Marilyn Monroe y la niña vietnamita que el napalm quemó

Por José Pablo Feinmann
para Pagina 12
publicado el 19 de enero de 2014

Acaso el icono más penetrante y permanente de la cinematografía de Hollywood sea el de Marilyn Monroe parada sobre la alcantarilla del subte y recibiendo el aire cálido que sale de ella. La pollera de Marilyn (formidablemente diseñada) vuela con una gracia irresistible, lleva a cabo un ballet propio, va de aquí para allá. Pero todo esto sería ínfimo si no fuera porque debajo de esa pollera están las piernas de Marilyn que se muestran y se ocultan según la danza de la pollera. Como si fuera poco, la generosa pollera permite una visión de la bombacha de Marilyn, que desata con brío la imaginación de los que miran la fotografía. Se trata de una foto osada, atrevida para los años cincuenta. Pertenece a una escena del film La comezón del séptimo año, uno de los primeros grandes protagónicos de Marilyn, en el que, por si fuera poco, la dirigió Billy Wilder. Antes había hecho un par de películas. Sobre todo: Almas de-sesperadas (“Don`t Bother to Knock”), con Richard Widmark, en la que intentaba un papel dramático, el de una chica alterada. Mal. Y Cómo pescar un millonario, bien. Y Niágara, que milagrosamente salió un buen film. Marilyn estaba muy sexy. Joseph Cotten muy loco. Y a la gran Jean Peters la habían desglamorizado para que luciera Marilyn, porque la Peters la doblaba en talento y en sex-appeal. Recordar El Rata y sus escenas de besos ardientes y violentos con Widmark bajo la dirección de Samuel Fuller. Sin duda, Marilyn creó un personaje y no salió de él. La Betty Boop rubia de los cincuenta. Donde más efectiva estuvo, donde mejor lo hizo fue en Los caballeros las prefieren rubias. Era graciosa y dejaba muy atrás a las otras dos rubias que pretendían disputarle el trono: Jayne Mansfield y Mammie Van Doren, que más que para la pa –con perdón– ja no daban.

Pero si el guionista de la ópera rock Evita define a su personaje central como “la más grande trepadora después de la Cenicienta”, no cabe duda de que esta definición le cabe con justicia a Marilyn. Le pide a Sinatra que la haga entrar al círculo íntimo de los Kennedy. Sinatra no podía entregarle semejante regalo. Otros sí: un collar de 35 mil dólares por ejemplo. Los Kennedy no querían a Sinatra por sus relaciones con el capomafia Sam Giancana. Pero Sinatra tenía dentro de su clan (el Rat Pack) a Peter Lawford, que estaba casado con una de la familia. Lawford seducía al Rat Pack por su acento británico. “Mirá, idiota”, le decía Sinatra, “que en cualquier momento puedo conseguir a otro idiota con acento británico”. Pero Lawford sabía que su fuerte, más que en el acento británico, estaba en ser parte de la familia Kennedy.

Lawford pone a Marilyn en relación con Jack Kennedy. Marilyn lo vuelve loco y se lo lleva a la cama de inmediato. El romance –más o menos– se mantiene oculto hasta que Marilyn, deliciosa como nunca, le canta, en un acto multitudinario, el Happy Birthday al presidente. Es una obra maestra de lo que puede hacerse en Estados Unidos, del espíritu de ese país, del desparpajo de la Monroe, del sentido del humor de Jack Kennedy y de la muchedumbre en general. Sin embargo, eso no podía hacerse en ese país tan divertido. El Happy Birthday que alegremente, con infinita sensualidad y gracia, cantó Marilyn selló su suerte. No cabía duda: esa mujer revolvía sábanas con el presidente. La CIA elige matarla. Primero deciden que lo haga Sam Giancana. También deciden matar a Sinatra. Giancana se niega: tendría que cortarle la garganta. “Sólo Dios tiene derecho a destruir esa voz divina”. La CIA no quiere tratar con un hombre tan sentimental. Los mafiosos, por su origen italiano, lo son. La CIA decide liquidar –por ahora– a Marilyn. Entre tanto, a Kennedy le encajan Bahía de Cochinos.

Marilyn es la víctima de esta tragedia con muchas víctimas. Pero fue la que se la buscó con mayor ambición. Era una chica con muchos problemas depresivos que no podía controlar ni podían, en esa época, controlarse. Su ambición la llevaba a ciertas cimas de las que se asustaba. Temía caer. A Kennedy le empieza a pedir demasiadas cosas. Jack, por considerarla idiota, le confiesa cuestiones de Estado. Luego del “Happy Birthday” la tiene que dejar. Pero su hermano Robert lo reemplaza. Cree que nadie se va a enterar y para Marilyn, voltearse no a uno, sino a los dos Kennedy, tiene el sabor de la gloria. Así, la cuestión llega a un punto sin retorno. Luego de insinuarles –o más– que son dos vergas imprudentes y antinorteamericanas, la CIA informa a los hermanos Kennedy que se va a ocupar de Marilyn. Cualquiera de los dos puede haber dicho cosas mientras dormía con esa prostituta. Para peor, Marilyn, desvariando, siente que se alejan de ella, que la eluden, y amenaza con hablar y decir todo lo que sabe. El asesinato es horrible. Rompen un vidrio. Entran en su casa. Ella está atontada en su cama. Los de la CIA saben que es tal la cantidad de barbitúricos que toma que se los administra por enema. La golpean, la sujetan y le inyectan, vía enema, más barbitúricos de los que tomó en su vida.

Kennedy se ve debilitado ante los halcones republicanos y demócratas. Da, así, los primeros pasos de la guerra de Vietnam. Luego lo matan, luego matan a Robert –fornicar con Marilyn es hacerlo con la Muerte– e intensifican la guerra del sudeste asiático. ¿Querían una guerra? ¿Querían los halcones, los Curtis Le May, los Johnson, los McNamara, arrojar toneladas de napalm sobre Vietnam del Norte? Se los posibilitó Marilyn Monroe. Su gracia, su glamour, su sonrisa, su cuerpo ardiente y deseable, su sabiduría en la cama, todo eso llevó la muerte y la devastación de ese territorio, en camino al comunismo o más, pero con el que los medianamente moderados aún pensaban negociar o no ser tan desaforados en la masacre.

Aquí entra la otra célebre foto. La de la niña vietnamita corriendo desnuda por la carretera, quemada por el napalm, gritando: “¡Quema! ¡Quema!”. Dicen que esta foto terminó con la guerra de Vietnam. Es posible que la de Marilyn, no quemándose, sino sintiendo el aire caliente del subte, y exhibiendo todas las maravillas que su pollera solía cubrir, haya sido su disparador. Porque, entre tantos otros millones de seres humanos, los Kennedy también vieron esa foto y se juraron tener alguna vez a esa rubia tan deseable. También la ambición de Marilyn, una ambición bastarda, amoral, ayudó al incendio de Vietnam. Las dos mujeres de esas fotos son víctimas del sistema imperial capitalista. Pero una es una niña inocente. La otra es una rubia adorable, que el mundo aún ama, un icono del séptimo arte, pero una mujer tan confundida, metida en tantas malas causas, que, con muchos otros, pero de un modo estelar, llevó al país de la niña desnuda que grita “¡quema!” el fuego que la quemó.