Pier Paolo Pasolini: empuñando el gesto

Por Juan Vera
para Diagonal (España)
publicado el 10 de enero de 2015

Cuando esto ocurra, todos seremos poetas.
La expulsión de los mercaderes en El Evangelio según San Mateo de Pasolini es una escena que condensa a la perfección el pathos con que vivió su autor. Desde el umbral del Templo, Cristo ve, ipso facto, el ultraje que para lo sagrado suponen los puestos de los comerciantes haciendo negocio. En ese instante, el hijo de David no piensa qué debe hacer. Con brusquedad, furor y violencia, arroja por tierra las mercancías para espanto de comerciantes y fariseos. Se trata de un gesto que no necesita del tiempo de la contemplación, de la reflexión, de la respuesta mesurada… sino que aúna pensamiento y acción como pocas veces ocurre, en un todo coherente de inmediato.

Cohibirse, mantener la distancia, perdonar la avaricia a los pecadores, hubiese sido –en aquella situación trasunto de otras, idénticas en lo esencial, que pasaban y siguen pasando cotidianamente– la reacción de un intelectual desapasionado. La forma, hay que subrayar, de disculpar sabiamente la no intervención en los asuntos del mundo o como diría él mismo, «una maniobra culpable para tranquilizar la propia conciencia y seguir adelante».
En el caso de Pasolini, el poeta «atormentado», «adolescente», «eterno muchachito» «anti-ilustrado» «con aspiraciones de absoluto» que vive en un constante «estado de emergencia» porque sabe que no queda mucho tiempo y la situación es grave, gravísima, mesurar el gesto era ir contra natura. «El rechazo ha sido siempre un gesto esencial […] en aquellos pocos que hicieron historia»–, acabaría por decir en la última entrevista que concedió horas antes de su asesinato. Y hacer historia, para aquel Pasolini marcado –obsesionado– por su propio devenir, era algo incuestionable hasta el punto, me atrevería a decir, que resultaría ser su perdición. Tomarse a sí mismo y al devenir demasiado en serio acabaría por erosionar su capacidad de espera –en los últimos años podía vérsele «precipitándose en la tragedia», a través de una «deliberada actitud de exhibición sacrificial y una vertiginosa espiral de angustia, clarividencia y autodestrucción»–.
«La rabia, el rechazo, la denuncia desesperada», fueron para él la respuesta al imperativo de una carga vital –de amor– extrema. «Amo la vida tan ferozmente, tan desesperadamente que no puede venirme bien». Una carga que le conduciría a interpretar anticipadamente el estado en que estaban precipitándose las cosas como un brutal atentado. Atentado o lento «genocidio cultural» que ocasionaba, delante mismo de sus ojos, ese «definitivo cambio antropológico» que, aunque entonces casi nadie más (Guy Debord se hacía oír por esas fechas en Francia) pudiera siquiera apreciarlo, pues no olvidemos que la suya era la sensibilidad a flor de piel de un poeta, hoy nos resulta de una evidencia escandalosa. Un «cambio antropológico» no ya sólo de su Italia (Ítaca) querida, sino de un occidente que dejaba atrás una postguerra cuya esperanzadora reconstrucción hacia «un mundo [más] comprensible, humano, fraterno» se hacía pedazos irreversiblemente. La sociedad postindustrial y pretecnológica, descaradamente consumista, asimilaba a un ritmo frenético lo que apenas unos años después fue dado en llamarse "neoliberalismo del capital"La Revolución caía en el olvido. La izquierda se estancaba, dogmática y reaccionaria. El dinero era el nuevo Dios. La burguesía, «hipócrita, egoísta y cruel», el grupo dominante de pertenencia. Eran los años cincuenta y sesenta.
En el lustro que aún vivió de la década del setenta, Pasolini comprendió, aún sin tirar la toalla, que la batalla, no sólo la suya personal sino aquella de la gente humilde de la cual se sentía al mismo tiempo visionario y portavoz, estaba perdida. Perdida cierta tradición según la cual pudiera vivirse bajo el «sentimiento de lo sagrado», poseerse una «belleza moral» como guía, reconocerse aún «la poética de las cosas», esa conciencia del misterio que emana de la materia con que está hecho el mundo y también, de las relaciones entre éste y los hombres que lo tocan ytransforman.
Como un Ulises sin posibilidad de retorno, Pasolini se consumía en desconsuelo –sublimaba las lágrimas en urgencia, trabajo, amor y violentas palabras–. Porque presentía un futuro sombrío, trataba en vano de retener las luces de un mundo que pasaba sin dejar huellas para poder, siquiera hipotéticamente, remontarlo. No sólo podía ver cómo hacía aguas la promesa del marxismo, sino que también podía atisbar su resolución en lo contrario. Por tanto había entendido que «el mundo no mejora nunca [pero que] en cambio puede empeorar. Esta es la razón –seguía– por la que hay que luchar continuamente». Pero en aquella veintena de años, ¿quiénes más podían ver el precipicio?, y si lo veían, ¿a quiénes más importaba?
El silencio de sus coetáneos lo «indignaba» hasta el punto de dejar de escribir por «no encontrar destinatario». A su alrededor su inteligencia atormentada, su ira, su azorado polemismo, se entendían –y aún se entienden si atendemos a la multitud de interpretaciones superficiales que se hacen de su trayectoria–, como la provocación de un narcisismo desmesurado que según cierta inclinación «épico-religiosa» perseguía «construir una leyenda de sí mismo, vivida y propagada como un reto, siempre en la punta de la espada».
Algo de todo esto era cierto, pero no estaba la situación para ligerezas. Esa ligereza que tarde y de la mano de su amiga, Elsa Morante, aprendió a amar pero que no podría poner en practica «porque este mal profundo que se espía con la ligereza, que vence al dolor con la ligereza [y] quizá sea más santo que la santidad canónica» era superior a él, a su intelecto, a su carácter forjado a través de situaciones vitales determinantes: su origen friulano; el autoritarismo paterno frente a la bondad materna; su formación hermética; la muerte de su hermano Guido a manos de partisanos comunistas; «la excepcionalidad de su eros» y más adelante; la arbitrariedad con que se lo juzgó públicamente y que no pocas veces le conduciría al borde de la prisión.
«No sé si sabréis –escribiría en una carta abierta publicada en Vie Nuove con motivo del juicio por los “sucesos del Circeo”– cuáles son los sentimientos de quien, siendo inocente, es acusado, peor aún condenado. […] Una sensación de rebelión, de repugnancia, de exasperación que no tiene equivalentes; algo que no se puede expresar si no es con un grito bestial, con una furia epiléptica. Al volver la otra tarde […] sentía dentro de mi esta furia. Dominados claro y reorganizados enseguida, como es mi costumbre, en pensamiento, en esfuerzo por comprender, en amor, en suma».
Muy poco después de aquellos sucesos sentiría la necesidad imperiosa de filmar su Evangelio. Porque sólo en la lectura del Evangelio había experimentado «el único caso de belleza moral no mediada, sino inmediata, en estado puro».«La figura de Cristo [tendría] la misma violencia de una resistencia: algo que [debía contradecir] radicalmente la forma en que se est[aba] configurando la vida del hombre moderno».
En su película, después de que Jesús arroje por tierra las mercancías que con vileza disponían los usureros en el Templo sagrado, la horda de niños que lo seguía desde su llegada a Jerusalem, entra espontáneamente al lugar sagrado agitando pequeñas ramas que han cogido de los arbustos silvestres que crecen en el camino al alcance de sus manos. La iracundia es ahora paz. Cristo sonríe. Ama. En los rostros de aquellas criaturas estaba viendo la inocencia, la gracia, la mansedumbre o «la belleza moral» manifestándose como «evidencia». Aquellos rostros eran y son los rostros de quienes estando a merced de otro, sin esperar nada, comprenden –y ahí reside su valor– que no saben más de lo que saben.
Pero esto no pueden apreciarlo quienes pretenden saber más de lo que saben y sobre esta pretensión han construido su autoridad mundana. Los sabihondos, los fariseos, toman la palabra para hostigar al Hombre con inquisiciones en cuyo enunciado puede sentirse la hipocresía y la mezquindad. Un enunciado que no ha indagado sobre las fuentes de sentido de las que bebe y por consiguiente, lo traiciona.Rota la tradición, deriva el sentido.
Entonces Pasolini-Cristo contesta. Contesta porque está viendo lo que podría ser frente a lo que es. Contesta, no sólo en el film sino en cada uno de sus textos, ya sean poéticos, teatrales, fílmicos, ensayísticos, epistolares, periodísticos…Toda la producción de Pasolini es contestataria. Es la respuesta de un poeta hostigado por quienes hacen de la realidad un enunciado vacuo. El lector-espectador siente que toda la producción pasoliniana «[encierra] una especie de rabia destructiva, de desánimo, que se convierte en pasión de demoler ciertas ideas fijas y clichés […] e incluso, una verdadera abjuración. Pero esta abjuración debe leerse como se lee poesía […]. El “tono” de esta abjuración es poético y no real, y […] sugiere términos excesivamente cargados de rencor y nuevas esperanzas».
Así pues, la lectura de los textos recientemente editados en castellano en Demasiada libertad sexual os convertirá en terroristas por Errata-naturae y Nebulosa por Gallonero, o aquellos otros recogidos por Trotta hace unos años en Cartas luteranas, no pueden ser leídos sin tenerse en cuenta esta premisa. No son sólo artículos polémicos que escribiera Pasolini para la prensa de su tiempo sino fundamentalmente textos en tono polémico-poéticos donde, a modo de acción, sigue dando cuenta de su sentir.
De estos textos resulta especialmente llamativa su contundente actualidad, como si a pesar de los cuarenta o cincuenta años transcurridos y del empeño que algunos ponen en ello, el mundo de hoy no fuese más nuevo ni mejor que el de entonces sino un mundo en el que «es más difícil encontrar el modo de ser feliz». Un mundo más erosionado, más evidente en su disfunción, más desazonadoramente caótico e inhóspito.
Tras su lectura, no es difícil darse cuenta de que seguimos dirigidos por el mismo sinsentido, hostigados por los mismos fariseos que dicen estar cuidando del Templo, olvidados –todos– del aspecto sagrado de estar vivos. El «genocidio cultural» es hoy también, «genocidio físico»; el «cambio antropológico» irreversible; la deshumanización y el fraticidio el pan nuestro de cada día; la codicia, la hipocresía, el hedonismo, el convencionalismo, la vulgaridad y la inercia las damas de honor de cada fiesta; la tecnología, la gran «excavadora» de la tradición y sus fuentes de razón.
En agosto de 1975, apenas unos meses antes de ser asesinado, Pasolini publicó enIl Corriere della Sera un artículo que titulaba El proceso. A modo de carta, exponía las razones por las que era necesario abrir un proceso a los «responsables de la situación». Si bien se dirigía principalmente a políticos, también señalaba a todos aquellos que en sus acciones cotidianas estaban siguiéndoles el juego. El párrafo con que daba comienzo a aquel artículo, seguido de una serie de réplicas y contrarréplicas, y que me permito transcribir en su totalidad, (tenga en cuenta el lector su vigencia sustituyendo Italia y los italianos por España y los españoles o, si lo prefiere, Europa y los europeos), dice así:
«Pues bien: desprecio por los ciudadanos; defraudación de fondos públicos; cohecho con las gentes del petróleo, con los industriales, con los banqueros; connivencia con la mafia; alta traición en favor de una potencia extranjera; colaboración con la CIA; uso ilegal de entes como el SID; responsabilidad por los atentados de Milán, Brescia y Bolonia (al menos por su culpable incapacidad para castigar a los ejecutores); destrucción paisajística y urbanística de Italia; responsabilidad por la degradación antropológica de los italianos (responsabilidad, ésta, agravada por su total inconsciencia); responsabilidad por la espantosa situación, como suele decirse, de las escuelas, los hospitales, y de toda obra pública básica; responsabilidad por el abandono “salvaje” del campo; responsabilidad por la explosión “salvaje” de la cultura de masas y de los mass mediaresponsabilidad por la estupidez delictiva de la televisión; responsabilidad por la decadencia de la Iglesia; y por último, además de todo lo anterior, quizá, reparto borbónico de cargos públicos aduladores». [Comillas y cursivas en el original].
Si esto fue escrito en 1975 por uno de los intelectuales y poetas más apasionadamente lúcidos de su tiempo, me pregunto qué podemos decir y, al decir, esperar hoy. El espíritu del tiempo parece inexorable. Pero como decía Pasolini, porque el mundo siempre puede ir a peor, no hay que dejar de luchar. No se trata aquí de la lucha que empuña las armas, sino de la lucha que empuña el gesto de hacer con amor, esto es, incondicionalmente fraterno, como la única arma de revolución posible.

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