Otra vez decisiones a puertas cerradas

Timothy Garton Ash*
The Guardian




Esta semana hablé con jóvenes europeos en una antigua y deliciosa ciudad que está un poco inquieta sobre cuál será su lugar en los libros de historia: Maastricht. Repasando la historia de cómo el Tratado de Maastricht condujo a la eurozona de hoy, encontré una enseñanza vital. El entramado de la política económica de Europa ha cambiado fundamentalmente en los últimos 20 años, pero no la manera en que esas políticas se deciden.
Hoy como ayer, un puñado de gobernantes y sus asesores forjan acuerdos decisivos a puertas cerradas, y con frecuencia en buenas cenas con buen vino. En aquel momento eran François Mitterrand y Helmut Kohl, más un importante rol del primer ministro italiano Giulio Andreotti. La semana que viene será François Hollande, el primer presidente socialista desde Mitterrand, haciendo su peregrinación postjuramento a la Berlín de Angela Merkel, y con un rol significativo para el actual jefe de gobierno de Italia, Mario Monti.
Hoy, con los documentos publicados y mucha investigación sobre el tema, uno puede saber cómo exactamente se cocinó la torta de Maastricht. O, más bien, cómo se medio cocinó: una unión monetaria hecha sin la unión fiscal necesaria para sostenerla.
Aquí está, por ejemplo, Mitterrand escribiéndole a Kohl en diciembre de 1989: “Bajo las presidencias irlandesa e italiana, los ministros económicos y financieros pueden refinar las sugerencias para la coordinación de presupuestos” ¡Coordinación de presupuestos nacionales! Mejor riámonos, para no llorar.
Y ahora un vistazo a esos dos viejos zorros, Andreotti y Mitterrand, cenando en un hotel cerca de Maastricht en la víspera de la cumbre de diciembre de 1991, mientras arreglaban cómo hacer para que Kohl suscribiera un cronograma para una unión monetaria que claramente apuntaba a tener sujeta dentro de un armado europeo más estrecho a una Alemania recientemente (y, para ellos, alarmantemente) unificada. Respuesta: haciendo automático el ingreso, siempre y cuando se cumplieran ciertas condiciones de cuño germánico tales como déficit fiscal inferior al 3% del PBI y deuda pública inferior al 60%. De nuevo: riámonos para no llorar.
Yo espero vivir lo suficiente como para leer los registros oficiales alemán y francés de la conversación que tendrán esta semana Hollande y Merkel en Berlín, y relatos de primera mano de las correspondientes cenas conspirativas. Mediante esos métodos consabidos los gobernantes de Europa llegarán a un acuerdo. Probablemente sea un aguachento (pero con discurso hollandizado) “pacto de crecimiento” para complementar el pacto fiscal de Merkel, con facultades para que los fondos, los bancos y los denominados mecanismos europeos puedan proveer algún elemento de estímulo.
En lo fundamental, la toma de decisiones no ha cambiado. Desde Maastricht, el Parlamento Europeo ha ganado más poderes, pero no ha creado políticas europeas para dar forma a la economía europea. Ahora como entonces, se trata de gobernantes nacionales, que siguen intereses nacionales, definidos por las respectivas elites nacionales. Justifican su conducta ante una prensa todavía nacional en su abrumadora mayoría. Las elecciones que importan son nacionales, como las que acaban de realizarse en España y Grecia.
Las actuales políticas para salvar a la eurozona, y con ella al proyecto europeo, seguirán siendo todavía moldeadas a la hora de la cena por un puñado de gobernantes nacionales. Pero para que tengan éxito, ahora hará falta que millones de otros europeos, en sus propios idiomas, medios y políticas nacionales, en sus bares, clubs y cafés, se comprometan. Sin eso –y por ahora no hay muchos signos de eso– el salvataje fracasará y entonces el nombre de Maastricht ocupará un lugar desdichado en los libros de historia.
*Historiador