El Berlín de Rosa Luxemburgo. Un nostálgico paseo por Berlín y una reseña del legado de la activista rusa.

Por Víctor Montoya*
para Pagina 7
publicado en mayo de 2013

    La tarde que me encontré con la escritora argentina Esther Andradi, quien reside en Berlín desde hace muchísimos años, lo primero que se nos ocurrió, entre la emoción de conocernos en persona y compartir opiniones, fue visitar el lugar donde fue victimada Rosa Luxemburgo, la revolucionaria marxista que nació en Polonia en 1871 y murió en Alemania en 1919.
    Tenía mucho interés por saber algo más sobre ella, que es una de las mujeres emblemáticas del movimiento obrero internacional, cuyo compromiso político la enfrentó tanto al machismo patriarcal como al sistema capitalista.

    Sus biógrafos aseveran que nació con un defecto congénito que marcó toda su vida. A la edad de cinco años, después de permanecer postrada en la cama por una dolencia en la cadera, quedó con una cojera permanente. 

    Sin embargo, gracias a su fuerza de voluntad y temple de acero, se convirtió en una de esas niñas que, a pesar de las dificultades, se esfuerzan por sacarle ventajas a su inteligencia y sus garras de luchadora indomable. 

    Y aunque era delgada y menuda, con apenas un metro y medio de estatura, inspiraba natural admiración entre sus partidarios y adversarios políticos, de quienes se burlaba increíblemente, poniéndolos en ridículo con su rapidez verbal, su sentido del humor y su ironía a toda prueba. Por lo tanto, es fácil suponer que una discusión con ella era como enfrentarse a un temible torbellino de palabras e ideas capaces de desarmar a cualquiera.

    Cuando salimos de la estación del metro, a un costado de la espléndida Potsdamer Platz, caminamos hacia donde está el monumento a la memoria de Rosa Luxemburgo, que se erige a orillas de un canal del distrito de Tiergarten (sur de Berlín). 

    En el trayecto, Esther aprovechó para enseñarme el hotel Edén, en las cercanías del Jardín Zoológico y el Parque Tiergarten, donde Rosa y Karl Liebknecht permanecieron arrestados por un tiempo, luego de haber sido capturados la noche del 15 de enero de 1919 por un grupo de soldados de la tropa de asalto, quienes en lugar de llevarlos a la prisión, decidieron acabar con sus vidas. 

    “Los torturaron hasta la inconsciencia y los condujeron a rastras hasta un automóvil”, me contó Andradi. Después prosiguió: “cuando llegaron a las orillas del Landwehrkanal, les descerrajaron un tiro a quemarropa y se deshicieron de los cuerpos. Un zapato de Rosa quedó en el camino como símbolo de esa barbarie'”.

    Estando ya en el lugar donde se perpetró el crimen, donde parece haber quedado el olor a pólvora y los quejidos de dolor, no cuesta mucho imaginar cómo los cuerpos, tras haber sido flagelados y perforados con un tiro en la nuca, fueron arrojados a las aguas congeladas del canal, rompiendo la capa de hielo de la superficie bajo un cielo sin luna ni estrellas.

    “Cuando los restos de Luxemburgo y Liebknecht fueron recuperados varios meses más tarde, en mayo de 1919, una multitud los acompañó hasta su sepultura y así nació el culto”, dijo Andradi. 

    Desde entonces, cada año, un domingo a mediados de enero, tanto en el este como en el oeste de Berlín, son miles y miles sus incondicionales seguidores que, con un clavel rojo en la mano y plegarias en los labios, rinden homenaje a estos dos luchadores comunistas, quienes, lejos de haber desaparecido del escenario político, pasaron a constituirse en símbolos del marxismo internacional.

    El monumento a la memoria de Rosa Luxemburgo, donde no faltan flores ni mensajes escritos a mano, es una portentosa barra de fierro, mitad sumergida en el agua y mitad erguida en el aire, como si el artista, consciente de la grandeza humana e ideológica de una de las mujeres más significativas del siglo XX, hubiera querido perpetuarla como una alegoría del futuro. 

    A unos pasos más allá del monumento luce una placa conmemorativa empotrada en una pared, que parece haber sido construida sólo con el fin de dejar constancia de que allí se halló el cadáver de la revolucionaria marxista.

    A poco de visitar el sitio, que convoca a la reflexión y conmociona el alma, cruzamos por el puente de hierro macizo que lleva su nombre y nos fuimos a un restaurante ubicado cerca del canal, en medio de un paisaje boscoso y silencioso. 

    Esther se sirvió una taza de café humeante y yo un café al coñac, mientras miraba en una pantalla gigantesca el rotativo de la película Casablanca, con Ingrid Bergman y Humphrey Bogard, y escuchábamos la música de fondo de Max Steiner, que parecía provenir desde un misterioso territorio sólo habitado por los enamorados platónicos que saben combinar a las mil maravillas los impactos de la música, la política, la imagen y la literatura. 

    Sin embargo, en ese momento hubiera preferido ver la película que rodó Margareth von Trotta, con Barbara Sukowa en el papel estelar, sobre la historia de Rosa Luxemburgo, o escuchar el musical Rosa, que el elenco teatral Grips puso en escena, con proletarios ataviados con tweed y el leit motiv “soy un ser humano, no un símbolo”. 

    El tiempo que disfrutamos de una charla amena nos sirvió para conocernos mejor y seguir intercambiando opiniones sobre temas de interés común. Le hablé de Domitila Chungara, entre otras luchadoras sociales bolivianas, y ella retomó la conversación sobre Rosa Luxemburgo, a quien considera “la más democrática de las revolucionarias, antimilitarista y feminista”, aparte de que compartía con Carlos Marx su origen judío y sus teorías sobre la necesaria revolución proletaria.

    Desde la trágica muerte de Luxemburgo no faltaron hombres y mujeres que retomaron su antorcha de lucha, aunque su legado teórico fue motivo de controversias; Lenin refutó sus críticas comparándola con un “águila con vuelo de gallina”, Stalin la acusó de “centrista”, en tanto Trotsky, quizás el que mejor interpretó sus críticas contra la organización burocrática del partido y sus ideas de una revolución internacionalista, la reivindicó como la inspiradora de “la revolución permanente”. 

    Es verdad que la desaparición de Rosa Luxemburgo privó al socialismo internacional de una de sus más brillantes exponentes, pero es verdad también que su pensamiento ha logrado sobrevivir a su muerte y que su cruel asesinato la convirtió en una figura emblemática entre quienes, además de seguir leyendo sus libros -como Reforma o revolución, Huelga de masas, partido y sindicato, La acumulación del capital y La revolución rusa-, hicieron carne de su carne la famosa frase que escribió desde la prisión en junio de 1916: “La libertad siempre ha sido y es la libertad para aquellos que piensan diferente”.

    Muy entrada ya la noche, y luego de haber intercambiado opiniones con Esther, abandonamos el restaurante y caminamos rumbo a la estación de Potsdamer Platz, en cuyo laberinto hecho de comercios, pilares, luces, afiches, gradas mecánicas y rieles, descendimos hasta el andén por donde pasaría el metro en dirección al centro de Berlín.

    Nos metimos en uno de los vagones y avanzamos un par de estaciones, hasta que Andradi se alistó para apearse antes que yo. Nos miramos fijamente por un instante -casi sin cruzar palabras- y, convencidos de que compartíamos varias inquietudes en lo político y literario, nos fundimos en un caluroso abrazo de compañeros, poco antes de despedirnos con la misma emoción que afloró al conocernos en el Berlín de Rosa Luxemburgo.

*Víctor Montoya es un escritor, activista, periodista y pedagogo boliviano. Está considerado como uno de los principales impulsores de la moderna literatura boliviana