El general San Martín y la cultura popular
Ha transcurrido un nuevo aniversario del fallecimiento del General San Martín y varios han sido los actos y artículos en su homenaje. Pero lo popular de San Martín no ha despertado el interés de la mayor parte de sus panegiristas. Conviene, pues, una vez más, volver sobre este aspecto: el San Martín popular.
A poco de regresar a Buenos Aires –en 1812– la aristocrática familia Escalada lo invitó a cenar y él llevó a su edecán. Mandaron a este a la cocina y cuando San Martín supo eso, se levantó, fue también a la cocina y se sentó al lado de su edecán, con los sirvientes. En vano, intentaron hacerlo levantar. Él les dijo: "Donde come mi edecán, como yo." Esto le valió el apoyo de "El Plebeyo", que le impusieron peyorativamente los hermanos de Remedios. Una descendiente de los Escalada lo recordaba diciendo: "Era un ordinario, un grosero… Para el casamiento (los padres) le encargaron a tía Remedios un ajuar de Europa, vestidos paquetísimos, lencería de puntillas, escarpines de raso… Él lo devolvió todo diciendo que "la mujer de un soldado no puede andar calzada de seda". (El compañero Agustín Rossi, que entiende lo popular, podría poner un recuadro con esta anécdota, a la entrada del Colegio, digo, nada más, pues sería una forma de robustecer la tradición sanmartiniana del Ejército).
Del mismo modo, a lo largo de sus luchas, los enemigos, como forma de intentar denigrarlo, lo apodaron "indio misionero", "tape de Yapeyú", "cholo de Misiones", así como la oligarquía chilena, a modo de vituperio, lo llamaba "El Paraguayo". No sería de extrañar que algún vecino "culto" y de tez blanca de la Recoleta o Belgrano lo preciara hoy como "negro" o "cabecita negra" o, más elegantemente, "hombre oscuramente pigmentado". Así procedió, por ejemplo, el jefe absolutista de Chile, Marcó del Pont, al entregarle una nota a un oficial del Ejército Unido, argentino (de los Andes)–chileno, diciéndole con desdén: "Yo firmo con mano blanca, no como San Martín, que la suya es negra."
Interesa recordar, asimismo, una anécdota referida por el propio General. Cuenta que muchos años después, en Francia, "llegó a verme un papeluchista que traía documentos que me atribuían antepasados nobles… Harto fastidiado por el papeluchista, observando que nadie nos oyera y alzando los ojos al cielo, al pedir interiormente perdón a mi honrada madre… grité, zamarreando al falsificador de noblezas: 'Mire, señor, yo no soy el tal conde de San Martín porque soy hijo de una gran re…cluta, que hacía la guardia con mi padre en Misiones'."
"San Martín no tenía nada que ver con los intereses de los terratenientes", señala el historiador Joaquín Pérez al referirse a las evasivas de aquella oligarquía ante su reclamo de apoyo para avanzar en la campaña hacia el Perú. De ahí también su controversia con el aristócrata europeizado don Bernardino Rivadavia –disidencia de proyectos políticos y hasta de costumbres– con quien estuvo a punto de batirse a duelo, en Londres, en 1825, por las persecuciones de que había sido objeto durante su gobierno. Tiempo después, le escribe a su amigo Tomás Guido: "Usted más que nadie, que ha estado cinco años a mi lado, debe haber conocido mi odio a todo lo que es lujo y distinción, en fin, a todo los que es aristocracia."
En estos momentos que vive la Patria, cuando el imperialismo financiero lanza sus buitres –en connubio con los buitres que habitan nuestro suelo para arrasar con nuestra soberanía y nuestros recursos– creo que es conveniente recuperar a ese San Martín popular, aquel que vinculaba la libertad nacional con lo popular, en aquella proclama de 1819: "Si no tenemos dinero, carne y tabaco no nos han de faltar; cuando se acaban los vestuarios nos vestiremos con esas bayetitas que nos trabajan nuestras mujeres y si no, andaremos en pelota, como nuestros hermanos los indios. ¡Seamos libres y lo demás no importa nada!"