La matriz cultural y las clases medias.
Por Mario Rapoport*
para Diario Buenos Aires Económico (BAE)
publicado el 10 de junio de 2009
Uno de los problemas principales de la conformación de la Argentina como nación, es la prematura configuración de una elite económico-política que se apropió, debida o indebidamente –recordemos las famosas campañas del desierto– aquello que el país tuvo como su principal tesoro: la tierra, base de sus riquezas naturales. De modo tal que cuando arribó la gran inmigración, a los extranjeros que venían a trabajar en el campo les fue casi imposible acceder, en este inmenso territorio, a la propiedad del predio que laboraban, que en Canadá y otros países de desarrollo similar se entregaba en muchos casos gratuitamente. También se les hizo muy difícil obtener la ciudadanía.
La clase gobernante trajo a los inmigrantes porque los necesitaba para montar la economía agroexportadora. El hecho de que la mayoría fueran europeos no significaba en los hechos el aporte de una civilización y una cultura superior en el sentido que le quisieron dar Alberdi y Sarmiento. No porque los que se animaron a atravesar el Atlántico no hubieran querido poseer esas virtudes, aunque los hubo con dotes profesionales y experiencia política. Ocurre que, al igual que los criollos pobres de aquí, la mayor parte de esos inmigrantes eran los desplazados y pobres de allá. Mano de obra barata y no mucho más.
En todo caso, fue conveniente recordarles a ellos, y sobre todo enseñar a sus hijos a través de la educación común, que su país era la Argentina, o demostrarles a los díscolos que su presencia no era deseable, Ley de Residencia mediante. La educación, sobre todo, tenía una fuerte carga ideológica. No era sólo aceptar una nación sino un tipo determinado de ella, con su historia oficial, sus próceres reales o falsos y su orden establecido.
Ése fue el recibimiento que tuvo la inmigración y las clases medias que surgieron de su seno. De una u otra forma, debieron poner mayoritariamente su fuerza de trabajo al servicio del país agroexportador: en el campo o en las ciudades, en actividades agrícolas o rurales, o a través del comercio, los servicios o tareas profesionales o intelectuales Y todo ello bajo el gobierno de una elite que hizo su fortuna en actividades rentísticas más que productivas y tenía altas pautas de consumo.
En cambio, no le interesaba invertir en capitales de riesgo. Éstos vinieron casi en su totalidad del exterior para crear la infraestructura que la economía necesitaba. Por otra parte, mientras se cedían en el altar del librecambio las posibilidades de desarrollo industrial la escasa actividad de este tipo estaba también mayormente en manos de extranjeros. Se generó así un modelo de “propietario ausentista” –como lo denominó Félix J. Weil, cuya familia tenía una de las más grandes compañías exportadoras de cereales en la primera mitad del siglo XX–, que residía suntuosamente en Buenos Aires o en Europa hasta que agotaba, como ocurrió en varios casos, la riqueza original, vendiendo incluso las tierras que poseía. En las últimas décadas pasó algo parecido a nivel de la nación con la venta de sus principales activos públicos.
Los inmigrantes no vivían en la estratosfera sino en un país que les daba trabajo, pero al que difícilmente podían cambiar por su condición de tales, políticamente insegura y económicamente subordinada. Hubo, por supuesto, rebeldías y levantamientos que culminaron con el dictado de la Ley Sáenz Peña, que amplió el universo político.
Pero aun así, las clases medias que surgieron de esa oleada de inmigrantes (mezcladas con criollos) terminaron plegándose a la matriz cultural vigente mientras soñaban con “mi hijo el dotor” y juntaban el dinero que podían. No debe extrañar que durante la etapa agroexportadora existiera una escasa relación entre la universidad y las actividades productivas. Predominaron las profesiones liberales vinculadas con los servicios y no con la producción ni con la investigación científica.
También se transmitió desde el poder una cultura antidemocrática. Los primeros gobiernos de “unidad nacional” que salieron de la llamada Generación del ’80, en las últimas décadas del siglo XIX, no respetaron los principios constitucionales. Era una democracia ficticia o “ficta”, como se decía en la época. Con presidentes “electores” que escogían a su sucesor.
La elite se identificaba con la clase política y sus rasgos principales eran el paternalismo, el clientelismo, la corrupción y el fraude electoral. Más tarde, la intervención de los militares y los golpes de Estado, bajo el pretexto de derrocar “democracias corruptas”, formaron parte de la misma ideología elitista. Esas conductas han perdurado, desafortunadamente, en los distintos períodos democráticos, penetrando en el comportamiento de los partidos políticos mayoritarios.
Esta forma de gobernar el país se acopló con una cultura de subestimación del interés nacional o, más directamente, de vivir dependiendo de factores externos o sometiéndose a condiciones externas. Todavía en 1933, ante la firma de un nuevo tratado comercial argentino-británico, el Pacto Roca-Runciman, el vicepresidente de entonces, Julio A. Roca (h.), decía que la Argentina “desde un punto de vista económico debía considerarse una parte integrante del imperio británico”.
Una concepción que se procuró justificar teóricamente en la década de 1990 en el plano de la política exterior a través de recrear relaciones “privilegiadas” con otra potencia hegemónica y alcanzó su máxima expresión en las propuestas de dolarización y de manejo de la economía por expertos “externos”.
Las clases medias compartieron, por lo general, esos valores porque se hallaban insertas en un esquema productivo, comercial y rentístico, que parecía un camino seguro de ascenso social, aunque amenazado desde temprano por severas crisis, como en 1890. Consiguieron una mayor igualdad jurídica pero carecieron, en su mayor parte, de criterios empresariales innovadores, no conformaron una burguesía industrial y sus expresiones políticas adquirieron muchas de las mañas de la vieja elite, con democracias o dictaduras.
Un sector importante de esa clase media apoyó el golpe de Estado de 1930, se opuso al peronismo por un problema, en sus inicios, más cultural que económico o político, y luego volvió a apoyar otros golpes de Estado, como el de la “Libertadora”, el de Onganía o el de Videla. Si bien núcleos juveniles surgidos de su seno participaron activamente en el Cordobazo y en otros movimientos contestatarios, por lo general predominaron en la visión de esos sectores criterios conservadores y autoritarios y no se comprendieron bien los procesos históricos que vivió el país.
El repudio al terrorismo de Estado en la vuelta a la democracia dio lugar a creer en una cierta toma de conciencia sobre el pasado. Pero los años ’90 hicieron revivir cuestiones sobre el rol y los vaivenes de la clase media: entre aspiraciones de opulencia y la fe ciega en las posibilidades de una moneda sobrevaluada; entre el refugio en barrios privados y el reaseguro de una doble nacionalidad; entre el descrédito del Estado y la ideología del neoliberalismo.
La crisis del 2001 la movilizó de vuelta, golpeada en sus intereses, esta vez con el reclamo de “que se vayan todos” y la crítica de las políticas que llevaron a ello. Sin embargo, esa experiencia parece ya lejana y ninguna recuperación productiva, política o cultural del país puede tener éxito si sectores clave de la sociedad, que constituyen una parte esencial de su sustento, no abandonan ideas ya perimidas, como la crisis mundial lo está mostrando, aunque vengan envueltas en nuevas variantes mediático-políticas de distinto signo.
Fuente: El blog del autor