El cardenal Martini, el papa improbable

Bernardo Barranco V
La Jornada


    Una parte de católicos progresistas alentaron la esperanza de que el cardenal de Milán, Carlo María Martini, fuese electo papa en el cónclave de 2005. Se dice que el propio Martini declinó porque ya estaba declarado su mal de Parkinson; tan sólo obtuvo nueve votos en la primera ronda. Martini acreditó la candidatura de Ratzinger, incluso declaró posteriormente que estaba seguro de que Benedicto XVI daría grandes sorpresas. Martini fue jesuita e intelectual erudito, referencia obligada en el estudio de los textos bíblicos y sagradas escrituras; para muchos analistas que lloran su muerte, fue un hombre que se atrevía a pensar diferente y con valentía se arriesgaba a hablar. Dialogante, reformador, exquisito conocedor de la memoria milenaria del cristianismo, se daba el lujo de concebir de modo diferente la tradición y liberar las ataduras con que la Iglesia se aferra al pasado. Aun con plena salud, sin duda, el cardenal Martini hubiera sido un papa improbable.
Martini falleció el pasado 31 de agosto a la edad de 85 años; sin embargo, su voz y cuestionamientos aún retumban en los muros de la curia, justo cuando ésta se prepara para celebrar los 50 años de la inauguración del Concilio Vaticano segundo. La agonía de Martini ha sido larga y dolorosa; pese a ello, ha dejado varios testamentos y posicionamientos críticos a una estructura eclesiástica que se resiste a operar necesarios cambios. En 2008 publicó el libro Coloquios nocturnos en Jerusalén, editorial Herder, en el que demanda a las autoridades del Vaticano el coraje para reformarse y operar cambios concretos, por ejemplo, las posturas sobre la sexualidad, el sacerdocio negado a las mujeres. El libro es una larga entrevista con Georg Sporschill, también jesuita. Ahí cuestiona abiertamente el celibato: éste, sostiene Martini, debe ser una vocación; se muestra favorable a la ordenación de hombres casados y a la reivindicación de los homosexuales; exige la autorización del preservativo, modificaciones frente a la eutanasia y, sobre todo, el trato a los divorciados.
La contribución más importante del cardenal Martini fue buscar y proponer una versión renovada del catolicismo en diálogo con la cultura secular. Martini parte de la importancia del desarrollo cultural, intelectual y científico de la humanidad. Martini se arriesga a conciliar la mentalidad iluminista y racional, es decir, la mentalidad del mundo moderno europeo con la mentalidad de la tradición católica. La comparación Martini-Ratzinger es inevitable porque Benedicto XVI es su antípoda, al negarse a operar cambios con y en el mundo contemporáneo, mientras Martini es heredero del espíritu del concilio, aquel que tanto teme y evita el papa alemán. Entre escándalos y descalificaciones, Martini pidió en 1999 ante el Sínodo de Obispos Europeos la convocatoria a un nuevo concilio para concluir las reformas estancadas que habían surgido en el Vaticano segundo, celebrado en Roma entre 1962 y 1965.
Y no es que Martini haya sido un revolucionario del evangelio; sólo ha intentado conservar el núcleo central de la enseñanza de la fe, proponiendo reformas que respondan a los nuevos interrogantes, a menudo inéditos, del mundo contemporáneo, especialmente de los jóvenes. Su debate con Umberto Eco, contenido en el libro En qué creen los que no creen, Taurus 2000, es un momento culminante de diálogo sobre ética y creencias. El cardenal confrontó y padeció la incomprensión de buena parte de sus colegas obispos y de cardenales. Sin embargo, a pesar de diferencias irreconciliables, el cardenal Martini fue respetado, nuca se dudó de su fe profunda y de su aguda convicción de que el cristianismo pueda ofrecer respuestas de esperanza y acciones al hombre de hoy.
A unos días de su muerte, la última entrevista que concede es durísima. Renoce con pesar una Iglesia cansada y envejecida, con grandes iglesias y casas vacías. Con un aparato burocrático que crece, con ritos y vestidos pomposos. Una Iglesia acomodada en confort, que está obligada a buscar figuras entrañables, como elobispo Romero y los mártires jesuitas de El Salvador. ¿Dónde están los héroes que nos inspiren?, reprocha. En su mensaje póstumo recomienda a la Iglesia: (Debe) reconocer sus errores y tiene que seguir un camino radical de cambio, empezando por el Papa y los obispos. Los escándalos de pedofilia nos empujan a emprender un camino de conversión. Las preguntas sobre la sexualidad y todos los temas relacionados con el cuerpo son un ejemplo... Cabe preguntarse si la gente escucha todavía los consejos de la Iglesia en materia sexual. En este campo, la Iglesia es todavía una autoridad de referencia o sólo una caricatura en los medios. La segunda gran recomendación de Martini: Es la Palabra de Dios. El Concilio Vaticano restituyó la Biblia a los católicos. Sólo la persona que percibe en su corazón esta palabra puede ser parte de quienes ayudarán a la renovación de la Iglesia... Ni los clérigos ni el derecho eclesial podrán sustituir la interioridad del hombre. Tajante, Martini sentencia que la Iglesia sufre un atraso de 200 años y que ahora está invadida por el miedo que suprime el arrojo y el coraje evangélico.
Gran verdad en las últimas palabras de Martini. La Iglesia debe dejar de ser egocéntrica para ser fermento en la sociedad. El temor y la fe son irreconciliables. Por ello debemos comprender el mensaje final de Carlo María Martini, quien llama a luchar a través de una cuestión fundamental para la Iglesia: su rezago autista frente a las preocupaciones, vida cotidiana y expectativas de los hombres y las mujeres de hoy.