La multitud abstracta


Horacio González *
Pagina12
Claro que nos gustan las multitudes, formamos parte de ellas y sabemos disimular cuando algún que otro cántico va más allá de lo que nos mueve a sentir la fruición política de la calle. La multitud tiene siempre algo de excesivo, de genérico, un comportamiento que apenas consulta lo que en la prensa y la conversación rápida se llama “el humor”. El humor social, esto es, esa superficie de los hechos que nos exime de todo análisis histórico y nos da permiso para actuar con lo primero que se nos ocurre. Y lo primero que se nos ocurre no son problemas inexistentes, son problemas que tienen diversos grados y magnitudes reconocibles, pero que, cuando comienzan a tratarse en serio, descubrimos que no se trata apenas de una espumosa cuestión de humores. La política reemplazó hace mucho a la bilis. La reflexión de las formas profundas de dominio y los intrincados caminos de emancipación hace tiempo que ocupan el lugar profundo de lo que intenta pensarlos, así nomás, con lo primero que tenemos a mano: la cólera.


Es cierto que en las imágenes que vimos por televisión, la cólera y otros sentimientos primordiales aparecen escritos: ya escribir un cartel, con letras caseras –por cierto, es simpático eso–, pone una cierta distancia entre el encolerizado y el hombre que sale a la calle en términos de militancia: escribe un cartel. “No hay justicia”, “no hay libertad”, “hay corrupción”. Al escribir, tiene mediaciones. Por lo menos debe dejar que ceda un poco la irritación para pensar un cartel, su escritura, el uso de los signos gramaticales, el ordenamiento silábico de las palabras. Una muchedumbre sin carteles, como si brotara de la nada, como si saliera de una nube escapada de un cielo angelical y de repente cubriera avenidas metropolitanas solamente con sus cuerpos y su caminar cansino es un espectáculo bastante impresionante. ¡Pero qué irreal! No tiene mucho parecido con una marcha organizada por grupos políticos estables. Para quien presencia la retirada de los hinchas de un club, pongamos la desconcentración en River o en el Santiago Bernabeu, la impresión dominante es la de apuro, quizá la de una meditación intimista que rememora pasajes de un partido o apuros inevitables que exigen rápidamente que aparezca un medio de transporte.

No es esa una multitud abstracta. La sitúan ciertas coordenadas, son hinchas de uno u otro club, visten insignias y salen con ciertos goles eventualmente tatuados metafóricamente en la expresión del rostro. La multitud que se dio cita ayer ante el Obelisco, en Plaza de Mayo o en Acoyte y Rivadavia, parecía en cambio una multitud abstracta. Había carteles con palabras egregias de la historia de los pueblos: justicia, libertad. Carteles caseros y otros manufacturados por los grupos políticos, que explícita o implícitamente ordenaron genéricamente la manifestación. La política es siempre la pregunta un tanto recóndita sobre lo inducido o lo espontáneo de los hechos. A veces lo espontáneo se engarza en lo deliberadamente provocado, a veces lo orgánico se embute en formas inesperadas de manifestación. No es eso lo que debe ser dilucidado ahora, con la importancia, sin duda, que tiene, sino otra cosa. Es que está en juego lo que podríamos llamar un gran retroceso histórico en términos de la construcción de multitudes. Sin que éstas deban ser necesariamente orgánicas ni encuadradas, no deben perder la historicidad que informa la trama íntima de lo que llamamos política y sin lo cual ella no existe, o existe en forma abstracta.

La forma abstracta de la política –esto es, de las multitudes– aunque provenga del encuadramiento de las redes sociales, a veces más oscuras que trazados y arengas partidarias, puede ser el fin de una manera singular de la política. ¿Cuál sería esa singularidad? Que la multitud genérica y abstracta, que manifiesta tanto en Australia como en Cerrito y Corrientes, siempre debería tornarse una multitud localizable, autoidentificada, lo que a veces es más importante que llamarla (falsamente) autoconvocada. Por supuesto, han cantado el himno, gritado “Argentina” y exhibido banderas nacionales. Nada de eso cuestionamos, sino el sonido interno, el crujido íntimo que destilaban esos hombres y mujeres poseídos por el don de la exasperación, cierto que –como decía la televisión– cuidando los canteros de Plaza de Mayo. Aceptable. ¿Qué decir de eso? Pero era la multitud abstracta, campo de experiencias del salto atrás que ocurriría en la sociedad argentina si se perdieran sus singularidades, pliegues, cánticos ufanos o banderas que hablan de viejas iconografías. Una multitud, aunque parezca portando muchos temas a ser considerados, y sin duda deberán serlo, debe sostener lo dicho en la singular cautela con que constituye su salida a la calle. Ninguna multitud deja de heredar a otras, ni ninguna debe dejar de explicarse por otras anteriores que ocuparon su lugar. Esta era la multitud abstracta, suma de individualidades, inmaterial en sus consignas, difusa en sus movimientos.

No eran pocos. Eran muchos. Y no pocas de las palabras que decían eran justas palabras que en la historia argentina conocida –por ellos también conocida– habían tenido su complejo trato por parte de las fuerzas populares. Escuchamos que se decían el pueblo. Todos tienen derecho a hacerlo y de así llamarse. Sobre la base de ese derecho esencial se construyen las naciones y sus disensos o eventuales particiones. Pero el que vimos televisado ayer es un pueblo que, pongamos que sin saberlo, evoca retrocesos conocidos en una historia que nadie dijo que sería fácil. El pensamiento de la multitud es versátil. No se sale en vano a la calle. Cuando las otras multitudes, el pueblo que elige nombres más precisos para contar una historia de emancipación, re-ocupe a su vez esas mismas calles, no sólo se van a notar muchas diferencias. Sino también que las multitudes que asuman palabras fundamentales (no todas), pero sin contenidos históricos (no todas, exceptuamos a las abundantemente relacionadas con las derechas nuevas y antiguas del país), podrán hacer su examen. Quizá numerosos manifestantes de hoy, ojalá que muchos, puedan abandonar la justicia convertida en injusta abstracción y la libertad convertida en un valor genérico sin ancladuras sociales, en una relación más atinada con un itinerario político y colectivo, que actúa en la dificultosa concreción de su vitalidad democrática. Aprender puede ser el abandono de una abstracción fundamental, conservando lo que eventualmente tiene de fundamental, pero apartando su lastre de abstracciones, con el que juegan las neoderechas de turno.



De la cacerola a la plaza
Horacio González
Tiempo Argentino

No vi muchas ventanas con sus sombras apenas esbozadas esgrimiendo el artefacto mayor que reina en las cocinas. La cacerola, heredera de los cuencos y ánforas de la antigüedad. Arriesgo la idea de que tuvo más arraigo la cita en el Obelisco y en otros puntos céntricos de la memoria manifestadora de la ciudad. ¿Qué querría decir esto? Que la manifestación, por cierto voluminosa, optó por un método más tradicional. Ir directamente a la calle y ocupar los puntos de concentración previamente designados por los organizadores. ¿En qué cambia esto las cosas? Nada muy importante, pero debemos señalarlo. Si el cacerolazo del mes anterior fue más en las retraídas ventanas de edificios de los barrios que son el hábitat del cacerolismo, este ocupó ahora los lugares públicos más identificados de la ciudad.


Es evidente que la manifestación ya se parecía a un acto tradicional de un partido político. Pocas cacerolas, pocas banderas, pero la bandera argentina entendida como un salmo escolar o un himno de 4º año B ocupó un lugar importante, tal como lo había recomendado el partido de Macri. ¿Se terminó allí no digamos la espontaneidad, sino la íntima desazón individualista del vecino que no quería mediaciones políticas y que contó con muchos políticos que decían no querer profanarlos en una nívea pureza domiciliaria? ¿Se convertirán ahora en actos partidarios más explicitados, cada vez más envueltos en banderas que nadan en su pertinaz abstracción, o volverán las antiguas cacerolas a su balcón los nidos a colgar? En efecto, el caceroleo que se atiene a la multitudinaria efusión de ventanas, atemoriza por su condición difusa, innominada, inquietante. Sale de un adentro innominado, está detrás de la ventana, de la sala principal y del vestidor. El acto público, en cambio, es un acto que miles y miles de veces hemos visto. En el de ayer, incluso algunos políticos se acercaron; aquellos que no temieron emponzoñar a la muchedumbre con su impura condición de tales. ¿No son más sinceros? Dejarse ver al lado de Llambías, del rabino Bergman o de algún que otro distraído del partido de Macri…¿no es más aceptable que provocar un impreciso temor desde balcones que recortan a matronas en su oscuro goce por tratar de identificar cuáles serían las libertades que se les ha quitado? 

Estas neoderechas que formaron una indudable multitud alrededor del Obelisco (lugar de reunión que solo no es abstracto para el fútbol, sí lo es para la historia nacional) han dado un paso importante y ahora se podrá discutir de modo menos alarmante con ellas. Sin ese oscuro descontento que sale de la intimidad del hogar suponiendo que no hay mediaciones hasta la plaza pública. Ahora sí, con lo que de verdad es la política. Con la verdadera confrontación ideas, que son pensamientos complejos, repletos de mediaciones, con las cuales hace mucho tiempo se intenta pensar cómo se relacionan las cuestiones singulares y las dificultades, que no son pocas, con el cuadro concreto y singular que se vive en este momento de la historia nacional. 

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.