La banca privada ha fracasado, necesitamos una solución pública

Seumas Milne
The Guardian


El mayor peligro del escándalo de manipulación de índices que actualmente sacude a la City de Londres es que se gestione y desactive al modo habitual y no cambie realmente nada. La dimisión forzada de Bob Diamond, el alto ejecutivo de Barclays, se produce siguiendo los manidos procedimientos para enfrentarse a las crisis que amenazan potencialmente a quienes están en el poder: denunciar a los peores infractores, hacer que rueden unas cuantas cabezas, establecer una investigación con elementos seguros y darle un retoque a la regulación para impedir que se repitan las faltas más atroces.  

Tal ha sido el patrón de los últimos años, conforme los estamentos del poder en Gran Bretaña han ido dando bandazos del desastre de la guerra de Irak a la vergüenza del chanchullo de los gastos parlamentarios y los pinchazos telefónicos por parte de medios de comunicación (aunque en el caso de Irak, las únicas cabezas que rodaron fueron las de los ejecutivos de la BBC y un cabo del ejército). Por lo que toca a los bancos que desencadenaron la mayor crisis económica en ochenta años, fueron beneficiarios de un rescate y han disfrutado de un trato de favor, y sólo pueden aducir la pérdida sacrificial de algún raro barón de la City en pago de su temerario caos.  

Pero no podemos permitirnos de nuevo esa negligencia política. El tinglado descubierto en torno a la manipulación del tipo de interés interbancario del Líbor – que afecta a contratos, instrumentos financieros, hipotecas y préstamos por valor de 500 billones de dólares– ha puesto de relieve la escala de la corrupción que anida en el corazón del sistema financiero. Se produce después de que quedara al descubierto la venta fraudulenta de derivados de riesgo, seguros de protección de pagos y una voraz elusión legal de impuestos, más el colapso el mes pasado del sistema básico de pagos del RBS-NatWest.

Ha quedado claro que la manipulación de los índices, que precisa de colusión, va más allá de Barclays, y, desde luego, de la City de Londres.  Este es uno de los múltiples chanchullos que se han vuelto endémicos en un sistema desastrosamente desregulado con incentivos consubstanciales para que los cárteles manipulen el precio básico de las finanzas. No sólo eso sino que la manipulación lleva siendo pública desde hace años – se informó de ella por vez primera en 2008 – y a día de hoy no se han tomado medidas.

Aquí hay un eco del escándalo de los pinchazos telefónicos, que salió a la luz ocho años después de que Rebekah Brooks [ejecutiva de Rupert Murdoch y directora de varios de sus diarios] revelara al Parlamento que New International [la corporación de Rupert Murdoch] sobornaba a la policía y su confesión fuera completamente ignorada. El martes pasado, Barclays trató de implicar a funcionarios de Whitehall [el centro de la administración británica] en su manipulación de los índices en 2008, y podemos esperar que un airado Diamond, que lucha por un finiquito de más de 20 millones de libras, vaya más lejos cuando aparezca ante un comité de los Comunes el próximo miércoles [11 de julio].  

Como hicieron en el caso de la prensa de Murdoch, los políticos que se humillaron delante de la élite financiera denuncian hoy a los banqueros corruptos, y unos a otros, por no haber conseguido meterlos en vereda. David Cameron, cuyo partido depende de los donantes de la City en más de la mitad de sus ingresos, quiere una investigación parlamentaria que se centre estrictamente en el Líbor para evitar un examen general, y centrar la inculpación en el entusiasmo del Nuevo Laborismo por un "ligero toque en la regulación" en los preliminares del crac.

Ed Miliband presiona con razón en favor de una investigación pública mucho más amplia, al estilo de la de Leveson [sobre los abusos de los medios de Murdoch], del conjunto del sistema bancario. Pero la realidad es que toda la clase política se adhirió a la desregulación de las finanzas en los años de auge. Mientras Tony Blair y Gordon Brown mimaban a los bancos, George Osborne y los conservadores exigían una regulación todavía menor, y hasta el liberal-demócrata Vince Cable, hoy azote de banqueros, respaldaba el "ligero toque" a las finanzas.

Es este otro escándalo más para las élites gobernantes del país. Las nuevas revelaciones de corrupción aparecen después de que saliera a la luz la impostura de la guerra de Irak, los engaños del Parlamento y la policía, la criminalidad de una mafia mediática y el demoledor fracaso de los bancos hace cuatro años. Sólo podía haber pasado, por supuesto, en un sector financiero bajo el dominio de lo privado, y convierte en un disparate la ideología en quiebra de libre mercado que todavía prevalece en la vida pública.

Los poderosos de la política y los negocios insisten en que es todo un problema de liderazgo, de manzanas podridas y de una cultura que se ha torcido. Pero esa clase de cultura la generan estructuras y sistemas, y en el caso de la City, la maximización desregulada del beneficio a corto plazo ha requerido de ellas. Desde luego que es necesaria una limpieza de los jefes de la City, procesamientos e investigaciones de envergadura, pero sólo un cambio de gran alcance limpiará esa fosa séptica.

El sistema financiero ha fracasado ya con un ingente coste económico y social. Ha demostrado ser corrupto, incompetente, rapaz y económicamente destructivo. Las pretensiones de la City de que es motor indispensable de empleos e impuestos para la economía británica son una estupidez: los costes del rescate de 2008-9 empequeñecieron los aportes  fiscales del sector financiero de los años de auge, que estaban por debajo de los del industrial incluso en su momento más álgido.

De hecho, se ha levantado a los bancos con subsidios y liquidez del Estado y todavía no han trasladado una política productiva de préstamos en cinco años como llevamos de crisis. Una parte crucial de la explicación reside en el poder desamordazado de la City. Su colonización de Whitehall y la vida pública, el control efectivo de su propia regulación, la atracción que las puertas giratorias [entre política y finanzas] ejercen sobre políticos y funcionarios, y la compra de los partidos políticos. Las finanzas han usurpado la democracia.

El derrumbe de 2008 ofreció una enorme oportunidad de romper esa férula y reformar el sistema financiero. El sistema quedó igual de intacto, y hasta los bancos parcialmente nacionalizados, el RBS y Lloyds, se han gestionado desde entonces a distancia para que engorden lo más rápidamente posible a fin de reprivatizarlos (el salvaje recorte de costes del RBS es lo que se oculta tras su humillante rendimiento del mes pasado), en lugar de como motores de inversión y recuperación.

El escándalo de manipulación de los índices ofrece ahora una segunda oportunidad de presionar en favor de un cambio fundamental. Es difícil de imaginar que vaya a llevarlo a cabo una coalición dominada por los tories financiados por la City, pero el laborismo aun tiene también que romper del todo con su modelo anterior a la crisis económica.

Una regulación más dura, incluso una separación completa de la banca comercial y de inversión, no bastarán para que la City se mueva hacia la inversión productiva, o pueda impedir siquiera la clase de colusión corrupta que ha quedado ahora al descubierto entre Barclays y otros bancos. Tal como ha sostenido esta misma semana el equipo de investigación del CRESC [Centre for Research and Socio-Cultural Change] de la Universidad de Manchester, [1] el volumen y complejidad del moderno sistema bancario lo hace "casi ingobernable".

Sólo disgregando los bancos más grandes, convirtiendo el conjunto parcialmente nacionalizado en auténticos bancos de inversión pública, y alentando una banca regional y de propiedad social se puede hacer que las finanzas laboren en pro de la sociedad, en lugar de que sea a la inversa. La banca del sector privado ha fracasado de modo espectacular y necesitamos una solución pública democrática.     

Notas:

[1] “Scapegoats aren´t enough: a Leveson for the Banks?”, CRESC, julio de 2012.

Seumas Milne es un analista político británico que escribe en el diario The Guardian. También trabajó para The Economist. Es coautor de Beyond the Casino Economy.

Traducción : Lucas Antón