueden encontrar en cantidad de artículos sobre materias como la cultura, el arte, la literatura, la filosofía, las ciencias sociales o los problemas de la vida cotidiana en general, entre ellas la atención a la lucha emancipatoria de las mujeres y a la socialización de las tareas domésticas[22]. Esa labor es especialmente relevante justamente en los primeros años de la Revolución rusa cuando surgen nuevas vanguardias en esos campos y la tarea de ir sentando las bases de una nueva sociedad parece posible. Se puede leer entonces a un Trotsky apoyando esos procesos y, a la vez, enfrentado a quienes quieren forjar una nueva “cultura proletaria” oficial, pretenden establecer una “política de partido” sobre cualquier tipo de actividad cultural o menosprecian todo lo procedente de la “cultura burguesa” e incluso de la “ciencia burguesa”[23].

Es en estos terrenos donde podemos encontrar el lado “libertario” de Trotsky, sobre todo en su defensa de la plena libertad de creación y de investigación en todos esos campos. La más clara manifestación de esta actitud se expresa en el Manifiesto por un arte revolucionario independiente[24] que redacta junto con el padre del surrealismo, André Breton, en 1938 y que, por su propia decisión, firma en su lugar el pintor mexicano Diego Rivera. En ese documento sobresale, entre otros, su argumento de que “si para desarrollar las fuerzas productivas materiales, la revolución tiene que erigir un régimen socialista de plan centralizado, en lo que respecta a la creación intelectual debe desde el mismo comienzo establecer un régimen anarquista de libertad individual. ¡Ninguna autoridad, ninguna coacción, ni el menor rastro de mando!”. Se forja así una asociación que, pese a que dura poco tiempo en el plano personal, se convierte en referencia de una alianza entre un marxismo radicalmente crítico del estalinismo y un surrealismo que no separa su vocación revolucionaria en el arte de la lucha por la transformación del mundo.

Notas:

[1] La primera obra que propone caracterizar la nueva fase del capitalismo que se inicia en 1873 como imperialismo es la de un liberal, John Atkinson Hobson, en su Estudio del imperialismo, escrito en 1902 (Madrid, Alianza, 1981); más tarde, la interpretación marxista del mismo período por Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo, escrita en 1916, se convierte en una de las principales referencias críticas.

[2] Seudónimo de Alexander Helphand, uno de los primeros marxistas rusos.

[3] Karl Marx, “Prólogo a la primera edición de El Capital”, escrito en 1867 (El Capital, Libro Primero, Madrid, Siglo XXI de España, 1984, vol. 1, p. 7). No obstante, el mismo Marx fue revisando esa proposición a partir de 1873, influido por sus lecturas de la corriente populista revolucionaria rusa, que reivindicaba la comuna rural como forma de organización sociopolítica básica; esto le obligó a dar mayor complejidad a su teoría del desarrollo desigual y a cuestionar la idea del “progreso” unilineal (para una selección de textos de Marx sobre este tema y comentarios sobre el mismo, véase El Marx tardío y la vía rusa, de Teodor Shanin, ed., Madrid, Editorial Revolución, 1990).

[4] L. Trotsky, Resultados y perspectivas, París, Ruedo Ibérico, 1971, vol. 2, p. 211.

[5] L. Trotsky, Historia de la Revolución Rusa, Madrid, Veintisiete letras, 2007, pp. 12 y 13.

[6] Su Mensaje del Comité Central a la Liga de los Comunistas, escrito en marzo de 1850, concluye con el llamamiento a que los obreros alemanes vayan “cobrando conciencia de sus intereses de clase, ocupando cuanto antes una posición independiente de partido e impidiendo que las frases hipócritas de los demócratas pequeñoburgueses les aparten un solo momento de la tarea de organizar con toda inpdendencia el partido del proletariado. Su grito de guerra ha de ser: la revolución permanente”.

[7] “Mis peripecias en España” y “Quince cartas de L. Trotski escritas desde España”, Escritos sobre España, París, Ruedo Ibérico, 1971, pp. 205-298.

[8] Su incorporación al partido bolchevique obedece a dos motivos: por un lado, la constatación de que con las Tesis de Abril presentadas por Lenin ya no existen divergencias entre ambos sobre el tipo de revolución a impulsar; por otro, la rectificación de su propia posición contraria al modelo de partido promovido por el líder bolchevique.

[9] Basta recordar que cualquier estudioso de las revoluciones mínimamente riguroso no ha podido obviar la tarea de debatir sobre las condiciones y características de las mismas a partir de los rasgos resaltados por Trotsky en Resultados y perspectivas y, sobre todo, en este voluminoso trabajo. Quizás la mejor prueba de ese reconocimiento incluso en el ámbito académico se encuentre en los trabajos de Charles Tilly (por ej., en Las revoluciones europeas, 1492-1992, Barcelona, Crítica, 1995, pp. 27 y ss.).

[10] Así, en el caso de México, ante la decisión tomada por su presidente Lázaro Cárdenas en 1938 de nacionalizar el petróleo y frente al boicot de gobiernos occidentales, Trotsky expresa su apoyo a esa medida y llama al movimiento obrero internacional a luchar contra ese boicot sin por ello tener que identificar su programa con el del gobierno mexicano (“México y el imperialismo británico”, en L. Trotsky, La Era de la Revolución Permanente (antología de escritos básicos), México, Juan de Pablos Ed., 1973, Introducción de I. Deutscher, pp. 281-284).

[11] En marzo de 192 el Ejército Rojo reprime en Kronstadt el levantamiento de los marinos contra el gobierno bolchevique. Sobre este conflicto se puede consultar el artículo de José Gutiérrez-Alvarez, “El gran negador, 31: Encuentros y desencuentros con los anarquistas”, disponible en http://www.kaosenlared.net/noticia/gran-negador-31-encuentros-desencuentros-anarquistas

[12] Desde su solidaridad con el éxito de Octubre de 1917, Rosa Luxemburg, compañera de lucha de Lenin y Trotsky dentro de la Segunda Internacional, cofundadora del PC alemán y finalmente asesinada por fuerzas armadas alemans en enero de 1919, expone sus críticas a los bolcheviques en La Revolución Rusa, escrita desde la cárcel en 1918 y publicada póstumamente por su compañero de partido Paul Levi en 1922.

[13] Conviene recordar que generalmente se mencionan los procesos de Moscú y las ejecuciones de la “vieja guardia bolchevique! Y de dirigentes del Ejército Rojo pero se “olvida” la represión contra los “trotskistas” de Kolyma y Vorkuta en esos mismos años 1937 y 1938. Pierre Broué cubrió esa laguna en Comunistas contra Stalin, Málaga, Sepha, 2008, caps. XIX-XXIII, y Víctor Serge reconstruyó el ambiente de esa “medianoche en el siglo” en una novela, escrita en 1947 (El caso Tulayev, Madrid, Alfaguara, 2007).

[14] Autor de La burocratización del mundo, publicada originalmente en 1939 (Barcelona, Ed. 62, 1980).

[15] La mayoría de los artículos del debate con sus camaradas estadounidenses se encuentre en En defensa del marxismo, Barcelona, Fontamara, 1977; sobre Castoriadis: Escritos políticos, Madrid, Los libros de la catarata, Madrid, 2005. Sobre debates y corrientes del “trotskismo”: D. Bensaïd, Trotskismos, Barcelona, El viejo topo-Viento Sur, 2007, y J. M. Vincent, “El trotskismo en la historia”, en Viento Sur, 78, 2004, pp. 97-116.

[16] Diferencias no exentas de malentendidos cuando, por ejemplo, todavía en 1932 Grmsci equipara las posiciones de Trotsky con el “ataque frontal” al Estado en Occidente (“Paso de la guerra de movimiento (y del ataque frontal) a la guerra de posición también en el campo político”, en A. Gramsci, Para la reforma moral e intelectual, Madrid, Los libros de la catarata, 1988).

[17] P. Anderson, Las antinomias de Gramsci, Barcelona, Fontamara, 1981; M. Burawoy, “Dos método en pos de la ciencia: Skocpol versus Trotsky”, en Zona Abierta, 80-81, 1987, pp. 33-91, y L. Moscoso, “El conspirador, la comadrona y la etiología de la revolución”, en Zona Abierta, 80-81, pp. 93-136.

[18] M. Burawoy, art. y revista citadas, p. 85; pese a ello, siguen teniendo interés sus últimas reflexiones sobre EE UU.

[19] Esa Comisión fue una iniciativa adoptada por amigos de Trotsky contra las acusaciones que se vertían contra él en los procesos que se desarrollan en Moscú contra la “vieja guardia bolchevique” a partir de 1936. Fue conocida por el nombre de su presidente, el filósofo estadounidense John Dewy, quien aceptó asumir esa responsabilidad porque consideró que estaban en juego “principios fundamentales de verdad y justicia”.

[20] El pensamiento de León Trotsky, Barcelona, Fontamara, 1980, p. 145.

[21] Me remito a una obra que sigue siendo uno de los mejores trabajos en castellano sobre esos procesos revolucionarios: La crisis del movimiento comunista. De la Komintern al Kominform, de Fernando Claudín, París, Ruedo Ibérico, 1970.

[22] Es justamente el retroceso bajo la era estalinista frente a los avances alcanzados por las mujeres –incluido el derecho al aborto- y a los cambios que se habían ido produciendo en la familia mediante la socialización de determinadas tareas en los primeros años de la Revolución uno de sus principales argumentos críticos expuestos en el capítulo VII de La Revolución traicionada.

[23] Para una recopilación de gran parte de estos trabajos: L. Trotsky, Literatura y revolución. Otros escritos sobre la literatura y el arte, París, Ruedo Ibérico, 1969, 2 vols.

[24] A. Breton, L. Trotsky y D. Rivera, Manifiesto por un arte revolucionario e independiente, Barcelona, El viejo topo, 1999, prólogo de J. Gutiérrez-Alvarez.

*Los libros de la Catarata-Viento Sur, Madrid, 2009

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