'El espíritu de la colmena'. La más hermosa película jamas filmada en nuestro idioma

Por Adrián Massanet  

Si después de 40 años de haberla visto por primera vez, uno al primer fotograma recuerda la película y empiezan a humedecerle los ojos, eso solamente puede significar una sola cosa, ¡estamos ante una obra maestra!


Resultado de imagen para 'El espíritu de la colmenaTe lo he dicho, es un espíritu. Si eres su amiga, puedes hablar con él cuando quieras. Cierras los ojos y le llamas. Soy Ana…Soy Ana…”


-Isabel


En 1973 nació la que posiblemente es la más hermosa película española del siglo XX, que aún ostenta ese rango porque Elías Querejeta  impidió que otra película del mismo director, en 1984, pudiera arrebatárselo. Uno de los pocos filmes españoles realmente poéticos, en el sentido real de la palabra, que nada tiene que ver con cantar las odas de un mundo onírico, o con imágenes celestiales de belleza sólo aparente, sino, sobre todo, con la energía de la realidad, de la vida misma, a ras de suelo, que es el verdadero territorio de los grandes poetas. Porque la vida misma, tal cual, se sustenta en conexiones poéticas auténticas, que desafían toda razón.

En pocos años, este bello e indómito filme cumplirá cuarenta, que se dice pronto, porque viéndola de nuevo no da la impresión de que se hayan cumplido cuatro décadas desde su realización, sino que se hizo ayer mismo. O, mejor dicho, que está situada bastante por delante de la mayoría de las películas que se hacen ahora mismo, pues muchas de sus imágenes no tienen explicación racional directa, sino que actúan como caja de resonancia interior de cada nuevo espectador. Su peripecia se encuadra en los primeros años de la posguerra civil española, pero el viaje iniciático de la niña es universal.
Víctor Erice sólo había filmado de manera profesional, hasta entonces, un segmento del filme colectivo ‘Los desafíos’, y pocos podían presagiar tal despliegue de sabiduría, serenidad, humildad y sensibilidad. Cuenta, Erice, varias películas dentro de una película. Una película que es, en el fondo, un canto de amor al cine primigenio: el de las salas de cine de barrio que descubría, a los hombres y mujeres de los pueblos, los grandes títulos norteamericanos de la época. Pero más que eso: una indagación lírica del descubrimiento del mundo, precisamente, a través del cine. La niña Ana (Ana Torrent, una actriz mucho más interesante cuando todavía no era totalmente consciente de sí misma…) se encuentra, por primera vez, con la muerte.
La infancia, por tanto, como universo en el que las mismas sombras, o los más sencillos sonidos, conforman constelaciones sensoriales, que nos hacen creer que todo es posible. A medida que crecemos, crece también nuestra autoconciencia, pero disminuyen nuestras percepciones. Para Erice, que sabe que nunca seremos tan sabios como cuando éramos niños, la conciencia no es vehículo de la belleza pura, sino la percepción. En realidad, es una declaración de principios estética, que rechaza un cine narrativo, lógico, en favor de un cine sensorial, en el que las emociones y las imágenes más sencillas son las que dictan todo el sentido.
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Viendo ‘El doctor Frankenstein’, Ana se topa por primera vez con la muerte, de manera directa y brutal. Los cuentos de terror como evocadores de los más profundos miedos, que se extienden sobre todo lo que desconocemos. Tanto ella como Isabel asisten a este simulacro de muerte, que es cuando la criatura lanza al mar a la niña, al haberse quedado sin pétalos. Ana, sin embargo, carece de un cierto sentido sádico o cruel, que es natural en Isabel. De modo que pronto el relato se desgaja, y mientras la segunda se acerca a la muerte de una forma, Ana lo hará de otro. Así, palpitan en la secuencia, imágenes perturbadoras, como el momento en que Isabel estrangula al gato, o cuando se hace pasar por muerta con increíble convicción.
Ana es muy diferente, es más contemplativa, no participa tanto de la muerte como lo que le interesa averiguar lo que sepa de ella misma. Cree las mentiras de Isabel, y quizá su autoconciencia sabe que miente, o que prefiere pensar que miente, pero algo en su interior le empuja, primero, a visitar al maquis que se esconde en la casa abandonada (Ana no pretende usar a la muerte, como Isabel, sino mirarla de frente). Y segundo, tomando la seta alucinógena y enfrentándose directamente a sus miedos. De modo que también podemos decir que hay un profundo poso espiritual y luminoso en esta película, pues en su fondo conviven los miedos a la muerte con la negación de esta como ente real. La muerte como liberadora de un mundo de sombras, o quizá, simplemente, como una mentira de un mundo de ficción. Pero hay más enfrentamientos directos con la muerte, como el crucial en el que Ana mira al tren llegar, de pie sobre la vía, imagen que entronca también, por supuesto, con los inicios del cine.

El color miel

No por casualidad dice Víctor Erice, en el documental ‘Huellas de un espíritu’, que a fin de cuentas lo que Ana tiene es una fe extraordinaria. Porque de fe se trata, una fe coloreada de miel, que parece el alimento del alma. Las colmenas como imagen representativa de la vida de la posguerra, pero también del estado en ebullición de personajes perdidos, melancólicos, como el de Fernando Fernán GómezTeresa Gimpera, que interpretan a seres que son meras sombras, anonadados por la tristeza de un mundo que se ha derrumbado y para el que ya no encuentran motivos de alegría. Son fantasmas para Ana, que se adentrará en una peligrosa senda del conocimiento sin la ayuda de sus tutores, aunque al final pueda beber el agua de la fuente que tan lejos parecía encontrarse.
Luis Cuadrado, el operador, y Victor Erice, colorean de miel los interiores, mientras despojan de toda luz solar (y por tanto vital) los exteriores. Las composiciones lumínicas parecen inspiradas, directamente, en la obra pictórica de Vermeer, pero no hay nada exageradamente pictórico en ellas,sino que son el punto de partida para espacios en los que parece que el estado anímico de los personajes está a punto de explotar, por lo que son imágenes de gran potencia visual, que flotan por encima del suelo con mayor energía que cualquier intento de poesía barata concebida a base de preciosismos o hiperrealismos.
Muchos, sin embargo, no entran en este estilo de poesía en imágenes, sino que proclama su absoluta incomprensión o hartazgo de una antitrama concebida, precisamente, como respuesta a todo cine predigerido o comercial. Los autores de la historia, Erice y Ángel Fdez-Santos, nos hablan de sus recuerdos, de su niñez, y elaboran los fantasmas y los vericuetos de otra niñez, como portadora de los verdaderos enigmas de una vida de imágenes sinuosas.
El filme ganó la Concha de Oro en el Festival Internacional de cine de San Sebastián (de hecho, fue la primera película española en ganarla), y aupó a su director al exclusivo grupo de auténticos autores cinematográficos, que son muy pocos, y cada vez menos. Aunque su carrera quedó parcialmente frustrada por la infame mutilación del rodaje de ‘El sur’, que podría haber sido una obra maestra todavía con más peso que esta.
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Lectura antropológica de ‘El espíritu de la colmena’:
Ana se adentra en la liminalidad
A Adolfo y Pep Kike
En los minutos finales de El espíritu de la colmena de Erice, a Teresa no le tranquiliza demasiado el diagnóstico del médico sobre su hija Ana. Ésta última, tras pasar la noche al raso, descansa ya en casa. Según el doctor, no hay motivo para inquietarse más de lo necesario por su estado de shock. Es normal que haya enmudecido porque aún “está bajo los efectos de una impresión muy fuerte”, afirma el especialista. Pero, a pesar de todo por lo que ha pasado, Ana sigue siendo una niña. Una niña que aún “está viva”, remarca con insistencia el doctor, muy viva.
En el texto que sigue proponemos una lectura de la película de Erice desde la perspectiva antropológica. Desde este análisis del discurso, planteamos la repercusión social que tiene una diferente actitud gnoseológica, en un periodo concreto de la Historia de España (1).
Dicha diferencia de actitud es la que provoca el distanciamiento de Ana respecto a su hermana Isabel (y al resto de niños) y, como contrapartida, también es la causa de su acercamiento (por semejanza) a su padre Fernando. De esta forma indirecta, Erice no sólo nos da la descripción de un personaje unamuniano, que vive distanciado del resto de vecinos. Sino que también, a través del proceso de cambio que experimenta Ana, nos da una explicación del por qué de su marginación respecto a la vida popular.
Ana no es Isabel
En el estudio del desarrollo humano caló hondo la teoría piagetiana de la evolución ―consecutiva― de estadios. Pero esta perspectiva ontogénica resulta algo constrictiva ya que no tiene presente la dimensión sociocultural que experimenta cada sujeto particular. Además, antepone un patrón generalista que excluye tanto las divergencias en la concatenación de las etapas, como la posibilidad de casos tan excepcionales como comunes, por ejemplo, el peterpanismo. Y sin embargo, ¿qué ocurre cuando una persona alcanza la madurez de un adulto pero se la sigue tratando como a un niño?
En el inicio de El espíritu de la colmena Ana sigue las enseñanzas de su hermana mayor Isabel. Esta última es quien, antes de acostarse, le explica entre susurros lo que vieron esa tarde en el cine. En una sala improvisada, se proyectó sobre la pared al monstruoso Frankenstein quien, tras provocar la muerte a una niña, era asesinado. Isabel, que ejerce perfectamente el papel tutelar de “hermana mayor”, trata de tranquilizar a Ana asegurándole que todo es mentira porque “es cine”. Es algo tan falso como la situación que, posteriormente, Isabel escenificará interpretando su propia muerte en una habitación del caserón familiar.
Este instante de engaño malicioso es decisivo en la relación entre las hermanas. A partir de ese momento, Ana rechazará el papel de “iniciadora” (Jaime Pena, p. 83) que hasta entonces ejercía su hermana. Previamente, Isabel le había chivado en el colegio que el monigote don José necesita ojos para ver; también le había mostrado la taina en la que se oculta el espíritu; y hasta le daba las instrucciones sobre cómo afeitarse, al igual que hace su padre Fernando. Pero, ahí acaba su relación como “maestra y alumna”. Ya no volverán a jugar juntas a las sombras chinescas en la pared.
A la crisis de confianza entre las hermanas, hay que sumar la acentuación de sus distintas actitudes respecto al aprendizaje. En el colegio, Isabel dormita cuando no canturrea las lecciones. Y, ya en casa, pone en práctica juegos sádicos. Primero, generando ansiedad en Ana al simular su muerte para luego asustarla. Después, ensayando el ahogamiento del gato, que conduce a que se pinte los labios con la sangre de la pequeña herida resultante. En el polo opuesto, Ana suple las repeticiones mecánicas de la lección escolar con una constante atención, abriendo bien los ojos. Más aún, su afán por conocer le lleva aexperimentar con su entorno. Recordemos que Isabel le pone en situación sobre cómo se afeita Fernando, pero luego es ella, sola, la que curiosea en el estudio de su padre. Aunque sólo sea a modo de ensayo, por probar de ponerser en el lugar de, Ana realiza las mismas tareas que él: afeitarse, observar a las abejas, teclear en la máquina de escribir... En cambio, cuando Isabel se disfraza con el traje de apicultor de su padre, es con el fin de asustar a Ana.
Sin duda, Isabel y Ana no están hechas de la misma pasta. Sus diferencias en el comportamiento son indicios de una distinta actitud ante la vida y, en correlación, ante la muerte. Y, sin embargo, ambas siguen siendo unas niñas. La crueldad vacua de Isabel contrasta con la curiosidad empírica de Ana (2). Por ello, aunque la hermana mayor se disfrace de apicultor o cruce divertida el umbral liminal que representa la taina, el hecho de que lo haga jugando a asustar a Ana impide que esos rituales tengan los mismos efectos que cuando ésta última, posteriormente, ejecute las mismas acciones. Bien sea por el sadismo de Isabel, por su apatía respecto a las enseñanzas, por su predilección por lo lúdico, o por todo ello junto, la conclusión es que ella carece de las condiciones necesarias para poder contactar con lo excepcional (conceptualizado por las niñas como “el espíritu”). Todo lo contrario que Ana.
Sólo teniendo en cuenta estas diferencias entre las niñas, se podrá entender que el paso a la edad adulta sea excepcionalmente traumático en el caso de la pequeña. Porque la condición diferenciada de Ana, le hará experimentar algo fuera de lo común. Algo cuyo resultado preocupará sobremanera a su madre. Pero también algo que conlleva una simbiosis con su padre. De ahí lo poco que le consuele a Teresa que el doctor afirme que sigue siendo una niña.
Del aprendizaje guiado a la experiencia individual
La diferenciación entre las dos hermanas, nos obliga a abandonar las teorías piagetianas de la evolución ontogénica. La explicación del cambio que, al final de la película, se constata en Ana, quedaría constreñida si nos limitásemos a alegar el paso por sucesivos estadios hacia la madurez. Es preciso analizar más a fondo ese período de transición, desde que Ana inicia su andar independiente, hasta que experimenta por sí sola una situación traumática de aprendizaje. Para ello, hay que tener muy presente el elemento espacial y simbólico de la liminalidad. Es decir, del margen, de aquello que queda en la indefinición de un punto intermedio.
El esquema de ritos de paso que estipula el antropólogo Van Gennep (p. 25) se estructura en tres fases: separación, margen y agregación (3). En El espíritu de la colmena, Erice plasma ese primer paso de separación, en el que se inicia Ana, dejándola sentada en una banqueta. Mientras, frente a ella, Isabel juega con el resto de niños a saltar sobre una hoguera. Por tanto, se desmontan de un plumazo las argumentaciones que, influenciadas por la Psicología, apuntan a un aprendizaje de la madurez por medio del juego (4). Sin entrar en los deseos que pueda tener Ana para quemar simbólicamente a Isabel, ya es suficientemente significativa la no participación de la niña en los juegos con los demás niños. Ana, voluntariamente, se posiciona al margen de la actividad lúdica.
En el momento en que Ana comienza a distanciarse de su hermana, deja de acompañarla en sus juegos de aproximación a la muerte. A Isabel le divertía el monstruo de Frankenstein quien, aunque matase a una niña, era mentira porque era cine; engañar a su hermana simulando su muerte; e incluso tantear ella misma, cara a cara con la muerte, cómo el gato va languideciendo mientras lo ahoga con sus propias manos.
Sin embargo Ana siente un mayor respeto por la muerte y, en correlación, por la vida. No lo considera un asunto respecto al cual hacer mofa. Por tanto, en el caso de Ana, el juego dejará de ser una estrategia de aprendizaje. Asimismo, al rehusar pasar sobre las cenizas y saltar sobre el fuego, se desvincula de la carga tradicional que conlleva una práctica popular ―en el sentido de pertenencia al pueblo― tan característica en la Península Ibérica y la zona del Mediterráneo. En contraposición al conjunto de los niños, Ana prefiere observar.
Anteriormente, también vimos cómo su padre rehusaba participar de la actividad popular que suponía la proyección de cine (5). Al retornar de su labor de apicultor, Fernando pasa de largo ante la sala donde se proyecta Frankenstein. Se detiene un instante ante la puerta para informarse de qué se trata, escucha algunos diálogos de la película y las reacciones de los asistentes, pero continúa con su camino. Una vez llegado al caserón, es cuando traspasa la vidriera hexagonal para salir al balcón. Manteniendo la cámara en el interior, Erice nos muestra a Fernando, cuya silueta vemos distorsionada por el vidrio, contemplando la vida del pueblo que se divisa desde este lugar privilegiado. Por medio del montaje, en el que se alternan imágenes de Fernando y de la presentación ―en la trama de película de Whale― del “monstruo” de Frankenstein, se plantea la analogía entre ambos personajes.
Situarse al margen
Tras constatar la separación de las dos hermanas, Ana se despierta en mitad de la noche. Mientras su hermana duerme, se dirige sola a la habitación donde Isabel había simulado su muerte. Abre las puertas del balcón, el lugar característicamente liminal anteriormente ocupado por Fernando. Pero Ana, aún, permanece en el interior de la casa. Aún no da el paso hacia el margen.
Las imágenes del desvelo de la pequeña se contraponen con las de un fugitivo, un elemento externo a la vida del pueblo y del que se presupone es republicano. Casualmente, tras torcerse el tobillo cuando saltaba del tren en marcha, el fugitivo encuentra refugio en la taina en desuso. Aquélla que demarca el límite (6) más lejano de la periferia del pueblo hasta el que se aventuraron las niñas, pero no lo traspasaron. La casona destartalada en la que, según le había asegurado Isabel a Ana, habitael espíritu.
Sin menospreciar el interés del montaje alterno de esta escena, consideramos más relevante resaltar la separación de los dos espacios que se establecen desde esta estancia de la casa. Como comentan Carmen Arocena (p. 96-100) y José Saborit (en J. Pérez Perucha, p. 98-106), entre otros autores, nos encontramos con el ámbito interno, doméstico y protector; opuesto al exterior, asociado al conocimiento (caso de las setas), pero también de la crueldad de lo indomado (como ocurre en el monte más alejado).
De esta forma, se establece una disociación entre la adquisición del saber. Por una parte, el asociado a la exploración, que puede resultar doloroso y que, curiosamente, es el único espacio en el que Fernando se comunica con sus hijas. Él, quien fue asimilado al Frankenstein de la película de Whale, es quien ejerce el papel de iniciador en el mundo exterior. Frente a la aventura del aprendizaje empírico, se encuentra la conformidad con la reproducción de la tradición heredada. Esa que se repite igual para todas las generaciones que se congregan en el aula ―no mixta― de la escuela, y que es transmitida por la figura institucional de la maestra.
Y, entre uno y otro espacio, el umbral. Ese espacio liminal, caracterizado por la indefinición, de no ser ni una cosa ni otra, o ser ambas a la vez (V. Turner, 1990). El límite que representan las vidrieras que dan al balcón. Pero también la taina, margen entre la periferia del pueblo y el “mundo exterior desconocido” (7), lugar en desuso que da cobijo al fugitivo con el que se encuentra Ana (y al que confunde con un espíritu); la luz crepuscular, que con precisión recogió el director de fotografía Luís Cuadrado (José Luís Rubio Munt, en J. Pérez Perucha p. 115), breve instante de paso entre el día y la noche, y entre la noche y el día; e incluso las vías del tren, icono de modernidad, que puede arrollar a quien no se aparte de su camino.
La división simbólica de los espacios es muy estimulante para hacer, como en el caso de Saborit, una relectura platónica sobre la adquisición del conocimiento. O para explayarse libremente, caso de Jorge Latorre, sobre connotaciones morales que divagan entre el bien y el mal (8).
Sin embargo, dejando al margen los juicios cargados de metafísica, en El espíritu de la colmena, Erice no parece estar tan interesado en cuestionar la cualidad del conocimiento como la consideración social que merece quien difiere en el tipo de aprendizaje adquirido. Lo cual no significa que no sea importante “lo aprendido”, pero que su relevancia viene dada por cómo se ha adquirido este conocimiento. Ya que, en el caso de Ana, supone desvincularse de la instrucción común al buscar nuevas fuentes de información. El fugitivo, Frankenstein e incluso su propio padre, son sujetos externos que están al margen del orden interno del pueblo.
Las connotaciones sociales de El espíritu de la colmena ser refuerzan si atendemos a las referencias que inspiran la película. Jaime Pena (p. 41-42) apunta a la influencia que ejerció el poema Maurice Maeterlink (9), sobre la organización social y la interdependencia de la convivencia colectiva, que dejará huellas en el título del ―por entonces, futuro― film de Erice. Mientras que, por otra parte, tampoco es baladí la elección de la película de James Whale, y no otras versiones de Frankenstein (que ya había varias antes de los años 50). Por una parte, Javier Marzal (en J. Pérez Perucha, p. 48) nos recuerda el referente directo de la novela de Mary Shelley que, en contraposición a “la ordenada sociedad franquista”, versa sobre la convulsión que provoca la irrupción del progreso técnico y científico. Asimismo, Jordi Balló y Xavier Pérez destacan la contradicción que surge en el prólogo de la película de Whale ―ese discurso que Fernando, al inicio de El espíritu de la colmena, escuchaba desde el balcón―, en el que se plantea el conflicto “del hombre que pone en peligro su salvación (cristiana) al desarrollar una actividad [la creación] que bordea lo sagrado” (p. 280), con el desarrollo del guión, que “centró la atención en la confrontación social entre la comunidad y la criatura más que en los problemas de conciencia de Frankenstein” (p. 281).
La no agregación: ser el monstruo de Frankenstein
Continuando con el estudio de Van Gennep sobre los ritos de paso, el también antropólogo Victor Turner retomó el tema centrándose en el significado social que tienen para la comunidad. Ya que los ritos de paso, afirma Turner (1988), tienen una clara función práctica consistente en distribuir identidades. Es decir, que los ritos se realizan para establecer un cambio de estatus. Sirven para que una persona pase a tener otra consideración social diferente. Así, en el caso de Ana, la experiencia mágica que se produce en su fuga nocturna, incluyendo un encuentro con Frankenstein, será vivida por ella como algo revelador. Pero, lo que es más importante, quienes la rodean percibirán esta vivencia como un cambio en su condición de niña.
Puede que Ana, tras pasar la noche al raso, haya accedido a la madurez tras descubrir qué es la muerte. Sin embargo, tal condición no justifica la convulsión que provoca su retorno al hogar. Para Carmen Arocena, “Ana volverá victoriosa de su enfrentamiento con la muerte y, por ello, será de nuevo aceptada por la sociedad. […] La sociedad aparentemente termina aceptándola porque ha superado con éxito las pruebas de iniciación” (p. 182-183). Pero, a partir de entonces, a Isabel la cambiarán de cuarto. La cama de Ana quedará sola, aislada, en un cuarto donde no hace mucho jugueteaba con su hermana. Un cuarto oscuro, apenas iluminado por unas velas, en el que Ana comenzó a padecer desvelos, provocados por del impacto que le supuso ver la película de Frankenstein. El mismo cuarto en el cual Isabel iniciara la broma sobre la existencia de un espíritu que, por asociación sonora, se encarnaba en la figura de Fernando. Allí donde Ana comenzó a hacer preguntas. Preguntas que le han llevado a traspasar los límites. Y, aún así, el médico insiste en que Ana sigue siendo una niña.
Esta doble condición de Ana (niña, pero que ha entrado en la madurez), unida a la precavida acogida que tienen en el hogar, coincide con la situación de liminalidad que describe Van Gennep. Separada momentáneamente, y tras haberse incorporado a la vida en la comunidad, la reintegración de Ana no es completa. Ya no sólo por su mutismo, sino por los recelos que despierta su vuelta siendo todos concientes de que franqueó los límites. Rebasó las fronteras naturales del pueblo, pero también traspasó los límites simbólicos de lo prohibido. Ella estuvo en contacto con el exterior, lo desconocido. Y, de la forma tan abrupta en que tuvo lugar, no se realizó tomado las precauciones necesarias (Van Gennep p. 253) que evitasen quedar en la fase de indefinición. Una situación liminal que no implica que no haya orden ni estructura, pero que conlleva estar en un estado intermedio en que puede ocurrir de todo (Turner, 1990).
De esta forma, la situación de excepcionalidad que se produce durante el rito de paso (10) se prolonga en el tiempo y perdura más allá de la reincorporación entre los suyos. Así, Ana, se encuentra en la misma situación que el individuo que entra en los márgenes: “no pertenece ni al mundo sagrado ni al mundo profano, o también que, perteneciendo a uno de los dos, no se quiere que se reagregue inoportunamente al otro, se le aísla, se le mantiene en una posición intermedia, […] se halla suspendido entre la vida y la muerte verdadera”. Por ahora, ella permanece callada. Seguramente asustada (11), a causa de la situación por la que ha pasado y que ella misma no alcanza a comprender en su totalidad. Pero, quizás, prosiga poniéndose en el lugar de su padre. Que ya no sólo se siente en su escritorio y se pruebe su traje de apicultor. Sino que, además, también pueda llegar a escuchar las emisiones piratas de la radio internacional; o a leer las revistas extranjeras que apenas llegan a ese lugar alejado de todas partes. Quizás, en unos días, Ana ya comience a hacer pajaritas de papel mientras distrae sus desvelos nocturnos…
La descripción de la experiencia que vive Ana, y que conlleva un cambio de estatus social, tiene su correlato en la situación en que se encuentra Fernando. Su desapego respecto a la vida en comunidad, ya no sólo responde al cariñoso comentario de “misántropo” que escribe Teresa tras el reverso de una foto. Ni al carácter similar que pueda tener con Miguel de Unamuno, con quien comparte encuadre en dicha foto. Sino que también hay que recordar los motivos que provocaron el arresto domiciliario del filósofo tras pronunciarse, en octubre de 1936 en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, contra el alzamiento franquista y a favor de los buenos intelectuales. Los mismos que, como Ana, comienzan haciéndose preguntas y no se conforman con repetir la cantinela en el colegio.
Escribe Eva Mas

Más información sobre Víctor Erice:
Notas
1.  A pesar de que Vicente Sánchez-Biosca afirme que en El espíritu de la colmena hay una “falta de precisión sobre las coordenadas históricas del contexto” (p. 276), Erice proporciona cuantiosos detalles que perfectamente nos permiten contextualizar un periodo histórico determinado. La inconcreción de la datación (“un lugar de la meseta castellana hacia 1940…”) con que se inicia la película incide en el estancamiento ―tecnológico, científico, artístico, etc.― que durante décadas vivió un país marcado por la insignia falangista del yugo y las flechas. Es decir, es irrelevante detallar una fecha concreta cuando se está haciendo referencia a un período de varios años en los que un día era igual al siguiente, y al siguiente, y al siguiente…
2.  Resulta difícil de asimilar el lenguaje que utiliza Santos Zunzunegui (citado por Jaime Pena, p. 97) para explicar el cambio que experimenta Ana. Hablar del paso de una mirada exterior a una mirada interior resulta demasiado próximo a una concepción platónica del conocimiento (y la moral). Mientras que el aprendizaje de Ana, que combina la observación empírica del mundo exterior con la reflexión y asociación de ideas, coincide más con la teoría del conocimiento de Hume. Filósofo que, además de ser uno de los precursores de la Ilustración (periodo diametralmente opuesto al franquismo y su pedagogía católica), evidenció el trasfondo sentimental (que no racional) que contienen los juicios morales.
3. El esquema que sigue Carmen Arocena, basándose en el conocido antropólogo L. Levy-Brühl (C. Arocena, p. 114), es similar en la estructura básica. Sin embargo, la terminología utilizada por Van Gennep, además, de descargarse de las connotacionesprimitivistas, tan característica en el inicio de la etnología (coincidente con el período de expansión colonial de las potencias europeas), y que ha impregnado el lenguaje de Arocena; también nos acerca a una concepción más amplia y con mayores matices que resultan fundamentales en las tesis que planteamos en este texto.
4. El extenso estudio de Carmen Arocena sobre la obra de Víctor Erice ha sido determinante en las influencias de estudios posteriores. Especialmente, en el tratamiento que hace de la infancia, entendido como un período conflictivo; la iniciación hacia la madurez; y el papel del juego en este paso hacia la edad adulta. Sin embargo, no es pertinente generalizar la conflictividad de la infancia apelando al cine de la nueva ola ―además, sin tener presente el aislacionismo de España― llegando a comparar la inocencia de Ana con la rebeldía de Antoine Doinel (C. Arocena, p. 112-113). Ni, menos aún, hablar de “la infancia” en general sin analizar en qué se diferencia Ana respecto a su hermana y el resto de niños. Es preciso fijarse en el proceso de “subjetivización”, como dirá Félix Guattari (p. 17).
5. No hay que olvidar que por aquellos años, en que las proyecciones ambulantes llevaban por los pueblos el “nuevo” invento de fantasía, las imágenes en movimiento eran un espectáculo para asombrarse. Así lo resalta Erice, captando en una toma original, la expectación que genera en la niña Ana Torrent (Ana) su primer visionado de Frankenstein en el clásico de James Whale.
6. Los límites son las zonas no controladas. Las cuales, por tanto, son percibidas como peligrosas. A su vez, esta distribución u organización espacial es asociada a un orden de significados (que no excluyen la connotación moral) que dan noción de jerarquía, seguridad, sumisión, fuerza, etc. Estos órdenes son tan básicos que, por muchos cambios que hagamos, siguen perdurando como mecanismos en la construcción de significación
7. Incidamos, una vez más, en el aislacionismo que se vivió en la España franquista y las consecuencias que conllevó este estancamiento social, cultural, tecnológico, científico, etc.
8. Es alucinante la forma en que Latorre cruza la bibliografía con la que pretende reforzar sus argumentaciones. Tanto le da citar a Walter Benjamin y Erwin Panofsky para hablar del “enorme protagonismo” del azar “en el proceso de elaboración de una película” (p. 38) ―y que cada cual juzgue la importancia de Erice y (coescribiendo el guión) Ángel Fernández-Santos, en la realización de El espíritu de la colmena―; colar a Joan Fontcuberta definiendo «lo monstruoso» (p. 139-140); como citar a Joseph Ratzinger para explayarse hablando sobre el bien y el mal. No extraña, pues, que para Latorre parezca “inevitable sacar conclusiones filosófico-religiosas” (p. 256) que le llevan a hablar de “la atracción de lo prohibido” que, cual Eva en el paraíso, experimenta Ana (p. 148); o del sentido de culpabilidad de Fernando (recurriendo a citas de Paul Ricoeur, en p. 207); hasta llegar a afirmar que la historia de Erice “trata de una familia desestructurada, lo que preludia la falta de sentido causante de la desorientación de Ana, y su búsqueda de respuestas fuera de esta instancia familiar” (p. 305). Eso sí, según Latorre, “todos los autores citados [en su libro] coinciden en que el proceso de iniciación de Ana a la madurez existencial culmina de modo sacrificial, con un sentido ritual cristiano” (p. 255).
9. Según explica Jaime Pena (p. 41-42) el poema La vida de las abejas, de Maurice Materlink, gira en torno a la historia de una abeja reina que es sometida por un extraño poder oculto, a saber, el espíritu de la colmena.
10. Respecto al cruce de las zonas sagradas que representan los márgenes, afirma Van Gennep, que “quien quiera que pase de uno a otro se halla así materialmente y mágico-religiosamente, durante un tiempo más o menos prolongado, en una situación especial: flota entre dos mundos” (p. 34-35). Por ello, en los análisis de El espíritu de la colmena, lo de menos es determinar si la experiencia vivida en el bosque por Ana es un sueño o una alucinación provocada por una seta. Lo significativo es distinguir este instante como un momento excepcional que, por más que se pueda conceptualizar mediante explicaciones científicas, es su dimensión al margen de lo real el fundamento de la escena.
11. Aunque no serán pocos los que coincidan con Vicente Sánchez Biosca al hablar de “enajenación mental” (V. Sánchez Biosca, p. 276) para describir el estado de Ana.
Bibliografía
—Carmen Arocena. Víctor Erice. Madrid: Cátedra, 1996.
—Jordi Balló, Xavier Pérez. La semilla inmortal. Los argumentos universales en el cine. Barcelona: Anagrama, 2007.
—Arnold van Gennep. Los ritos de paso. Madrid: Ed Alianza, 2008.
—Félix Guattari. Caosmosis. Buenos Aires: Manatial, cop. 1996.
—Jorge Latorre. Tres décadas de El espíritu de la colmena. Madrid: Ediciones Internacionales Universitarias, 2006.
—Jaime Pena. Víctor Erice. El espíritu de la colmena. Barcelona: Ed. Paidós Películas, 2004.
—Julio Pérez Perucha (Ed.) ‘El espíritu de la colmena’… 31 años después. Valencia: Ediciones de la Filmoteca, 2005.
—Vicente Sánchez-Biosca. Cine y Guerra civil española: del mito a la memoria. Madrid: Ed. Alianza, 2006.
—Victor Turner. La selva de los símbolos. Madrid: Siglo XXI, 1990. Cap. 1.
—Victor Turner. El proceso ritual. Madrid: Taurus, 1988.