¿Y si EU quiere invadir México?

Por Pedro Salmerón Sanginés 
para La Jornada (México)
publicado el 5 y el 19 de marzo de 2019

Parte I

¿Qué pasaría si nos sale un Juan Guaidó, un nuevo Gutiérrez Estrada? ¿Qué pasaría si al imperio se la antoja repetir pasadas historias? Decenas de veces en estas semanas me han hecho preguntas parecidas quienes alarmados concluyen: Estados Unidos no dejará que AMLO desarrolle su proyecto. Incluso nuestra Rayuela del jueves: “… quiere invadir Venezuela y, si así lo decidiera, aplastaría a cualquier país latinoamericano que se oponga…”

Así que probemos a aclarar las cosas. (https://bit.ly/2C2kgeo) Sobre la posibilidad de invadir Mé­xico (para dictar esta o aquella política o impedir esta o aquella acción) hay un prólogo (1867), una etapa de definiciones (1913-27) y una conclusión (1937-38). Vamos allá. En 1867 México conquistó su segunda y verdadera independencia, sellada simbólicamente en el Cerro de las Campanas. Habrían de pasar 47 años para que una vez más, fuerzas armadas extranjeras ocuparan una porción de nuestro suelo: Veracruz. Un año antes, y sin intervención militar de por medio, el embajador estadunidense fue factor decisivo en el cuartelazo que terminó con el gobierno de Madero… que estaba empezando a afectar los intereses petroleros y los latifundios estadunidenses.

La ocupación de Veracruz, el 21 de abril de 1914, fue uno de los mayores errores de un presidente que en general tenía una clara visión es­tratégica y que llevaría a EU a convertirse por fin en la potencia continental que tenía un siglo buscando: Woodrow Wilson. En lugar de debilitar a Huerta, le dio nuevo aliento y un respaldo popular que no tenía. El jefe de la revolución, Venustiano Carranza, rechazó duramente la violación de nuestra soberanía. Tras una breve vacilación, el caudillo más famoso y popular del momento, Francisco Villa, amenazó incluso con invadir EU al frente de su poderosa y eficaz División del Norte. Se dice que el comandante carrancista de la Huasteca, Cándido Aguilar, habría amagado con quemar los pozos petroleros.

Quizá algo aprendió Wilson… y la clase política estadunidense: que no habría ninguna facción, ningún grupo de peso en la realidad mexicana, que apoyara una intervención estadunidense. Eso, como bien sabían, significaría un enorme problema logístico y operativo en cualquier operación militar, casi insalvable si se pensaba en una ocupación.

Por si no lo habían entendido, en 1916 se reiteró la lección. Cuando entraron 10 mil soldados persiguiendo a Villa, amparados en leyes decimonónicas que permitían perseguir bandidos y bárbaros más allá de las fronteras, no sólo enfrentaron la firme resistencia del gobierno de Carranza: también encontraron la hostilidad de casi todos los sectores de la población, fueron batidos por Defensas Sociales en El Carrizal y expulsados de Parral por Elsa Greensen y los niños de la escuela. Y en cuanto Villa, el jefe de la Expedición informó: Vagos rumores y afirmaciones positivas de los nativos indicaban que Villa había partido en casi cualquier dirección y hablaban de su presencia en varios lugares al mismo tiempo. La imaginación popular redujo este hecho a una frase: Villa está en todas partes y en ninguna.

De esas tensiones y de una amenaza de guerra en 1919, nace la Doc­trina Carranza, basada en la no intervención y autodeterminación de los pueblos, y exige a las empresas extranjeras someterse a la ley mexicana. Luego fue perfeccionada por la Doctrina Estrada (1930), que hasta 2001 fue guía de nuestra política exterior, y ahora vuelve a serlo.

El asesinato de Carranza permitió a Washington, abierto representante de los intereses petroleros estadunidenses, desconocer a nuestro gobierno para obligarlo, en nuevas negociaciones, a dar marcha atrás al artículo 27 constitucional. Casualmente, el asesino material de Carranza (único presidente asesinado cuando formalmente seguía detentando el cargo) había estado a las órdenes del cipayo de las compañías petroleras, Manuel Peláez. Nunca he logrado esclarecer del todo las razones de ese magnicidio, ni saber si hay o no alguien detrás del asesino, y quién sería éste, en caso de haberlo. Pero el asesino, Rodolfo Herrero, sirvió a las compañías hasta pocas semanas antes.

Obregón cedió parcialmente en las Conferencias de Bucareli, pero no dio marcha atrás al artículo 27, dejando opción para que futuros gobernantes lo aplicaran. El siguiente conflicto, el final de esta historia, le tocaría a su sucesor, Plutarco Elías Calles. Y lo contaremos. Hoy terminemos con una frase que Obre­gón pronunció amargamente ante sus íntimos, durante aquellas conferencias: El derecho internacional ha sido el menos derecho de los derechos y nunca ha servido más que para encubrir los grandes atentados que los países más fuertes han cometido.

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Parte II

Tras el fracaso de la expedición punitiva de John J. Pershing (la intervención de un ejército estadunidense en nuestro territorio entre el 15 de marzo de 1916 y el 6 de febrero de 1917) los gobernantes del país vecino entendieron que serían necesarias por lo menos 20 divisiones (500 mil hombres) para ocupar México. También, aprendieron algo que nosotros ya sabíamos desde 1867: la enorme dificultad y los altos costos que exigía la lucha contraguerrillera en México. Nuestra lección: apostarle justamente a la guerra irregular.

Decididamente, la intervención militar abierta se convertía en una opción cada vez menos viable (documentación sobre los cálculos militares estadunidenses, en Friedrich Katz, Ensayos mexicanos, 1994, pp. 302 y siguientes).

Pasados los rounds de 1919 y 1923, sin que Estados Unidos lograra su objetivo central (la derogación del artículo 27, o de las partes que ellos no querían de dicho artículo) y restablecidas las relaciones diplomáticas, en 1926-27 se suscitó la que quizá fue la coyuntura más peligrosa. La razón de la presión, casi agresión estadunidense, fue la aprobación, en 1925, de las leyes reglamentarias de las fracciones 1 y 4 del artículo 27, en materia de tierras y de riqueza del subsuelo. Las nuevas leyes ratificaban el dominio directo, inalienable e imprescriptible de la nación sobre las riquezas del subsuelo; declaraban de utilidad pública la industria petrolera, y dictaban otras medidas, que obligaban a las compañías petroleras a someterse a la legislación mexicana.

Estas y otras disposiciones (como la láusula Calvo) fueron rechazadas por Washington y por las compañías petroleras, que a partir del 1º de enero de 1927 decidieron desobedecer las leyes. El gobierno mexicano (que simultáneamente enfrentaba la guerra cristera, motivo que convencería a Calles y los suyos –sin razón– que aquellos rebeldes eran títeres del imperio), ante la perspectiva de dar marcha atrás o confiscarlas, extremos que Calles no quería asumir, buscó el camino intermedio de la cancelación de permisos de explotación y la clausura de ciertos pozos e instalaciones petroleras y cuando las declaraciones del presidente estadunidense Calvin Coolidge y su canciller, Frank Kellog, hicieron parecer que la guerra estaba a la vuelta de la esquina, el presidente ordenó al jefe de operaciones militares en la Huasteca, general Lázaro Cárdenas, que si los marines desembarcaban, debía incendiar todos los pozos petroleros y destruir las instalaciones petroleras de propiedad estadunidense.

Un factor más se introdujo en las tensas relaciones con Estados Unidos: México, que trataba de retomar una posición dirigente en el ámbito centroamericano y caribeño –como había intentado Porfirio Díaz–, apoyó al vicepresidente de Nicaragua, Juan Bautista Sacasa, en su lucha contra los rebeldes conservadores, situación que Estados Unidos aprovechó para que su infantería de marina desembarcara en aquel país, buscando, por vías alternas, una causa de guerra contra México. Calles evitó caer en la provocación y retiró las tropas mexicanas, aunque siguió apoyando a Sacasa y luego al héroe nicaragüense que se levantó en armas contra la ocupación de su país: Augusto C. Sandino (Gregorio Selser, El pequeño ejército loco: operación México-Nicaragua).

En abril de 1927, en una acción digna de la mejor novela de espías, agentes de Luis N. Morones (líder sindical y colaborador de Calles) se robaron los planes de guerra de Estados Unidos y amenazaron con publicarlos. Y finalmente, uno y otro gobierno cedieron. Pero en aquellos planes de guerra quedaba claro que se requerían 500 mil hombres sólo para ocupar la capital, y que la guerra sería demasiado costosa y si no terminaba rápido, sus efectos muy inseguros: terminaban de entender que el caldo saldría más caro que las albóndigas.

Eso llevó al epílogo: preparando el terreno para recuperar la soberanía petrolera, Cárdenas promovió la reforma que convertía la Secretaría de Guerra en Secretaría de la Defensa Nacional. Se estableció la doctrina de la guerra irregular y la prohibición de compra de armamento ofensivo, entre otras cosas. Estaba claro que EU perdería más de lo que podría ganar si nos invadía (¡acaba de salir el tomo II de Cárdenas, de Ricardo Pérez-Monfort!)

En la Segunda Guerra Mundial, Ávila Camacho y Cárdenas impidieron cualquier presencia militar estadunidense en México… mientras nuestros vecinos encerraban y controlaban a ciudadanos japoneses, alemanes e italianos en previsión de sabotajes, espionaje y otras acciones. ¿Se imaginan a los millones de mexicanos y méxico-estadunidenses en campos de concentración?

No, señores Guaidó en potencia: Estados Unidos no puede intervenir militarmente en México.

Pd: A propósito de Cárdenas, sus principales compromisos de campaña empezaron a cumplirse en noviembre de 1936 uno, y en marzo de 1938 el otro: no a los 100 días.