El nuevo reparto del poder en el orden mundial y sus causas
Aldo Ferrer
Diario BAE
Diario BAE
El sistema económico
mundial, tal cual lo hemos conocido hasta finales del siglo XX, era un orden
organizado bajo la hegemonía de las naciones industriales del Atlántico Norte.
Este núcleo dominante surgió alrededor del siglo XV, en virtud de la revolución
cultural desencadenada en el Renacimiento europeo. Hasta esa época, el
conocimiento científico y las tecnologías disponibles en las mayores
civilizaciones del planeta (China, India, las naciones árabes, los pueblos
cristianos de Europa) eran comparables. Consecuentemente, eran semejantes la
estructura de la producción y la distribución de la fuerza de trabajo, la
productividad, el bienestar y la esperanza de vida.
Por
razones complejas, hace alrededor de quinientos años, los pueblos cristianos de
Europa comenzaron a ampliar el conocimiento científico y, sobre estas bases, a
innovar en la forma de producir alimentos, manufacturas y hacer la guerra, a
crear nuevos medios de transporte y a ampliar las redes de intercambio. A
partir de entonces, el dominio de la ciencia y la tecnología y la capacidad de
gestionar ese conocimiento y aplicarlo a la producción y la organización
social, se constituyeron en el motor fundamental de la aceleración del
desarrollo. La influencia de las naciones en el orden mundial emergente pasó a
depender de las fuentes intangibles del poder, es decir, de su capacidad de
innovar y gestionar el conocimiento. Cuando esto coincidió con una amplia base
de recursos tangibles (población y territorio), surgieron las grandes
potencias.
Uno
de los vástagos europeos, los futuros Estados Unidos, se convirtió en líder del
avance científico y tecnológico y su aplicación a la actividad económica y
social. De este modo, el Atlántico Norte consolidó su influencia como el centro
dominante del orden mundial. Durante cinco siglos, hasta finales del XX,
ejerció un monopolio casi absoluto de la ciencia, la tecnología, la capacidad
de gestión del conocimiento y las industrias portadoras de la transformación.
Los países avanzados extendieron su dominación a escala planetaria y
establecieron un orden mundial que privilegió sus intereses y contribuyó a
mantener al resto del mundo, al margen de la capacidad de gestionar el
conocimiento.
Éstos
eran, a grandes rasgos, el orden económico y el desarrollo hasta hace poco
tiempo. Ahora, está llegando a su fin la hegemonía del Atlántico Norte sobre la
capacidad de gestión del conocimiento. Lo que no ha cambiado es el hecho de que
la misma sigue siendo, como desde los albores del proceso de globalización, la
fuente fundamental del crecimiento y de la organización de las relaciones
internacionales. Sólo que ahora hay nuevos protagonistas. Es decir, las mismas
civilizaciones de Asia que, hace poco más de cinco siglos, eran tanto o más
avanzadas que las naciones europeas. Una consecuencia principal de esta
transformación es el nuevo reparto de la producción industrial mundial, en
cuyas ramas de tecnología avanzada (ej. electrónica, informática,
biotecnología, nuevos materiales), las economías emergentes de Asia, que
abarcan alrededor del 50% de la población mundial, tienen un creciente
protagonismo.
Pero
el nuevo reparto del poder y del crecimiento en la economía mundial, refleja no
sólo el dinamismo de las economías emergentes de Asia. Revela, también, la
incapacidad de las antiguas potencias dominantes del Atlántico Norte de
resolver sus problemas fundamentales. En el pasado, esos países construyeron su
desarrollo y posición hegemónica sobre la base de la fortaleza de su densidad
nacional y el protagonismo de los Estados nacionales. En cambio, en las últimas
décadas, el Estado nacional fue sustituido por el Estado neoliberal y se
debilitó la densidad nacional. ¿Por qué?
Una
vez concluida la reconstrucción de posguerra, los países centrales promovieron
la liberalización de las transacciones internacionales con el objetivo de
consolidar su posición hegemónica dentro de la división internacional del
trabajo, facilitar las inversiones transnacionales de sus corporaciones y
ampliar los mercados financieros. A medida que las operaciones transnacionales
de las corporaciones y las finanzas adquirieron una influencia hegemónica, la
desregulación y apertura de los mercados se convirtió en el objetivo excluyente
de la política económica, a costas de la economía real de la producción, la
inversión y el trabajo. Los países centrales propagaron el paradigma neoliberal
en el resto del mundo, como sucedió en América Latina, con el Consenso de
Washington, hasta quedar, ellos mismos, atrapados en la magia del mercado y el
estado neoliberal.
De
este modo, la política económica fue quedando reducida a “transmitir señales
amistosas” para que, supuestamente, los mercados se estabilicen y canalicen
eficientemente los recursos. A pesar de la debacle de las finanzas
internacionales a finales de la década pasada, la prolongación de los problemas
hasta la actualidad, las reformas promovidas por el G 20 y las nuevas normas de
Basilea, la política económica sigue reflejando el canon del Estado neoliberal.
Consecuentemente,
los países centrales quedaron progresivamente atrapados en las redes de la
globalización desenfrenada y comenzaron a soportar las consecuencias que los
países periféricos habían sufrido en el pasado. Entre ellas, la
desindustrialización, el debilitamiento de la tasa de crecimiento y el deterioro
del empleo. Al mismo tiempo, la especulación financiera generó escenarios
recurrentes de volatilidad e inestabilidad de los mercados.
La
transición desde las políticas keynesianas propias del Estado nacional (que
predominaron hasta entrada la década de 1970), a las ortodoxas, inherentes al
Estado neoliberal, provoca el debilitamiento de la densidad nacional de los
países centrales. La fragmentación social es observable en el deterioro en las
condiciones de vida de amplios sectores sociales y la creciente desigualdad en
la distribución del ingreso, simultáneamente con la reducción de la protección
del estado de bienestar. La calidad de los liderazgos empresarios ha empeorado,
como consecuencia del predominio de la búsqueda de la ganancia de corto plazo,
vinculada a la especulacioón financiera, sobre las ganancias fundadas en la
acumulación de capital productivo y tecnologia. Asimismo, la subordinación de
los liderazgos políticos de la actualidad, a los criterios de los mercados,
implican un cambio radical respecto de la impronta nacional de los líderes de
la reconstrucción de la posguerra y los posteriores “años dorados”. En el campo
del pensamiento, el deterioro ha sido abrumador, con la sustitución de los
enfoques asociados a la economía real y al pleno empleo, por el de las
expectativas racionales y la magia del mercado. En definitiva, la ideología de
la impotencia frente al "orden natural" de los mercados.
En
los problemas actuales de los países centrales influyen hechos
"exógenos", como los acontecimientos politicos de los Estados Unidos
y la insuficiencia de las reglas de la Unión Europea para sostener una moneda común y la
solidaridad indispensable en un espacio comunitario. Sin embargo, en un plano
más profundo, las dificultades actuales resultan de la crisis del Estado
neoliberal y de sus pésimas respuestas a los desafíos que la globalización
plantea a los antiguos países centrales.
Desde
estas perspectivas, el distinto ritmo de desarrollo entre las antiguas
economías industriales del Atlántico Norte y las economías exitosas emergentes
del resto del mundo y, consecuentemente, la transformación del reparto del
poder en el orden mundial, está vinculado a la distinta dinámica de la densidad
nacional de ambos espacios y, consecuentemente, a la vigencia, o rechazo, de
los fundamentos del Estado neoliberal.
El
nuevo orden mundial tiene lugar en un contexto muy distinto al que predominó
hasta la Segunda Guerra
Mundial del siglo XX. Hasta entonces, la hegemonía del Atlántico Norte,
coexistió con la indiferencia de las grandes potencias frente a las
desigualdades crecientes en los niveles de bienestar y al deterioro del medio
ambiente y las agresiones al ecosistema. En la actualidad, ambos problemas
tienen repercusiones planetarias. Se reflejan en las tensiones internacionales
y las amenazas a la paz en diversos puntos del planeta, principalmente, en
Medio Oriente y en las evidencias del calentamiento global y otros problemas
que afectan al ecosistema. No es previsible, que el nuevo reparto del poder en
el sistema internacional, abra una etapa prolongada de relativa estabilidad en
las relaciones internacionales sin enfrentar las consecuencias de las
desigualdades extremas en los niveles de bienestar ni resolver los problemas
más urgentes del medio ambiente.
Por
otra parte, está por verse si la sabiduría ancestral de las grandes
civilizaciones orientales es capaz de imprimir a la organización del sistema
mundial y a las fuerzas globalizadoras, un mayor grado de racionalidad del que
fue capaz el Atlántico Norte, durante su hegemonía incontestable, en el
transcurso de cinco siglos.