Reflexiones sobre el fallo Griesa y la responsabilidad de los acreedores
Mario Rapoport
Diario
BAE
El fallo del juez
Griesa, además de lo que significaba en sí para la Argentina , como un
desafío a la voluntad de pagar sus deudas, y de lo que implicaba para los otros
países deudores a modo de una advertencia contra futuras reestructuraciones de
aquellas que les corresponderían, sigue colocando el peso de la responsabilidad
de los compromisos contraídos en los que tomaron esos créditos. Al igual que en
el caso de las subprime, un negocio de los bancos y otras entidades
financieras, que sabían muy bien la estafa que eso significaba por la
comprobada insolvencia de sus deudores, doblemente agravada por la colocación
de títulos que incluían esos valores en los mercados bursátiles, la
responsabilidad de los acreedores de deudas soberanas, especialmente de los grandes
bancos y fondos de inversión, es tan o más importante que la de sus deudores.
El problema de la deuda externa es necesario analizarlo también del lado del
rol del acreedor y de las causas por las cuales los flujos de capitales llegan
a un país, entre los que se cuenta la imprudencia, la excesiva codicia y el
financiamiento de regímenes dictatoriales, corruptos o afines a esos intereses.
El primer gran impulso al movimiento
internacional de capitales hacia la periferia después de la Segunda Guerra Mundial
se produjo en los años 70. Entonces, como resultado de sus dificultades
económicas, Estados Unidos no pudo sostener la creciente demanda de conversión
de dólares a oro y el gobierno de Nixon decretó el fin de la convertibilidad de
la divisa que servía como patrón monetario internacional respaldado en su
relación con el áureo metal. Además, los países de la OPEP elevaron los precios del
petróleo y alimentaron con los llamados petrodólares la sobreabundancia de
capitales en busca de mayores rentabilidades que las que se ofrecían en los
países desarrollados en crisis. Había que reciclar esas nuevas
disponibilidades, y los mercados financieros de la periferia resultaban sitios
ideales; el endeudamiento externo se convirtió en una herramienta sofisticada para
poder estructurar las economías periféricas de acuerdo con las necesidades de
las potencias del norte y en función de las predominantes ideologías
neoliberales. Esto permitió no sólo colocar excedentes financieros sino también
comerciales y coincidió en América Latina con las dictaduras de Pinochet y
Videla, que tuvieron el financiamiento necesario para poder realizar –junto al
equipamiento que implicó en sus casos las necesidades propias del “terrorismo
de Estado” (compra de armas por ejemplo)–, políticas aperturistas y de
desregulación financiera que pocos años después se consolidarían en el mundo.
Los organismos financieros internacionales
alentaron y garantizaron este movimiento de capitales sabiendo bien adónde iban
y en qué podrían utilizarse. El FMI pasó de pretender mantener la estabilidad
de las monedas financiando déficit de balanzas de pagos temporarios, a
encargarse de aconsejar políticas de ajuste y restructuración de las economías
en desarrollo, ahora endeudadas. El Banco Mundial se concentró en promover la
inversión privada e incitar a los países del sur a tomar préstamos a fin de
modernizar sus aparatos de exportación y conectarse más estrechamente al
mercado mundial. En esto contaron con la conformidad de las clases dirigentes
locales, que pensaron que el financiamiento del desarrollo, y en muchos casos
el propio enriquecimiento personal, se vinculaba, principalmente, al
endeudamiento externo. Pero, a fines de los años 70 y principios de los 80,
mientras en los países latinoamericanos retornaba la democracia, se produjo una
segunda etapa de recesión en la economía mundial, cuando para hacer frente al
déficit fiscal y al proceso inflacionario, la Reserva Federal de
los EE.UU. promovió una suba significativa de las tasas de interés. De ese
modo, se volvieron a captar capitales del exterior para la economía
norteamericana, creando una seria crisis en América latina al incrementarse
notablemente el endeudamiento externo de los países de la región, que habían
tomado préstamos en los años anteriores y ahora debían pagar intereses mucho
mayores.
En la década del ’90 con la euforia provocada
por la caída del muro de Berlín y la globalización financiera, impulsada por
cambios tecnológicos y la expansión de los mercados especulativos, hubo otra
sobreabundancia de capitales en el Norte, que se dirigieron hacia el Sur,
completando un nuevo turno de globalización financiera, y permitiendo
descargar, a través del Plan Brady, el riesgo de los bancos a los bonistas. Su
resultado para la Argentina
fue la gran crisis de 2001-2002. De modo que los daños mayores para la
inserción económica internacional de los países periféricos en el siglo XX
siempre se produjeron en los períodos de alta liquidez internacional, cuando
llegaba un flujo incontenible de capitales provenientes del Norte en medio de
burbujas especulativas, sin dejar de reconocer la responsabilidad de los
gobiernos que tomaron esos préstamos.
En síntesis, la deuda externa fue funcional a
aquellos intereses que en los países ricos se reciclaban buscando nuevas
oportunidades de rentabilidad ayudados por las políticas de apertura,
desregulaciones, estabilidad monetaria (en nuestro caso la convertibilidad) y
privatizaciones en los lugares donde se dirigían. Constituyó, al mismo tiempo,
una vía de escape del ahorro interno por parte de las elites locales, que se
aprovecharon de él –no en todos los países ocurrió lo mismo ni en la misma
medida, como en el caso de Brasil, donde hubo inversiones productivas– a través
de la especulación o de la fuga de capitales. La maniobra de los “fondos
buitres” de comprar deuda barata para luego litigar y obtener su valor nominal,
representan los últimos beneficios del negocio. Actuaron como un falso mendigo
que escarba los restos de un plato de comida ajena. Además, esos “fondos buitres”
anidan en paraísos fiscales, son apátridas.
Haciendo un balance de las causas de la crisis
de los años 30, El Comité Norteamericano del Senado sobre la Banca y el Sistema de
Divisas se pronunció en términos muy severos sobre el comportamiento nefasto de
los bancos inversores en los años 20. Dijo entonces: “La historia de las
actividades de los banqueros inversores en la venta de paquetes de valores
extranjeros constituye una de las páginas más escandalosas de la historia de la
banca norteamericana de inversiones. La venta de estos valores se caracterizaba
por prácticas y abusos que constituían violaciones a los principios más
elementales de la ética comercial” (citado en A. Fishlow, “Lessons from the
past”, International Organization, 39. 1985, p. 423).
Asimismo, en un artículo de la revista Foreign
Affaires de octubre de1942, John C. Campbell, un agudo observador de la
realidad latinoamericana de esa época, hablaba sobre la gran oportunidad que se
le presentaba a los capitales norteamericanos en la región después de la guerra
y distinguía el “good capital” del “bad” capital: “Es absolutamente esencial
–decía– que los Estados Unidos alienten el crecimiento de la industrias en
Sudamérica y naveguen con la corriente del nacionalismo en la medida en que significa
industrialización”. Era necesario acabar con el tiempo de las altas ganancias
especulativas por las inversiones en ese continente. Parece que esas opiniones
nunca fueron escuchadas.