Lucio Sergio Catilina, un gran reformador social y líder de la juventud romana

Por José María Blázquez Martínez 

[Otra edición en: Jano, ca. 1973-1974, 78-79 y 82. Versión digital por cortesía del autor, como parte de su Obra Completa, revisada de nuevo bajo su supervisión y con la paginación original]
© De la versión digital, Gabinete de Antigüedades de la Real Academia de la Historia


[-78→] En el año 65 a.C. la situación de la sociedad romana era francamente catastrófica. La dictadura militar de Sila, durante los años 82-78 a.C., desmanteló el movimiento democrático de Roma mediante unas feroces proscripciones que ocasionaron la muerte de unas 5.000 personas, a las que se les confiscó los bienes y sus descendientes fueron considerados malditos, sin poder ejercer cargos públicos. 
Sin embargo, la dictadura militar de Sila era inviable y los propios silanos, como Craso y Pompeyo, una vez muerto el dictador, se encargaron de derrumbarla. 
El sistema político-social, implantado por el dictador, como escribe el historiador S. I. Kovaliov, había engendrado una gran cantidad de descontentos. Los propietarios privados de las tierras, para asentar a los seguidores de Sila, los veteranos del general demócrata Mario, a los que se les expulsó de sus fincas, los caballeros, el proletariado y hasta una parte de la aristocracia, hostil al carácter monárquico de la dictadura militar de Sila, se alineaban en la oposición. 
El partido democrático se refugió entonces en España, donde capitaneado por Sertorio luchó contra los generales de Sila, Metelo y Pompeyo, desde el año 80 a.C. hasta el 72 a.C. Intentaba convertir a la Península Ibérica en la base de operaciones para reconquistar el poder político. A la muerte de Sertorio tuvo lugar la feroz guerra de los esclavos, dirigidos por Espartaco, quien llegó a contar con un ejército de 70.000 hombres. La rebelión, que duró del año 73 al 71 a.C., arruinó la economía de Italia. Muchas ciudades fueron entonces destruidas, los campos arrasados y perdieron la vida unos 100.000 esclavos, necesarios para las explotaciones de los grandes latifundios. En el año 67 a.C. los piratas controlaban el Mediterráneo, saqueando desde el Oriente hasta las costas de España y cortando todo el comercio marítimo de las provincias en Roma. La situación se hizo tan insostenible que el tribuno de la plebe, Aulo Gabinio, propuso dar poderes extraordinarios a Pompeyo para limpiar el mar de piratas. Por tercera vez, Mitrídates VI, rey del Ponto, encendió la guerra contra Roma en Grecia y en el Oriente. Se presentó como el gran campeón del Helenismo y el libertador contra la explotación de Roma. En el año 66 a.C. el tribuno de la plebe Cayo Manilio propuso entregar el mando supremo del Oriente a Pompeyo, concediéndole el derecho de declarar la guerra y concertar la paz 
Lucio Sergio Catilina hace su aparición en la escena política de Roma en este momento. Estamos bastante bien informados de sus planes y de sus seguidores por dos fuentes contemporáneas; el historiador demócrata Salustio y el orador Cicerón, pero ambas fuentes son adversas a Catilina, han recargado las tintas sombrías sobre este caudillo democrático y sobre su programa político. Ambos han escrito sus obras después de la muerte del líder democrático. 
Catilina ha sido muy estudiado por la investigación moderna; baste recordar los trabajos de Carcopino, Schwartz, Manni, Pareti, Wirtz, Salmon, Stemw, Vogt, Boisier, Holmes, La Penna, Jonh, Bloch, etc. En España ha aparecido un excelente estudio sobre la personalidad de Catilina, sus partidarios, etc., debido a S. Montero Díaz. Pabón ha publicado el texto con un acertado comentario a la "Conjuración de Catilina" debida a Salustio. 
Catilina pertenecía a una familia noble. Según la leyenda descendía de uno de los compañeros del propio Eneas, llamado Sergesto. Algunos antepasados suyos habían desempeñado varias magistraturas. Catilina había ejercido también cargos administrativos en Macedonia y en África; en esta última región no se distinguió precisamente por su honestidad en la administración pública, y cuando en el año 65 a.C. intentó presentar su candidatura al consulado, se lo impidió el tener que rendir cuentas de su gobierno ante un tribunal. 
Catilina no fue en la administración de las provincias peor que la casi totalidad de los gobernadores, que como Verres o César, eran enviados desde Roma a las provincias, y que a lo que iban era a robar y a enriquecerse, de lo que tenían buena experiencia los hispanos. Dado su origen aristocrático no es de extrañar que militase en el partido de Sila, que casase con una mujer de la nobleza, de nombre Aurelia Orestilla, la cual le llevó al matrimonio una buena dote. Su esposa le fue siempre fiel, incluso estuvo profundamente enamorada de su esposo, posiblemente, porque como escribió Marañón, refiriéndose a Antonio Pérez, en el carácter y en la actuación de estos hombres hay vetas de oro puro. 
Entre los senadores contó Catilina con excelentes amigos, como Quinto Catulo, a quien encomendó su esposa. Salustio reconoce que fue Catilina hombre de grandes prendas espirituales y corporales, extremadamente resistente al cansancio, al frío y [-78→79] al hambre; atrevido, vehemente en sus pasiones, buen orador y de un espíritu que siempre deseaba acometer empresas inconcebibles y demasiado altas. S. Montero Díaz deduce del análisis de las fuentes, que dos de los rasgos significativos de la personalidad de Catilina eran su tenacidad ante la adversidad y su lealtad. 
Catilina no se desalentó ante el fracaso en obtener el consulado tres veces. No se desanimó ante el asesinato de uno de sus mejores colaboradores, Cneo Pisón, ante la traición de los aliados galos, ante los ataques de Cicerón en el senado y ante el abandono de sus compañeros, como Craso y César. 
Su fidelidad quedó bien patente en respetar los bienes de su esposa, en encomendarla a su amigo íntimo. Quinto Catulo, y en ayudar a sus camaradas de lucha en la última batalla. 
A pesar de estas calidades, que Salustio reconoce en Catilina, insiste el historiador latino en que era totalmente perverso y vicioso. 
No sería tanto cuando el propio Cicerón, representante de los intereses de la plutocracia romana, pensó en él para colega en el consulado del año 63 a.C., aunque después prefirió a una nulidad absoluta, también catilinario, que pudiera sobornar y manejar a su antojo. 
En la supuesta primera conjura, del año 65 a.C., en opinión de algunos de los mejores historiadores actuales de Roma, como Pareti, Catilina no intervino. Se trató de hacer a Craso dictador y a César magister militum. 
Salustio acusa a Catilina de que tenía un insaciable deseo de apoderarse de la República, pero ello no es verdad. Catilina por tres veces intentó llegar al cargo de cónsul legalmente, para desde allí introducir unas reformas en la sociedad, pues como él mismo afirmó "había tomado, según mi costumbre, la defensa de los oprimidos", al fracasar por segunda vez, año 63 a.C., y ya sin el apoyo de Craso y César, se lanzó por la vía de la revolución. 
Salustio ha descrito magistralmente la situación interna de Roma en el momento de la conjura. 
Una oligarquía avara y sin escrúpulos explotaba a la mayoría de los ciudadanos y a las provincias. "Desde que la república" —escribe el historiador— "cayó bajo la explotación de unos pocos poderosos, a ellos pagan sus tributos los reyes y los tetrarcas, los pueblos y las naciones. El resto de la población los fuertes y los buenos, los nobles y los plebeyos, somos la plebe sin fuerza, ni autoridad... Todo el poder, el honor y la riqueza se encuentran en manos de unos pocos o donde ellos quieren. A los demás sólo nos quedan los peligros, el desprecio, el cumplimiento de las leyes y la miseria". 
Salustio ha descrito en este párrafo con una brevedad digna del historiador griego Tucídides, la desastrosa situación económica, social y política de la mayoría de la población romana y de las provincias, explotadas por una minoría rapaz. Al decir del citado historiador Pareti, el programa de reforma de Catilina era bien poca cosa. Pedía la cancelación de las deudas, punto fundamental de toda reforma social, por el que había luchado la plebe siempre en Roma. Desde la aparición del gran latifundio, después de la Segunda Guerra Púnica, como resultado de la presencia de grandes masas de esclavos, que sustituyeron en las fincas a la mano de obra libre, y de la desaparición de la pequeña propiedad, el problema de las deudas se hizo cada vez más acuciante, incluso en las provincias, ya que César, en el año 62 a.C., lo primero que tuvo que arreglar en España fueron las relaciones de deudores y acreedores. 
En cambio, S. Montero Díaz, después de un minucioso análisis de las fuentes, concreta el programa personal dictatorial: desarticulación violenta de la oligarquía; nuevo reparto de lotes; asentamiento de los veteranos desalojados de sus tierras; reducción y cancelación de las deudas y extensión del derecho de ciudadanía. Programa, escribe este autor muy acertadamente, análogo al de Sila, pero activado por un fermento popular muy poderoso.
Salustio añade que un punto fundamental del programa político de Catilina eran las proscripciones, que tenían un precedente en los asesinatos cometidos, tanto por los demócratas, durante la dictadura de Cinna, como por Sila; años después las hubo también con el segundo triunvirato. Pero este punto, que posiblemente nunca estuvo en la mente de Catilina, sí seguramente en la de algunos seguidores. 
Afirma el historiador latino que los partidarios intentaban un cambio drástico de la sociedad, lo cual no parece tampoco aceptable, pues Salustio insiste en que senadores, caballeros y la juventud, procedente de la nobleza y del campo, seguían a Catilina. 
No sólo la chusma ávida de robo, sino gran parte de la aristocracia simpatizaba con el programa de reformas sociales y económicas de Catilina. 
[-79→82] Se trataba de los vencedores o de los hijos de los vencedores de la guerra civil entre demócratas, capitaneados por Mario y Cinna, y la dictadura militar de Sila, que defendía la causa de la plutocracia romana. 
Eran muchos de los instalados en el régimen de Sila o sus hijos, los que habían caído en la cuenta de que unas reformas económicas y sociales eran necesarias; que la guerra civil acompañada de asesinatos y de confiscaciones de bienes era estéril; y que lo único que daba estabilidad a los gobiernos era la distribución de la riqueza agrícola, la solución del problema de las deudas, y, que era imposible mantener la paz social contando con una masa de explotados. 
Posiblemente pesaba en el ánimo de los ricos partidarios de Catilina la gran tradición de reformas sociales de la alta aristocracia romana, representada por Escipión el Africano, por T. Sempronio Graco y sus hijos, y las ideas sobre la hermandad de los hombres que teniendo como punto de partida Grecia y el Oriente, se habían extendido por Italia desde el s. II. a.C. 
El carácter eminentemente de reforma social y económica, más que política, del programa de los catilinarios queda bien patente en los cinco grupos que de ellos hizo Cicerón. Estos son: 
1. Los que teniendo grandes deudas poseen, sin embargo, bienes de gran valía, pero no queriendo desprenderse de ellos, tampoco pueden pagar sus deudas. 
2. Los agobiados de deudas que esperan lograr el poder y lo desean para conseguir por la perturbación de la República los cargos y honores que no lograrían en circunstancias normales. 
3. Otra clase de hombres de avanzada edad, pero robustecidos por el ejercicio... Son estos de las colonias que Sila estableció en Faesulae, muchos de los cuales malgastaron en vanidades y locuras las riquezas con que de repente e inesperadamente se vieron y contrajeron tantas deudas que para salvarles sería preciso resucitar a Sila. 
4. En la cuarta clase hay una mezcla confusa y turbulenta de hombres que desde hace tiempo se ven abrumados de deudas, que nunca lograrán rehacerse... Los cuales dicen que aburridos por tantas citaciones, juicios y venta de bienes se van —lo mismo de la ciudad que del campo— al ejército enemigo. 
5. En quinto lugar están los parricidas, los asesinos y todos los demás criminales.
Cicerón, como lo hace también Salustio, exagera, pues en Roma no había seguramente muchos parricidas, ni asesinos. 
Sin embargo queda bien patente en esta clasificación que el problema de las deudas era de momento el más acuciante de la sociedad romana. Los acreedores eran la clase social que defendía a Cicerón y que se oponía a todo tipo de cancelación o de disminución de las deudas. Estos deudores pertenecían tanto a las clases altas como a las bajas. Salustio, por su parte, ha dado en su libro dos listas de los partidarios de Catilina, que eran: los que sobresalían en la insolencia y en el deshonor; los que malgastaron torpemente su patrimonio; los vagabundos a causa de los delitos cometidos; los aventureros que recordaban con nostalgia los tiempos de Sila; los braceros del campo, que deseaban mejorar de vida; los castigados por Sila y los enemigos del senado. 
En la segunda clasificación figuran: los malgastadores viciosos, los deudores delincuentes, los parricidas, los sacrílegos, los buscados por la justicia, los asesinos, los perjuros, y los comidos de remordimientos, por la pobreza o por el crimen. 
Según la primera lista, en el partido de Catilina entraba gente de muy diversa procedencia, gente que había militado en campos opuestos en época de Sila; silanos arruinados y los empobrecidos por la dictadura militar, campesinos arruinados y ricos empobrecidos. 
Según la segunda, los criminales de todo género y los deudores formaban el grueso de los seguidores. A estos añadió Salustio los criminales de los prostíbulos. Como el historiador reconoce, según ya indicamos, que a Catilina siguieron gentes de las mejores familias, como todo el pueblo y la juventud, difícilmente todo este último grupo pertenecía al hampa de Roma, que según Salustio eran favorables a Catilina. ¡Hasta el multimillonario Craso financió los gastos para que Catilina pudiese presentar su candidatura al consulado en el año 63 a.C.! 
Incluso las provincias estuvieron interesadas en las empresas de Catilina. En Etruria, tierra de grandes latifundios, arraigó el movimiento catiliniano, pues en esta región habitaban muchos silanos empobrecidos. Otras provincias, representadas por los alóbroges, por Capua, Piceno y Apulia, se inclinaron hacia el programa de Catilina. Incluso parece ser que a última hora simpatizaron los esclavos, que vieron en Catilina a un liberador. 
También la propia Península Ibérica parece ser que miraba con buenos ojos el programa catilinario, pues a ella se dirigió Pisón. Seguramente en busca de apoyo. 
El movimiento fracasó por el alejamiento a última hora de algunos personajes de gran influencia política, como Craso y César; por la ineptitud de algunos catilinarios, como Léntulo, al que se debió el fracaso en Roma, y por la actividad febril desplegada por Cicerón, quien convenció al senado de que Catilina trataba de destruir el orden establecido, lo que era totalmente falso. Catilina permaneció hasta el final en Roma; abortado el movimiento en la capital, no le quedó más solución que la lucha abierta. 
En Pistoya el ejército catilinario fue aplastado y murió el propio Catilina en la feroz refriega, pues ni un solo ciudadano fue hecho prisionero, todos perecieron de cara al adversario, y Catilina cayó entre las filas enemigas. 
Cicerón, el alma de la represión, condenó sin juicio a varios ciudadanos romanos, lo cual estaba prohibido por la ley. Ello le costó, años después, el ser desterrado. Para justificarse y presentarse como salvador de la patria escribió después las Cuatro Catilinarias, falseando la verdad. 
César se opuso al asesinato de ciudadanos, como al comienzo de la guerra civil. En el año 49 a.C. prohibió terminantemente matar a los enemigos y confiscarles sus bienes. 
Como escribe Heuss, Catilina fue considerado en el s. XIX como un revolucionario social. 
Este juicio es verdadero sólo en parte, pues Catilina no intentó una transformación de la estructura de la sociedad. No pretendió cambiar la sociedad, como se lo propusieron Sila y antes C. Graco. 
El programa de Catilina en gran parte fue el de Sila y después el que desarrolló César; por ello, Catilina es una pieza importante para comprender la personalidad y el programa político del dictador. 
Entre Sila y César, el eslabón fue Catilina. El movimiento de Catilina demuestra la verdad de las concepciones griegas (Aristóteles, Platón y Jenofonte) sobre la tiranía —la dictadura de Sila fue la versión latina de la tiranía griega — , de que la salida de ella son las revoluciones y que no establecen regímenes políticos duraderos. Sólo las grandes reformas de César y Augusto con las reparticiones de tierras llevadas a cabo por el dictador, y por el fundador del Principado, para arrancar de raíz el endémico problema de las deudas, trajeron la paz a la República romana.