El pensamiento de Celestino Rodrigo

 Revista Cuestionario, Volumen III, Nº 27, Julio de 1975

Entre junio de 1973 y mayo de 1975 el salario real cayó 20,5 %. La crisis económica se agudizó hasta que el 31 de mayo de 1975 Alfredo Gómez Morales, ministro de Economía de María Estela Martínez de Perón, presentó su renuncia. El 2 de junio de 1975 Celestino Rodrigo asumía la cartera de Economía. El nuevo ministro lanzó un violento plan de ajuste que se popularizó como el “Rodrigazo”, un plan de “estabilización” de los “aconsejados” por el FMI sobre la base de la liberalización de los precios manteniendo fijos los salarios. Esto produjo un agudo golpe inflacionario que derivó en la protesta de los trabajadores y en la posterior caída del ministro. En un artículo aparecido en la revista Cuestionario en medio de la crisis, aparece expuesto el pensamiento del entonces ministro de Economía.
Celestino Rodrigo expone su pensamiento

En un trabajo publicado hace poco más de dos años, Celestino Rodrigo resumió su concepción general de la vida. El actual ministro se mostraba, ya en aquella época, enemigo del “consumo masivo”. La pequeña obra –glosada en este artículo- es un valioso instrumento para penetrar en el pensamiento de este hombre, desconocido hasta hace poco y tan importante ahora. Crítico de la “sociedad de masas”, no pretende cambiar la sociedad ni modificar sus estructuras, sino transformar el alma de cada ser humano. Para eso, propone la armonía de valores humanos y divinos, y señala “los medios que posibilitan alcanzar la conciencia de ser”.

Hasta que fue promovido al cargo de ministro de Economía, y no obstante haberse desempeñado previamente como secretario de Seguridad Social, el ingeniero Celestino Rodrigo era poco menos que un desconocido. Nadie sabía cuál era –si la tenía- su posición filosófica; se ignoraban sus principios morales, sus ideas políticas y sus propuestas económicas. Y, en verdad, sólo éstas últimas han empezado a develarse. El ministro sigue siendo, en muchos aspectos, una incógnita.

Por eso es útil resumir un brevísimo libro donde, hace algo más de dos años Celestino Rodrigo plasmó su pensamiento. El título de la obra es Espíritu y revolución interior en la actual sociedad de masas; el texto se desarrolla a lo largo de 60 páginas, sin ilustraciones, y la edición corrió por cuenta de la Asociación de Cultura Espiritual Argentina (ADCEA).

En ese trabajo, el actual ministro revela sus ideas sobre la liberación, que debe darse en el interior de los espíritus y no tiene el sentido de la propiciada por aquéllos que “anhelan cambios en la sociedad sin un cambio profundo de la naturaleza íntima del hombre”.

Rodrigo se manifiesta contrario a la “sociedad de masas” aunque, lamentablemente, anticipa: “no es mi intención definir qué se entiende por una sociedad de masas”. A su juicio, “está demasiado definida por el ambiente y el padecimiento de quienes la construimos”.

En semejante sociedad –afirma Rodrigo- “el hombre pierde su identidad”. A eso ha venido a contribuir el desarrollo de la ciencia y la técnica, que no fue seguido por un reacomodamiento de la conciencia humana: “El hombre se masifica cada vez más para intentar resolver el problema de su ser, ‘perdido’ en este nuevo universo que tiene ahora como morada… Esto es ciencia sin conciencia. Mejor dicho, ciencia sin cambio de conciencia”. Para peor, “hoy se produce en masa, para un consumo masivo”.

Rodrigo, quien –por vías y razones presumiblemente diferentes de las expuestas en su libro- está haciendo mucho en contra de tal “consumo masivo”, explica claramente en qué consiste el consumismo: “Mientras yo, productor de automóviles, pienso en usted como el consumidor eventual nº X de mi producto, usted piensa en mí como el consumidor eventual nº Z de las camisas que vende. Pero ninguno de los dos nos conocemos. Y lo que es peor, no sólo no nos interesa saber si necesitamos lo que cada uno de nosotros produce, sino que tratamos de crearnos la necesidad correspondiente a la compra-venta buscada, aun a costa del vaciamiento correlativo en horas-sueldo-vida”.

A ese contrasentido de la sociedad de masas, Rodrigo agrega lo siguiente: “En el pasado, el hombre se sentía más seguro y ‘completo’, porque era, de algún modo, el creador y dueño de sus conocimientos. Hoy, el artesano es reemplazado por la cinta de montajes, el erudito por la computadora, y el maestro transmisor de una enseñanza viva, por la instrucción programada”.

Es así como “el hombre esclavizado, que pierde su destino como ser consciente e individual, alienado por el ruido, privado de paisaje y de intimidad, ignora el sentido de la vida. Se deshumaniza por la constante entrega de sus valores a las artificiales exigencias externas. Se comporta como un ente de consumo voraz, que satisface a esa cohorte de fieles y devotos promotores del lucro”.

De esto podría deducirse que Rodrigo se opone tanto al consumo como al progreso y auspicia el retorno a una sociedad artesanal, dedicada a la subsistencia y la contemplación. Para evitar esa conclusión apresurada, el mismo Rodrigo se encarga de precisar que él se opone al consumo superfluo, y no a aquél que tiende a satisfacer las “necesidades vitales”, o sea “aquellas que son indispensables para que el hombre alcance su pleno desarrollo como ser humano”. Si alguien quiere criticar semejante definición por vaga, puede ahorrarse su crítica: “Reconozco que esta afirmación se puede criticar por considerarse imprecisa”, dice, y agrega: “¿Qué es indispensable? Verdaderamente no podría responder con exactitud”.

Sería interesante que ahora, cuando la suerte de los argentinos en cierta medida depende de él mismo, Celestino Rodrigo lograrse responder con cierta exactitud a su propia pregunta, y tratara de satisfacer, por lo menos, las necesidades indispensables. En cuanto al libro, esa imprecisión no impide el desarrollo de la idea: lo que el autor quiere decir es que hay una zona gris, donde se confunde lo vital y lo superfluo, entre otras cosas porque los estímulos externos –como la publicidad- condicionan el espíritu “y, muchas veces, una simple corbata o una blusa de moda ejercen un atractivo tan “vital” que llegamos a endeudarnos para adquirirlas”. Pero, más allá de esa confusión, Rodrigo distingue entre aquellas necesidades que “cada ser humano, en el fondo de su conciencia, considera imprescindibles” y “aquéllas que nos han sido impuestas por el medio”. Contra estas últimas el actual ministro libra su batalla. Entre las necesidades superfluas quizás podría figurar, como ejemplo, la nafta.

La propuesta de Rodrigo tiene –al margen de su tinte filosófico- un contenido económico: enemigo del “crecimiento acelerado del consumo per cápita”, propone “la utilización inteligente de los bienes que requiere el desarrollo de su conciencia individual de ser”. El vulgo, que difícilmente accede a niveles tan hondos de pensamiento, tiene consagrado sin embargo, y desde antiguo, un adagio que coincide con la propuesta del actual ministro: “No es más rico quien tiene más sino quien se conforma con menos”.

Crisis política y religiosa

El hombre moderno, en opinión de Rodrigo, es víctima de un “vaciamiento” espiritual, provocado tanto por la presión económica y el desarrollo científico-técnico, cuanto por la debacle política y religiosa.

Las “instituciones políticas y jurídicas están en franca crisis”, opina el actual ministro. “No pueden parar una violencia que desborda las leyes y costumbres tradicionales”, sentencia luego, para continuar: “Hoy en día el hombre es consciente de que la mayoría de las organizaciones que creó ya no le sirven. No satisfacen los objetivos ideales de protección y bienestar que buscaba. Su vaciamiento interior inútil”.

Están en crisis las instituciones políticas y jurídicas, y a ello se agrega otro fenómeno: “En los últimos tiempos, la autoridad eclesiástica y el dogma están sometidos a un constante deterioro,  pero no por parte de los enemigos exteriores de las iglesias sino por quienes, perteneciendo a las propias instituciones religiosas, han legitimado, o pretenden legitimar, derechos de rebelión y de crítica”.

¿Qué hacer frente a este panorama? Por lo pronto, hay que empezar por la “vida interior”, tratando de establecer la “armonía de valores humanos, o sea aquéllos que “reflejan la realidad histórica social”, y los divinos, que “revelan la dimensión trascendente del ser humano”. Ambos “construyen un juego de valores humano-divinos que, en el hombre completo, tienden a configurar una estructuración homogénea”.

Aquéllos que no favorecen tal estructuración y adoptan, en cambio, “posiciones unilaterales”, están condenados al fracaso. En el caso de quienes caen “en un ascetismo individualista, en un perfeccionismo pseudoespiritual que, a lo sumo, conduce al desarrollo de ciertos poderes psíquicos, pero que termina en poderes psíquicos, pero que termina en un aislamiento ideal que hay que ‘defender’ de las tentaciones del mundo”; o el de los “pseudorrevolucionarios” que “promueven un activismo contra los sistemas sociales establecidos, pero se agrupan en nuevas organizaciones masivas”; o, finalmente, el de quienes se aman a sí mismos. Todos estos son ejemplos de “posiciones unilaterales”, en virtud de los cuales los individuos “se afirman en uno de los polos de la visión humano divina y estropean así la posibilidad de transformarse a sí mismos y a la humanidad”.

“Los medios que posibilitan alcanzar la conciencia de ser”, según Celestino Rodrigo, son: el desafío vocacional, el compromiso (“consigo mismo”), la reunión de almas (a través de las “aspiraciones trascendentes”), la ofrenda de los valores personales, la desenergetización del pasado (o sea, el acto de “desprenderse de la carga emocional del pasado”) y, finalmente, algo que, para consuelo de malintencionados, Rodrigo parece tener: la “capacidad de renunciar”. Pero no a los cargos, sino “a los gustos y bienes personales”.
Por la vía de esas virtudes, ha comenzado a germinar “la transformación del hombre”, a la cual Rodrigo contribuye –hacia el final de su obra- con una “oración íntima” en la que propone: “Invocar la Presencia divina con todo mi corazón; plasmar la imagen de esa futura sociedad ya presentida, donde el hombre encuentre estímulo para alcanzar su libertad interior y pueda dar sentido a su vida con la realidad ganada desde su alma, con paz y sin angustia; sentir en mí mismo los males del mundo y ofrendarlos a la Divina presencia con un sentido de profunda transformación interior; formular el propósito de participar con mi propia vida en las necesidades de todos los hombres y comprender que a través de esta participación y esta ofrenda se realiza en mi propio corazón la tan ansiada armonía de los valores divinos y humanos”.

Así sea.