El desesperado plan de los Borbones para independizar América y repartir los virreinatos entre infantes

Por César Cérvera
para ABC (España)
publicado el 21 de junio de 2019

Carlos IV defendía que «habiendo visto por la experiencia que las Américas estaban sumamente expuestas y aún en algunos puntos ser imposible el defenderse por ser una inmensidad de costa, he reflexionado que sería muy político y casi seguro el establecerse en diferentes puntos de ellas a mis dos hijos menores y mi hermano».
Retrato de Carlos IV, por Francisco de Goya (c. 1789). Óleo sobre lienzo, 127 cm x 94 cm, Museo del Prado (Madrid).

La idea de crear una confederación de reinos en América, repartidos entre infantes de la dinastía Borbón, sobrevoló la corte madrileña desde tiempos de Carlos III como remedio a un imperio demasiado grande e indefendible. Pero no fue hasta que estallaron las guerras en América, con todo perdido para los realistas, cuando hubo un intento a la desesperada por salvar, al menos, el sistema monárquico al otro lado del charco. Una suerte de «Commonwealth» ibérica, con monarquías constitucionales independientes pero asociadas, que hubiera permitido poner orden a un tablero partido en mil trozos y de cuyo caos el mundo anglosajón supo sacar buen partido.

Los planes ante un futuro incierto


El intendente general de la Capitanía General de Venezuela José Abalos esbozó ya en el reinado de Carlos III un plan para una independencia ordenada de los territorios americanos más expuestos que, a juicio de este funcionario español, iban a resultar imposibles de sujetar en las siguientes décadas. Como analizan José Ramón Medina y Guillermo Morón en «El proceso de integración de Venezuela (1776-1793)», Abalos sugería al Rey desprenderse de las provincias comprendidas entre Lima, Quito, Chile y la Plata, además de las Islas Filipinas, creando de sus extendidos países «tres o cuatro diferentes monarquías a que se destinen sus respectivos príncipes de la augusta casa de V. M. y que esto se ejecute con la brevedad que exige el riesgo que corre y el conocimiento del actual sistema».

Este proyecto de crear cuatro estados vinculados a la Monarquía, aunque independientes, llegó supuestamente a oídos del enérgico Conde de Aranda, cada vez más preocupado por la mala influencia que ejercían las 13 Colonias, territorio al que España había ayudado a independizarse pero que pronto «se olvidará de los beneficios que ha recibido de ambas potencias y no pensará más que en su engrandecimiento». En un memorial de dudosa autoría, Aranda habría propuesto al Monarca dotar de autonomía a tres reinos, México, Perú y Nueva Granada, y reservarse el título de rey de reyes en todos ellos, esto es, Emperador:


«Que Vuestra Majestad se desprenda de todas las posesiones del continente de América, quedándose únicamente con las islas de Cuba y Puerto Rico en la parte septentrional y algunas que más convengan en la meridional, con el fin de que aquellas sirvan de escala o depósito para el comercio español. Para verificarse este vasto pensamiento de un modo conveniente a la España se deben colocar tres infantes en América: el uno rey de México, el otro del Perú y el otro de lo restante de Tierra Firme, tomado V. M. el título de Emperador».

Sin embargo, en el estudio «Propuestas hechas desde España para la Independencia de América» el historiador José Antonio Escudero expone las razones por las que, bajo su criterio, el Memorial de Aranda fue una burda falsificación hecha hacia 1824 o 1825 en París por exiliados españoles: «El Memorial es completamente desconocido en vida de Aranda y después hasta ese año 1825 en que aparece la primera copia manuscrita que luego es editada; las copias que conocemos –pues el original nadie lo ha visto nunca– son formalmente incorrectas y han sido encontradas lejos, y en archivos distintos, de donde están todos los papeles de Aranda; en la correspondencia de Aranda con su superior, el ministro de Estado Floridablanca, y con el Rey Carlos III, correspondencia que se conserva perfectamente, no hay el menor rastro de ese Memorial ni ninguna referencia a él».
«Mi pensamiento fue que en lugar de virreyes fuesen infantes a la América, que tomasen el título de príncipes regentes, que se hiciesen amar allí, que llenasen con su presencia la ambición y orgullo de aquellos naturales»
De una forma u otra, el Rey consideró poco recomendable fragmentar su imperio en un tiempo en el que las posesiones de ultramar eran su mejor baza para poder rivalizar con Francia e Inglaterra. Se puede decir que el Rey español pudo pero no quiso, mientras que, luego, sus sucesores quisieron pero no pudieron.

Durante el reinado de Carlos IV hubo una posibilidad real de aplicar un proyecto similar que Manuel Godoy resume en sus memorias políticas:


«Mi pensamiento fue que en lugar de virreyes fuesen infantes a la América, que tomasen el título de príncipes regentes, que se hiciesen amar allí, que llenasen con su presencia la ambición y orgullo de aquellos naturales, que les acompañasen un buen consejo con ministros responsables, que gobernase allí con ellos un Senado, mitad americanos y mitad españoles, que se mejorasen y acomodasen a los tiempos las leyes de las Indias, y que los negocios del país se terminasen y fuesen fenecidos en tribunales propios de cada cual de estas regencias».

Además de los virreinatos de Nueva España, Nueva Granada, Perú y La Plata, Godoy sopesaba crear un quinto estado entre Venezuela, Texas o las islas del Caribe (presididas por Cuba). El plan también gustaba a Carlos IV, que, fiel a su carácter, no se atrevió a resolverlo por sí mismo y fue remitiéndolo primero al ministro de Gracia y Justicia, José Antonio Caballero, y después, ante su oposición, a ocho prelados y otros consejeros, todo ello en un clima de máximo secreto.

Carlos IV defendía que «habiendo visto por la experiencia que las Américas estaban sumamente expuestas y aún en algunos puntos ser imposible el defenderse por ser una inmensidad de costa, he reflexionado que sería muy político y casi seguro el establecerse en diferentes puntos de ellas a mis dos hijos menores y mi hermano y mi sobrino el infante D. Pedro y el Príncipe de la Paz en una soberanía feudal de la España con ciertas obligaciones de paga, cierta cantidad para reconocimiento de vasallaje y de acudir con tropas y navíos donde se les señale. Pero siendo una cosa que tanto grava mi conciencia no he querido tomar resolución sin oír antes vuestro dictamen…». La abrupta forma en la que terminó su reinado sepultó en un cajón oscuro el proyecto.

Un plan a la desesperada

Los Borbones franceses desempolvaron el viejo plan de coronar a príncipes de la dinastía en distintos territorios americanos hacia 1822. Como explica José María Rosa en su clásico libro «Historia argentina: Unitarios y federales (1826-1841)», aunque Carlos X era favorable a este plan y el Zar de Rusia lo apoyaba, Fernando VII dudada de las intenciones de sus parientes franceses, ya que suponía reducir sus pretensiones militares a recuperar, únicamente, Nueva España, renunciando al control directo de territorios que hasta hace pocos años habían sido de su propiedad. Inglaterra, por supuesto, era la más hostil a esta confederación.

La idea puesto sobre la mesa por Carlos X y Fernando VII en 1829, encontró un año después su tercera pata en Pedro I de Portugal, quien, tras ver las barbas de la España americana cortar, puso su Brasil, como no cabía otra opción, a remojar. El luso envió al Marqués de Santo Amaro a Europa con la siguientes instrucciones fechadas el 22 de abril de 1830:


«...que hiciera sentir a los soberanos europeos que se proponen ocuparse de pacificar la América llamada aún española, que el único medio eficaz de realizarlo es el de establecer monarquías constitucionales coronando en ellas a príncipes de la casa de Borbón que podrían enlazarse con princesas del Brasil... S.M. Imperial no trepidará en obligarse a defender y auxiliar al gobierno monárquico constitucional que se estableciere en las provincias argentinas mediante una fuerza naval estacionada en el río de la Plata, y la fuerza terrestre que mantiene en la frontera meridional del Imperio».

En Madrid se habló de darle uno de los nuevos reinos al Infante Carlos, incómodo hermano del Rey y presunto sucesor al trono por la ley sálica que excluía a las hijas de Fernando VII. Alejarlo de España mataba así dos pájaros de un tiro. No obstante, la indecisión de la corte madrileña, los pocos partidarios realistas que quedaban en América, la Revolución francesa de 1830 y, no menos importante, las maniobras británicas para impedir un acuerdo condenaron a muerte la confederación siquiera antes de haber nacido.

Tras asumir lo imposible de reconquistar México, España se concentró, ya en solitario, en restablecer la monarquía en algunas de las repúblicas americanas como así lo denunció el ministro chileno en París, Miguel de la Barra. Según esta misma fuente, en agosto de 1832 el ministra de hacienda español, Ballestero, propuso en un memorial que las nuevas monarquías a establecerse en América española comprasen su independencia para suplir, así, el déficit del erario español.
«El proyecto era irrealizable, tanto por imponer monarquías a las nuevas repúblicas como por su artificiosa distribución»
Consta que algunos lugares de América se mostraron, al menos, receptivos a escuchar la oferta a la Madre patria. A mediados de 1833, el ministro mexicano comentó en Londres a su homólogo argentino, Manuel Moreno, que los representantes de Fernando VII estaban de acuerdo en reconocer la independencia hispanoamericana a cambio de la coronación de príncipes españoles, entre ellos los Infantes Don Carlos y Don Francisco de Paula, hermanos del Rey. Sin entrar en qué parte correspondería a cada uno, se dijo de reunir a Argentina, Chile, Bolivia y el Estado Oriental en una sola monarquía constitucional; Perú y Colombia en otra y México y América Central en una tercera. Así y todo, el propio Moreno consideraba inverosímil el plan «tanto por imponer monarquías a las nuevas repúblicas como por su artificiosa distribución».

La Reina de Ecuador

Incluso tras la muerte de Fernando VII, hubo aventuras particulares para restaurar monarquías que resultaron tan efímeras y trágicas como la de Maximiliano I de México o tan olvidadas hoy como la de poner en Ecuador una Reina de sangre española. En 1845, el general Juan José Flores, un caudillo ecuatoriano que se había visto obligado a exiliarse a Europa, contactó con otra ilustre exiliada, María Cristina de las Dos Sicilias, última de las esposas de Fernando VII, para presentarle el plan de invadir Ecuador y convertirlo en un reino.


«El general Flores se halla organizando en Madrid unos batallones que deben servir de base a una expedición que prepara ostensiblemente contra el Ecuador. Los periódicos de aquella capital aseguran que la expedición enunciada amenaza también al Perú y procede de un acuerdo hecho entre el Gobierno Español y dicho General para invadir ambas Repúblicas y formar de ellas una monarquía», escribió el ministro del Perú en Londres, en una carta fechada el 16 de septiembre de 1846.

El plan sopesado por María Cristina de las Dos Sicilias era enviar al general irlandés Ricardo Wright al frente de una fuerza de mercenarios y de varios batallones españoles a invadir Ecuador. Posteriormente, se crearía un reino bajo el protectorado de España que debía estar encabezado por alguno de los hijos de María Cristina, quien originalmente pensó como candidato en su hijo Agustín Muñoz y Borbón, procedente de su segundo matrimonio. Sin embargo, el interés francés por participar en el plan situó a la pareja formada por Antonio de Orleans y María Luisa Fernanda, hermana pequeña de la Reina Isabel II de España, como los aspirantes de consenso a portar la nueva Corona.



Cuando todo parecía listo para la operación, las gestiones de los embajadores iberoamericanos forzaron al gobierno británico a confiscar las naves que se congregan en Inglaterra para la invasión e iniciar un juicio contra los responsables de la empresa. La inestabilidad política en España y en Francia dio el golpe final al plan de Juan José Flores.


Fuente: abc.es