Historia del Rincón de López


Historias de Castelli


La más rancia nobleza europea, y la más auténtica, es la que hace datar sus orígenes de la época de las Cruzadas o, en cuanto a España, de los siglos de la Reconquista. Es esa profunda raigambre en la historia, que identifica la vida de una familia con la existencia de un país, el rasgo distintivo de toda verdadera aristocracia, cuyos pergaminos nobiliarios son siempre en sus principios títulos inmobiliarios. Porque la nobleza, como todo bien duradero, deriva de la tierra. y no hay familia ilustre cuyo apellido no esté vinculado con la conquista o la defensa del suelo. La aristocracia es, primordialmente, rural y guerrera, pues sólo en las fatigas de la guerra y en las faenas del campo evidéncianse las virtudes de mando, previsión y arrojo que la justifican históricamente. 

Pensábamos todo eso mientras examinábamos con curiosidad de incipiente archivista, el título de propiedad del “Rincón de López”, la vieja estancia de la Sra. Juana

Sáenz Valiente de Casares, en el partido bonaerense de Magdalena. Ese título es una página de historia. Expedido en 1811, lleva aún las armas reales (la Junta Provisional Gubernativa obraba todavía a nombre de Fernando VII) y trae a su pie las firmas de don Cornelio Saavedra y don Domingo Matheu. 

Despojado de sus pasajes curiales, resulta un fragmento de la epopeya de la Conquista. Uno de los postreros episodios de la empresa secular que se abre con las hazañas de los primeros españoles que pusieron la planta en el continente y se cierra, hace poco más de cincuenta años, con la operación militar de Roca. Pero entre esos dos jalones extremos ¡cuánta lucha ignorada! ¡Cuánto heroísmo olvidado! En la lucha contra los bárbaros autóctonos, la acción gubernativa, tanto en el período colonial como en los primeros sesenta años de vida independiente, fue siempre inconstante y muchas veces de resultados efímeros. En cambio, la acción lenta e incansable de los hacendados, no desmayó nunca. Ellos consolidaron y fueron extendiendo, con la fuerza de una inundación, las fronteras reales del país.

Así, hacia mediados del siglo XVIII, la costa del Salado, apenas a cincuenta leguas de Buenos Aires, constituía una parte de la frontera sur del virreinato. Lo habría seguido siendo mucho tiempo a no ser por el arrojo de don Clemente López de Osornio, quien se decidió a poblarlos por su sola cuenta. Más de diez años duró la conquista y el afianzamiento de los campos vecinos al Salado y al mar. Poco a poco, frente a la amenaza continua de los salvajes, logró formar su estancia. 

De este arquetipo de guerrero y colono, traza Ibarguren la semblanza siguiente:“Don Clemente López de Osornio encarnó, en la segunda mitad del siglo XVIII, el tipo rudo del estanciero militar que pasó su vida lidiando para conquistar palmo a palmo la pampa y dominar a los salvajes infieles. Fué sargento mayor de milicias, caudillo de ios paisanos y cabeza del gremio de hacendados, de quienes tuvo durante muchos años la representación con el cargo de apoderado ante las autoridades del virrey- nato. Su establecimiento “El Rincón” era el eje de la ganadería en el sud y el centro del abasto para la ciudad. Y así, muchas licencias para extracción de ganados cimarrones de los campos desiertos, otorgadas por el Fiel Ejecutor, decían “Concedo Liz para traer ganado vacuno de los Campos desiertos de todas clases sin distinción por una vez, con concepto a que el bueno sirva para el abasto de esta Ciudad, y el flaco y chico para reducirlo a rodeo en la estancia del finado Don Clemente López, de donde podrá servir con el mismo fin en el tiempo “venidero””. 

 “La energía de don Clemente corría pareja con su inflexibilidad y vigor. Ya anciano trabajaba como un mozo, con su hijo Andrés, en las ásperas faenas rurales jineteando redomones y arreando vacas chúcaras, a campo traviesa, entre paja brava y cardizales, pantanos y lagunas. Tenía setenta y cinco años cuando, entregado a esas recias labores, fue lanceado y degollado, con su hijo, por la maloca salvaje”.

Hay que ver con qué sobriedad castellana, refiere don León Ortiz de Rosas las hazañas de su suegro, al presentarse ante la Junta Gubernativa pidiendo se le expidiera el título de propiedad de esos campos: “..en el año pasado de 1775 hizo denuncia de unos terrenos ubicados en la costa del Salado, mi suegro, Don Clemente López de Osornio, apellido cuyo nombramiento hace resaltar desde que hizo la memoria pública de los servicios que prestó a este suelo mi expresado suegro, a cuyo esfuerzo y patriotismo se debe en mucha parte la porción que hoy tiene esta ciudad sobre la costa del citado río, que en otro tiempo era el tesoro que con más interés defendían los salvajes”.

La muerte del esforzado estanciero no significó la ruina de su empresa. Aunque los indios destruyesen las posesiones, se llevasen mucho ganado y capturasen algunos esclavos, la obra quedó en pie. Don León Ortiz de Rosas fue, en parte, el continuador: 

“...bajo la buena fe de que la posesión de aquellos terrenos por los herederos de Osornio era legítima” — dice él mismo — “poblé yo con crecido número de vacunos de toda especie y edifiqué habitación cómoda y costosa en los de la costa del Salado, que se adjudicaron a mi mujer Doña Agustina López, hija y heredera del expresado López de Osornio”. Cuando el yerno de Don Clemente obtuvo, por fin, el título de propiedad de las tierras, habían pasado cincuenta años cabales desde que la familia iniciara allí su establecimiento. López de Osornio asentó sus reales en las márgenes del Salado, por primera vez en 1761 y el título de propiedad fue expedido a sus descendientes en 1811, veintiocho años después de su trágica muerte. 

El mismo año en que Don León Ortiz de Rosas obtuvo el título de propiedad definitivo, encargó la administración de la estancia a su hijo Juan Manuel de Rosas. El futuro dictador comenzó allí su aprendizaje del oficio y de la vida. 

El viejo palomar
Así como la historia del “Rincón de López” puede ofrecerse como un episodio de la Conquista, ilustra también uno de los aspectos del pasado patrio. “Rosas — dice Ibarguren en su ya célebre biografía — encontró en el campo el medio concordante con su idiosincrasia y el ambiente propicio para desarrollar su personalidad física, psíquica y política. La áspera vida campera le encantaba irresistiblemente; quizás esa inclinación fuera heredada de su abuelo materno don Clemente López. “La pampa nutrió a Rosas y modeló en su persona el arquetipo del patrón. La estancia era un dilatado señorío: extensos dominios, rebaños numerosísimos, peones militarizados, trabajos rudos y guerra contra los indígenas. El patrón era caudillo, gobernante, diplomático y guerrero. Debía comprender a los paisanos e interpretar su alma para dominarlos, administrar hasta la extrema minucia para obtener el mayor provecho de la explotación, observar profundamente a las gentes y a los ganados, mirar a los ganados como si fueran hombres y manejar a los hombres como si fuesen ganados. Clasificar a los peones y a las bestias, dar a cada uno el destino que convenga, poner en cada rodeo los animales que concuerden con el tipo correspondiente, reunirlos, apartarlos, domarlos, castigarlos y matarlos si fuese necesario. Emplear constantemente sea la maña, sea la violencia.

“Rosas como patrón, organizó su vasto dominio imponiendo el régimen militar: la amenaza permanente de la invasión de los salvajes le obligaba a estar siempre alerta para la lucha defensiva. Debía aplicar el más malicioso arte diplomático en su trato con las tribus al pactar con ellas, concertar alianzas y procurar añagazas. Conoció así, hondamente la psicología del indio y poseyó su lengua tan a fondo que escribió una gramática y un diccionario pampa. 

“Durante su larga estadía en el campo consiguió subyugar y seducir a los campesinos, mientras sus contemporáneos luchaban por la independencia, y se debatían en la ciudad enardecidos por la pasión política”. 

Pero todo lo anterior no puede aplicarse enteramente a la permanencia de Rosas en el “Rincón de López” donde sólo estuvo dos años, hasta la época de su casamiento. 

Después de eso la estancia volvió a manos de Don León Ortiz de Rosas y continuó más tarde en la de sus herederos.

Por una de esas coincidencias del destino, fue también en “Rincón de López” donde inició su aprendizaje de las faenas rurales otro joven llamado a llenar con su nombre más de medio siglo de la historia argentina. Nos referimos, por supuesto, a Mitre, que apenas salido de la infancia fue colocado por su padre bajo la enérgica tutela de don Gervasio Rosas. Don Ambrosio “quería educarlo bajo la dura ley del trabajo, familiarizándola desde niño con sus aleccionadoras exigencias” y a ese propósito respondió su envío a la estancia de los Rosas. Pero la vocación de Mitre no era la de hacendado. 

Una placa rememorativa, colocada en el olmo centenario del parque, recuerda su estadía en el “Rincón de López”. A la sombra del olmo tutelar, en las pausas del trabajo diario, el joven Mjtre se adiestraba en las faenas del espíritu, leyendo incansablemente. Al pie del olmo, cuya robusta ancianidad llegó a emular, concibió sus primeros versos y soñó con la gloria. Sueños que no fueron defraudados, más tarde, por la vida. 


La Residencia vista desde el Parque 

Viejo Aljibe

El olmo centenario del parque 

Puente sobre el salado 

Bosque de talas centenarias

Cocina de los peones