La Zwi Migdal

Por Carlos Balmaceda
Su columna en Carentes de talento de “Historias, leyendas y episodios que nunca ocurrieron… ¿o sí?"
Radio Gráfica
Raquel Liberman
Publicado en el Facebook del autor el 6 de octubre de 2018



Nadie puede explicar esas ráfagas de viento frío que se levantan de pronto en primavera en Crisólogo Larralde al 4100, porque allí no hay más que tumbas y monumentos por los que trepan hiedras, santaritas y enamoradas del muro. Es un cementerio pero está tan muerto como sus calaveras. Es un cementerio judío que los propios judíos han cerrado a cal y canto para que los que llaman “impuros” duerman un mal sueño de siglos. 

¿De dónde salió esta gente? ¿Cómo se les ocurrió tener sus propios cementerios, uno en Granadero Baigorria, cerca de Rosario, y el otro en Avellaneda? ¿Cómo es que tuvieron hasta sus propias sinagogas con sus propios rabinos y por qué la comunidad judía todavía los desprecia?

Cuentan que allá por 1890, Buenos Aires era la capital mundial de la prostitución, que por Lavalle y Junín Las Perras, El Gato Negro y Las Esclavas, eran prostíbulos que atendían a los cientos de miles solos que llegaban desde Europa.

A unos mafiosos de origen judío se les ocurrió traer chicas de Europa central, bajo el disfraz de un casamiento conveniente con un hombre de negocios. El tipo iba, hablaba con los padres, casi siempre campesinos analfabetos, y la chica llegaba aquí con toda la ilusión a cuestas, hasta que enfrentaba la realidad: la prostitución a razón de sesenta clientes por día, con jornadas de doce horas, de cuatro de la tarde a cuatro de la mañana. Casamiento había, y hasta en una sinagoga, que era de los mismos mafiosos, pero era un casorio falso, una excusa para mantener las apariencias.

A principios del siglo XX, la comunidad judía les había cerrado las puertas, así que los tipos buscaron por el sur, y en Mitre al 400, Avellaneda, pusieron una mutual que llamaron La Varsovia.

La sociedad de socorros mutuos regenteaba el templo y el cementerio, lo que les habilitaba una buena llegada a Dios y al más allá.

El terreno para la necrópolis, como quien quiere colarse en una fiesta pero al final pone un par de caballetes en la vereda del salón, lo buscaron al lado del cementerio israelita de nuestra populosa ciudad, y así se mimetizaron con una comunidad que los repudiaba. No era la única, los polacos, avergonzados de que la capital de su país fuera el nombre de una sociedad de mafiosos, litigaron hasta que se cambiaron el nombre por Zwi Migdal, que nunca se supo bien qué quería decir: si el apellido de uno de sus fundadores, una expresión idish que hablaba de “fuerza” o la ciudad de Magdala, donde nació la prostituta más famosa de la historia: María Magdalena.

Como sea, en Avellaneda se sentían cómodos. Barceló, hombre fuerte de nuestra ciudad, disponía de varios prostíbulos en la zona. En la capital, Córdoba 3280 tenían su sede, un edificio con todos los lujos, con sinagoga incluida.

Cuentan que el día de la inauguración fueron en procesión por las calles del barrio llevando los rollos de la Torah, seguida por un grupo de proxenetas, prostitutas y madamas.
Jueces, políticos y policías les garantizaban el negocio, y, curiosamente, la Liga Patriótica, un grupo antisemita, que no dudaba en asociarse con judíos si eran malandras y había explotación de mujeres de por medio.

El anzuelo de una vida mejor trajo a miles de mujeres, aunque es posible que no todas fueran engañadas. Algunas ya se habían prostituido en Europa donde al fin y al cabo, las condiciones no daban para mayores esperanzas. Esto no mengua el horror: sin documentos, sin saber el idioma, sin conocidos, obligadas a trabajar como en una línea de montaje donde la máquina es su propio cuerpo, la sífilis se llevó a miles de estas chicas.

Hasta que en 1922 llegó Raquel, Raquel Liberman acompañada de sus dos hijos, para encontrarse con su marido en Tapalqué. La felicidad del reencuentro duró poco, el hombre murió de tuberculosis. Cuentan que los cuñados vendieron a Raquel a un prostíbulo, y allí se inició su calvario. Cautiva de la Zwi Migdal, explotada, maltratada, tuvo sin embargo la astucia de ahorrar y fingir una venta a un prostíbulo de mendoza, valiéndose de otro proxeneta que figuró como comprador. Raquel era libre, pero otra vez la libertad fue corta: el largo brazo de la Zwi Migdal la alcanzó de la peor manera: un tal José Korn la sedujo y le propuso matrimonio, pero el tipo era un enviado de la mafia. 

Raquel no se dio por vencida, escapó otra vez y se presentó al comisario Alsogaray, que le preguntó si estaba dispuesta a testimoniar frente a un juez. La respuesta de Raquel es heroica, sublime: «Solo se muere una vez: la denuncia no la retiro».

Ese juez, Rodríguez Ocampo, y el comisario pusieron fin a la Zwi Migdal. Del primero, se dice que fue un hombre honesto, del segundo, también, pero que además su antisemitismo motorizó la investigación. Poco importa, porque la verdadera heroína de esta historia es mujer y judía, se llamó Raquel Liberman.

De su denuncia, salió el pedido de captura para 400 pandilleros, de los que se detuvieron 108, que al fin no duraron mucho entre rejas. Lo cierto es que Raquel acabó con un imperio, del que solo nos quedan 2000 tumbas en Villa Dominico, y esta duda: qué fue de las pupilas que murieron en ese infierno que fue la Zwi Migdal, ¿estarán todavía allí? ¿Serán ellas esos vientos que se levantan de pronto y que incluso se continúan, como nos han contado vecinos de la zona, en quejas lastimeras? ¿Dejarán de andar en pena alguna vez?

Quizás se termine su tormento, si hay algún modo sobrenatural de que sepan que Raquel, decidió cargar un día toda la justicia sobre sus hombros y devolverle un poco de dignidad a miles de ellas.