Augusto Roa Bastos y el cuento

Por Orlando Ortiz
para La Jornada (México)
Publicado el 6 de diciembre de 2009

Ilustración de Juan Gabriel Puga
Augusto Roa Bastos nos da una idea de lo que para él es el relato breve, en “Contar un cuento”. Como historia central tenemos el perecimiento de un cuentero que narra la / su muerte de un hombre que había soñado su deceso. Este núcleo sirve como polo de atracción a otras historias mínimas mas no por ello insignificantes.

Hay una voz narrativa que nos presenta al protagonista: un pianista (el gordo) talentoso que otrora prometía como concertista y ahora sólo es proclive a contar historias. La complejidad del personaje nos la da el mismo narrador testigo: “encerrados en la masa de tejido adiposo parecía haber dos hombres que no querían saber nada entre sí. Habían crecido juntos, se habían fundido finalmente pero aún trataban de contradecirse, de ignorarse, y ya ninguno de los dos tenía remedio, al menos el uno en el otro.”

En cuanto al conjunto de microhistorias dentro del cuento, tienen una doble función: Redondear al gordo (no es juego de palabras) como personaje y ofrecernos las proposiciones sobre el cuento expresadas por el gordo mismo, para velar las “intrusiones” teorizantes de autor. La primera microhistoria del conjunto es la: “ese hombre de barrio de emergencia que comienza a devorar a su mujer a dentelladas ante un centenar de vecinos aterrorizados a los que amenaza con un revólver. ¿Locura de amor, de celos? ¿Aberraciones de un paladar cansado del guisote casero?...” La historia apunta hacia el lado truculento y tremendista del gordo, pero al mismo tiempo, el comentario sobre las “aberraciones del paladar” tiñe de humor negro la historia. La segunda microhistoria es la de Leonardo, que “hizo un león. Daba algunos pasos, luego se abría el pecho y lo mostraba lleno de lirios. Y ese león...” no llegamos a saber más de él, ni por boca del gordo ni por la del narrador. La siguiente historia mínima, que se supone cuestionaron sus escuchas por inverosímil, es la de “...unos emigrados que consiguen asesinar al embajador de su país con la ayuda de un ciego. El gordo sostenía que el ciego había apuñalado al militarote, sentenciado desde hacía mucho tiempo por sus actos de sevicia y por haber organizado y dirigido el aparato de represión del régimen. El atentado y el crimen eran absurdos e increíbles, según el relato del gordo.”

Así, lo increíble sería la realidad, porque hubo ejecuciones de ese tipo en nuestro continente y no sería descabellado considerarlas un tópico de nuestras letras en los años sesenta y setenta. Sin embargo, late fuerte la frase con la que se abre el cuento: “¿Quién me puede decir que eso no sea cierto?”

El relato cierra con la microhistoria de: “...el hombre que vio en sueños el lugar donde había de morir”, que supera los límites del cuento dentro del cuento para abarcar el de la totalidad del relato, como tema y como broche. Añadamos ahora un elemento clave para el descifre: La cebolla.

El gordo, en las primeras líneas del relato, replica a los cuestionamientos de sus escuchas, y en seguida se pregunta qué es la realidad, y él mismo se contesta: “la realidad es la que queda cuando ha desaparecido toda la realidad (...) Sólo podemos aludirla vagamente, o soñarla, o imaginarla. Una cebolla. Usted le saca una capa tras otra, y ¿qué es lo que queda? Nada, pero esa nada es todo, o por lo menos un tufo picante que nos hace lagrimear los ojos.”

“Contar un cuento” es una cebolla. Cada microhistoria sería una de las capas que integran el conjunto. Al quitársela nada nos va a quedar y sin embargo vamos a tener el conjunto esencial, mismo que sería imposible si no lo hubieran configurado cada una y todas las capas de que fuimos despojándolo. Es más: esta cebolla-relato en particular estaría constituida por la gran capa exterior que es el espacio –vago y a la vez reducido– en el que se hayan el gordo, el narrador y los otros escuchas. Le seguiría la microhistoria de la “muerte profesional” del mismo gordo como pianista; más adentro, el segmento controvertido, el de la ejecución del represor (de nuevo la muerte); luego, la historia mínima de quien devora a su mujer, y como elemento anticlímax la historia del león con flores de Leonardo da Vinci, y finalmente, como centro y capa última, el hombre que soñó dónde moriría. Esta es la muerte de la cebolla misma, es decir, el centro que justifica la primera capa de la cebolla y todas las otras, sin las cuales no habría habido esa capa interior.

Esta poética del cuento se complementa con las siguientes líneas: “... casi siempre teníamos que imaginar y reinventar lo que él imaginaba e inventaba, completando esas frases que se comía, esas palabras que eran inentendibles gorgoteos, esos silencios cargados de astuta intención, abiertos a toda clase de pistas falsas y contradictorias alusiones. El se divertía a nuestra costa, eso era seguro, atormentándonos con su endiablada, voluble, casi indescifrable manera de contar.”

Y cuando el gordo relata la historia del hombre que soñó donde moriría, “en contra de su costumbre, se explayó al final en una prolija descripción.” Sin embargo, se le escamotea al lector la descripción, tanto del sitio que prefiguró el hombre como el del que narra el gordo. Justo en ese momento el gordo señala algo; sus amigos se vuelven hacia el punto señalado y nada descubren, pero al regresar la mirada hacia el cuentero se percatan de que: “lo que el gordo había descrito punto por punto era el cuarto en que estábamos.”.

Es interesante que Roa Bastos no deja ahí el relato. La frase (“lo que el gordo...”) podía operar de manera conclusiva para el discurso en el ámbito de la representación, no así para el otro nivel, el que contiene su poética del cuento. Tal debió ser la razón para que el broche decisivo se ubique cuando describe el cadáver del gordo y apunta: “Los ojillos vidriosos se hallaban clavados en nosotros con una burlona sonrisa.” Porque, suponemos, en última instancia, todo narrador no hace más que narrar su muerte.

Fuente: jornada.com.mx