4 de junio de 1943. La Revolución del GOU

Enrique Manson*

El 4 de junio de 1943 Campo de Mayo y otras unidades del Gran Buenos Aires avanzaron sobre la Capital desde la madrugada.
 
El presidente Castillo encargó al general Rodolfo Márquez que organizara la represión, que éste intentó sin éxito alguno. 
 
Sólo hubo un cruento tiroteo al pasar las tropas que comandaba el coronel Avalos por la Escuela de Mecánica de la Armada, con decenas de muertos y heridos.
 
A las tres de la tarde el general Rawson se instalaba, sin oposición alguna, en la Casa Rosada. Castillo se había embarcado en el rastreador Drumont de la Flota de Río, ilusionado de que la Marina apoyaría al gobierno.
 
No tardaría en decepcionarse. Facilitó el traslado de algunos de sus ministros a Montevideo, y se hizo llevar a La Plata, donde lo esperaba una delegación del gobierno militar, ante la cual, y en la ciudad en que lo hiciera Yrigoyen trece años antes, presentó su renuncia y se fue a su casa.
 
Fue el periodista José Luis Torres quien tuvo la inspiración de bautizar –al ponerle nombre a uno de sus libros- al período nefasto iniciado el 6 de septiembre de 1930.

Durante la infame, al derrocamiento del gobierno popular de Hipólito Irigoyen, siguieron el fraude patriótico, la renovación de la condición colonial –simbolizada por el Tratado Roca-Runciman- y una corrupción generalizada que iba desde las coimas cobradas en el negociado de las empresas eléctricas hasta la cooptación de la mismísima UCR que se convirtió en comparsa del Régimen.
 
Hombres provenientes del nacionalismo uriburista, otros integrantes de la agrupación yrigoyenista FORJA y los militantes del naciente revisionismo histórico iniciaron la demolición de los mitos en que se había sustentado la argentina colonial, ya confesada por el vicepresidente Julito Roca al decir que “la Argentina, por su interdependencia recíproca es, desde el punto de vista económico, parte integrante del Imperio británico.”
 
Su prédica llegó a algunos oficiales del Ejército, que descubrieron de pronto la realidad y se despegaron del liderazgo del Justo, el general del fraude.
 
El estallido de la 2ª Guerra Mundial llevó a los Estados Unidos a aumentar su presión sobre América Latina, y en especial sobre la Argentina, siempre arisca a sus mandatos.
 
Los nacionalistas, civiles y militares y de todos los orígenes políticos, apoyaron la política de neutralidad de nuestro país, sostenida gallardamente en la Conferencia Panamericana de Río de Janeiro.
 
Pero además de neutralista, el presidente Castillo era un hombre del Régimen, y estaba convencido que había que mantener el fraude.
 
Algunos delirantes lo suponen por eso un partidario del nazismo o del fascismo: era un conservador de provincia que creía firmemente que algunos han nacido para mandar y otros para obedecer.
 
Por ese camino se aproximaba a la presidencia el magnate salteño Robustiano Patrón Costa.
 
Los militares nacionalistas no confiaban en él, y además compartían el hartazgo popular por la permanente trampa electoral.
 
El GOU
 
Entre noviembre y diciembre de 1942 comenzaron a circular en los cuarteles papeles que transmitían el pensamiento de un grupo de oficiales jóvenes. Eran las Noticias del GOU, de las cuales los cuatro primeros números no llevan fecha, pero se sabe que fueron publicados antes del movimiento del 4 de junio.
 
En noviembre había regresado a Buenos Aires el coronel Juan Perón, que había participado de las maniobras anuales en Puente del Inca. Era esperado con ansiedad por muchos de sus camaradas que confiaban en su capacidad de análisis de la realidad y su aptitud para la organización.
 
Naturalmente se convirtió en una de las cabezas del GOU.
 
Ante la cercanía de las elecciones presidenciales, el radicalismo domesticado se quedó sin su candidato natural por la muerte de Marcelo Alvear.
 
La creciente influencia de la Guerra Mundial en la política argentina venía de perlas al gran beneficiario de la desaparición del ex presidente, el general Justo. Su compromiso con las potencias democráticas, que incluía la oferta de su sable al Ejército Brasileño,
del que era general honorario, para luchar contra el Eje, y su control de los principales mandos del Ejército Argentino, ayudaban a los desmemoriados a olvidar los manejos fraudulentos de su reciente presidencia. Justo cultivaba una imagen que lo diferenciaba de Castillo y, si esa diferencia era indudable en lo referente a la política exterior, era fácil imaginarla en el campo electoral. Por otra parte hacerle trampas al inventor del fraude patriótico, que además tenía a los generales con él parecía inimaginable.
 
Pero un aciago 11 de enero, el sonriente general ingeniero murió inesperadamente.
 
El embajador Armour informó al Departamento de Estado que los radicales, las recientes víctimas de sus cambios de urnas, staban “como si hubiesen perdido a su propio candidato”. Lo que en realidad era cierto a esas horas.
 
El 27 de mayo se entrevistaron el ministro de Guerra con varios dirigentes de la UCR. Era necesario buscar un candidato y propusieron al ministro de Guerra, Pedro Pablo Ramírez que fuera él. Al jefe del Ejército no le iban a hacer fraude. La respuesta del general fue ambigua.
 
Castillo, enterado, exigió a su ministro que desmintiera públicamente la versión. Ramírez envió un comunicado a los diarios en  que negaba “que encabezara una fórmula presidencial;, haciendo uso, para tal fin, de las prerrogativas del cargo”1 El presidente no quedó conforme
 
El 3 de junio, el primer mandatario redactó un decreto en que separaba del ministerio a Ramírez, quedando a cargo interinamente el almirante Fincati.
 
Un periodista informó al teniente coronel Enrique González, secretario del ministerio de Guerra y hombre del GOU. Éste lo hizo con
el ministro, quien lo dejó en libertad de acción ya que no quería encabezar abiertamente la revolución contra Castillo. González habló con Perón que estuvo “en un todo de acuerdo en que había llegado el momento de actuar”2
 
La logia estaba encabezada por coroneles, pero –decía Perón a Félix Luna en 1969- por una deformación profesional, los militares siempre creen que el presidente surgido de un golpe militar tiene que ser un general...
 
En este caso, los muchachos tuvieron el tino de elegir a tres generales ‘cabresteadores’, como Rawson, Ramírez y Farrell, que iban a hacer lo que se les indicara”.
 
Así se hizo. Arturo Rawson duró un par de días. Después, Ramírez y más tarde Edelmiro Farell siguieron las debidas instrucciones.
 
El GOU tenía bastante de bolsa de gatos.
 
La mayoría de sus integrantes –y de los revolucionarios que no lo integraban- no tenían muy en claro para que se había hecho la revolución. Para lavar la “ofensa” a Ramírez, sí. ¿Pero después?
 
Había que mantener la neutralidad, y había quienes sólo pensaban que había que defender al Ejército del contagio de la
corrupción (para un militar no hay nada mejor que otro militar, era su lema).
 
Otros venían del nacionalismo uriburista, o del radicalismo nacionalista.
 
No faltaba alguno de quién diría años después Fermín Chávez que su problema seguía siendo la caída de Berlín, y Domingo
Mercante era un teniente coronel de padre sindicalista.
 
El coronel del Pueblo
 
Juan Perón, con otro alcance de mirada, comprendería el camino a seguir para dar sentido al movimiento.
 
Desde la secretaría y luego el ministerio de Guerra, conduciría al Ejército, el verdadero partido de gobierno.
 
Desde la  vicepresidencia habría de negociar el rol de la Argentina de posguerra, aún con la misión secreta norteamericana de la
que salió la declaración de guerra –cuando ya no moriría ningún argentino- a cambio del levantamiento de la cuarentena internacional
establecida contra nuestro país.
 
También consiguió que éste se hiciera cargo –y no Washington- de las propiedades alemanas y japonesas establecidas en la Argentina.
 
Desde la Secretaría de Trabajo y Previsión se pondría a la cabeza de la obra de justicia social que permitiría integrar a las masas populares a la política, al Siglo XX y a la vida misma.
 
Lo que se pondría de manifiesto un 17 de octubre glorioso.
 
Pero esto es otra historia.
 
*Catedra libre de historia nacional José María Rosa

NOTAS: 

1Rosa, José María, Historia Argentina, tomo XIII., pag. 14
2Pavón Pereyra, Enrique. Perón, el hombre del destino.

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Proclama revolucionaria


Al Pueblo de la República Argentina:

Las Fuerzas Armadas de la Nación, fieles y celosas guardianas del honor y tradiciones de la Patria como así mismo del bienestar, los derechos y libertades del pueblo argentino, han venido observando silenciosa pero muy atentamente las actividades y el desempeño de las autoridades superiores de la nación.

Ha sido ingrata y dolorosa la comprobación. Se han defraudado las esperanzas de los argentinos, adoptando como sistema la venalidad, el fraude, el peculado y la corrupción.

Se ha llevado al pueblo al escepticismo y a la postración moral, desvinculándose de la cosa pública, explotada en beneficio de siniestros personajes movidos por la más vil de las pasiones.

Dichas fuerzas, conscientes de la responsabilidad que asumen ante la historia y ante su pueblo -cuyo clamor ha llegado hasta los cuarteles- deciden cumplir con el deber de esta hora: que les impone salir en defensa de los sagrados intereses de la Patria.

La defensa de tales intereses impondrá la abnegación de muchos, porque no hay gloria sin sacrificio.

Propugnamos la honradez administrativa, la unión de todos los argentinos, el castigo de los culpables y la restitución al Estado de todos los bienes mal habidos.

Sostenemos nuestras instituciones y nuestras leyes, persuadidos de que no son ellas, sino los hombres quienes han delinquido en su aplicación.

Anhelamos firmemente la unidad del pueblo argentino, porque el Ejército de la Patria, que es el pueblo mismo, luchará por la solución de sus problemas y la restitución de derechos y garantías conculcadas.

Lucharemos por mantener una real e integral soberanía de la Nación; por cumplir firmemente el mandato imperativo de su tradición histórica; por hacer efectiva una absoluta, verdadera y leal unión y colaboración americana y cumplimiento de los pactos y compromisos internacionales.

Declaramos que cada uno de los militares, llevados por las circunstancias a la función pública, se compromete bajo su honor:

A trabajar honrada e incansablemente en defensa del honor del bienestar, de la libertad, de los derechos y de los intereses de los argentinos.

A renunciar a todo pago o emolumento que no sea el que por su jerarquía o grado le corresponde en el ejército.

A ser inflexibles en el desempeño de la función pública, asegurando la equidad y la justicia de los procedimientos.


A reprimir de la manera más enérgica, entregando a la justicia, no sólo al que cometa un acto doloso en perjuicio del Estado, sino también a todo el que, directa o indirectamente, se preste a ello”.