Revolución cubana contra los colonialismos y necesidad de Fanon


Fernando Martínez Heredia
La Jiribilla

A partir de 1959, la Revolución cubana anunció desde el Caribe el inicio de un nuevo período histórico, que tenía que resultarle anormal e inaceptable a las lógicas propias de los sistemas sociales para los cuales el conflicto antagónico y la acción de los oprimidos no constituyen escenarios ni opciones posibles. Los capitalistas no habían ido más allá de los replanteos de la posguerra: predominio mundial de Estados Unidos; reformas sociales internas y democratización política en los países “centrales”; rechazo inicial a la independencia de la mayoría de las colonias, que fue derrotado por la actuación de pueblos organizados y por el reconocimiento de que esas independencias eran inevitables; y el logro o los intentos de pasar, en todas partes del llamado Tercer Mundo, al tipo de dominación neocolonial propio de la madurez del capitalismo y de las exigencias del anticolonialismo.
 
Lo inaceptable para el sistema de dominación eran las revoluciones de liberación nacional, que implicaban verdadera autodeterminación de los pueblos, triunfo de la justicia social para las mayorías, soberanía nacional y proyectos propios. Para los imperialistas, el llamado “mundo libre” debía ser intangible. Por su parte, la Unión Soviética y el campo de países y de organizaciones políticas que ella lideraba tampoco creían posible cambios revolucionarios profundos fuera del nuevo esquema mundial creado entre las mayores potencias en 1945. Una revolución socialista en América Latina era impensable.
 
Sin embargo, el mundo mostraba cada vez más señales de la emergencia de nuevas identidades, resistencias, luchas, ideas y proyectos provenientes de aquellas personas y pueblos que durante toda la maravillosa y horrorosa época que han llamado moderna ―es decir, la época del desarrollo y la mundialización del capitalismo― habían sido excluidos de gozar totalmente de la condición humana, ser realmente libres, tener oportunidades de satisfacer sus necesidades básicas o lograr ascenso social, y ser considerados iguales en toda la gama de situaciones que va desde los planos más íntimos hasta las relaciones internacionales. Sobrevino un tiempo de revoluciones en Asia y en África, y la emergencia de países y movimientos de esas regiones que se coordinaban para conquistar o defender su autonomía frente al imperialismo e intentar desarrollar su economía. Los que habían aceptado ser subalternos y considerados inferiores ahora se reconocían, orgullosos de sí mismos, y se levantaban contra el racismo, las desigualdades y el orden social que había promovido y sostenido aquellas iniquidades.
 
Entre 1959 y los años sesenta Cuba vivió grandes transformaciones revolucionarias, invenciones, batallas, desafíos, desgarramientos, disyuntivas y urgencias, todo en un plazo muy breve, con la condensación del tiempo que produce una gran revolución. Al mismo tiempo, tanto el objetivo, la capacidad de motivar, movilizar y obtener devociones y sacrificios, como el proyecto trascendente, necesitaban ser intencionados, originales y creativos, para lograr liberar el país, las personas, las relaciones sociales, las instituciones, defender la revolución de sus enemigos, satisfacer las necesidades y las expectativas crecientes de la población y desarrollar una nueva organización social.
 
Pero se expandía la conciencia de que todo aquel movimiento sería la premisa para procesos de liberaciones cada vez más profundas y abarcadoras, capaces de subvertir hasta sus propias creaciones previas, en busca de nuevas personas, una nueva sociedad y una nueva cultura. Porque la Revolución había franqueado el acceso a un formidable avance de la conciencia: la certeza de que todas las sociedades modernas funcionan garantizando la reproducción general de las condiciones de existencia de la dominación de clase y la dominación nacional, y que han sido y son capaces de reabsorber procesos que una época fueron revolucionarios, aunque en su saldo queden cambios que resulten muy positivos.
 
Frente a aquellas necesidades tan gigantescas como tan poco definidas, el país confrontó graves problemas: la Revolución entera, con sus realidades y sus sueños, era muy superior a la reproducción esperable de la vida social a partir de las realidades con que el país contaba. Y en el terreno internacional, duro condicionador de la empresa de llevar a término el socialismo de liberación nacional, la inadecuación era muy grave también. Solo tendré en cuenta la situación que se creó en lo que atañe a sus relaciones con el mundo espiritual, las ideologías y el pensamiento.
 
Cuba poseía una enorme acumulación cultural revolucionaria previa, que concurrió en muy alto grado al triunfo de 1959. Pero dentro de ella, las ideas no estaban a la vanguardia. El pensamiento, la propuesta y el proyecto revolucionarios de José Martí, tan atinados para enfrentar la situación de fines del siglo XIX, tuvieron la grandeza de trascender mucho a su circunstancia cubana, latinoamericana y caribeña. Pero la primera república burguesa neocolonial implicó un duro retroceso respecto a Martí, al mismo tiempo que fue introduciendo nuevas contradicciones y conflictos. La Revolución del 30 provocó una profunda ruptura ideológica. Socializó la convicción de que los cubanos eran capaces de autogobernarse, una dimensión política muy desarrollada, una institucionalidad sumamente avanzada y un complejo ideológico que incluía el antimperialismo, la intervención estatal, la democracia como un valor superior y el socialismo. Pero el sistema capitalista neocolonial y sus nefastas consecuencias permanecieron incólumes. Durante la segunda república, la hegemonía tuvo que complejizarse una vez más para evitar una nueva revolución, la inadecuación entre las dimensiones de la formación social se agudizó y las formulaciones ideales e intelectuales no parecían tener relevancia efectiva.
 
Tan poco explicable resultó la Cuba en revolución que en 1959-1960 se decía de ella que no tenía ideología. Después de las nacionalizaciones masivas y la batalla de Girón quedó expreso que Cuba era socialista, pero al mismo tiempo se desplegaron serias diferencias y algunos conflictos dentro del campo de la Revolución acerca de cuestiones fundamentales de comprensión del socialismo. Muy próximo a la muerte, en aquel año de Girón compuso Frantz Fanon su libro Los condenados de la tierra.
 
Los años sesenta cubanos fueron un capítulo de enorme importancia en el crecimiento del pensamiento revolucionario producido por el Tercer Mundo. En un país sumamente occidental triunfó la primera revolución antineocolonial en el mundo, que asumió un socialismo de liberación nacional y proclamó ser, por boca de Fidel, “la revolución democrática de los humildes, por los humildes y para los humildes”. Pero había que poner al pensamiento a la altura de los hechos, de los problemas y de los proyectos, porque él debía ser un auxiliar imprescindible, un adelantado y un prefigurador.
 
Sucedió entonces una colosal batalla de las ideas, que después fue sometida en su mayor parte al olvido y que está regresando, en buen momento, para ayudarnos a comprender bien de dónde venimos, qué somos y adónde podemos ir. El democratismo de los años cuarenta y cincuenta, que contribuyó a formar ciudadanos más capaces y exigentes, no pudo encontrar su lugar en medio de la tormenta revolucionaria. El socialismo del campo soviético no podía servirle al propósito liberador; el hecho de ser la URSS el principal aliado que tuvimos y el entusiasmo con que nos abalanzamos sobre el marxismo más bien fueron factores de confusiones y perjuicios en los campos de la política y del pensamiento. La teoría de Marx, Engels y Lenin había sido reducida por aquel campo a una ideología autoritaria, destinada sobre todo a legitimar, obedecer y clasificar. Necesitábamos un marxismo creador y abierto, debatidor, que supiera asumir el anticolonialismo más radical, el internacionalismo en vez de la razón de Estado, un verdadero antimperialismo y la transformación sin fronteras de la persona y la sociedad socialista, como premisas para un trabajo intelectual que fuera indeclinable en su autonomía y esencialmente crítico. Un marxismo que no se creyera el único pensamiento admisible, ni el juez de los demás.
 
“Pensar con cabeza propia”, entonces, no era una frase, sino una necesidad perentoria. Fidel y Ernesto Che Guevara fueron maestros en aquel arte, que es tan difícil, porque el colonialismo mental resulta el más reacio a reconocerse, quizás porque porta las enfermedades de la soberbia y de la creencia en la civilización y la razón como entes superiores e inapelables. La Revolución verdadera, sin embargo, todo lo puede, y en aquellos años sesenta se reunieron las grandes modernizaciones y el ansia de aprender con el cuestionamiento de las normas y las verdades establecidas, la entrega completa y la militancia abnegada con la actitud libertaria y la actuación rebelde, la polémica y el disenso dentro de la Revolución. Como sucede en estos casos, los más jóvenes primábamos sobre el terreno, pero unidos con personas de todas las edades y sacándoles provecho a sus conocimientos. En todo caso, estaba claro que el pensamiento determinante también tendría que ser nuevo.
 
Por otra parte, para pensar con cabeza propia hay que tener instrumentos, y por eso leer era una fiebre. Junto a las obras y las palabras de cubanos, una gran cantidad de textos y autores de otros países se consumían o se perseguían. Además de los autores clásicos del marxismo, en el terreno del pensamiento de mayor alcance descollaron en aquellos años dos personalidades que nos ganaron enseguida: Antonio Gramsci y Frantz Fanon. En realidad no estaban tan lejos entre sí estos dos isleños ―uno de Cerdeña y otro de Martinica― que tuvieron sus experiencias decisivas y escribieron sus obras principales a ambos lados del Mediterráneo, y que murieron demasiado temprano. Esto lo expreso ahora, tantos años después, pero en aquel momento, sin darme cuenta del parentesco, los asumí a ambos con gran naturalidad, como hermanos que eran en un tipo específico de pensamiento, y ayudas providenciales para satisfacer mi necesidad.      
 
Fanon nos brindó unas tesis poderosas, atinentes a cuestiones esenciales para nosotros y salidas de nuestro mundo. El colonialismo, el imperialismo y el racismo de mediados del siglo XX, reales, no abstracciones acerca de ellos ni estructuras de pensamiento y cuerpos teóricos en los que nosotros ―los del Tercer Mundo― éramos siempre corolarios subalternos, “casos particulares”, folklore, vecinos molestos o lugar de olvidos. Los hechos y los procedimientos que caracterizan a esos enemigos de la humanidad y del planeta, pero también los sujetos que ellos producen, asumidos sin ceguera ni paternalismo. Y todo el trabajo de Fanon enrumbado por una brújula: la acción revolucionaria o la necesidad de ella, la ruptura violenta de los órdenes de dominación como la posibilidad de la institución de personas y sociedades nuevas, acción y ruptura a las que dedicaba su intelecto y su pasión. La argumentación de sus tesis poseía una riqueza extraordinaria y convincente, asistida por ciencias o por la profesión que él dominaba, y su prosa, tan hermosa, recorría la gama que va desde el opúsculo de verbo quemante hasta el análisis más ecuánime o el encanto del narrador.
 
Con Fanon estábamos siempre en los temas nuestros. En la unión y la simultaneidad imprescindible del socialismo y la liberación nacional, tan poco entendida o negada a lo largo del siglo, desde posiciones diversas. En la urgencia de conocer de verdad al ser humano que es producido por el capitalismo, el colonialismo y el racismo, un requisito para darles estrategia, tácticas, efectividad, masividad y permanencia a los cambios profundos de las personas y las relaciones sociales. En el análisis riguroso y concreto de los procesos que se viven en una revolución, los rasgos generales y las tendencias, los papeles que tiene la actuación y, al mismo tiempo, las influencias que reciben los que actúan y sus reacciones ante ellas. En la recuperación de temas que pueden parecer inconvenientes, o causa de distracción y confusión, cuando en realidad son indispensables si lo que se pretende es pelear y construir para liberar a todos y liberarnos de todas las dominaciones.
 
El racismo, ese elemento que formó parte de la constitución de la cultura cubana y fue tan importante en el sistema de dominación en el siglo XIX, que tiene una historia inseparable de nuestras luchas de liberación, fue golpeado muy duramente por la Revolución que triunfó en 1959, en sus bases y en su capacidad de reproducción social. Pero muy pronto el antirracismo fue pasado a un plano tácito, y fiados sus objetivos al del cumplimiento de los fines más generales del proceso, que debía traer aparejado la superación del racismo. El pensamiento cubano de esos años no fue fuerte en este tema. Por eso la publicación en nuestro país de Piel negra, máscaras blancas, en 1968, fue un suceso tan importante.
 
Era un momento crucial en el esfuerzo de máxima profundización del socialismo cubano, y el país seguía inmerso en su combate internacionalista, cuando apareció aquel libro como un rayo de luz, para ayudar a situar mejor ambos esfuerzos ante necesidades apremiantes. Comprender la diversidad real de componentes y de situaciones que existen en el seno de un pueblo políticamente unido, pero también percibir las deformaciones y las inequidades que parecen naturales en la vida cotidiana ―donde la consecuencia es convertida en causa―, males que de un modo u otro disminuyen o envenenan a todos y obstaculizan la posibilidad de crear personas nuevas. Conocer concretamente las funciones que cumple el racismo a favor de la opresión de clase en el capitalismo, pero sin negar la existencia de las razas como construcciones sociales determinadas y como identidades de opresión y autodisminución del oprimido, y entender las salidas diferenciadas que tienen los racializados, desde tratar de ser aceptados como si fueran blancos hasta luchar contra todas las dominaciones. Es decir, complejizar tanto la creación del socialismo como las batallas caribeñas, latinoamericanas y mundiales.
 
Aunque escrito dieciséis años antes, aquel libro tuvo un prestigio e influencia aún mayores, porque ya Los condenados de la tierra se había establecido en el pensamiento radical cubano como uno de los pilares del pensamiento marxista que debíamos desarrollar para estar a la altura de la Revolución y su proyecto.            
 
Al concluir Piel negra, máscaras blancas, Fanon se encomendaba al Marx de El 18 Brumario. Ahora, el título mismo de su libro mayor anunciaba su posición. Desde 1961, los cubanos habíamos puesto a La Internacional en un lugar muy importante entre los símbolos revolucionarios. Aunque poco tiempo después cayeron en el descrédito varias expresiones, axiomas o lugares comunes del pretendido socialismo mundial, La Internacional siguió expresando la determinación de los cubanos y su devoción a la causa socialista. Era la canción de los humildes, a los que la lucha por una revolución hecha por los humildes y para los humildes convirtió en proletarios. Y ahora venía Frantz Fanon a rescatar el verso inicial del comunero, y le daba una nueva identidad al mismo tiempo que restituía su propósito: los condenados de la tierra somos nosotros, y mediante la lucha revolucionaria vamos a abrirle desde el Tercer Mundo un nuevo cauce a la liberación de todas las personas y de todos los pueblos del mundo.
 
Apunto, en forma telegráfica, un poco de la riqueza de esta obra. La violencia revolucionaria como praxis y como noción teórica es central en su argumentación. Un triunfo descomunal del capitalismo actual ha sido convertir la demonización de la violencia en uno de los dogmas políticos más aceptados y sentidos por una masa enorme de oprimidos del mundo que están activos en cuestiones sociales y políticas. Se convierten así en agentes de su propio desarme, que se ofrecen inermes e inculcan inacción en todo su entorno. Lo peor es que la apariencia de esa demonización es moral y de defensa de los valores del ser humano. Mientras, no existe freno alguno para la violencia masiva imperialista, que siega vidas por cientos de miles, ni para el asesinato selectivo que se exhibe con jactancia, ni para las incontables formas de violencia que se practican cotidianamente contra las mayorías del mundo. A los pobres les queda ejercitar y ser víctimas de la violencia común, un cáncer inmenso que opone a los de abajo contra sí mismos y los deshumaniza, a la vez que alimenta grandes negocios capitalistas.
 
El legado de Martí tuvo que esperar por las revoluciones de mediados del siglo XX. Mao, Ho Chi Minh, Fidel, el Che, Fanon, son sus continuadores en una nueva época histórica que ya había desplegado el mundo que aquel cubano vio venir. Para Martí, la violencia revolucionaria también era indispensable como escuela de personas nuevas que se apropiaran totalmente de su condición humana, se capacitaran como combatientes y ciudadanos, y aprendieran a sustituir el egoísmo por la hermandad y la solidaridad. La guerra sería la escuela de los hombres y mujeres para ser del todo humanos, y la garantía de que fuera posible crear una república nueva.
 
La violencia de Marx es la partera de la historia, es la condición sin la cual la conciencia y la organización de clase no destruirían el capitalismo, es lo que permite al proletariado devenir poder revolucionario e iniciar el fin de todas las dominaciones. La violencia de Fanon, como la de Martí, es partera ante todo porque permite al colonizado convertirse en un nuevo ser humano: “la ‘cosa’ colonizada se convierte en hombre en el proceso mismo por el cual se libera”. Pero Fanon ya se vale de los nuevos adelantos de campos del conocimiento de los seres humanos, y se vale del marxismo, que domina y utiliza de un modo creativo. Eso le permite también inscribir los conflictos y las situaciones concretas en totalidades aptas para comprender el sentido de ellos y orientarse.
 
Sugiero leer con cuidado esta tesis de la violencia de Fanon ―que también le ha costado ser echado a un lado durante un largo período―, discutirla y ponerla en relación con aquel triunfo cultural del imperialismo.         
 
No puedo referirme ya a sus ideas sobre la necesidad de que los rebeldes creen su organización política, y las características que ella está obligada a tener para ser realmente revolucionaria, ni aludir a sus riquísimos y polémicos análisis sobre la cultura nacional y los fundamentos recíprocos entre ella y las luchas de liberación. Tampoco comentaré el capítulo “Guerra colonial y trastornos mentales”, tan rico en datos y sugerencias, pero que después de la ordenada exposición de tesis tan importantes que ha hecho pudiera parecerle curioso y demasiado extenso al que todavía no se haya apoderado del todo del pensamiento de Frantz Fanon.         
 
Pero sí puedo agradecer que frente a las tremendas necesidades de hoy tengamos otra vez a Fanon con nosotros. Y citar las palabras finales de su primer libro: “¡Oh, cuerpo mío, haz de mí, siempre, un hombre que interrogue!” Y terminar citando las palabras finales de su último libro: “hay que inventar, hay que descubrir (…) compañeros, hay que cambiar de piel, desarrollar un pensamiento nuevo, tratar de crear un hombre nuevo”. 
 
Nota:
 
(1) Palabras en la inauguración del Seminario El Caribe que nos une, en el 31º Festival del Caribe, Casa del Caribe, Santiago de Cuba, 4 de julio de 2012.