Juan Galvez.

Por Teodoro Boot

Fue un 3 de marzo de 1963, cuando tras salir de la ruta en la llamada “Curva de los Chilenos”, daba el último suspiro el popular conductor automovilístico Juan Gálvez.

Luego de participar de 153 carreras, en las que se impuso en 56 oportunidades, el nueve veces campeón de Turismo de Carretera perdió la vida en el único accidente de su prolongada trayectoria.

Desde que años antes había visto a un colega perecer envuelto en llamas por quedar atrapado dentro de su vehículo, el ídolo temía correr idéntico destino y, contra todas las recomendaciones, jamás usaba cinturón de seguridad. Cuando la cupecita dio cinco tumbos y se metió dentro de un campo, Juan Gálvez salió despedido y falleció al pegar violentamente contra el suelo. No lo hizo de inmediato, sino en brazos de la joven Marta Montes, hija del puestero de un establecimiento vecino, la primera en llegar junto a su cuerpo exánime.

Entre 1947 y 1961 los hermanos Juan y Oscar Gálvez, manifiesta, casi groseramente identificados con el movimiento totalitario depuesto, habían ganado todos los campeonatos de Turismo de Carretera, excepto el del año 1959, en que se impuso Rodolfo de Álzaga Unzué, más conocido como “Rolo, el millonario campeón”.

Pero esto no había sido un augurio sino apenas una excepción: en 1959 el peronismo seguía imbatible, tanto en las urnas y los sindicatos como en el Turismo de Carretera.

Los campeonatos de Turismo de Carretera los ganaba a veces Juan, otras Oscar, el mayor y más extrovertido de los hermanos, triunfador de la tercera edición (1949) del Gran Premio María Eva Duarte de Perón, que llevaba su extravagante obsecuencia a fungir de chofer de la Abanderada de los Humildes. Pero el ídolo indiscutido sería Juan, nueve veces campeón. Oscar, por su parte, obtendría cinco títulos de la categoría más importante del automovilismo argentino.

Que los peronistas fueran hinchas de los hermanos Gálvez mientras los ídolos de los antiperonistas eran el melancólico Rolo de Álzaga Unzué o el play boy Charly Menditeguy, fue lo más natural del mundo: era la antinomia de las antinomias –lo que tiempo después algún abombado llamaría “grieta”– manifestándose en el noble deporte de los fierros.

Diez de hándicap en polo, quinto entre los mejores jugadores de tenis del país, uno de los mejores diez jugadores de golf, maestro en el billar a tres bandas, en la pelota paleta y el squash, expulsado del equipo Maserati luego de que faltara a una carrera por pasar un fin de semana en la Costa Azul con la bellísima starlette Brigitte Bardot, Charly Menditeguy lo tenía todo para superar al millonario campeón y expresar el espíritu de los nuevos tiempos libertadores y democráticos inaugurados en septiembre de 1955.

Sin embargo, el año anterior, en el Gran Premio Standard, Charly había sido batido miserablemente y en toda la línea por las conductoras suecas Ewy Rosqvist y Úrsula Wirth. Al volante de un Mercedes Benz 220 S E las emperifolladas Ewy y Úrsula, embutidas en inmaculados enteritos blancos, habían batido todos los records, imponiéndose cómodamente en cada una de las etapas de la carrera y sacándole una ventaja de más de tres horas al segundo mejor clasificado.

Pero si el ocasional triunfo de Rolo de Álzaga y la derrota de Charly Menditeguy no habían sido premonitorios del fin del peronismo, la trágica muerte de Juan Gálvez y la victoria electoral de Arturo Illia parecían anunciar el ocaso definitivo del Tirano Prófugo.

El domingo 7 de julio, cinco meses después de que Juan Gálvez ingresara en la inmoralidad, con el presidente Arturo Frondizi preso en Martín García y el peronismo nuevamente proscrito, el radical Arturo Illia, representando a la facción del radicalismo más identificada con la Revolución Libertadora, ganaba las elecciones presidenciales con el 25,59 % de los votos. Perón, que había ordenado votar en blanco, desobedecido por los sindicatos y los grupos políticos alineados con Augusto Timoteo Vandor, obtenía apenas un magro 19,41% de los votos, apenas por encima del 16,76 del devaluado Partido Intransigente.

Las cartas estaban echadas: el Tirano Prófugo marchaba inexorablemente hacia su ocaso, tan final y definitivo como el de Juan Gálvez. Sólo restaba aguardar el surgimiento de un nuevo ídolo capaz de continuar la senda iniciada por Rolo y Charly, anticipo del regreso en hombros de la unión del pueblo argentino de quien –debe convenirse que en forma bastante descabellada– se ofrecía para superar las odiosas antinomias: el ex presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu.

Que al momento en que el doctor Illia asumía la presidencia, en octubre de ese fatídico 1963, Ewy Rosqvist (ahora acompañada por la alemana Ana María Falk) hiciera morder el polvo a la joven promesa automovilística, nuevo ídolo indiscutido de la afición argentina, el estanciero Juan Manuel Bordeu, vinculado sentimentalmente con la bellísima starlette Graciela Borges; y que el director técnico del equipo Mercedes Benz fuera nada menos que el quíntuple campeón mundial Juan Manuel Fangio –otro notorio adherente al movimiento totalitario–, ha llevado a más de un fantasioso investigador a imaginar detrás del triunfo de las jóvenes suecas una oscura conjura urdida en Madrid.


La especie debe ser desmentida terminantemente.



Lo que debe importar aquí es que, con el paso de las décadas, el autódromo de la ciudad de Buenos Aires que –¡cuándo no!– había inaugurado el Tirano Prófugo en 1952, llevará el nombre de los inolvidables Juan y Oscar Gálvez.