¿Qué pasa con China?

Mario Rapoport
Diario BAE


Las actuales negociaciones con China, para incrementar el comercio exterior, las inversiones y diversas relaciones económicas, políticas y culturales con nuestro país, inducen a tratar de explicar los beneficios y desventajas que ésta puede traer a partir de analizar los drásticos cambios que ha experimentado la economía china en las últimas décadas, y las repercusiones de éstas en su interior y en el mundo.

Es bien conocido que a partir de 1978, bajo la dirección de Den Xiao–ping, China comenzó un sorpresivo proceso de reformas económicas, que produjo una transición hacia formas capitalistas de producción y de consumo sin modificar mayormente el sistema político, siguiendo una trayectoria inversa a la de la ex URSS. En los años 90 el Partido Comunista confirmó plenamente el planteo de una “economía socialista de mercado”, reformando el derecho de propiedad, legitimando la privatización de empresas públicas y colectivas e impulsando una mayor apertura externa. En cuanto a su política industrial, China emprendió un fuerte proceso de sustitución de importaciones a fin de producir bienes durables y de capital, aunque en un principio debió soportar serios desbalances comerciales.

La balanza se enderezó y cambió de signo con la creación de zonas francas en áreas costeras, mediante regímenes de privilegio para las compañías foráneas orientadas a la exportación, que proliferaron gracias a los bajísimos costos laborales y a la subvaluación del yuan. De allí el salto en la inversión extranjera directa, que creció a un fuerte ritmo. Por su parte, el capital financiero chino consolidó su fuerza tras la recuperación de la soberanía sobre la ex colonia británica de Hong Kong y sus enormes reservas financieras. Las compañías chinas se asociaron o se repartieron mercados dentro y fuera de la República Popular con empresas de otras grandes potencias. A comienzos del siglo XXI, China ya era un exportador de manufacturas de talla mundial y competía con países líderes en distintos rubros. Estos cambios se plasmaron en un acelerado crecimiento, con una tasa media anual de incremento del producto de cerca del 10%. Esto se debió no sólo a la expansión de su comercio internacional sino también al aumento del consumo interno y a la formación de capital productivo. La alta participación (90%) de las manufacturas en las exportaciones de bienes y el elevado superávit comercial fueron factores que contribuyeron a un crecimiento paulatino del volumen de sus reservas en dólares.

El despegue chino tuvo, sin embargo, sus lados oscuros. Si bien la apertura permitió a ciertas regiones ribereñas y costeras un ascenso económico vertiginoso, las zonas interiores, donde vive la inmensa mayoría de la población, se rezagaron, abriendo una gran brecha entre ambas geografías. Con el tiempo la sociedad se tornó mucho más desigual. El ingreso se concentró en unos pocos grupos de altísimos ingresos y riqueza, mientras que la vida de las poblaciones rurales se deterioró y la desregulación laboral alimentó el surgimiento de mano de obra muy barata, compuesta por masas urbanas sin estabilidad ni los beneficios de la seguridad social. El desarrollo de relaciones de mercado también proveyó oportunidades para la corrupción y la especulación, y el surgimiento de un capitalismo venal. De todos modos, China se industrializó, y no sólo pasó a ser una locomotora de la economía mundial sino también a financiar en forma significativa el déficit norteamericano: un 35% de sus reservas internacionales se hallan colocadas en bonos del Tesoro de EE.UU., algo que los chinos ya no ven ahora con buenos ojos ante la crisis de la economía mundial y la debilidad del dólar. Los actuales acuerdos entre China y Japón de comerciar entre ellas en sus propias monedas indican la intención de ambos países de independizarse de ese patrón monetario. Con todo, lo más importante de su desarrollo económico a nivel mundial es que al aumentar la producción y la oferta de bienes industriales, provocó una disminución de sus precios. En cambio, su creciente demanda de materias primas elevó considerablemente los precios de éstas. Todo lo cual tuvo consecuencias para los otros países emergentes. Por un lado, generó una reversión de la tendencia histórica de los términos de intercambio que afectaba a los productores de bienes primarios. Por otro, agudizó la competencia con aquellos países que comenzaban a orientarse también en procesos de industrialización.

Pero China no escapó a los coletazos de la crisis mundial y de algunos problemas económicos propios. Este año su crecimiento económico comenzó a disminuir. El PIB creció un 8,1% en el primer semestre del año en relación con el 9,7% en el primer semestre de 2011. Una de las causas de este freno tuvo que ver con su propio mercado inmobiliario. Al igual que en Occidente, se produjo en el gigante asiático una gran burbuja en ese sector basada en la especulación (alza del costo de los créditos hipotecarios, alza de los aportes personales) que hizo bajar el volumen de ventas un 15%. Estas inversiones inmobiliarias habían representado en los últimos años un cuarto de las inversiones totales del país, con un fuerte efecto multiplicador sobre diversas actividades económicas. La segunda causa radica en la demanda cada vez más débil de los países centrales, sobre todo de los europeos, que hizo retroceder a las exportaciones chinas en forma notable: 7,6% de crecimiento en el primer trimestre del año contra 24% en el primer trimestre de 2011.

Si bien la dependencia de China de las exportaciones ha disminuido, todavía permanece en un valor alto, cerca de un 25%. De modo que la reducción de ambas demandas, la interior y la exterior, ejerció un efecto de pinzas que frenó en parte el crecimiento. Para evitar la especulación se han aplicado restricciones a las operaciones inmobiliarias pero también se esta tratando de reanimar la economía interna por otros medios. A diferencia de lo que ocurre en Europa se realizan políticas tendientes a incrementar su producción y demanda internas, como eximir de impuestos a las pequeñas y medianas empresas, aumentar los gastos sociales y activar la construcción de viviendas populares para sustituir a las inversiones privadas, que no se dirigen a los segmentos más bajos de la población; programas similares, algunos de ellos, a los que se intentan implementar en la Argentina.

El gobierno de Beijing tiene en este sentido una tarea pendiente, debe hacer frente a la integración de su mercado nacional, lo que supone en principio un problema económico, por la necesaria elevación de su nivel de vida de una población cuya sumatoria es la de varios países de tamaño medio. Pero también un proceso político y social difícil de controlar. Ahora bien, si China vuelca gran parte de sus recursos económicos en el desarrollo de su mercado interno, esto no significa necesariamente una disminución de su comercio exterior, porque el crecimiento hacia adentro aumentaría su demanda de productos alimenticios y materias primas. Al mismo tiempo, las presiones sociales podrían elevar los salarios reales haciendo menos competitivas sus exportaciones industriales, lo que beneficiaría a otros emergentes que rivalizan con ella. China está en condiciones de mover el tablero del mundo aun si cambia algunas de las características de su propio desarrollo económico, y de una manera u otra ya lo está haciendo.