El Estado prusiano y la ciencia alemana. Clausewitz y el marxismo

Por Ariane Díaz
para Ideas de Izquierda
Publicado el 15 de diciembre de 2017

Se han comparado abundantemente las conceptualizaciones que Clausewitz y Marx hicieran de la teoría. Aunque ha sido menos problematizada que las posibles coincidencias en el método, los comentadores interesados por las cuestiones bélicas han resaltado la relación entre teoría y práctica como un eje en ambos.

Sigmund Neumann y Mark von Hagen por ejemplo ubican la dinámica de la teoría marxista alrededor de la posibilidad de hacer de la revolución proletaria una realidad, y critican cómo este aspecto crucial ha sido dejado de lado por muchos estudiosos de la obra de los fundadores del marxismo[1]. Aron, por su parte, señala que es en torno a la relación entre teoría y práctica donde se encontraría el centro filosófico del pensamiento de Marx[2]. Al parecer, abordado desde el ángulo bélico, se llega rápidamente a uno de los ejes que definen la cosmovisión que éste forjó en una extendida discusión con representantes de la filosofía de la época. El enfoque militar no sea quizás el más tradicional pero prueba ser adecuado. Si algo puede destacarse como posible afinidad entre el pensamiento de Clausewitz y Marx es el interés de ambos por definir una teoría de una praxis: la guerra en el caso del primero, la revolución en el caso del segundo.

La relación entre la teoría y la práctica es sin duda un núcleo duro del marxismo revolucionario. La apelación a una filosofía “no contemplativa” de la famosa Tesis XI es un postulado de enorme significación para el desarrollo de la teoría misma. Aunque en Marx esta petición alcanzará una radicalización que redefinirá las nociones de conocimiento e historia en un sentido en que Clausewitz no se aventura, la conceptualización de la teoría que hace este último en función de una “decisión estratégica”, muestra el común interés por la terrenalidad de la teoría.

El lazo entre teoría y práctica sigue enunciándose como postulado en los numerosos estudios académicos sobre el marxismo, pero la relación entre el desarrollo de la teoría y el pensamiento estratégico que Marx supo establecer, y que generaciones de marxistas luego supieron enriquecer al calor de los renovados desafíos de la lucha de clases, se ha degradado en el siglo XX.

Perry Anderson ha destacado la ruptura entre la teoría y la práctica como una de las características centrales de lo que –en contraposición a la tradición marxista clásica– llamó “marxismo occidental”. Esta tendencia –con todos los matices que él mismo señala y que podrían ampliarse–, dominó el panorama del debate marxista desde poco antes de mediados del siglo XX. Sus determinaciones son varias, pero la principal de ellas es la derrota de los distintos procesos revolucionarios que abrieron el siglo y que, con el concurso del stalinismo, terminaron por producir un “divorcio estructural” entre el marxismo y la práctica política; así también se vería truncada la inseparable relación entre las funciones “políticas” e “intelectuales” que jugaron los marxistas clásicos en sus respectivos partidos[3]. Desligados de una práctica política y de las masas, los marxistas occidentales producirían un intrincado “discurso del método” que invertiría la trayectoria de Marx. Anderson escribiría estas hipótesis cuando la fuerza de los eventos de 1968 aún le permitían entrever la posibilidad de una reunificación de teoría y práctica que finalmente no se alcanzaría, y dejaría un panorama aún más sombrío para la teoría marxista. Años después Anderson reafirma el divorcio entre teoría y práctica como una de las causas de un nuevo retroceso de la teoría en términos de estrategia: “Más que una ‘miseria de la teoría’, lo que el marxismo que sucedió al marxismo occidental comparte con su predecesor es una ‘miseria de la estrategia’”[4].

En la etapa de Restauración burguesa de los últimos 30 años, esta relación ha llegado hasta casi liquidarse, apenas contrarrestada por débiles hilos de continuidad –Anderson mismo hace tiempo ha dejado de preocuparse por ella–. Corresponderá a nuevas generaciones de marxistas volver a poner en el foco del debate. Analizar el desarrollo de estos problemas en los escritos de Clausewitz y Marx, en una época que también estuvo marcada por ascensos de la lucha de clases seguidos de políticas restauracionistas y novedades históricas de las que fue necesario dar cuenta, tiene el sentido de aportar a esta recomposición. Para ello deberá tenerse en cuenta, por supuesto, el cambio de época que las atraviesa, pero muchos de los elementos que en este cruce quedan planteados señalan ejes centrales de las definiciones estratégicas del marxismo.

Las reflexiones de Clausewitz sobre la guerra se enmarcan entre la revolución burguesa y los intentos de restauración del Ancien Régime en que las potencias se disputan una nueva disposición territorial y política mientras se reconfiguran las relaciones entre las clases al interior de los Estados: es la época de la constitución de los Estados-nación modernos, signada por la transición entre la organización política que se daba la nueva clase burguesa dominante y los viejos Estados monárquicos, como el prusiano. Clausewitz es parte de una generación modelada en la particular situación de “atraso” social y político alemán que definieran Marx y Engels como origen de cierta “ventaja” en el terreno de las ideas: si bien el pensamiento alemán no fue ajeno a los desarrollos de la Ilustración, también exploró con distintas perspectivas muchos de sus elementos. Ese “desarrollo desigual y combinado” (para usar las palabras de Trotsky), conformó lo que Bensaïd ha llamado “la ciencia alemana”[5], de la cual Clausewitz tomó problemas y herramientas, y en discusión con la cual Marx, una generación posterior a la de Clausewitz, forjó sus ideas.

Muchas de las coincidencias que pueden trazarse entre ambos autores configuran los problemas teóricos con que se enfrentaron quienes quisieron comprender aquella nueva época en que todo lo sólido, al decir de Marx, se desvanecía en el aire. Sus diferencias, a la vez, dan cuenta del alcance que tuvieron estos intentos, cuyos límites y logros podrían evaluarse como medida de cuánto supieron nutrirse de las fuerzas sociales con las que contaban y los objetivos políticos que pretendían alcanzar. Podría considerarse que la comparación beneficia de antemano a Marx, a quien le tocó estar más cerca de las primeras manifestaciones de lucha a gran escala de la clase peligrosa que la propia burguesía había engendrado; pero habrá que reconocer que el propio Clausewitz habría aceptado que grandes fuerzas en movimiento y grandes objetivos son los que permiten grandes estrategias.

 I. EL ESTADO MODERNO

Las concepciones esbozadas por Clausewitz alrededor del problema del Estado han sido estudiadas tanto en relación a su propia biografía como en relación a las influencias de distintos pensadores que le fueron contemporáneos. Aunque autores como Fernández Vega han señalado que “las determinaciones del concepto de Estado son bastante limitadas” en De la guerra[6], mientras Paret ha reconocido que Clausewitz trató menos los problemas económicos y sociales que lo atravesaban[7], el paralelismo entre las condiciones de la guerra y las condiciones estatales marcadas a fuego por la Revolución francesa permiten entrever en De la guerra problemas relacionados con la constitución de los Estados modernos que exceden las disyuntivas de Prusia, más allá de que Clausewitz y los pensadores en los que se referencia hayan sacado todas las conclusiones que de ello podrían derivarse.

La lectura clausewitziana de la novedad histórica que marcaban las guerras napoleónicas, de la cual logra sacar provecho para caracterizar la forma en que el Estado puede reclamar a sus súbditos los esfuerzos que requieren su defensa, sin embargo, no deja de considerar a los asuntos bélicos como una cuestión de relaciones entre los Estados, justo a las puertas de una etapa en que los problemas militares estallarán al interior de los Estados mismos bajo la forma de la lucha de clases. Durante esa nueva etapa Marx, por su parte, forjará no sólo la caracterización del Estado como órgano de clase, sino que entreverá en la lucha de una de esas clases enfrentadas la posibilidad de eliminación de la propia forma estatal; dejará asentado con Engels en el Manifiesto Comunista: “En la misma medida en que sea abolida la explotación de un individuo por otro, será abolida la explotación de una nación por otra. Al mismo tiempo que el antagonismo de las clases en el interior de las naciones, desaparecerá la hostilidad de las naciones entre sí”[8].

Una visión realista influenciada por el idealismo

El estudio más extensivo sobre Clausewitz y el Estado es el de Peter Paret, que entrelaza las nociones que esboza con las circunstancias de su vida y el contexto de las ideas del período. La preocupación de Clausewitz por la eficacia del Estado sin duda estaba motivada por los problemas de la política exterior e interior prusiana de la época. La amenaza francesa lo harían replantearse las debilidades del Estado prusiano para responder a nuevos desafíos, dificultades que muchas veces identificó en las formas políticas de la dinastía Hohenzollern.

Según la reseña hecha por Paret, previamente a la derrota y ocupación francesa de Prusia entre 1806 y 1808, Clausewitz tiende a ver al Estado como una entidad diferenciada dotada de una energía que se expresa en la guerra, aunque ello no implicaría considerarlo como una mera máquina de poder sino como un organismo que encarna ciertos valores éticos y tiene para con sus súbditos ciertas responsabilidades. En ello tendrían influencia las ideas ilustradas del mejoramiento del individuo a través de la educación[9] tanto como del pietismo –influencia también señalada por Azar Gat, quien estudió a Clausewitz en el marco del pensamiento militar de su época y trae a cuenta el hincapié en la experiencia personal de esta rama del luteranismo[10]–.

Según Paret, ya en el marco de las guerras napoleónicas, el Estado sería conceptualizado como “un ser heroico autónomo en el mundo político”[11], que podía pedir a sus súbditos medidas extremas para sobrevivir en tanto servía a fines nacionales –aunque ello no pudiera lograrse por las características que por la época Clausewitz atribuía al pueblo alemán: un extremado espíritu autónomo y crítico–. La experiencia de la derrota lo llevaría a formular la tesis de que la esencia del Estado es el poder, y que “no puede permitirse que convenciones o consideraciones de cualquier tipo estorben la marcha del poder cuando la supervivencia o la independencia están en cuestión”[12], tesis que moderaría pero nunca dejaría atrás.

Es en este período que Clausewitz, a través de un escrito de Fichte, evaluará la obra de Maquiavelo y las ideas de Fichte respecto al Estado, aun con una serie de reservas para con las consideraciones militares del filósofo. Según Paret y Gat, Clausewitz acordaba con Fichte en que la “guerra de todos contra todos”, ya no se aplicaba en la política interna de los Estados donde impera la ley, pero seguía siendo el motor de las relaciones interestatales; es en ese punto en que el legado de Maquiavelo seguía siendo de utilidad. También coinciden ambos comentadores en que el acento nacionalista puesto por Fichte en las “particularidades alemanas” que justificarían la guerra, entusiasman a un Clausewitz que consideraba que Prusia estaba en lucha por su supervivencia[13].

Pero respecto a las relaciones con el conjunto del pensamiento alemán de la época, sacan distintas conclusiones de esta recuperación del político renacentista. Paret señala la afinidad intelectual que el militar prusiano encontraría con un Maquiavelo que “insistía en que, por encima de todo, el Estado era una institución creada y mantenida por el uso realista de la fuerza”[14], justo en el momento en que se hacía necesario pedir una vez más, al pueblo alemán, “máximos esfuerzos”. Ello lo habría distinguido de las vertientes idealistas que dominaban la filosofía alemana del momento: tanto de la paz perpetua kantiana derivada de las necesidades del comercio, como del “desprendimiento” romántico de la moralidad privada en pos de una ética superior defensora del Estado. Para Gat, en cambio, el acento en el uso de la fuerza por parte del Estado lo liga a la tradición romántica que reaccionaría contra la Ilustración[15] y que se desmarcaría del liberalismo occidental.

Paret, que encuentra dos etapas en las concepciones que Clausewitz asume sobre el Estado, señala como punto culminante de estas visiones “éticas” y a su vez, como punto de quiebre, el año 1812, cuando Clausewitz abandona decepcionado el ejército prusiano para alistarse en el ruso que enfrentaba a Napoleón. En esa decisión estaría considerando que en defensa de un Estado al que se le atribuyen valores éticos, incluso puede cuestionarse la política del rey[16]. Es a partir del alejamiento del Estado prusiano realmente existente, y de la derrota de Napoleón en 1815 –que eliminaba el peligro de supervivencia de Prusia–, que la visión de Clausewitz del Estado comenzaría a moderarse. El marco de la Restauración impuesta en Europa volvería a destacarlo como un partidario de las reformas del Estado prusiano, e incluso lo pondría en la situación de defender las reformas políticas previamente introducidas –como la posibilidad de entrada a la carrera militar de quienes no eran nobles–, frente a los sectores más conservadores de la restauración alemana. Es contra ellos que defiende, por ejemplo, una política de leva y entrenamiento militar de sectores civiles que estaba siendo rediscutida. Clausewitz considera equivocado el argumento que sus opositores restauracionistas presentaban en contrario: el peligro de “armar al pueblo”. No niega que tal situación sería indeseable, pero arguye que existe un peligro mayor, que es la posible desaparición del Estado mismo si no se permite que Prusia se ponga a tono en recabar las fuerzas necesarias para mantener la relación entre las potencias europeas de la etapa. Paradójicamente para alguien que exaltara “las particularidades alemanas” con Fichte, aquí estaba en juego la crítica a los regionalismos que con sus intereses particulares ponían en riesgo la política exterior del Estado; en definitiva, mostraba los problemas de la unificación alemana. Pero además, Clausewitz consideraba que la población no podía ser tratada como una mera “masa inerte”[17]: si bien no se trataba para él de eliminar toda diferencia social, tampoco podían mantenerse antiguas formas de privilegio en una situación en que las estructuras sociales se habían modificado (especialmente, con una mayor participación de sectores medios).

En ese sentido, Clausewitz oscila según el relato de Paret entre posiciones más o menos constitucionalistas, pero siempre en pos de una reforma “desde arriba”. Contemplaba como necesaria la igualdad de derechos y deberes para los prusianos, pero no una igualdad entre los distintos sectores de clase, lo que consideraba un democratismo peligroso. Paret considera que en esta etapa su concepto de poder, previamente idealizado, se hace más concreto: la fuerza necesita una base material y una estructura de poder funcional para ser eficaz. En ese sentido, la mirada se vuelve más escéptica pero más realista hacia 1830. En este camino: “Para Clausewitz, el Estado prusiano dejó de ser lo que seguía siendo para Hegel: la realización de una idea ética”[18]. Para Gat en cambio, la apelación a la “ética” estatal refleja una formulación temprana de una concepción distintiva según la cual el Estado es “la más alta y unificada expresión de la vida humana y el guardián de los fines políticos y morales”[19]. Esto nos lleva entonces a las influencias de la filosofía alemana de la época en su visión del Estado.

La “tradición alemana” y el Estado

Gat considera que Paret no logra ubicar a Clausewitz en su contexto intelectual ni identificar sus influencias. Acuerda en que hubo un cambio en el pensamiento de Clausewitz respecto al Estado, pero trazado desde coordenadas distintas. Para Gat, Clausewitz manifiesta una tendencia a la primacía de la “razón de Estado” que era parte de la concepción alemana del Estado, contrapuesta al “cosmopolitismo” liberal que la lectura de Paret parecía endilgarle; el cambio en todo caso tiene que ver con reforzar estos presupuestos en lo que considera una casi segura influencia de la Filosofía del Derecho de Hegel, publicada en 1821: “Clausewitz no era un hegeliano, pero algunas de las opiniones que sostuvo desde su juventud y que dominaban su ambiente intelectual parecen haber recibido una conceptualización definitiva y distintiva bajo la influencia de las ideas de Hegel”[20].

Es cierto que la “razón de Estado” puede rastrearse en los escritos de la primera etapa de Clausewitz cuando, preocupado por la supervivencia de Prusia, apela a ideas nacionalistas y a los esfuerzos extremos que el Estado tiene derecho a reclamar a sus súbditos. Pero la lectura de Gat presenta problemas al homogeneizar la visión de Clausewitz, incluso más allá del especulativo encuentro que traza con Hegel. Si Clausewitz estuvo lejos de una posición liberal –como Paret mismo señala en sus reticencias al republicanismo–, y en su trayectoria es posible encontrar líneas que acercan su concepción estatal a las del idealismo –por ejemplo a través del historicismo–, resulta muy difícil desprender sus posiciones de su propia experiencia con el Estado prusiano, con el que tuvo relaciones tormentosas, y que lo alejarían del entusiasmo ético de un Hegel. No sólo decidió en un momento dado oponerse a la política del Rey, sino que mientras estuvo a su servicio, fue considerado siempre un opositor por sus ideas reformistas –y castigado por ello–. Resulta plausible pues que a lo largo de dichas tensiones haya modificado las visiones idealizadas sobre el Estado, al menos en cuanto al prusiano en particular.

En lo que respecta a la teoría sobre el propio Estado-moderno, la lectura de Gat simplifica dos elementos. Por un lado, Fichte y Hegel no tuvieron una visión común sobre el problema del Estado, dando en sus distintas posiciones una visión mucho más compleja que la que esboza el propio Gat (algo que retomaremos luego). Por otro lado, la postulación de la “razón de Estado” que gobernaría al modelo alemán, deja de lado que en el modelo francés no ejercitó menos que en Prusia esta misma raison d´etat. Sin duda puede caracterizarse un “modelo alemán” con sus propios acentos dentro de las distintas tendencias ideológicas que buscaron dar cuenta de la constitución de los Estados modernos, y sin duda el idealismo alemán tuvo un peso allí, pero en muchos casos este modelo desarrolló, dada su “ventaja del atraso”, problemas respecto a esa nueva formación social que estaban presentes más en la Francia revolucionaria que en la Prusia atrasada.

Por otro lado, en vistas a la situación de la propia Prusia y lo que después sería la Alemania moderna, el hincapié en la unidad estatal parece ser “compensatorio”, porque dicha unidad era lo que no iba a lograrse hasta la llegada de Bismarck medio siglo después: en la Prusia de Clausewitz, Fichte y Hegel, la centralización era un problema acuciante para las clases dominantes que no lograban su integración como nación, imposibilitada internamente por los intereses territoriales que defendían los distintos poderes locales en detrimento de un poder central que era necesario en un país continental como la Prusia de la época, hostigada por potencias vecinas como Francia —un problema que en sus últimos años señalará Clausewitz[21]–. La Revolución francesa no sólo había dado fuerzas morales y materiales nuevas a Francia, sino que había permitido unificar su territorio, formar un mercado común e instaurar una forma de gobierno que no sin dificultades y contramarchas respondía a los intereses comunes de la nueva clase dominante.

La guerra y las relaciones intraestatales

Más allá de la percepción subjetiva y de las conclusiones a las que arribará Clausewitz a partir de sus desencuentros con el Estado prusiano, hay en sus planteos un elemento que da cuenta de una característica epocal: el reconocimiento de deberes y derechos mutuos entre Estado y súbditos adquieren un sesgo más realista, jalonado por las lecciones de las guerras napoleónicas. El Estado podría hacer prevalecer sus intereses, y pedir sacrificios a cambio de ellos, si podía ser reconocido por sus súbditos como representante de los intereses generales. Aquí estaba en juego el problema de hasta qué punto las viejas formas políticas seguían siendo funcionales a los cambios sociales en curso, así como las nuevas formas de legitimidad que el Estado requiere para hacer uso de esas fuerzas sociales. Incluso en los modelos de transición expresados en las monarquías como la prusiana, se hacía evidente que la legitimidad estatal era algo que cada vez menos podía fundarse en preceptos religiosos o dinásticos. El enfrentamiento con el ejército de características populares, como el de Napoleón, requería el uso de las energías de la población, pero esa necesidad hacía problemática la estructura estatal prusiana. Las políticas reformistas que para el ejército prusiano proponía Clausewitz sin duda estaban impregnadas de las ideas iluministas –que había tomado de su “tutor” intelectual, el también reformista Scharnhorst[22]–, pero no respondían menos a la necesidad de “ponerse a tono” con los desafíos que enfrentaba el Estado prusiano y que sin embargo encontraba muchos reparos para materializarse.

En el libro sobre el plan de guerra de De la guerra, Clausewitz emprende un breve relato histórico de los modos de hacer la guerra. En la base de las diferencias que esboza se encuentran las formas estatales que les están relacionadas, y en definitiva, la relación que éstas asumen con su pueblo, no como característica particular de cada nación sino de toda una época. La idea que quiere apuntalar es que “a principios del siglo XIX, los pueblos de ambos lados pesan en la balanza”[23].

Cuando dicha reconstrucción histórica llega a la guerra napoleónica, resaltará que la guerra se habría acercado a su “verdadera naturaleza”:

… en 1793 hizo su aparición una fuerza de la cual nadie había tenido la menor idea. La guerra se había convertido nuevamente, en forma súbita, en asunto del pueblo, y de un pueblo que sumaba treinta millones, cada uno de los cuales se consideraba a sí mismo como ciudadano del Estado[24].

El relato termina con el primer desafío real que en esa situación podía recibir el mismo Napoleón: la resistencia popular en España y posteriormente en Prusia, donde la guerra se convirtió en una causa nacional. Clausewitz da así cuenta del impacto de la Revolución francesa no sólo en la guerra, sino también en lo referente al “arte de gobernar”:

El tremendo efecto producido en el exterior por la Revolución Francesa fué causado, evidentemente, mucho menos por los nuevos métodos y puntos de vista introducidos por los franceses en la conducción de la guerra que por el cambio en el arte de gobernar y en la administración civil, en el carácter del gobierno, en la situación del pueblo, etc. Que otros gobiernos consideraron todas estas cosas desde un punto de vista erróneo, que se esforzaron, con sus medios corrientes, en defenderse contra las fuerzas de nuevo tipo y de poderío abrumador, todo esto fué un error craso de la política[25].

La cita es parte de un balance de las victorias de Napoleón, justamente alrededor de la incomprensión de los otros Estados de las fuerzas que se habían puesto en movimiento:

Solamente si la política se hubiera elevado hacia una apreciación justa de las fuerzas que habían despertado en Francia y de las nuevas relaciones en el estado político de Europa, la política podría haber previsto las consecuencias que habrían de sobrevenir con respecto a las grandes características de la guerra[26].

Señalemos que esta breve historia de las distintas formas de guerrear Clausewitz deja apuntado un eje que cobraría nuevas determinaciones en la sociedad moderna y que era materia de discusión en la época: la relación entre el poder estatal y la “sociedad civil” que había planteado el complejo mundo de la producción capitalista y que la Revolución francesa había propuesto “solucionar” con una nueva forma de régimen, la republicana. Esta novedad planteará al resto del continente europeo la necesidad de reformas de las monarquías absolutas del antiguo régimen en las monarquías del tipo constitucionales que caracterizarían el período. Si es cierto que el pensamiento de Clausewitz aborda el problema del Estado desde el punto de vista de su fortaleza para la guerra con otros Estados, también lo es que en ello se topa con el problema de su “legitimidad” interna. Un problema que excede el marco prusiano: el de la constitución de los Estados modernos como órgano de gobierno de una nueva clase dominante, la burguesía, que en la Prusia de la época no existía como tal y que sin embargo sí era una preocupación que la filosofía alemana de la época había logrado desarrollar.

Estado y capitalismo

Mencionamos ya las diferencias entre Fichte y Hegel alrededor de la definición del Estado. En 1802 Hegel discute, a propósito del derecho natural, las posturas de un Fichte previo al que leyera Clausewitz (1797). Resume Lukács en El joven Hegel las diferencias que esbozaron en sus intentos de comprender los nuevos fenómenos surgidos con la Revolución francesa:

Fichte imagina del modo siguiente la realización de esa plena soberanía del pueblo: en épocas normales, el poder ejecutivo tiene toda la fuerza en sus manos. Pero a su lado hay una instancia especial, los llamados éforos. Estos no tienen ningún poder real en sus manos, pero cuando el ejecutivo viola los marcos de la Constitución pueden pronunciar un interdicto, suspender el poder del ejecutivo y convocar al pueblo […] El punto decisivo de la argumentación de Hegel es la recusación redonda del derecho de insurrección, “pues este puro poder consta de meras voluntades privadas que no pueden, por tanto, constituirse como voluntad común”. Hegel es, pues, de la antidemocrática opinión de que la voluntad del pueblo directamente manifestada no puede crear una real y ordenada situación de derecho. La debilidad de su posición se aprecia aquí muy claramente. En cambio, en la refutación de la construcción fichteana se expresa a su vez la clara y sobria concepción hegeliana de la situación real. […] Hegel comprende que una duplicidad de poder en un Estado de funcionamiento normal –y toda constitución está pensada para un largo período de funcionamiento normal– es cosa imposible. […] Está claro que el objeto del litigio ha sido propiamente el problema de la duplicidad revolucionaria de poderes. […] Hegel ha llegado hasta a comprender el formalismo y la impotencia de las meras determinaciones jurídico-constitucionales, y a ver problemas de poder real en los conflictos en torno a la Constitución. Pero este conocimiento se le oscurece por el hecho de que Hegel es ciego para con las capacidades creadoras de los movimientos revolucionarios del pueblo[27].

Este debate, que los pensadores alemanes habían delineado pero para el que no tenían solución concreta, mostró elementos avanzados que daban cuenta de un problema al que Clausewitz devalúa, aunque pronto se plantearían contundentemente en toda Europa y en la propia Alemania: la conflictividad interna entre las clases que se extendían con una nueva forma de producción.

Fue en este interregno, entre las últimas apreciaciones de Clausewitz y las revoluciones de 1848, que Marx esbozaría sus primeras definiciones sobre el Estado moderno. Ya en 1842 analizaba la penalización que hace el Estado de la recolección de leña, mostrando cómo no sólo acompaña la privatización de los bienes públicos sino que garantiza esta privatización a los propietarios[28]. Posteriormente, en La cuestión judía de 1843, se acercaría más a las definiciones posteriores del Estado en la sociedad capitalista, caracterizado por la creciente independencia de los fundamentos religiosos en pos de un nuevo anclaje en la clase burguesa y por ello mismo, también crecientemente “autonomizado” y centralizado frente a una “sociedad civil” atomizada. Discutiendo con Bauer el problema del “Estado cristiano” alemán, Marx termina discutiendo el problema del Estado en general, incluso aquellos como el de Francia, donde la monarquía había sido derrocada:

El Estado anula a su modo las diferencias de nacimiento, de estado social, de cultura y de ocupación al declarar el nacimiento, el estado social, la cultura y la ocupación del hombre como diferencias no políticas, al proclamar a todo miembro del pueblo, sin atender a estas diferencias, como copartícipe por igual de la soberanía popular, al tratar a todos los elementos de la vida real del pueblo desde el punto de vista del Estado. No obstante, el Estado deja que la propiedad privada, la cultura y la ocupación actúen a su modo, es decir, como propiedad privada, como cultura y como ocupación, y hagan valer su naturaleza especial. Muy lejos de acabar con estas diferencias de hecho, el Estado sólo existe sobre estas premisas, sólo se siente como Estado político y sólo hace valer su generalidad en contraposición a estos elementos suyos[29].

Pocos años después, en el Manifiesto comunista avanza en carcaterizar cómo la burguesía va aglutinando los medios de producción, la propiedad y la población de un país, centralizando políticamente territorios antes independientes o apenas aliados. La necesidad de centralización caracteriza a la sociedad burguesa porque en la forma de explotación capitalista, formalmente, todos son libres de ofrecer su fuerza de trabajo y de comprarla en el mercado para ponerla a producir, mientras que sería el Estado el que regularía el mercado, acumularía los impuestos y los redistribuiría. Propietarios y funcionarios no son ya necesariamente las mismas personas; de hecho, el Estado parece ser algo externo a esas relaciones sociales de producción que se manejarían según leyes autónomas. La extracción de plusvalía se realiza en principio “económicamente”, sin la intervención de la coerción explícita –aunque ésta siempre esté en sus orígenes y siempre sea su último recurso–. Desde las monarquías absolutas hasta la forma parlamentaria de la República (como forma de representación de todas las alas de la burguesía), se va forjando el Estado burgués. Lenin, retomando a Engels y disputando con distintas tendencias políticas que aun reconociendo la concepción marxista evitaba las consecuencias políticas que de ella se derivaban, resumiría la definición marxista del Estado como la expresión misma de la existencia de una sociedad dividida en clases:

Es más bien un producto de la sociedad en una etapa determinada de desarrollo; es la admisión de que esa sociedad se ha enredado en una contradicción insoluble consigo misma, que se ha dividido en antagonismos irreconciliables que es incapaz de eliminar[30].

Las distintas conceptualizaciones de Clausewitz son expresiones de este fenómeno en desarrollo, sobre el que fue capaz de plantear algunos elementos, aunque devaluó otros que estaban a las puertas de la Europa decimonónica. En sus críticas a la política prusiana señaló elementos que serían clave, como la necesidad de una unificación del territorio, aunque apuntaba a ello por necesidades de la política exterior y no por las necesidades de una creciente clase burguesa alemana que, para competir, necesitaba constituir un mercado común de trabajo y de circulación de mercancías, que no alcanzaría hasta la unidad aduanera establecida por Bismark décadas más tarde. Clausewitz, si bien fue partidario de la reforma del Estado para ponerlo a tono con la nueva realidad social europea, siempre consideró que ésta debía y podía llevarse a cabo “por arriba”, atento a la peligrosidad de una reforma que alentara “al populacho”. Su insistencia en no tener en cuenta el título de nobleza para poder realizar una carrera militar recuerda a aquello que Marx describiera como dejar de lado las diferencias “no políticas” en la esfera estatal para “dejar que actúen” en la sociedad civil. No era un republicano ni sentía entusiasmo por este aspecto amenazante de la Revolución francesa, sino que justamente admiraba en Francia el momento bonapartista en que había derivado la República; pretendía incorporar algunas de esas “virtudes” para obtener la fuerza de la población, mediante la autoreforma de la monarquía prusiana y no mediante su destitución. Por ello, en las discusiones con sus pares reformistas que reseña Paret, se mantuvo siempre en posiciones más o menos constitucionalistas de una monarquía y no se vio tentado por los ideales republicanos, aunque sí pretendió hacer suyas las ideas ilustradas de mejoramiento del individuo y el reconocimiento de determinados derechos a los ciudadanos (sobre todo en el terreno de la educación)[31].

La conciencia de la necesidad de reforma del Estado prusiano en un sentido “moderno” tuvo un punto álgido en la defensa de las reformas de 1807 a 1814, en disputa con los sectores más conservadores durante la Restauración. Si en ello encontró algunas lúcidas ideas sobre la naturaleza del Estado, también mostró allí sus limitaciones. Visto retrospectivamente, estos sectores conservadores, aunque “atrasaban” respecto a los cambios sociales y económicos que ya marcaban el pulso de la Europa de la época, sí tuvieron razón en que dicho proceso entrañaba un peligro que internamente surcaba el “territorio controlado” de los Estados modernos: la lucha de clases. En este sentido, Clausewitz estuvo por detrás de los alcances más amplios que logró llevar a cabo, aún sin solución práctica a la vista y con giros conservadores posteriores, el pensamiento alemán del que se nutrió.

Marx y Engels, pocos años después y al calor de los acontecimientos, sacarían una conclusión diversa, de peso en su concepción de la historia: la “paz” interna que para Clausewitz parece ser necesaria para guerrear con otro Estado puede rápidamente mostrar sus grietas internas y convertirse en guerra civil intraestatal, así como el sentimiento hostil entre dos Estados puede volverse fácilmente una mancomunidad de las clases dominantes de distintos Estados cuando se trata de enfrentar el peligro amenazante de la guerra entre las clases, como mostraron los procesos denominados “Primavera de los pueblos”. “La historia conocida hasta ahora es la historia de la lucha de clases”, y para esa guerra, que tiene entre sus objetivos eliminar la necesidad misma de la existencia de Estados, se preparan los revolucionarios.

 II. POLÍTICA Y ESTÉTICA

Las tempranas discusiones entre Fichte y Hegel expresaban un problema de la época: ¿cómo conjugar una sociedad civil atomizada en individuos que producen de forma independiente y competitiva, con un Estado centralizado que pudiera dar un marco común a esta ciudadanía de la vida moderna capitalista? Si el pensamiento alemán que le fue contemporáneo a Clausewitz trató de resolver este problema entre lo general y lo particular en el terreno político, las distintas variantes del idealismo alemán trataron de dar cuenta de éste también en el terreno del conocimiento: ¿cómo el pensamiento abstracto y los planteos de leyes generales podrían compatibilizarse con los fenómenos concretos, es decir, cómo hacer que el conocimiento de una cierta legalidad no se separara, en abstracciones vacías, de las particularidades de su objeto?

Es quizás la búsqueda de solución a este problema el hilo que recorre la atracción del pensamiento filosófico alemán por ciertas categorías de una actividad donde lo general y lo particular parecían encontrar una unidad plena. El enorme desarrollo de la teoría estética en la época parecía aportar herramientas para conceptualizar aquello que parece concurrir armoniosamente en el hecho estético: la obra de arte estructura ciertos materiales según una lógica que le es intrínseca, pero esta legalidad que puede reconocerse en ella no es algo separado de su calidad de artefacto concreto. No es extrañar entonces que el pensamiento de la época encontrara en la disciplina que pretendía analizar este proceso, una fuente de herramientas para abordar los problemas que se planteaba ni que, como señalan varios de sus comentadores, Clausewitz abrevara de estas fuentes para pensar el “arte de la guerra”, con sus medios específicos.

Una nueva legitimidad estatal

Terry Eagleton, en La estética como ideología, analiza la tradición alemana de los siglos XVIII al XX señalando la relación entre las teorías estéticas de la época y las nociones de legitimidad de gobierno. Lo que se define como estética en la época es esa forma híbrida de conocimiento en que la razón –que para establecer generalizaciones debe eliminar las particularidades– encuentra “una imitación operativa de sí misma, una especie de colaborador cognitivo que reconoce en su unicidad todo aquello ante lo cual la razón superior se muestra necesariamente ciega”[32]. La estética permitiría dar cuenta de ciertas reglas respetando sin embargo las particularidades del fenómeno. Ahí introduce Eagleton la analogía con las formas de legitimidad estatal, que debían respetar la autonomía de los individuos en un marco legal común, no imponiéndose desde fuera sino reconociéndolos y organizándolos.

Pero no se trata de una simple analogía. La tesis de Eagleton es que lo estético (en su acepción primera, es decir, aquello que está ligado a la experiencia corporal, su percepción y las sensaciones que provoca) asume la importancia que tiene en la Europa moderna porque aporta a las posibilidades de lograr la hegemonía política. Dado que la unidad y legalidad de los Estados modernos no podía basarse ya en la religión, y tampoco podía controlarse la población si sólo se reconocía un libre pulular de los instintos corporales, se necesitaba otra base común de legitimidad. Ella, como manejo de los cuerpos, se intenta con el establecimiento del “estilo”, el “buen gusto” y los “modales” considerados como ejemplos de armonía entre la subjetividad y el mundo exterior. Para Eagleton, este “apéndice” de la razón que era la estética, una forma particular de conocimiento que unía razón y sensibilidad, constituye una temática especialmente desarrollada por la Ilustración alemana que reaccionara contra las versiones más dogmáticas del Iluminismo enciclopedista surgido a la par de la revolución burguesa. Pero para Eagleton la invocación a la estética en la Alemania del siglo XVIII es también una respuesta al absolutismo político, es decir, un pensamiento que responde a las particulares condiciones de “atraso” alemán, donde una capa ilustrada ejercía un liderazgo cultural pero estaba desligada del poder político y económico al que debía respeto.

En este sentido Eagleton plantea que el desvío hacia “la sensación” es preventivo frente a la crisis del absolutismo: para no desencadenar la revolución, debe acomodarse a la “inclinación material” de una época donde la autoridad entra en crisis, incluso por peligrosas que sean las consecuencias de este giro al “sujeto afectivo”[33]. Trae a colación como uno de los representantes de esta tendencia a la figura de Shaftesbury —para quien a quien los manners son una disciplina del cuerpo que convierte la moral en estilo—, y que Paret señala como una influencia en Clausewitz por su intento de dar cuenta de una teoría de la acción y por poner el énfasis “en el poder de las sensaciones y los sentimientos”[34]. Este enfoque abre paso a una concepción en que los imperativos morales no se imponen ya “con la carga plúmbea del deber kantiano sino que se infiltran en la propia fibra sensible de la experiencia vital como tacto, habilidad y decoro innatos”[35]. El sujeto, como la obra de arte, introyecta los códigos que le gobiernan como la propia fuente de su autonomía. Es más bien en el tratamiento kantiano de la estética, que de la moral, donde pueden encontrarse analogías con las formas modernas del Estado. Así como para Kant hay una especie de “ley” que opera en el juicio estético pero que parece inseparable de la particularidad del artefacto, se puede hablar de una “legalidad sin ley” que brinda un paralelismo con esa “autoridad que no es una autoridad” que Rousseau encuentra en la estructura del Estado político ideal.

Sin embargo, en Kant esto sigue siendo algo demasiado separado del cuerpo, demasiado formalista. Es Hegel quien viene a recuperar lo sensitivo: su idea de razón “acompasa lo cognitivo, lo práctico y lo afectivo”. Es el Hegel que encuentra que la sociedad moderna sufre de un “mal particularismo” y un “mal universalismo”: los intereses privados se reúnen en el Estado como equivalentes y abstractamente libres, configurando una sociedad burguesa que es una parodia grotesca del artefacto estético que interrelaciona lo general y particular armoniosamente. Es en el bildung, la educación racional del deseo a través de la praxis, donde se renueva una y otra vez el vínculo entre lo particular y universal. El individuo vive así de acuerdo a una ley que está ahora de acuerdo con su “ser espontáneo” (dejando atrás su primera naturaleza de apetitos por una segunda naturaleza, espiritual). Los vínculos orgánicos de esta segunda naturaleza son una forma más fiable de gobierno que las estructuras opresivas e inorgánicas del absolutismo[36].

Las características del bildung en que insiste Clausewitz no están lejos de estas coordenadas: el bildung requiere tanto de la educación, que Clausewitz consideraba necesaria para los oficiales, como de la experiencia, algo de lo que de ninguna manera podía prescindirse para dirigir la guerra. He aquí una relación más profunda entre Clausewitz y la “tradición alemana” que la que señala Gat: no se trata tanto del predominio de la “razón de Estado” como aparato autónomo, sino más bien un acuciante problema de cómo legitimar ese Estado en un contexto que le fue particular[37].

El genio

Paret señala que en el concepto de genio que utiliza para describir al “jefe guerrero”, Clausewitz también se vale del punto de vista general de la tradición estética alemana que su profesor Kiesewetter (difundidor de la obra de Kant) definía como “la unión de imaginación y razón”[38].

El general prusiano va a dedicar el capítulo 3 del Libro I al “Genio para la guerra”. En principio declara que su abordaje va a tomar el sentido normal del término: “una capacidad mental muy superior para ciertas actividades”[39]. Sería entonces una capacidad “del común” que puede presentarse ampliamente, pero en distinto grado, en los distintos pueblos. Esta concepción empalmaba con su espíritu reformista en el sentido de dar mérito al talento y no a los títulos de nobleza. Pero lo que permitiría “el ejemplo más brillante de realizaciones militares” será la combinación de este genio guerrero colectivo con un elevado grado de civilización: en el genio militar superior serán las fuerzas intelectuales una fuerza de importante participación[40]. Para poder actuar frente a lo inesperado, además del valor, se necesitarán dos cualidades: “en primer lugar, una inteligencia que aun en medio de la oscuridad más intensa, no deje de tener algunos vestigios de luz interior que conduzcan a la verdad [lo que llamará coup d’oeil] y, en segundo lugar, el valor para seguir a esta tenue luz [lo que será la determinación]”[41]. En el jefe guerrero estas cualidades no sólo estarán por sobre la media en la medida en que la dirección correcta y exitosa de la guerra supone convertirse a la vez en “estadista” por la cantidad de elementos de de una sola mirada debe comprender y preveer, sino que el jefe es aquel que “se eleva por sí mismo por encima de todas las reglas”.

Esta descripción del genio es la que Kant había definido el genio artístico, quien establecería sus propias reglas manejando también “fuerzas y efectos espirituales”, distinta a la idea de genio que predominaba en la estética neoclacisista. Paret lo resume así: “La creatividad individual, la habilidad para vencer los impedimentos espirituales y materiales, alcanza su nivel superior en el genio, y la teoría debe intentar seguirlo hasta las alturas a las que se eleva”[42]. Gat señala que Clausewitz –en un texto que estima escrito hacia comienzos de la década de 1820–, al igual que Kant, distingue entre la ciencia –cuyo objetivo es el conocimiento a través de la conceptualización–, del arte –cuya esencia es el logro de determinado objetivo a través de la habilidad de combinar determinados medios–; pero, apunta Gat, Clausewitz reconoce un cierto solapamiento en que el arte es asistido por el conocimiento[43]. La adaptación de la teoría estética kantiana al arte de la guerra, para este comentador, le sirvió a Clausewitz para criticar a los teóricos militares iluministas y desarrollar su propia concepción: ambas prácticas, la estética y la guerrera, requerían una teoría de la acción; en ambas determinados medios se combinaban para lograr un efecto determinado a través de un proceso creativo que suponía principios de naturaleza operacional.

Es cierto que estas referencias apuntan al juicio kantiano, la capacidad de apreciar las reglas trazadas por la subjetividad, reglas que son inherentes al artefacto, y que si bien no son aquellas de la razón, tienen una legalidad que logra ser concreta. Sin embargo, como señalan varios de sus comentadores, a diferencia de Kant, para Clausewitz este talento no necesariamente era sólo innato e intransferible[44], y por otro lado, el genio guerrero no es simplemente un observador o alguien que crea a partir de determinados materiales: las fuerzas allí en cuestión son fuerzas vivas. En este sentido puede decirse que el arte de la guerra no es exactamente un arte más, aunque encuentre en la estética categorías que ayuden a definirlo.

Paret agrega otro elemento tomado de la estética que será para él una clave metodológica en Clausewitz:

… los sistemas estéticos de finales de la Ilustración no sólo le ayudaron a aclarar ideas sobre teoría, y demostraron hasta qué punto pueden analizarse los factores emocionales: también tomó de ellos los conceptos-modelo “medios” y “fin” para interpretar con ellos las formas tomadas por el conflicto militar y evaluar las acciones de los protagonistas”. En particular menciona las definiciones de Kiesewetter para el cual “combinar medios y fines es crear”. La teoría puede dar cuenta de estas combinaciones pero no del “talento” y de la “experiencia”[45].

La estética alemana, si bien en parte es producto de la Ilustración, a diferencia del neoclasicismo iluminista daba cuenta de los aspectos emocionales y subjetivos, la imaginación y la creatividad, un nuevo campo de interés que es resaltado en el movimiento conocido como Sturm und Drang y que se seguiría desarrollando, con amplias implicaciones morales y políticas, en el romanticismo alemán desplegado pocos años después. En ese marco de desarrollos teóricos y disputa entre tendencias es que Clausewitz va a abordar el problema de una posible teoría de la guerra, y criticar los modelos previos.

III. TEORÍA Y GUERRA

Adentrándose en los problemas de la guerra, Clausewitz parte de que ésta, si bien es un medio, tiene su propia legalidad, es decir, que aunque esté enmarcada en determinados objetivos políticos y éstos sean lo primero que debe considerarse, no es reductible a lo que éstos dispongan: “el objetivo político no es, por ello, regla despótica; debe adaptarse a la naturaleza de los medios a su disposición, y de tal modo, cambiar a menudo completamente”[46]. Aquí despunta un eje central de las observaciones de Clausewitz, preocupado por cómo puede trazarse una “legalidad” propia de la guerra cuando se trata justamente de una actividad práctica donde entran en juego fuerzas vivas, el azar y las fricciones en el plan de guerra.

Una teoría de fuerzas vivas

En el terreno militar, fue de Scharnhorst, según Paret, de quien tomó las elaboraciones que concernían al “conflicto innato” entre teoría y realidad, y también la negativa a darle solución mediante abstracciones[47]. Es en los libros I y II de De la guerra donde Clausewitz aborda este problema, pero encontramos observaciones al respecto también en otros, sobre todo en el VIII[48].

En este libro II Clausewitz apunta a señalar la contradicción entre la teoría positiva con la práctica. Se refiere a modelos matematizantes previos y se puede observar aquí la crítica al modelo “ilustrado”, demasiado confiado en poder extender a todos los terrenos los modelos científicos positivos que se habían desarrollado en disciplinas técnicas y científicas “duras”[49]:

Se aferran a cantidades determinadas, mientras que en la guerra todo es indeterminado, y los cálculos deben ser hechos con cantidades totalmente variables. Dirigen su atención sólo a cantidades materiales, mientras que la acción militar está completamente impregnada de fuerzas y efectos inmateriales. Consideran la acción sólo unilateralmente, mientras que la guerra es una acción recíproca constante entre un bando y el otro[50].

Sin embargo, Clausewitz no deja de reconocer que a las fuerzas y efectos espirituales hay que poder atribuirles cierto valor objetivo. Si el jefe, para conducir la guerra, tiene que reconocer la volatilidad de las fuerzas puestas en juego, también es cierto que debe procurar manejar y reconocer de alguna manera estas variables. La experiencia es la primera forma de orientarse en ello, pero ¿cumple la teoría también allí un papel? Clausewitz plantea que la teoría, habiendo desbrozado el camino, permite no empezar cada vez de cero; a modo de un tutor inteligente, educa al jefe guerrero, aunque no lo acompaña en el campo de batalla. Aboga entonces por:

… una teoría satisfactoria de la dirección de la guerra, es decir, una teoría que será útil y no estará nunca en contradicción con la realidad, y su conciliación con la práctica dependerá tan sólo de su manejo inteligente, de modo que no existirá ya esa diferencia absurda entre teoría y práctica, producida a menudo por teorías erróneas, divorciadas del sano sentido común, y que han sido frecuentemente utilizadas por mentes ignorantes y de criterio estrecho como pretexto para continuar en su ineptitud congénita […] La teoría, por lo tanto, tiene que considerar la naturaleza de los medios y los fines[51].

En el libro I Clauseiwtz esbozará cómo es que el uso de la fuerza, para enfrentarse a otra, recurre a las creaciones del arte y de la ciencia, insistiendo en que, sin embargo, la guerra no puede ceñirse a un modelo teórico. Si las comparaciones históricas sirven para “dar matices” a la pintura sobre el fondo, no puede considerarse a la misma como un camino lineal ni un arcón de fórmulas inmediatamente trasladables a una situación distinta. De lo contrario, no avanzaremos de la abstracción vacía. La guerra no trata de fuerzas y magnitudes fijas, sino que:

En el arte de la guerra hay que actuar con fuerzas vivas y morales, de donde resulta que lo absoluto y lo seguro no pueden ser alcanzados; siempre queda un margen para lo accidental, tanto en las cosas grandes como en las pequeñas[52].

El planteo de Clausewitz en el Libro I es que siendo la guerra un “instrumento político”, medio para un fin, ésta pueden variar según sus motivaciones políticas. Por lo tanto, saber qué guerra se pelea es “el primero y más amplio de todos los problemas estratégicos”[53]. Es desde la perspectiva estratégica entonces desde donde se parte para analizar las particularidades de este medio, la guerra, y la teoría que de ella pueda trazarse. La “conclusión” para la teoría que de allí deriva es la necesidad de considerar los tres elementos de la conocida “trinidad” –el odio del pueblo; las probabilidades y el azar; la política a la cual la guerra sirve de instrumento– sin rehuir ninguno de ellos ni fijar una relación arbitraria entre ellos, a costa de entrar en abierta contradicción con la realidad[54].

En estas mismas páginas Clausewitz promete al lector examinar este problema estratégico con más detenimiento en el tratamiento del plan de guerra. En el libro VIII encontramos efectivamente también estos planteos:

De esta suerte, el que emprende la guerra es llevado nuevamente a un camino intermedio, en el cual actúa, en cierta medida, basándose en el principio de emplear sólo esas fuerzas que sean justamente necesarias para el logro de su objetivo político y de proponerse sólo ese objetivo bélico. Para hacer practicable este principio, deberá renunciar a toda necesidad absoluta de un resultado y excluirá del cálculo las contingencias remotas. Es aquí donde la actividad de la inteligencia abandona el dominio de la ciencia estricta, de la lógica y de las matemáticas y se convierte en arte, en el sentido más amplio del término, o sea, en la habilidad para escoger, mediante el juicio instintivo, los objetivos y circunstancias más apropiadas y decisivas, de entre la multitud que se presentan[55].

Los elementos categoriales y las definiciones con que comienza el libro I, que inmediatamente se encuentran determinados por el espacio, el tiempo, el azar, las características psicológicas de los participantes y la política, encuentran en el libro final de De la guerra un nuevo tratamiento, en este caso histórico, enmarcados en la definición de una teoría “estratégica” de una actividad esencialmente práctica como es la guerra. En este camino es donde entran a jugar las relaciones, mediaciones y moderaciones que muchos autores han atribuido a un método dialéctico tomado de la tradición alemana de la época, y a una definición de la guerra como arte en el sentido de una teoría de la práctica, que también encontrará en el conjunto del libro otra analogía significativa que impactará a Engels casi tres décadas más tarde: “Estoy leyendo De la guerra de Clausewitz. Una extraña manera de filosofar pero muy bueno en su tema. Sobre la cuestión de si la guerra debe ser un arte o una ciencia, la respuesta dada es que la guerra es más como el comercio”[56].

Clausewitz y la filosofía alemana

Como vimos, existen diversas relaciones entre las ideas filosóficas del idealismo alemán y las categorías que Clausewitz esboza en De la guerra. Por ellas se lo ha afiliado tanto a Kant como con Fichte o con Hegel y, a través de esa vía, a Marx. Otros han señalado que tales relaciones no pueden considerarse unívocamente, sobre todo teniendo en cuenta su propio objeto, la guerra, que implicaría un abordaje diferente. Peter Paret lo identifica con el espíritu del Sturm und Drang por la reivindicación de la idea de genio; señala el uso de la dialéctica pero no en el espíritu hegeliano; advierte que si usa terminologías del idealismo alemán, no es por ello trascendentalista sino realista; y que si había señalado como particularidad alemana la tendencia al pensamiento especulativo, no siempre consideró esto, como los románticos, como algo positivo frente al realismo francés[57]. Para Paret, Clausewitz combinaba estas distintas tendencias, que eran propiedad común de su generación.

Gat presenta en este punto, una vez más, una lectura diferente. Si coincide en la influencia del contexto del pensamiento alemán de la época, difiere en el lazo que puede establecerse con Hegel. Hace especial hincapié en el contexto de la crítica al Iluminismo del pensamiento alemán, del que sin embargo Clausewitz no dejaría de ser deudor. La figura más representativa de ello sería el propio Kant, quien es a la vez el pináculo de la Ilustración alemana a la vez que quien minará algunos de los presupuestos fundamentales del Iluminismo. Describe entonces dos grandes “olas” en las que podría dividirse lo que constituiría la tradición idealista alemana: una primera ejemplificada en el Sturm und Drang, de ideas opuestas al establishment cultural iluminista de la época, y una segunda relacionada al romanticismo que se extendiera por Europa, paralela a la reivindicación de valores nacionalistas acelerada por la amenaza napoleónica[58]. Para Gat, ambas olas produjeron una transformación intelectual enraizada en tendencias irracionalistas que pondría en el centro de la experiencia humana y que cambiaría el ideal ilustrado de entendimiento y control por un ideal vitalista[59]; este sería el marco ya asentado en el que Clausewitz desarrollaría sus ideas respecto a la guerra. Según la lectura de Gat, la influencia de Hegel le permitiría resolver los problemas que hacia 1827 producen un “giro” en su conceptualización de la guerra, un creciente escepticismo respecto a las posibilidades de la teoría misma en su contradicción con la realidad. La lectura de Paret proyectaría la imagen del último trabajo de Clausewitz en sus escritos tempranos, cuando en realidad la influencia decisiva de las doctrinas del idealismo se vería recién en sus últimos años, y fueron lo que dieron a su trabajo la reputación de estar cubiertas por una “bruma metafísica”. Lo mismo reprocha a Aron, quien ve en el Libro I la culminación de un “sistema” clausewitziano que rastrea como metodología en trabajos previos. Si para Clausewitz hacia 1827 se había hecho clara la discrepancia entre su concepción de una naturaleza universal de la guerra y la experiencia histórica, afortunadamente su camino se cruzó con la creciente ascendencia del idealismo hegeliano, que entre sus lecciones establecía que los contrastes y contradicciones de la realidad no eran sino aspectos diferenciados de una misma unidad. Aunque para Gat no habrá una afinidad a la metafísica hegeliana o a su concepción de la historia, sí se percibiría a partir de entonces una influencia de las ideas sociales y políticas hegelianas y en el uso de las herramientas dialécticas, aunque adaptándolas a sus propios asuntos[60].

Si tiene razón Gat contra Aron en que la noción de un sistema ideal que después se muestra “operando” en la realidad es extraño a Clausewitz, también es cierto que no es tan sencillo definir a Clausewitz como un hegeliano tardío dada la problematización que éste hace del conflicto entre práctica y teoría siempre a favor de la primera; sin contar que no parece haber dejado huella en la obra el cuestionamiento que Hegel realizara a Kant, a pesar de que Clausewitz se nutriera en no poca medida de este último. La hipótesis de Gat respecto al descubrimiento de categorías dialécticas que le permitieran dar cuenta de la relación entre lo general y lo particular –aunque hace definiciones muy escuetas de las mismas–, puede ser atendible, aunque no queda claro por qué sería Hegel el pensador que explotara para darse nuevas herramientas y no, como plantea Paret, también otras vertientes del pensamiento filosófico alemán de la época. En realidad Gat establece la relación, más que en las herramientas metodológicas o teóricas que puedan rastrearse, en la relación que cree encontrar en la exaltación del “Estado fuerte” en Hegel y en Clausewitz que ya mencionamos, preocupado porque pueda confundirse a Clausewitz con un liberal. Pero es justamente en la relación entre teoría y realidad donde la relación con Hegel puede ser harto problemática en la medida en que justamente es el cierre de su sistema lo que termina subsumiendo a la realidad en su propia conceptualización. Si una diferencia específica del sistema hegeliano respecto a otras variantes subjetivistas del idealismo alemán fue un intento de incluir la experiencia y el desarrollo histórico concreto, no es menos cierto que el Libro I de Clausewitz es lo suficientemente antisistemático como para no problematizar que el uso de un “modelo ideal impuesto a la realidad” bien podría haber sido una crítica que Clausewitz dirigiera contra Hegel, o que la conceptualización teleológica de la historia difícilmente podría haber satisfecho a un Clausewitz atento al azar, aun influenciado como lo estaba por el historicismo.

En todo caso, en ese sentido es más plausible la lectura de Paret según la cual, al igual que en sus ideas sobre el Estado, Clausewitz participa con sus propias características de lo que Bensaïd ha llamado la “ciencia alemana”, una tradición que no necesariamente desprecia las ciencias positivas, pero no se contenta con ellas: “No se trata de renunciar a la totalidad con el pretexto de aclarar cada una de sus partes, sino de encontrar lo universal en lo singular, a la manera en que la ciencia de Goethe confluye con el arte”[61]. Una ciencia que, surgida del atraso alemán, encuentra allí la condición de su avance, y que siendo crítica de sus propias categorías, “replica a la ciencia establecida”. Quien define esta “ventaja del atraso” alemán, y usufructúa esta tradición aunque a su vez criticándola radicalmente, es alguien que también, como Clausewitz, fuera acusado por algunos comentadores de excesiva “bruma metafísica” en un terreno donde tampoco se la consideraba bienvenida —en este caso la economía—: Marx.

La crítica y el método

Para Clausewitz, establecer un modelo meramente analítico era establecer un modelo de laboratorio que no lograría dar cuenta de una guerra real. Ello no significa, sin embargo, que la consideración de Clausewitz hacia la teoría sea simplemente la de un pragmatista erudito. Por ello, dirá, “La teoría debe tener la naturaleza de la observación, no la de una regla para la acción” que, sin embargo,

… si arroja sobre todo el campo de la guerra la luz de una observación crítica deliberada, ha logrado el objetivo principal en la tarea que le corresponde. Entonces se convierte en guía para todo aquél que quiera familiarizarse con la guerra a través de los libros, y en todo momento le iluminará el camino, facilitará sus progresos, educará su juicio y evitará que se desvíe[62].

La tendencia historicista alemana, contra la idea de progreso lineal abstracto del iluminismo francés, hablaba de “desarrollo” y, contra la modernidad como modelo para todas las épocas, trataba de comprender los distintos “espíritus de época” que constituía cada configuración histórica como algo orgánico. Ese historicismo daría fuerza al recurso a las comparaciones históricas que usará como recurso, con visos metodológicos, en De la guerra. Pero este gusto historicista puede volverse problemático si, por un lado, cierra cada formación histórica sobre sí misma impidiendo así la posibilidad de un uso productivo de las comparaciones o, por otro lado, si supone una nueva forma de subsunción de la realidad fundamentado en una visión teleológica de la historia. La mayoría de los comentadores rechazan que exista una apuesta teleológica en los planteos de Clausewitz, pero sigue en pie entonces si la reconstrucción en el Libro VIII de una breve historia de la guerra, pivoteando sobre las características de la misma en la época napoleónica, no sería meter el en molde napoleónico configuraciones históricas que le son diversas.

La reconstrucción que hace Clausewitz, con conciencia de este problema, es interesante. En una cita sobre la aparición de las guerras napoleónicas, apunta que es la aparición de esta novedad la que permite a la teoría avanzar: permite

… conferir carácter a ciertas ideas que están en la raíz de pensamiento y acciones cuyas razones inmediatas parecen dispersas […]. Sin estos ejemplos aleccionadores que advierten sobre la fuerza destructiva del elemento desenfrenado, habría enronquecido inútilmente tratando de hacerse oír; nadie habría creído posible lo que a todos en vida han visto realizado[63].

Es el desarrollo más acabado de las tendencias que entran en juego en la guerra lo que permiten dar un marco más amplio al arte bélico previo, establecer relaciones entre elementos que aparecían dispersos, descubrir causalidades en nuestros pensamiento, al modo en que las estructuras más complejas permitían explicar las más simples al decir de Marx en los Grundrisse usando la analogía entre la anatomía del hombre que permite explicar mejor la del mono.

Claro que esto puede ser comprendido también teleológicamente, en el sentido de que la guerra de gabinete debía avanzar hacia la guerra popular o que la anatomía del mono tenía que evalucionar a la del hombre, hipostasiando un determinado desarrollo concreto en una férrea ley histórica. Ello no sólo convierte a los desarrollos históricos en triviales, sino que establece a las conclusiones a las que se ha arribado como naturales. La crítica, propia de la tradición alemana, que consideraba no sólo los fenómenos analizados sino las conceptualizaciones que de ella se habían hecho, podía ser un buen contrapeso a ello a condición de que, como criticaran insistentemente Marx y Engels a sus contemporáneos “críticos”, no se la tratara sólo como una historia de las ideas sino que se buscara con ella las condiciones materiales por las cuáles esas teorías se habían desarrollado.

Según señala Gat, Clausewitz habría prestado atención a un pensador como Burke, reaccionario pero por eso mismo crítico del capitalismo, que cuestionará a Smith y otros miembros de la economía política clásica por plantear como leyes universales lo que en realidad no eran más que el reflejo de las ideas particulares del capitalismo prevaleciente[64]. En De la Guerra no encontramos sin embargo muchas más definiciones que las críticas a la construcción de modelos que terminan prescindiendo de la experiencia aunque hayan partido de ella, pero en esos esbozos aparece un problema que, con otro alcance, criticara Marx a Ricardo en los Grundrisse, reconociéndole haber llegado hasta la definición del “valor trabajo” pero volatilizándolo en una nueva abstracción donde, por no poder superar el horizonte del mundo capitalista en que lo “descubrió”, podrían incorporarse toda clase de definiciones acríticamente. Es decir, por terminar convirtiendo una categoría construida en un principio que fuerza los hechos.

Si bien pueden señalarse coincidencias como las arriba mencionadas entre Clausewitz y Marx, ir más allá en la comparación sería forzar tanto lo que llega a plantear Clausewitz como abordar superficialmente los desarrollos metodológicos de Marx[65]. Los elementos metodológicos comunes que pueden establecerse entre Clausewitz y Marx dan cuenta de un trasfondo común de discusiones que circulaban en el pensamiento de la época, de los que Clausewitz supo sacar provecho para sus propios objetivos teóricos, en muchos casos, con una lucidez que podemos atribuir no sólo a su talento, sino también en parte a su objeto de estudio y a sus circunstancias, que le demandaban una crítica concreta de los modelos previos.

Este tipo de procedimientos eran parte de la riqueza de la ciencia alemana, y bien puede decirse que Clausewitz se nutrió de ella tanto como aportó a la misma en un terreno particular. Pero será Marx –para quien la historia es la base de un nuevo materialismo que sabe apreciar los avances de la ciencia positiva iluminista pero a su vez demuele sus inconsistencias, tanto como las del idealismo alemán– quien considere este problema en relación directa con las posibilidades de la teoría.

Marx abordaba el problema metodológico considerando que: “lo concreto es concreto porque es la síntesis de múltiples determinaciones, unidad de lo diverso. Es el resultado y no el punto de partida, aunque también lo es”. Este camino implica que las determinaciones surgidas de la abstracción y el análisis, “conducen a la representación de lo concreto por el camino del pensamiento”; es decir, es una manera de apropiarse de lo concreto, “no es lo concreto mismo ni su formación”[66]. A su vez, afirma que sería erróneo “intentar ordenar las categorías tal como fueron históricamente determinadas”[67]. Es decir, que el pensamiento hace el camino inverso al desarrollo histórico cuando parte de las categorías más concretas determinadas por el desarrollo social, pero a partir de ello puede reconstruir ese desarrollo histórico, y no leyendo “ordenadamente” los libros de historia de la Antigüedad hasta acá.

En las “Tesis sobre Feuerbach” Marx había reivindicado el “lado activo” desarrollado por el idealismo alemán, ese necesario trabajo de conocimiento del sujeto. Pero los “descubrimientos” teóricos responden también a hechos históricos. Lo que tenemos no es una idea desarrollándose a sí misma, como en Hegel, sino el producto de un trabajo que transforma representaciones abstractas en concretas. El conocimiento teórico es el producto de una mente apropiándose del mundo “del único modo posible”. El que teoriza no está por fuera del objeto teorizado –en su caso, el capitalismo–, y la posibilidad de “descubrir” categorías como la de valor está determinada por su existencia en la realidad en un grado avanzado tal que permite ver mayores relaciones multilaterales. Por eso también es necesaria la crítica de las teorías previas: en aquellos que son buenos representantes de sus disciplinas, como Ricardo, existen elementos que dan cuenta de determinados problemas que existen en la realidad, aunque su teorización sea mistificada.

El problema teórico de cómo dar cuenta de legalidades que no se impongan sin embargo a los hechos encuentra en Marx una solución que redefine con la noción de ley. En el análisis de la totalidad concreta, Marx no pretende decretar leyes universales. Las legalidades que Marx describe en El capital son las propias de una totalidad, capitalismo, dentro de la cual tienen sentido. Lo que tenemos entonces es el, al parecer, el oxímoron de las “leyes tendenciales”. Lo que describen éstas son las formas de comportamiento de esas relaciones en una totalidad según su contenido concreto. Como no es una totalidad vacía que se imponga a los hechos sino una totalidad abierta sujeta a cambios, no le impone su lógica a los hechos sino que analiza cómo pueden desarrollarse y eventualmente modificarse. El marxismo tiene capacidades predictivas, y en ese sentido es “científico” (contra quienes desestimaban a El Capital como “demasiado filosófico”), pero no entendido en el sentido del positivismo, porque los “hechos” mismos de los que intenta dar cuenta no están dados de una vez y para siempre, así como según el general prusiano, ninguna victoria y ninguna derrota son definitivas. En ese marco, la crítica es lo que permitiría a Marx no quedarse en los límites de la ciencia positiva y “mantenerse alerta” para no naturalizar sus resultados, a la vez que para ubicarse históricamente como teoría misma y no caer en los peligros del teleologismo hegeliano. En ese sentido la destaca Bensaïd: la crítica “no puede hacer nada mejor que desengañar y resistir, plantear las condiciones para el desilusionamiento y el desengañamiento reales. Lo demás se juega en la lucha. Donde las armas de la crítica ya no pueden prescindir de la crítica de las armas. Donde la teoría se vuelve práctica. Y el pensamiento, estrategia”[68].

El trabajo y la teoría

Si para Clausewitz fueron las guerras napoléonicas las que le permitieron avanzar en su teorización de la guerra, ¿cuál es el “hecho histórico” que permite avanzar a Marx y transfigurar radicalmente la ciencia alemana? Dijimos que si una relación podía establecerse entre Clausewitz y el marxismo era el interés por una teoría de la práctica: guerra y revolución. Pero fue también una preocupación del pensamiento alemán de la época una práctica específica que constituía el fundamento de la sociedad capitalista: el trabajo. El siglo XIX encontrará a un pensamiento alemán preocupado por la subjetividad y las capacidades creativas del hombre no sólo en el terreno estético sino en un marco de un sistema social que producía lo contrario: la alienación en una práctica laboral que reducía a los hombres a movimientos mecánicos o, como diría más adelante Marx en El capital, a ser los apéndices de la maquinaria.

Este problema tuvo repercusiones políticas en los distintos agrupamientos intelectuales de las primeras décadas del siglo XIX, y cobraría también estatus filosófico. El ejemplo más destacado es el de Hegel, que en 1807 dedica un tramo central de su Fenomenología del Espíritu a la “dialéctica del amo y el esclavo”, donde la lucha a muerte entre dos conciencias enfrentadas se define justamente por su relación con el trabajo. En la conceptualización que hace Clausewitz del “propósito de desarmar al enemigo” como acción recíproca donde, mientras no haya derrotado a mi enemigo, debo temer ser derrotado por él, parece resonar este tipo de relación. Esta dialéctica sería algo a lo que Marx prestaría gran atención casi cuatro décadas después en sus Manuscritos de 1844. También en ese año un joven Engels describiría en La situación de la clase obrera en Inglaterra los padecimientos de la clase obrera en la moderna e industrialmente avanzada Manchester.

Ya hacia la década de 1840, mientras el Estado prusiano promovía en sus cátedras universitarias una lectura de Hegel que servía de justificación moral al absolutismo, en el hegelianismo de izquierda se desarrollaría una nueva concepción política y teórica que tendría al trabajo como su eje. Trabajo ya no entendido sólo como síntoma de la decadencia social que caracterizara al romanticismo, ni como fenómeno de análisis sociológico de la sociedad capitalista como en la moderna economía política inglesa, ni como problema filosófico o antropológico tal como lo trataran las distintas tendencias del idealismo alemán, sino sobre todo como productor de un sujeto político que tiene la potencialidad de ser el sepulturero de esa misma sociedad que lo engendra. Las “Tesis sobre Feruerbach” y La ideología alemana, de ese período, son a la vez la revisión crítica de la ciencia alemana que los antecede como los puntales de la nueva concepción forjada por los fundadores del marxismo.

Pero en la disputa entablada con el hegelianismo de izquierda, incluso con el socialismo utópico francés, no debe hacer perder de vista que el desarrollo de la teoría marxista estuvo estrechamente relacionado a la realidad de la lucha de clases de la época, más precisamente, a las irrupciones en la escena de distintas luchas obreras que desafiaban las condiciones a que quería sometérsela, así como a las nuevas organizaciones que de la misma clase surgían y se coordinaban. Marx esbozó sus primeras conceptualizaciones sobre el Estado en los escritos sobre el robo de leña, que revelaban el posicionamiento político del Estado a favor de las clases propietarias. En los análisis del mismo período de la Manchester industrial que conociera Engels de la mano de una trabajadora inmigrante irlandesa, hasta la planificación urbana de la ciudad-factoría muestra ser un enorme terreno de batalla entre clases. La concentración de esa “guerra de clases” que se extendía por Europa lo haría pronosticar una revolución que haría ver a la Revolución francesa como “un juego de niños”. Marx, en una carta a Feuerbach de 1844, aún le reconoce a éste ser el padre del socialismo, pero a propósito de las reuniones en las que participan obreros franceses, ingleses y alemanes, declara que “la historia va alumbrando ya entre estos ‘bárbaros’ de nuestra sociedad civilizada el elemento práctico para la emancipación del hombre”, y lo contrapone a la corriente “crítica” alemana del tipo de Bauer que se considera a sí misma como “el único elemento activo en la historia” que se confronta a toda la humanidad como “una masa inerte”[69]. Pronto arreglará cuentas con el mismo Feuerbach caracterizando a su materialismo como pasivo también.

Si esta relación con la situación de la clase obrera llevó a Marx y a Engels a denunciar que las consecuencias de la sociedad capitalista para los trabajadores eran inéditamente crudas, no consideraron a la clase obrera sólo en su condición de objeto de explotación del capital, sino en sus posibilidades como sujeto revolucionario que emergían precisamente de esas condiciones; una clase que daba sus primeros pasos en forjarse como fuerza política dispuesta a intervenir malogrando los planes de una burguesía que avanzaba por Europa y el mundo. Para esa clase que pronto mostraría su peligrosidad en la “Primavera de los pueblos”, Marx y Engels escribirían, a pedido de la Primera Internacional, el Manifiesto Comunista, llamando a la clase obrera a unirse más allá de las diferenciaciones nacionales contra el enemigo común burgués. Entretanto, la práctica de la lucha de clases había enriquecido, y forjado, su teoría. A pesar de la alienación a que los somete el capital, a pesar de las condiciones en que los obliga a vivir, Marx y Engels confían en las capacidades no sólo destructivas de la clase respecto a la sociedad burguesa, sino también constructivas y creativas respecto a una nueva forma de organización social que acabara con la explotación; aquello que los lleva a declarar en el Manifiesto que “la revolución será obra de los trabajadores mismos”, es a la vez la “premisa” de la realidad que no puede separarse de su teoría y del trabajo intelectual que conforma sus concepciones teóricas y políticas.

Teoría y práctica

Clausewitz y Marx comparten, efectivamente, una serie de herramientas y preocupaciones con las generaciones de pensadores alemanes de principios del siglo XIX. Pero también es en ese interregno que se manifestarían abruptamente muchas de las novedades que el cambio de época traía; el pensamiento de Marx, aun haciendo uso de mucho de esa tradición, significaría una discontinuidad no sólo en posicionamientos políticos radicalmente opuestos a los de los pensadores previos, sino en las consideraciones teóricas y metodológicas que aborda. Pero es cierto que en la consideración de la teoría en relación a la práctica Clausewitz apunta a uno de los núcleos estratégicos para la tradición del marxismo revolucionario. Por un lado, Marx se nutrió de las novedosas prácticas que se desarrollaban en su época, en especial la lucha creciente del movimiento obrero y sus intentos de organización, sin la cual no podría haber desarrollado su teoría. Pero a la vez, estos desarrollos teóricos le permitieron sentar las bases de una práctica política que, en sus circunstancias respectivas a las que tuvieron que dar respuesta, enriquecieron las generaciones de revolucionarios que lo siguieron.

Los marxistas revolucionarios han apelado en muchos casos a una definición de la teoría como “guía para la acción”, no en el sentido de un pragmatismo politicista que ofrezca una teoría para cada acción a tomar, ni una teoría abstracta en la que encajar las novedades históricas, sino en el mismo sentido que Clausewitz: la teoría no será un lugar de donde tomar recetas aplicables a toda situación, sino un desarrollo que pueda servir de “puente” entre la práctica previa y la actual y futura.

La definición de puente es de Trotsky, discutiendo la lectura que hacía Stalin de las diferencias entre marxismo y leninismo alrededor de sus respectivas prácticas teóricas y políticas. En ese trance, Trotsky distingue al marxismo tanto del idealismo de las distintas versiones de la “teoría de los factores”[70], como del empirismo que no puede ir más allá de un “civismo teórico que, simplemente, hace algunas comisiones para las tareas prácticas del día”[71].

Trotsky reconoce, como primer elemento indiscutible, la primacía de la práctica por sobre la teoría, en el sentido de que es en ella en que se engendra y a ella a la que intenta generalizar. Pero señalar el carácter histórico de la teoría –en concreto, la diferencia entre la época del librecambio en que se forjó la teoría marxista y la etapa imperialista que ponía a la orden la revolución proletaria en la que actuó Lenin–, no podía significar considerarla un mero reflejo, al modo empirista, de las condiciones en que se desarrolla. Al igual que Clausewitz, insiste en que la relación entre teoría y práctica no puede considerarse en modo lineal:

Ser guiado por la teoría es ser guiado por generalizaciones basadas en toda la experiencia práctica anterior de la humanidad, con el fin de poder pautar, con el mayor éxito posible, uno u otro problema práctico de hoy. De ese modo, a través de la teoría, descubrimos precisamente la primacía de la práctica en su conjunto sobre los aspectos particulares de la práctica”[72].

Lo que distingue al marxismo es no sólo haber analizado las determinaciones profundas del sistema capitalista, sino haberse “anticipado” en la formulación de sus posibilidades, a la era de la revolución proletaria. Y en ese sentido también, formar a aquellos que “estén a la altura de las tareas prácticas del porvenir”. En ese marco, Trotsky definirá los desarrollos teóricos de Marx y Lenin, y su relación con los fenómenos históricos, utilizando términos “militares” que bien podrían compararse con las definiciones hechas por Clausewitz:

El lazo entre la teoría y la práctica corriente se hace a través de la táctica. La teoría, al contrario de lo que dice Stalin, no toma forma en alianza inseparable con la práctica corriente. Se eleva por encima de ella y no es más que por eso que tiene la capacidad de dirigir una táctica indicando, además de las tareas actuales, los puntos de referencia en el pasado y las perspectivas para el porvenir. […] Si bien el marxismo, que ha aparecido en un período prerrevolucionario no es de ningún modo una teoría “prerrevolucionaria” sino, al contrario, se ha elevado por encima de su propia época para convertirse en una teoría de la revolución proletaria, entonces la táctica –es decir, la aplicación del marxismo a las condiciones específicas del combate– por su esencia misma, no puede elevarse por encima de su propia época, es decir, por encima de la madurez de las condiciones objetivas. Desde el punto de vista de la táctica –sería más exacto decir, desde el punto de vista de la estrategia revolucionaria–, la actividad de Lenin difiere enormemente de la de Marx y los primeros discípulos de Marx, exactamente como la época de Lenin difiere con la de Marx[73].

Es decir que si la teoría está históricamente determinada, ello no significa que se deriva de forma directa de la práctica corriente, y por otro lado, que tampoco puede considerarse mera auxiliar respecto a la actividad práctica. La tradición marxista revolucionaria otorgará a la teoría un lugar destacado en su práctica política, a la vez que buscará que esta teoría no pierda su lazo con sus objetivos estratégicos. En ese sentido, es acertada la definición que traza Anderson entre los desarrollos teóricos del marxismo occidental y sus variantes posteriores como una “miseria de la estrategia” que no podía más que afectar a la teoría misma.

Clausewitz se acercó a los problemas de la teoría con el objetivo de dar cuenta del “arte de la guerra”. Marx entendió la teoría no sólo como explicación y análisis de lo existente sino también, como prefiguración de una práctica capaz de forjar lo posible. No es casual que Trotsky apele a los términos de la práctica militar para dar cuenta del núcleo teoría/práctica en el marxismo ni que, en lo que también podría considerarse un paralelo con la definición de “arte”, utilice nociones como “inspiración” o “imaginación” para dar cuenta del momento en que “la teoría se convierte en poder material” al prender en las masas[74], y del lugar de Lenin:

La conciencia teórica más elevada que se tiene de una época en un determinado momento, se fusiona con la acción directa de las capas más profundas de las masas oprimidas alejadas de toda teoría. La fusión creadora de lo consciente con lo inconsciente es lo que se llama comúnmente inspiración. La revolución es un momento de impetuosa inspiración en la historia. […] Para poder dirigir estos trabajos había que tener, aparte de otras cualidades, una capacidad gigantesca de imaginación creadora. Una de las facultades más valiosas de este talento de representación es la de imaginarse a los hombres, a las cosas y los hechos tal como son en realidad, aun sin haberlos visto nunca. Saber utilizar todas las experiencias de vida y las bases teóricas, unir los pequeños rasgos distintivos, tomados al vuelo, completándolos según las leyes todavía no formuladas de coincidencia y probabilidad, y de este modo hacer brotar, con todo su relieve concreto, un determinado sector de la vida humana: esta es la imaginación, sin la que no puede concebirse un legislador, un administrador, ni un líder, sobre todo en una época revolucionaria. Esta imaginación realista era el gran fuerte de Lenin[75].

Notas:

[1] Sigmund Neumann y Mark von Hagen, “Engels and Marx on Revolution, War and the Army in Society”, en Peter Paret (ed.), Makers of Modern Strategy, Princeton, Princeton University Press, 1986, p. 262.

[2] Raymond Aron, El marxismo de Marx, Madrid, Siglo XXI, 2010, p. 64.

[3] Perry Anderson, Consideraciones sobre el marxismo occidental, México, Siglo XXI, 1998.

[4] Perry Anderson, Tras las huellas del materialismo histórico, México, Siglo XXI, 1988, p. 29.

[5] Daniel Bensaïd, Marx intempestivo, Bs. As., Herramienta, 2003.

[6] José Fernández Vega, Las guerras de la política, Bs. As., Edhasa, 2005, p. 197.

[7] Peter Paret, Clausewitz y el Estado, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1979, p.17.

[8] Karl Marx y Friedrich Engels en Obras escogidas, Tomo I, Moscú, Progreso, 1980, p. 127.

[9] Paret, op. cit., p. 28.

[10] Azar Gat, The origins of military thought, Oxford, Clarendon Press, 1991, p.145.

[11] Paret, op. cit., p. 167.

[12] Ibídem, p. 180.

[13] Paret, op. cit., pp. 236 a 238; Gat, op. cit., pp. 174 y 241.

[14] Paret, op. cit., p.235.

[15] Gat, op. cit., p.238.

[16] Paret, op. cit., p.298.

[17] Ibídem, pp.404/5.

[18] Ibídem, p. 593.

[19] Gat, op. cit., p. 215.

[20] Ibídem, p. 241. Las traducciones del inglés de esta edición son propias.

[21] Paret, op. cit., p. 185.

[22] Ibídem, pp. 105/6.

[23] Karl von Clausewitz, De la guerra, Bs. As., Mar Océano, 1960, p. 543.

[24] Ibídem, p. 552.

[25] Ibídem, p. 570 [sic].

[26] Ibídem, p. 571.

[27] Georg Lukács, El joven Hegel y los problemas de la sociedad capitalista, Barcelona, Grijalbo, 1970, pp.292/3.

[28] Karl Marx, Los debates de la Dieta Renana, Barcelona, Gedisa, 2007.

[29] Karl Marx, Sobre la cuestión judía, Bs. As., Prometeo, 2004. Destacados del original.

[30] Vladimir I. Lenin, “El Estado y la revolución”, Obras selectas, Tomo 1, Bs. As., CEIP-IPS, 2013.

[31] Fernández Vega reseña las encontradas posiciones de distintos comentadores, en especial Barbieri, Moran y Munkler, sobre las posiciones de Clausewitz respecto al parlamentarismo durante la Restauración y los alcances de su “reformismo” (op. cit., pp. 120 a 125).

[32] Terry Eagleton, La estética como ideología, Madrid, Trotta, 2011, p.69.

[33] Eagleton agregada que la intuición estética podría también terminar diferenciándose tanto del dominio de la “razón” y la totalización, que terminaría cuestionando la propia legitimidad “racional”. En su lectura, la estética será un terreno en que esta tensión no dejará de expresarse (ibídem, p. 205).

[34] Paret, op. cit., p. 221.

[35] Eagleton, op. cit., p.97.

[36] Ibídem, pp. 74/5.

[37] Franco Moretti, citado por Eagleton, señala que el desarrollo del Bildungsroman, aquellas novelas de aprendizaje o formación donde el protagonista se constituye psicológica y moralmente a sí mismo a lo largo de un aprendizaje reflexivo sobre sus experiencias, uniendo acción y reflexión, es propio del período y marcará a la tradición alemana (Eagleton, op. cit., p. 100).

[38] Paret, op. cit., p. 219.

[39] Clausewitz, op. cit., p.38.

[40] Ibídem, p. 39.

[41] Ibídem, p. 41.

[42] Paret, op. cit., p. 506.

[43] Gat, op. cit., pp.176/7.

[44] Ver al respecto José Fernández Vega, “War as ‘art’” en Hew Strachan y Andreas Herberg-Rothe (eds.), Clausewitz en the Twenty-First Century, Oxfor, Oxford University Press, 2007.

[45] Paret, op. cit., pp. 221/2.

[46] Clausewitz, op. cit., p. 23.

[47] Paret, op. cit., p.104.

[48] Cabe destacar que las lecturas de la relación entre el primer y el último libros de la obra magna de Clausewitz están cruzados por amplias discusiones respecto al estado más o menos definitivo de la obra y a un posible significativo cambio de perspectiva que el autor desarrollara cuando escribía el capítulo VII, cuyos nuevos presupuestos estarían presentes tanto en el capítulo siguiente como en la revisión del primero. Señalemos por lo pronto que, en cuanto al problema de las teorías previas, las reflexiones del capítulo II parecen haberse mantenido en lo que hace a no considerar la teoría como una receta. Ver al respecto Hew Strachan, “Clausewitz and the dialectics of war” en Hew Strachan y Andreas Herberg-Rothe (eds.), op. cit.

[49] Vale aclarar, como señala Gat, que la imagen del siglo XVIII como una era de objetivos políticos limitados y estrategias de maniobras cautelosas es probablemente una visión estereotipada creada en el período postnapoleónico e iluminada por la escuela militar alemana del siglo XIX (op. cit., p. 95).

[50] Clausewitz, op. cit., p. 75.

[51] Ibídem, p. 83.

[52] Ibídem, p. 22. Fernández Vega plantea que el “arte” en Clausewitz no es más que otro nombre dado a la crítica, esto es, el poder de reunir la teoría y la práctica. Así como el artista debe reunir en una nueva obra su experiencia y las escuelas previas, el estratega militar reunirá las concepciones militares tomadas de la experiencia o de otras teorías, con los desafíos de la realidad (“War as ‘art’”, op. cit., p. 130).

[53] Clausewitz, op. cit., p. 25.

[54] Thomas Waldman considera acertado el señalamiento de Gat respecto a la crisis que Clausewitz habría atravesado en relación a cómo se relaciona la teoría con la realidad histórica, pero encuentra que dicha solución la halló, más que en Hegel, en el planteo de la “trinidad”. El capítulo 1 del Libro I sería el compromiso entre el primer Clausewitz, esencialmente un soldado, y el último, un teórico (War, Clausewitz and the Trinity, Coventry, University of Warwick, 2009, p. 160).

[55] Ibídem, pp. 544/5.

[56] Citado en Neumann y Hagen, op. cit., p.265. La carta es del 7 de enero de 1858.

[57] Paret, op. cit., pp. 99, 121 y 187 respectivamente.

[58] Gat, op. cit., pp. 140/1.

[59] Ibídem, p. 182.

[60] Ibídem, pp.232 a 234.

[61] Daniel Bensaïd, op. cit., p. 306/7.

[62] Clausewitz, op. cit., p. 82 [sic].

[63] Ibídem, p. 541.

[64] Gat, op. cit., p. 148. Fernández Vega plantea que Clausewitz utiliza la noción de crítica, típicamente kantiana, para designar la solución que encontró para la disyunción entre teoría y práctica, aunque justamente en este punto se apartaría de un Kant, que separaba la función del artista de crear a través de una determinada praxis, de la función del crítico de juzgar desde determinadas concepciones. El genio militar, en cambio, debe necesariamente hacer ambas cosas (Fernández Vega, “War as ‘art’”, op. cit., p. 128).

[65] Autores como Juan Carlos Marín han trazado un paralelismo casi exacto entre los elementos metodológicos elaborados por Marx con los planteos de De la guerra. Ejemplo de ello sería la idea marxista de “ascenso de lo abstracto a lo concreto”, equiparable a la afirmación con que comienza De la guerra delineando sus objetivos, o la mayor concretización que va adquiriendo la categoría del duelo, considerada paralela a las primeras páginas de El capital sobre el intercambio mercancía-dinero-mercancía (Leyendo a Clausewitz, Bs. As., PICASO, 2009, pp. 11 y 51).

[66] Karl Marx, Grundrisse, México, Siglo XXI, 1997, p. 21/2.

[67] Ibídem, p. 28. El mismo punto se plantea en el epílogo a la segunda edición alemana de El capital cuando diferencia el método de investigación del de exposición.

[68] Bensaïd, op. cit., p. 342.

[69] Karl Marx, “Carta de Marx a Ludwig Feuerbach”, Escritos de juventud, México, FCE, 1982, p. 680/1.

[70] Trotsky traza un paralelo entre la práctica burocrática y la teoría de los factores, y retoma las concepciones que había aprendido de Labriola para criticarlo en el terreno teórico (León Trotsky, “Tendencias filosóficas del burocratismo”, Escritos filosóficos, Bs. As., CEIP, 2004).

[71] Ibídem, op. cit., p. 173.

[72] Ibídem, p. 162.

[73] Ibídem, p. 174.

[74] Karl Marx, “En torno a la Crítica de la Filosofía del Derecho”, Escritos de juventud, op. cit., p. 497.

[75] León Trotsky, Mi vida, Bs. As., IPS-CEIP, 2012, p. 349 a 358.