Argentina y Estados Unidos, golpe a golpe (1966-1976)

Por Leandro Ariel Morgenfeld*
para Revista SAAP vol.8 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires 
publicado el diciembre de  2014

La década 1966-1976 no sólo fue turbulenta para Argentina en lo político, lo social y lo económico, sino también en las relaciones con Estados Unidos. Los distintos gobiernos de la autodenominada Revolución Argentina (1966-1973) y del peronismo (1973-1976), que volvió al poder después de una larga proscripción, protagonizaron acercamientos y roces con respecto al país del norte, hasta el golpe de Estado del 24 de marzo, apoyado por poderosos sectores en Washington. La creciente influencia de la doctrina de seguridad nacional y la relación entre el Pentágono y las fuerzas armadas latinoamericanas marcó el vínculo de Estados Unidos con sus vecinos del sur en esos años. Argentina, históricamente refractaria a aceptar la hegemonía de Washington en el Cono Sur, protagonizó un inédito acercamiento bilateral, no exento de obstáculos y límites, vinculados a cuestiones comerciales, ideológicas, geopolíticas y hasta militares. En el presente artículo analizamos, como parte de una investigación realizada en los últimos años y que abrevó en archivos diplomáticos de ambos países, las distintas alternativas del vínculo bilateral, hasta el golpe de Estado que expulsó al peronismo del gobierno e inauguró la dictadura más sangrienta de la historia argentina.

Introducción

La década que transcurrió entre el golpe liderado por Onganía y el que encabezó Videla determinó buena parte de la historia argentina posterior. En esos años cruciales, también la relación con Estados Unidos transcurrió por novedosos carriles. Entender las contradicciones del vínculo bilateral en ese período permitirá arrojar luz sobre las complejas relaciones con la Casa Blanca durante la última dictadura militar y tras la vuelta de la democracia. Los gobiernos de la autodenominada Revolución Argentina y los del retorno del peronismo plantearon una sinuosa relación con Washington, plagada de idas y vueltas, marchas y contramarchas. El rápido acercamiento de Onganía (1966-1970) a Estados Unidos se vio opacado cuando su gobierno se negó a implementar las políticas de desarme y no proliferación nuclear, lo cual generó una serie de cortocircuitos y represalias. La relación bilateral se enfrió todavía más durante el gobierno de Alejandro Lanusse (1971-1973), la crisis económica en el país del norte y la llamada "apertura hacia el Este”1. Los tradicionales sectores agroexportadores locales alentaron la búsqueda de nuevos mercados, del otro lado de la cortina de hierro, con lo cual la Unión Soviética y sus satélites se transformaron en un apetecible destino para enviar los excedentes agrícolas. La vuelta del peronismo (1973-1976) planteó una renovación de la tercera posición. Con Héctor Cámpora, se tensaron las relaciones con Washington aunque, tras su rápida salida del gobierno, hubo una relativa distensión, durante el interinato de Raúl Lastiri. Juan Perón, en su tercer mandato, intentó mejorar el vínculo con Estados Unidos, en línea con su pretensión de atraer capitales de ese país. La Casa Blanca, tras haber apoyado el golpe de Augusto Pinochet contra Salvador Allende, que generó rechazo en muchos países del continente, intentó recomponer las relaciones con América Latina. Richard Nixon y su Secretario de Estado Henry Kissinger lanzaron un "Nuevo Diálogo” con la región. Durante el gobierno de Isabel Perón, y en medio del marasmo económico que terminó en el Rodrigazo (junio de 1975), la relación bilateral fue contradictora. Se enviaron señales a Washington para mejorar el vínculo, a la vez que se anunciaron ciertas políticas nacionalistas -como la nacionalización de las bocas de expendio de combustibles- que afectaban importantes negocios estadounidenses. El Fondo Monetario Internacional (FMI) y la banca estadounidense retuvieron créditos destinados a Argentina que ya habían sido aprobados, hasta asfixiarla financieramente, previamente al anunciado golpe de Estado. El vínculo bilateral dio un giro desde marzo de 1976, cuando luego de la asunción de Jorge R. Videla, se conoció el nombramiento como ministro de economía de Alfredo Martínez de Hoz, con fluidos vínculos con David Rockefeller y la gran banca estadounidense. Videla proclamó rápidamente su alineamiento con Occidente y la lucha contra el comunismo, siguiendo la "doctrina de seguridad nacional”2. Sin embargo, los vínculos económicos, políticos y militares con la Unión Soviética se incrementaron en ese período (y mucho más cuando Argentina rechazó el boicot estadounidense contra la Unión Soviética por la invasión a Afganistán), con lo cual los roces con la Casa Blanca estuvieron a la orden del día, fundamentalmente durante la administración Carter (1977-1981).


Entender las turbulencias en la relación bilateral durante el período 1966-76 es crucial para dilucidar el futuro de ese vínculo, que a su vez tuvo un gran impacto en todo el sistema interamericano. En el presente artículo, abordaremos, entre otros, los siguientes interrogantes: ¿Cómo se posicionaron los distintos sectores en Estados Unidos frente al golpe encabezado por Onganía? ¿Qué límites tuvo el inédito acercamiento bilateral ensayado por el líder de los "azules”? ¿Qué se discutió y negoció durante la visita de Nelson A. Rockefeller en 1969? ¿Qué implicaba la apertura hacia el Este para los intereses de Estados Unidos en Argentina y en el Cono Sur? ¿Cómo el gobierno de Nixon procesó la vuelta del peronismo al poder, en el contexto del Nuevo Diálogo? ¿Qué similitudes y diferencias tuvo la relación con Estados Unidos durante la vuelta de Perón respecto a la tercera posición enarbolada en los años '40 y '50? ¿Cómo se transformó el vínculo bilateral durante el mandato de Isabel Perón? ¿Qué posición tuvo Washington frente al golpe de Estado y en los meses siguientes?

Estado actual del conocimiento sobre el tema

La presente investigación se enmarca en una temática sobre la que investigamos en los últimos años. Se apoya en un marco teórico que viene desarrollándose en la disciplina de las relaciones internacionales y que involucra las dimensiones sociales, económicas y políticas más generales, para comprender la inserción internacional argentina y, en especial, el vínculo con los Estados Unidos, sin sobredimensionar la relativa autonomía de las relaciones diplomáticas (Rapoport, 1992). Es un enfoque histórico, multidimensional y multicausal. Desde los años '80 del siglo XX, se fue produciendo en Argentina una revitalización de la historiografía de las relaciones internacionales. De todas formas, más allá de los nuevos aportes y pese a los progresos teóricos y a la proliferación de investigaciones con fuentes primarias anteriormente no disponibles, en los estudios sobre la historia de las relaciones internacionales hay todavía un enorme campo sin explorar, tanto en lo que hace a las relaciones entre Argentina y Estados Unidos como a la dinámica política interna, donde se disputan intereses que promueven determinados vínculos en el plano de las relaciones internacionales. Tal es la conclusión de la mayoría de los autores que se ocuparon de estas problemáticas, aun los que escribieron más recientemente3. Repasemos brevemente los trabajos -de muy distinta densidad y peso historiográfico- que dieron cuenta de la historia del vínculo argentino-estadounidense durante este período.

Un libro ineludible es La Argentina y los Estados Unidos. Historia de una desconfianza, de Joseph Tulchin (1990). Presenta una buena síntesis de la relación bilateral. Como lo indica su título, la obra de Tulchin se concentra en los malentendidos y en el desaprovechamiento de oportunidades que generaron la histórica desconfianza. Su libro se inscribe en la etapa del inicio del fin de la Guerra Fría, y de la obsesión por la normalización de unas relaciones bilaterales otrora conflictivas, proceso que se desarrollaría en Argentina a partir de la puesta en práctica del realismo periférico y el alineamiento automático4 durante la presidencia de Carlos Menem, que sería, desde su perspectiva, el que supuestamente habría logrado superar esa historia de malentendidos y desconfianzas. Al ser una obra general, dedica escasa atención al período que aquí nos ocupa.

Otro libro aún más reciente es Argentina and The United States. An Alliance Contained, de David Sheinin (2006). Este historiador canadiense, polémico, se cruza con el planteo de la mayoría de los historiadores, al afirmar, ya en la introducción, que la historia de las relaciones argentino-estadounidenses es de cooperación, basada generalmente en fuertes y cada vez mayores lazos comerciales y financieros, intereses estratégicos compartidos y crecientes contactos culturales. Según él, Argentina, a pesar de lo que plantea la mayor parte de la historiografía, habría tenido una relación cada vez más cordial con Estados Unidos, a lo largo del siglo XX. Operación similar a la que plantearon, en Argentina, ciertos teóricos seguidores de la teoría del realismo periférico, al pretender mostrar, por ejemplo, que la confrontación de Perón con Washington y la "tercera posición” fueron sólo motivadas por factores ideológicos y políticos, confirmadas como tales por el viraje de la política exterior -acercamiento a Estados Unidos- de su segunda presi-dencia5. La obra de Sheinin, entonces, plantea que la historiografía sobres-timó los aspectos conflictivos y soslayó el entendimiento y creciente relación económica, política, cultural e ideológica que se desarrolló a lo largo del siglo XX. Siendo una aproximación de largo plazo, al período 1966-1976 le dedica unas pocas páginas (Sheinin, 2006: 145-164).

Dentro de los libros de autores argentinos, se destaca ¿Cómo fueron las relaciones argentino-norteamericanas?, de Miguel Ángel Scenna (1970), que abarca la relación bilateral entre 1810 y 1969 y busca salvar el vacío historiográfico descripto en la presentación de la obra, muy citada entre los historiadores que se ocupan de la temática. Obra muy sintética -con escasa bibliografía de consulta y sin trabajo de archivo-, se ocupa de la constante confrontación entre Buenos Aires y Washington, justo lo contrario al foco de Sheinin. El punto de vista del autor se inscribe en las preocupaciones de la década de 1960 por el expansionismo estadounidense a nivel mundial, y en particular en América Latina. La preocupación del autor es reivindicar la soberanía argentina (y la del resto de los países latinoamericanos) frente al intento de avasallamiento estadounidense -había transcurrido poco tiempo de Bahía de Cochinos (1961) o de la intervención estadounidense en República Dominicana (1965), por ejemplo- y desde esa posición se analizan los aspectos salientes de la historia de la conflictiva relación, planteando en muchos casos hipótesis interesantes. Aunque sólo dedica diez páginas al período que nos ocupa (Scenna, 1970: 256-266).

Un trabajo más reciente en que se despliegan las relaciones bilaterales es Argentina, Brasil y Estados Unidos. De la Triple Alianza al Mercosur, de Luiz Alberto Moniz Bandeira (2004). Este autor brasilero, especialista en relaciones internacionales, confrontó a través de su obra, en los últimos años, con las perspectivas neoliberales que abrazaron las variantes latinoamericanas de la teoría del realismo periférico. Si bien la relación bilateral aparece analizada en este libro con un tercer vértice, Brasil, la obra de este historiador es muy importante a la hora de reconstruir las tensiones argentino-estadounidenses. Siendo un trabajo de largo plazo, Moniz Bandeira apenas dedica el capítulo XVIII al análisis de las relaciones triangulares en el período que nos ocupa (Moniz Bandeira, 2004: 365-382).

Hace tres años, se publicó Cables secretos. Operaciones políticas en la Argentina de los setenta, de Marcos Novaro (2011). A través de documentos diplomáticos recientemente desclasificados aborda la posición de la diplomacia estadounidense ante el golpe de 1976 (capítulo 1). Analiza los momentos previos y posteriores al golpe, y las distintas líneas que se desplegaban en el Departamento de Estado, que anticipan el giro que se produciría desde enero de 1977, con la asunción de Carter. Sobre este mismo tema, recientemente se publicó "El águila y el cóndor. La relación entre el Departamento de Estado y la dictadura argentina durante la administración Ford (1976-77)”, de Daniel Mazzei (2013), que aborda la misma temática, aunque con otra perspectiva.

Dos autores argentinos que también se han dedicado a investigar sobre el vínculo bilateral durante este período son Carlos Escudé y Andrés Cisneros, como parte de su monumental Historia general de las relaciones exteriores de la República Argentina (Escudé y Cisneros, 2000). Específicamente, abordan el tema en los apartados "Las relaciones con Estados Unidos”, de los capítulos 66 y 67 del tomo XIV. Aportan documentos y una buena síntesis.

En Estados Unidos también hay una renovada atención a la relación bilateral en los años sesenta y setenta. Un gran especialista en la política hacia América Latina publicó The Killing Zone. The United States Wages Cold War in Latin America (Rabe, 2012), libro en el que revisa la orientación de la política exterior estadounidense hacia la región, y que dedica algunas partes al análisis del vínculo con Argentina. El octavo capítulo, "Dictadores militares: aliados en la Guerra Fría”, se ocupa de analizar la estrecha relación que Washington cultivó con las dictaduras latinoamericanas.

Por supuesto que la exposición sintética de algunos autores y libros que presentamos no agota las investigaciones sobre el período -existen abordajes específicos recientes (Míguez, 2012b) y análisis clásicos muy valiosos (Puig, 1980, 1984; Paradiso, 1993)-, pero muestran que todavía falta mucho por explorar sobre el vínculo bilateral en esos años que marcaron una bisagra en la historia argentina y en particular en el vínculo con Estados Unidos.

En nuestra investigación se retomará el planteo original desarrollado por Rapoport, en la línea de los trabajos sobre historia de las relaciones internacionales que transformaron la forma de abordarlas en el último cuarto de siglo. Este autor encuentra en lo económico-social los fundamentos de la política exterior argentina (Rapoport, 1984, 1992). Sin embargo, para estudiar la política exterior argentina, y el conflictivo y cambiante orden mundial en que se enmarca, es clave analizar la dimensión económica y su vinculación con factores políticos, sociales y estratégicos que permitan explicar la lógica del accionar de los estados, los partidos, las fuerzas sociales y los individuos que conformaban las delegaciones exteriores6.

En la perspectiva que desde hace años desarrollamos en el Idehesi, se plantea una inversión de los abordajes tradicionales de la historia de las relaciones internacionales. No se estudia la diplomacia y la política exterior en relación a las determinaciones externas (lo económico, lo político, etc.), sino como manifestación particular de relaciones económico-sociales más generales. Se apela, así, a una "historia total” que evite la usual fragmentación y disociación de procesos que están estrechamente ligados.

Por otra parte, es necesario recalcar que, en las relaciones internacionales, las potencias internacionales intervienen desde un lugar privilegiado y activamente para garantizar su posición de supremacía (no se supone una abstracta igualdad en el poder de cada nación)7.


En este artículo, se profundizará esa línea, analizando cómo la Guerra Fría moldeó la relación bilateral en el período 1966-1976, signado por la lucha estadounidense contra la Revolución Cubana, los golpes de Estado en América Latina, la crisis económica mundial, el Nuevo Diálogo iniciado por Nixon. A diferencia de otros análisis, ni soslayamos ni absolutizamos la participación estadounidense en los golpes de Estado de 1966 y 1976, ni tampoco abordamos unívoca ni esquemáticamente la política de Washington hacia la región y la Argentina en particular, ya que hubo intereses en pugna (y muchas veces contradictorios) entre distintos sectores en Estados Unidos. Tampoco en Argentina, dentro de cada gobierno y en cada etapa, hubo posiciones homogéneas. Onganía no tuvo la misma política que Lanusse para relacionarse con Washington, ni tampoco Cámpora e Isabel Perón. Entender las continuidades y rupturas es clave para reconstruir la compleja relación bilateral en esos años cruciales.

Argentina-Estados Unidos: golpe a golpe

A lo largo de estos diez años, Estados Unidos pasó de la euforia por el crecimiento económico de la posguerra a la crisis del dólar y el petróleo, que señalaron el inicio de una nueva etapa en el capitalismo mundial (Rapoport y Brenta, 2010: 34-40). Desde el punto de vista geoestratégico, debió enfrentar su primera gran derrota militar: Vietnam. El presidente Nixon, que había sucedido a Johnson en 1969, logró la reelección en 1972, pero dos años más tarde abandonó anticipadamente el poder tras el escándalo del Watergate.

Las relaciones de Washington con América Latina fueron intensas en los sesenta y setenta. El triunfo de la Revolución Cubana implicó una serie de cambios en las relaciones interamericanas. Eisenhower primero, y Kennedy después, desplegaron una nueva política hacia la región. Promesas de ayuda, en torno a la Alianza para el Progreso, e intervencionismo militar clásico (Cuba, República Dominicana). El Pentágono alentó a los gobiernos regionales y a sus fuerzas armadas a implementar la doctrina de seguridad nacional (Romano, 2013: 243-304). No se toleraría ningún tipo de acercamiento hacia la otra esfera del mundo bipolar. El gobierno chileno de Allende, primera experiencia socialista por vía electoral, fue una de las víctimas de esa agresiva política exterior (Rabe, 2012: 122-143).


Las relaciones argentino-estadounidenses, en el período 1966-1976, atravesaron diversas idas y vueltas:

Onganía, Levingston, Lanusse

Tras tomar el poder el 28 de junio de 1966, el general Onganía buscó aproximarse a Estados Unidos. Si bien el derrocamiento de Illia fue recibido positivamente por amplios círculos en Washington, descontentos con la política económica y exterior del depuesto presidente, el reconocimiento diplomático al gobierno militar no fue automático, sino que se demoró 18 días, concretándose recién el 15 de julio, tras idas y vueltas8. Se oponían a aceptar el quiebre constitucional los sectores liberales del gobierno de Johnson, por ejemplo el senador demócrata Robert Kennedy, aunque también había resistencias entre los senadores republicanos, como fue el caso de Jacob Javits. La CIA, el Departamento de Estado, el Pentágono y el Congreso tenían distintas tácticas sobre cómo actuar frente al nuevo ocupante de la Casa Rosada, pero en el fondo estaban de acuerdo en que la Revolución Argentina era un freno fundamental al avance de las fuerzas sociales revolucionarias que se multiplicaban en todo el continente, y al retorno del peronismo, o sea la variante local de una oleada nacionalista que preocupaba a Washington. Como señalan Rapoport y Laufer, "En el plano de las relaciones internacionales se abrió el período de mayor proximidad a los intereses económicos y geopolíticos de los Estados Unidos en la historia argentina (...)” (Rapoport y Laufer, 2000: 47).

El acercamiento a Estados Unidos, sin embargo, no estuvo exento de límites y matices. Como plantean Escudé y Cisneros, el gobierno de la Revolución Argentina debía pivotear entre sus apoyos provenientes de los nacionalistas, desarrollistas y liberales, lo cual hacía que la relación con Washington tuviera aspectos contradictorios. Mientras que, desde el punto de vista ideológico, había una vocación de acercamiento a los gobiernos anticomunistas (Brasil) y a los que sostenían la doctrina de seguridad nacional, cuando Washington demoró el reconocimiento diplomático, durante las primeras dos semanas, los sectores nacionalistas atacaron a las autoridades estadounidenses9. Tras la Noche de los Bastones Largos, cuando las fuerzas represivas entraron en la Universidad de Buenos Aires para liquidar la resistencia estudiantil contra el golpe, surgió un nuevo conflicto con Washington: Warren Ambrose, profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts, quien dictaba una cátedra en la UBA, fue golpeado por la policía en la Facultad de Exactas. Este episodio suscitó un pedido de explicaciones por parte del Departamento de Estado y las críticas de Lincoln Gordon, subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos, y de Dean Rusk, el jefe de la cancillería estadounidense. Recién cuando Onganía se vio forzado a criticar públicamente la represión, recuperando las palabras de Gordon, el Departamento de Estado dio por cerrado el incidente (Escudé y Cisneros, 2000).

Un mes después del golpe, Álvaro Alsogaray partió hacia Washington para aplacar los recelos del Capitolio en relación al nuevo gobierno militar. En Nueva York, en carácter de embajador especial, se entrevistó con los senadores Kennedy y Javits y también participó en un banquete en su honor organizado por la Sociedad Panamericana de Estados Unidos y la Cámara de Comercio Argentino-Norteamericana. Allí buscó desestimar los miedos de empresarios y financistas, y las acusaciones contra el gobierno de Onganía por su antisemitismo. Sus declaraciones lograron nada menos que el elogio del ex embajador en Buenos Aires Spruille Braden, lo cual produjo el repudio de muchos dirigentes sindicales -hubo una declaración de censura por parte del propio comité central de la CGT, el 28 de julio- y nacionalistas argentinos, y el disgusto del propio Onganía, quien no quería perder el apoyo del sindicalismo.

Pero más allá de las diferencias, había una afinidad ideológica con Estados Unidos. Los militares de ambos países profundizaron sus vínculos. Entre 1964 y 1970, más de 2000 oficiales argentinos recibieron entrenamiento en Estados Unidos y en la zona del Canal de Panamá (Sheinin, 2006: 147). Una de las manifestaciones de la adhesión a la doctrina de seguridad nacional impulsada por Washington fue la propuesta argentina de institucionalizar un comité consultivo de defensa, un novedoso órgano militar interamericano, a pesar de que la Casa Rosada había resistido este tipo de instituciones supranacionales desde 1947. Entre el 15 y el 27 de febrero de 1967 se llevó a cabo, en Buenos Aires, la Tercera Conferencia Interamericana Extraordinaria. En forma paralela, se produjo la XI Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores. La concreción de estos cónclaves regionales en la capital argentina fue un logro de Onganía. Pocos meses antes, tras el golpe, había habido reacciones disímiles entre los países vecinos en cuanto al reconocimiento del nuevo gobierno militar. Uruguay y Chile, por ejemplo, habían aplicado la doctrina Estrada aunque, luego de cierta reticencia, terminaron reconociendo a Onganía. El 5 de agosto de 1966, el Consejo de la OEA resolvió (por 16 votos a favor y ninguno en contra) retrasar la reunión de cancilleres americanos. Meses más tarde, ésta finalmente se produjo en Argentina. En este cónclave, se reformó la Carta de la OEA, sumándose a la misma los principios de la Alianza para el Progreso. Sin embargo, no se avanzó en fortalecer un sistema de seguridad hemisférico, más allá de la propuesta argentina.

Pocos meses más tarde, en septiembre de 1967, se produjo una nueva reunión de cancilleres americanos, solicitada por Venezuela y con el objeto de discutir la supuesta injerencia del gobierno de Fidel Castro en otros países de la región. En esta reunión, concretada días antes del asesinato del Che Guevara en Bolivia, el canciller de la Revolución Argentina planteó la necesidad de darle un carácter permanente al Comité Consultivo de Defensa de la OEA, para coordinar entre las fuerzas armadas regionales la lucha contra la subversión10. Este planteo, en línea con la doctrina de seguridad nacional impulsada por el Pentágono, encontró la oposición de los gobiernos de Chile y México, cuyos representantes planteaban que debía evitarse la creación de mecanismos que pudieran violar el principio de no intervención, establecido en el sistema interamericano desde 1933. Otros países señalaron que, para combatir el peligro comunista, era necesario ampliar la ayuda económica a América Latina por parte de Estados Unidos. En esa línea, el canciller ecuatoriano argumentó que así se podrían evitar los conflictos sociales que, a su juicio, eran usados por el castrismo para alentar la lucha revolucionaria. Esta orientación, como veremos más adelante, se plasmó poco después en el Consenso de Viña del Mar.

Más allá de compartir los postulados de la doctrina de seguridad nacional, el alineamiento del gobierno de Onganía con Estados Unidos tenía límites. Argentina no acordó con la política de desnuclearización de América Latina, impulsada por Washington. La negativa a firmar el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares (aprobado en la Asamblea General de la ONU, en junio de 1968) y a ratificar el de Tlatelolco -Tratado para la Proscripción de Armas Nucleares en América Latina- (febrero de 1967), hizo que el Congreso estadounidense, como represalia, limitara la provisión de pertrechos militares. Onganía se volcó, entonces, al reforzamiento de los vínculos militares con el viejo continente -Plan Europa-, para modernizar y equipar las fuerzas armadas, sin depender tanto del esquivo suministro estadounidense. Esto generó nuevas presiones por parte de Washington. En febrero de 1968, por ejemplo, se produjo la visita del general Robert Porter, comandante de las fuerzas armadas estadounidenses para la zona sur, quien llegó a Buenos Aires para convencer a la Casa Rosada de que se concediera a empresas estadounidenses la licitación para la compra de tanques, que en principio había sido otorgada a Francia. Si bien el ministro de Defensa, Alejandro Lanusse, sugirió aceptar la oferta de Estados Unidos, finalmente primó la idea de fabricarlos en la Argentina. Esta decisión generó malestar en Washington porque afectaba al complejo militar-industrial de ese país.

Los vínculos económicos bilaterales también se estrecharon durante la primera etapa de la Revolución Argentina. Hacia el final de 1966 y en el marco de incertidumbre económica que caracterizó a los primeros meses de su gobierno, Onganía decidió desplazar a Jorge Salimei y nombrar a Adalbert Krieger Vasena al frente del Ministerio de Economía, quien planteaba que era necesario establecer la flexibilización laboral y la desindexación salarial, eliminar la banca pública, achicar el gasto del Estado y disminuir los subsidios a la industria. Por eso, cuando asumió, había un contexto de cierta euforia en los mercados -el FMI enseguida ofreció un crédito de 200 millones de dólares- porque se creía que llevaría adelante un programa liberal que tuviera en cuenta este diagnóstico (Brenta, 2014).

Krieger Vasena implementó un programa económico que, si bien se basaba en muchos de los preceptos de la economía liberal, también contaba con elementos originales y menos ortodoxos. Su plan podría resumirse en una devaluación compensada, un ajuste salarial por etapas, un acuerdo con los empresarios para limitar los aumentos de precios (a cambio de créditos y compras por parte del sector público), una reducción del déficit fiscal (retenciones y aumento de derechos de importación, disminución de empleados públicos) y un estímulo a la inversión extranjera (se vuelve atrás con la anulación de los contratos petroleros que había dispuesto Illia, se eliminan los controles de cambio, se firma un nuevo acuerdo con el FMI) (Gerchunoff y Llach, 1998: 38).

Luego del impasse que significó el gobierno de Illia, los vínculos con Estados Unidos se afirmaron en el plano económico tras el golpe de 1966:

La gestión económica del ministro Krieger Vasena, vinculado a las empresas transnacionales agrupadas en el Atlantic Community Group for the Development of Lain America (Adela), recibió las felicitaciones del FMI por su desempeño y permitió restablecer la confianza de los inversores extranjeros. Por otra parte, la nueva política petrolera reimplantó las condiciones favorables para las compañías extranjeras, dejando atrás el episodio traumático que -a juicio de los Estados Unidos- había constituido la anulación de los contratos petroleros dispuesta por el anterior gobierno radical. Otras señales de confianza se tradujeron en nuevas inversiones directas norteamericanas, en préstamos de la Tesorería de los EE.UU. y de un consorcio de bancos del mismo origen y en el respaldo crediticio del FMI (Rapoport, 2006: 523).

Se profundizó la extranjerización de la economía argentina. Entre 1962 y 1968, por ejemplo, se produjeron 39 transferencias de propiedad de grandes empresas que pasaron a manos extranjeras. De esas, 21 (55 por ciento) fueron adquiridas por capitales estadounidenses. Hacia 1969, de las mayores 50 empresas del país, 22 por ciento estaban controladas por capitales estadounidenses (29 por ciento capitales europeos, 15 por ciento por capitales privados argentinos y 34 por ciento por el Estado) (Departamento de Comercio, 1968). Desde la asunción de Krieger Vasena aumentó el flujo de capitales estadounidenses hacia el país.

Uno de los aspectos que preocupaba al gobierno argentino era el déficit del intercambio comercial con Estados Unidos. El intercambio entre ambos países arrojaba permanentes saldos deficitarios para Argentina. En el período 1955-1968, el déficit alcanzó los 2.155 millones de dólares. La necesidad de revertirlo fue una de las cuestiones en las que más insistieron las autoridades argentinas al momento de la visita de Rockefeller.

Ni bien asumió, el 20 de enero de 1969, Nixon procuró reencauzar la relación con América Latina y resolvió enviar al gobernador de Nueva York, Nelson A. Rockefeller, a visitar los países de la región. Con su clásica grandilocuencia, Rockefeller transformó rápidamente la iniciativa para convertirla en una misión presidencial, que abarcaría 20 países latinoamericanos. Si bien tenía un gran ascendente entre las clases dominantes de la región, para las izquierdas y los movimientos nacionalistas era sinónimo de dominación imperial.

Los países latinoamericanos, en tanto, planteaban abiertamente el fracaso de la Alianza para el Progreso. En mayo de 1969, se estableció el "Consenso de Viña del Mar”, a través del cual reclamaban una división internacional del trabajo más justa, que favoreciera el rápido desarrollo económico y social. Demandaban, concretamente, cambios en el sistema de préstamos y en las prácticas de comercio de Estados Unidos. Rockefeller realizó cuatro viajes, en los cuales visitó todos los países latinoamericanos, generándose múltiples protestas y hechos de violencia, que recordaban la dificultosa gira de Nixon por la región en 1958, cuando era vicepresidente. Rockefeller elevó un informe tras su periplo, en agosto de 1969, en el que recomendaba que su país disminuyera las restricciones a la ayuda exterior hacia la región y que le otorgara a los países latinoamericanos preferencias especiales para acceder con sus exportaciones al mercado estadounidense. Más allá de que Nixon prometió tener en cuenta las demandas planteadas por los gobiernos latinoamericanos en Viña del Mar, las emanadas del Informe Rockefeller y también las del National Security Study Memorandum N. 15 (julio de 1969, bajo el comando de Henry Kissinger), en realidad la asistencia económica hacia la región se redujo significativamente: en 1971, por ejemplo, fue de sólo 463 millones de dólares, 50 por ciento menos que el promedio de la década anterior (Selser, 1971: 117). En el medio de una profunda crisis económica -que llevó a la devaluación del dólar- para Nixon y Kissinger, más allá de las expresiones públicas, América Latina no estaba entre sus prioridades.

La llegada de Rockefeller a Buenos Aires, el domingo 29 de junio, fue un punto importante en el vínculo bilateral. Arribó en el momento quizás menos propicio: justo en el tercer aniversario del golpe de Onganía -lo cual motivó sendas movilizaciones de protesta-, exactamente un mes después del estallido del Cordobazo y horas antes de que asesinaran a Vandor, líder de la CGT oficialista. Pero también coincidió con el día en que la administración Nixon anunciaba la eliminación de la "cláusula de adicionalidad”, incluida en los programas de asistencia económica estadounidense desde el año 1964. Esto respondía a un viejo reclamo latinoamericano y fue casi el único gesto de la nueva administración republicana, frente a los renovados reclamos de la región, plasmados en la mencionada reunión de Viña del Mar11.

En términos generales, la gira de Rockefeller respondía a la necesidad de Nixon de ganar tiempo, a la vez que pretendía mostrar que, pese a que el foco de su política exterior se encontraba en Asia, y en particular en Viet-nam (cuya invasión era cada vez más resistida dentro de Estados Unidos), América Latina recuperaría protagonismo. Además, luego del asesinato del Che Guevara en Bolivia, y en un contexto de fuerte efervescencia social en la región, la Casa Blanca debía mostrar más zanahorias que garrotes. Ante la paralización de la Alianza para el Progreso y los planteos latinoamericanos en la reunión de Viña del Mar, era necesario dar alguna respuesta.

Antes de la visita de Rockefeller, la cancillería argentina tenía expectativas en que se pudiera ampliar el abastecimiento de armamentos por parte de Estados Unidos, luego del impasse establecido por el Capitolio en represalia a la negativa argentina a aceptar las políticas de no proliferación que pretendía Washington para América Latina. Así lo manifiesta un texto reservado, firmado el 14 de marzo de 1969 (Amrec, Ministerio de Relaciones Exteriores, 14/03/69, Documentos OEA, Caja AH/0014, Serie 45). También pretendía limitar las trabas estadounidenses a las exportaciones agropecuarias argentinas y ampliar el financiamiento externo. En función de esas expectativas, el gobierno de Onganía se quejaba de: la negativa de Estados Unidos a venderle armamentos; las exportaciones estadounidenses de trigo subsidiado (haciendo dumping) a países que eran potenciales clientes de Argentina, como Brasil; los créditos que otorgaba a países en desarrollo para que compren trigo; el programa 480. Para incrementar los intercambios comerciales con Estados Unidos, la Casa Rosada pretendía que Washington removiera las barreras sanitarias para la importación de carnes, quitara las cuotas a la importación de aceites y permitiera la entrada de más productos argentinos en su mercado interno. La mayor parte de los planteos a Rockefeller fueron en esa línea.

Washington, por su parte, intentó que la visita a Buenos Aires sirviera para limar las asperezas bilaterales y recomponer un vínculo que había sido promisorio tras el golpe de 1966, cuando los jefes militares locales se mostraron dispuestos a defender la doctrina de seguridad nacional. A los ojos de la Casa Blanca, y en el contexto del recrudecimiento de la Guerra Fría en América Latina, no era poco contar con un firme aliado en la lucha anticomunista en el Cono Sur. Más viniendo de un país que históricamente había enfrentado las políticas interamericanas de Washington. Pero el entendimiento intergubernamental -aún con los límites y matices consignados más arriba- no se derramaba hacia el resto de la población. La masividad de las movilizaciones en contra de la visita de Rockefeller, símbolo del imperialismo estadounidense en la región, era una de las manifestaciones del ciclo de auge de las luchas populares que había empezado pocos días antes con el Cordobazo y se extendería por varios años.

Más allá de las alternativas de la Misión Rockefeller, y de la real influencia que pudiera tener en modificar las políticas de Washington hacia la región, la convulsión política en Argentina produjo no sólo la salida de Krieger Vasena, sino también, un año más tarde, la del propio Onganía. Si bien durante su gestión había habido puntos conflictivos12, las relaciones habían sido más próximas que con gobiernos anteriores. Las distancias entre la Casa Blanca y la Rosada no harían sino ahondarse en los años siguientes.

El relativo entendimiento Washington-Buenos Aires durante el gobierno de Onganía fue, entonces, el prólogo hacia una crisis de hegemonía estadounidense en América Latina y en Argentina. El giro en las relaciones bilaterales se produjo con la llegada, meses más tarde y luego del interregno de Roberto Levingston -cuando Aldo Ferrer ensayó un intento de argentinización de la economía-, de Lanusse. El debilitamiento de la economía del país del Norte (crisis del dólar en 1971) impulsó la llamada apertura hacia el Este, que implicó una renovada relación económica y política con la Unión Soviética y sus aliados, en particular para incrementar los mercados para la colocación de bienes agropecuarios. En el marco de la Guerra Fría, este nuevo patrón de inserción internacional generó rispideces con Washington. La política represiva, que no hizo sino profundizarse tras el Cordobazo, no inhibía al gobierno militar para desplegar un pragmatismo en los vínculos exteriores, profundizando como nunca antes las relaciones comerciales con el bloque socialista.

Tras la crisis económica y política que produjo la rápida salida de Levingston, y desde la asunción de Lanusse, se profundizó la consabida apertura hacia el Este, ya iniciada anteriormente, y el vínculo con Estados Unidos entraría en una etapa más conflictiva. Como señalan Laufer y Spiguel:

La política "eficientista” practicada en sus primeros tramos por el gobierno militar de la llamada "Revolución Argentina” (1966-1973) acrecentó el peso del capital externo, fundamentalmente norteamericano, en la infraestructura industrial argentina. Pero durante los últimos años del régimen militar, ya bajo la presidencia del general Lanusse, el relativo debilitamiento de la economía estadounidense a consecuencia del acentuado déficit de su balanza de pagos y de los efectos de la larga guerra del sudeste asiático, y la crítica situación mundial originada en la crisis monetaria mundial de 1971 y la crisis petrolera de 1973, facilitaron en la Argentina la emergencia de sectores económicos y políticos que impulsaban la modificación de los patrones de inserción internacional vigentes, postulando la diversificación de las relaciones económicas exteriores del país, con objetivos diversos y a veces encontrados, como el estrechamiento de las relaciones comerciales y diplomáticas con la URSS y los países del Este, o el fortalecimiento de la vinculación económica y política con los países de la CE; o bien la intensificación del intercambio y la integración económica en el ámbito latinoamericano en procura de un mayor margen de autonomía económica (Laufer y Spiguel, 1998: 119).

Tras la salida de Onganía, se firmó un convenio comercial con la Unión Soviética, lo cual fue una de las manifestaciones de esta nueva orientación de la inserción internacional argentina.

El relativo alejamiento de Estados Unidos se manifestó, por ejemplo, en la XIV Reunión de Consulta de Cancilleres Americanos (Washington, enero-febrero de 1971), en la que Argentina mantuvo una posición diferente a la de Estados Unidos. Allí, la delegación enviada por Levingston intentó una posición de equilibrio entre los sectores nacionalistas ortodoxos, desarrollistas y liberales que, como señalamos más arriba, sostenían al gobierno de la Revolución Argentina.

En síntesis, la crisis económica en Estados Unidos fue uno de los factores externos que impulsaron la apertura hacia el Este, que implicó una renovada relación económica y política con la Unión Soviética y sus aliados, en particular para incrementar los mercados para la colocación de bienes agropecuarios, lo cual disgustaba a Washington.


Cámpora, Lastiri, Perón, Isabel

Las tensiones con la Casa Blanca se ahondaron tras la vuelta del peronismo. Ya en su discurso de asunción disparó sus críticas contra el sistema interamericano liderado por Estados Unidos:

(...) la Organización de los Estados Americanos sufre una profunda crisis. Lo que ocurre, en el fondo, es que no ha servido a los fines de la liberación de nuestros pueblos, sino que por el contrario ha contribuido a mantenerlos en la dependencia y en el subdesa-rrollo. Surgida en los momentos álgidos de la Guerra Fría, ni siquiera se justifica ahora dentro de ese contexto, que debe considerarse totalmente superado por la nueva perspectiva internacional de la coexistencia pacífica y el multipolarismo creciente. Todo indica, como acabamos de señalar, que los problemas latinoamericanos deben ser solucionados en nuestra propia sede (...) (citado en La Opinión, 26/05/73: 4).

En esa misma línea, en junio de 1973, en Lima, Argentina planteó que era necesario reestructurar la OEA, debido a que Estados Unidos había alentado la "balcanización” americana y a que no había confluencia de intereses entre las transnacionales estadounidenses y los países latinoamericanos (Connell-Smith, 1974). El representante argentino, Jorge Vázquez, exigió también la revisión del TIAR y pidió también la reincorporación de Cuba, expulsada una década atrás:

La presencia de este pacto militar con una superpotencia como los Estados Unidos constituye un factor de desequilibrio que origina situaciones de sojuzgamiento incompatibles con los principios enunciados en el instrumento constitucional de la Organización de los Estados Americanos. (...) El resultado ha sido una cadena de omisiones y abusos que no podemos callar: episodios como el desembarco en la Bahía de los Cochinos, intervención armada en Santo Domingo y la expulsión del gobierno cubano, integran una historia sombría ante la cual sólo cabe avergonzarse (discurso del subsecretario Vázquez en sesión plenaria, Tercera Asamblea General de la OEA, citado en Lanús, 1984: 167).

Además, reconoció los derechos de Panamá sobre el canal interoceánico, ocupado por Estados Unidos desde principios del siglo XX. Esta posición marcadamente antiestadounidense generó simpatías en América Latina, lo que llevó al gobierno de Nixon a reaccionar con cautela. La respuesta de Washington llegó recién días más tarde, negando que Estados Unidos tuviera las pretensiones hegemónicas denunciadas por Argentina.

El diputado Lastiri, durante su breve mandato como presidente interino (junio-octubre de 1973), intentó una ligera moderación del perfil confrontativo de su antecesor, aunque las tensiones bilaterales perduraron: Argentina reingresó al Movimiento de los Países No Alineados en septiembre de 1973 -en el que se planteó la reivindicación de Malvinas-, criticó la doctrina estadounidense de seguridad hemisférica y rompió el bloqueo económico que afectaba a Cuba desde hacía más de una década. Durante este gobierno de transición, el ministerio de economía siguió a cargo de Gelbard, impulsor de los acuerdos comerciales con la isla caribeña y de la profundización de la apertura hacia el Este. En ese breve lapso, en la agenda de las relaciones bilaterales se destacaron cuatro temas: la crítica del encargado de negocios estadounidense a tres proyectos de ley que afectaban las inversiones de su país, el anuncio de Gelbard del otorgamiento de un crédito de 200 millones de dólares a Cuba para comprar automóviles -que rompía por primera vez el embargo establecido en 1962-, la decisión del general Carcagno, jefe del ejército, de retirar la misión militar estadounidense que ocupaba dependencias del Comando en Jefe de su fuerza, y la expansión de las actividades guerrilleras, que incluían el secuestro de directivos extranjeros (Escudé y Cisneros, 2000).

El 12 de octubre de ese año, Perón asumió su tercera presidencia. Si bien mantuvo ciertos límites a los intereses estadounidenses -establecidos en la nueva ley de inversiones extranjeras-, moderó la confrontación y planteó la necesidad de un entendimiento con Estados Unidos, en función de su política de atracción de capitales de las potencias del llamado "mundo libre”:

Llegado a la presidencia, Perón procuró mantener respecto de Estados Unidos una actitud equidistante que permitiera aumentar el margen de maniobra externo de la Argentina, pero sin llegar al extremo de la confrontación como había ocurrido durante el gobierno de Cámpora. La gestión peronista no dejó de plantear sus diferencias con Washington, pero lo hizo a través del previo consenso con otros países latinoamericanos "críticos” respecto de la política norteamericana, en temas tales como la reincorporación de Cuba o las cuestiones comerciales pendientes entre Estados Unidos y los países de la región (Escudé y Cisneros, 2000: s/p).

Profundizando los vínculos con Europa Occidental, a la vez, Perón pretendía conservar un margen de maniobra relativamente autónomo respecto de Estados Unidos. Sin embargo, en este período no faltaron los gestos positivos hacia Washington. Uno de ellos fue la firma en mayo de 1974 de un convenio para la lucha contra el narcotráfico, entre el ministro López Rega y el embajador Hill. En el mismo se afirmaba el vínculo entre terrorismo y narcotráfico, en línea con la estrategia de "guerra contra las drogas” iniciada por la administración Nixon.

Esta política hacia Estados Unidos coincidió con el anuncio de Kissinger de un Nuevo Diálogo con América Latina, en la Conferencia de Tlatelolco, que reunió a los cancilleres americanos en febrero de 1974. El gobierno de Nixon, para intentar morigerar la reacción antiestadounidense en el continente, que se había profundizado luego del derrocamiento de Allende, prometió abordar el problema del Canal de Panamá y revisar medidas comerciales y financieras que afectaban a los países latinoamericanos, en un contexto de crisis económica internacional y caída de la demanda europea de bienes primarios. Una vez más, se desplegaba una combinación de garrotes y zanahorias. La CIA participó activamente en el derrocamiento en Chile del primer gobierno socialista electo en América y también en el golpe de Estado en Uruguay. Meses después, la Casa Blanca prometía una nueva etapa en la relación con su "patio trasero”. Lo hacía en un momento de relativa debilidad, producto de su retirada poco honrosa de Vietnam, de la crisis económica y luego del estallido del escándalo Watergate, que terminaría con la renuncia de Nixon.

En octubre de 1973, Kissinger se entrevistó con el Vignes. El canciller estadounidense expuso las concesiones económicas que estaban dispuestos a realizar en el marco del Nuevo Diálogo y destacó la importancia de Argentina para que la iniciativa llegara a buen puerto, lo cual llevó a su par argentino a pretender erigirse como vocero de América Latina con el aval de la Casa Blanca. En forma similar a lo que había ocurrido con la Alianza del Progreso una década antes, el Nuevo Diálogo nunca fue más allá de la retórica y las promesas, tendientes a aplacar la renovada "yanquifobia” regional. A pesar de ser un gobierno republicano, la doble estrategia de concesiones y presiones no parecía ser muy distinta a la desplegada una década atrás por sus antecesores demócratas, luego de la Revolución Cubana (Morgenfeld, 2012):

A partir de la renuncia de Nixon y la asunción de Gerald Ford a la Casa Blanca en agosto de 1974, quedó claro que el "Nuevo Diálogo” era una promesa retórica, vacía de contenido. Ford justificó las actividades de la CIA en el derrocamiento del izquierdista Salvador Allende en Chile e hirió de muerte el "Nuevo Diálogo” cuando aprobó la ley de comercio exterior (Trade Bill), que contenía una serie de medidas proteccionistas que discriminaban varios productos exportables latinoamericanos (Escudé y Cisneros, 2000: s/p).

Las promesas hechas luego de la gira de Rockefeller, un lustro antes, fueron tiradas por la borda.

Durante la primera etapa de la vuelta del peronismo, se profundizó la apertura hacia el Este iniciada anteriormente:

Fue recién durante el final del gobierno de la Revolución Argentina cuando bajo la dirección del general Alejandro A. Lanusse se inició el proceso llamado de ruptura de las "barreras ideológicas”, barreras que tan rígidamente se habían mantenido durante la gestión de los generales Juan C. Onganía y Roberto M Levingston. En junio de 1971 la Argentina y la Unión Soviética suscribieron un acuerdo comercial por tres años que establecía la aplicación de la cláusula de la nación más favorecida y una atención muy especial para los productos manufacturados. Si bien sus términos eran exclusivamente económicos, es indudable que el acuerdo del año 1971 tuvo una significación política. Pero será sin duda el año 1974 el que marcará un hito histórico en las relaciones argentino-soviéticas. Ese fue el momento del gran cambio en las tradicionalmente distantes y recelosas relaciones entre Buenos Aires y Moscú; el comienzo de una vinculación comercial que, por razones quizás ajenas a la voluntad de las partes, transformaría a la Unión Soviética en el principal cliente de la Argentina (Lanús, 1984: 110).

Más allá del giro impulsado por Cámpora, Gelbard y Leopoldo Tettamanti -Secretario de Relaciones Económicas Internacionales-, el canciller Vignes, desde su asunción, se había opuesto a ese aspecto central de la nueva inserción internacional argentina. Sin embargo no logró evitar, por ejemplo, la misión comercial que viajó en mayo de 1974 a la Unión Soviética, Polonia, Hungría y Checoslovaquia. Esa orientación se plasmó, un año más tarde, en el inicio de las negociaciones para la firma de un acuerdo entre la Argentina y el Consejo de Ayuda Mutua Económica (Comecon). Estos vínculos económicos y políticos con el bloque socialista generaban pocas simpatías en Washington.

Muerto Perón, su esposa Isabel, ahora a cargo de la presidencia, debió enfrentar una creciente crisis económica, que no hizo sino horadar su frágil base política. Necesitado su gobierno de créditos internacionales, la relación con Washington y con los organismos financieros fue clave. La política exterior se mostró sumamente contradictoria. Hubo un anuncio de nacionalización de las bocas de expendio de combustible, pertenecientes a la angloholandesa Shell y la estadounidense Esso, que era contradictoria con la orientación liberal del Acta Automotriz y con la retracción en relación con la actitud confrontativa respecto a la OEA iniciada durante la gestión de Cámpora. Las contradicciones de la política hacia Estados Unidos se enmarcaban en los propios vaivenes de una política exterior errática:

En síntesis, el nivel de gestión de la política exterior del gobierno de Isabel evidenció las dificultades propias de un régimen constitucional que venía arrastrando serios problemas de funcionamiento desde mucho antes de la asunción de la viuda de Perón a la presidencia. Por cierto, el alto grado de conflictividad facciosa en el seno del partido gobernante -expresado en la violencia política-, la falta de estabilidad política y económica y la capacidad de veto de los grupos de presión -sindicatos, empresarios, sectores agropecuarios, Fuerzas Armadas- no fueron condicionantes exclusivos del período de gobierno de Isabel Perón. Muy por el contrario, estuvieron presentes desde el inicio mismo del régimen, en mayo de 1973, hasta su implosión casi tres años después. No obstante dichos problemas de origen en la gestión del régimen político interno y en la política exterior de dicho régimen, la capacidad de liderazgo y de arbitraje de Juan Perón permitió moderar sus negativos efectos en la política interna y exterior, hasta su muerte en julio de 1974 (Corigliano, 2007: 76).

Vignes operó para que el embajador argentino en Washington, Alejandro Orfila, fuera nombrado nuevo secretario general de la OEA:

En mayo de 1975, la posición crítica del gobierno argentino ante el rol de la OEA dio indicios de revertirse. Esta actitud estuvo vinculada a la expectativa del canciller Vignes de poder asumir un papel de intermediario entre Estados Unidos y los países de la región partidarios de las reformas del sistema panamericano, y a la posibilidad de que el hasta entonces embajador argentino en Washington, Alejandro Orfila, fuera elegido secretario general de la OEA. El gobierno y los medios de prensa que respondían al partido gobernante festejaron la elección de Orfila en mayo de 1975, en la errónea creencia de que la presencia de una figura argentina con buena imagen en la Casa blanca sería condición suficiente para atraer respaldo político e inversiones de Washington (Escudé y Cisneros, 2000: s/p).


En pocos meses, Argentina pasó, entonces, de una suerte de impugnación del organismo, denunciándolo como un instrumento de la política imperialista estadounidense, a negociar para lograr la elección de un diplomático local como máxima autoridad de ese organismo regional. Pero ese inmenso gesto hacia Washington -que resultó beneficioso para el Departamento de Estado, que buscaba distender las relaciones interamericanas- no logró el apoyo político y financiero esperado. La gran banca estadounidense y el FMI retuvieron créditos ya aprobados para la Argentina en los meses finales del caótico gobierno de Isabel Perón, para alentar su agonía e impulsar a los sectores golpistas. Más allá de ciertas prevenciones de diplomáticos estadounidenses y del Capitolio, dominado por los demócratas desde 1975, Kissinger alentó fuertemente la toma del poder por parte de las fuerzas armadas.

El golpe y los inicios del gobierno de Videla

El golpe del 24 de marzo de 1976 produjo un giro en la relación con Estados Unidos. No hubo intervención directa de la CIA, como en el caso chileno, pero sí un apoyo político, económico y militar a la dictadura. El anuncio del plan de Martínez de Hoz, llevó a la administración Ford a otorgar ayuda financiera a la Junta Militar encabezada por Videla. En los meses siguientes, fluyó también la asistencia militar. El ministro de Economía, según la Casa Blanca, era una garantía para los intereses económicos estadounidenses en la región. Y el gobierno de facto, una garantía para el combate contra la subversión. Las fuerzas armadas, después del auge de luchas populares inaugurado por el Cordobazo y del traumático retorno del peronismo, daban seguridades a Kissinger de mantener al país en el rumbo occidental, cristiano y anticomunista. La Junta Militar parecía ser un resguardo para la seguridad nacional de Estados Unidos. Esto era música para los oídos de la administración republicana, a pesar de las voces en el Capitolio y en el propio Departamento de Estado que tempranamente cuestionaron la represión sistemática de los derechos humanos en Argentina. El gobierno encabezado por Videla, por su parte, quería evitar esas críticas y era consciente de que, siendo un año de elecciones presidenciales en Estados Unidos, se tornaba difícil para la Casa Blanca apoyar públicamente y sin matices a una junta militar responsable de una cruenta represión interna.

Dos días después del golpe se reunieron Kissinger y William D. Rogers, subsecretario de Estado, y debatieron sobre Argentina y la postura que debía tomar la Casa Blanca frente al golpe. Mientras Rogers anticipaba que se derramaría mucha sangre y aconsejaba no apresurarse, Kissinger planteó que los golpistas requerían del estímulo estadounidense y no quería dar la idea de que serían hostigados por Washington (Secretary's Staff Meeting, 26/ 03/76: 19-23, citado en Mazzei, 2013:10)13. Estas dos posiciones resumían el debate dentro del Departamento de Estado:

Desde el 24 de marzo de 1976 quedaron expresadas dos posturas en el Departamento de Estado respecto al gobierno argentino. A aquellos que apoyaron decididamente la política de la dictadura se opuso la de quienes planteaban que no debían repetirse los errores cometidos en los casos chileno y uruguayo, que le valieron, al Departamento de Estado, quejas del Congreso y la opinión pública (Mazzei, 2013: 22).

En un reciente y documentado libro, Novaro cuestiona la idea del fuerte apoyo del gobierno de Estados Unidos al golpe, y plantea que, ya bien por la experiencia adquirida tras los golpes en Chile y Uruguay, ya bien porque pocos meses después habría elecciones presidenciales -donde el tema del apoyo a las dictaduras latinoamericanas fue parte del debate entre Ford y Carter-, prevaleció una postura más bien prescindente:

Argentina fue, ya entre 1975 y 1976, un caso aparte en el Cono Sur, tanto debido a la complejidad de los conflictos políticos que la atravesaban, como a la virulencia que había alcanzado en ella el fenómeno de la violencia política, y al menos así fue tratada por parte de una porción de la diplomacia norteamericana; lo que implicó que, más allá de las preferencia pro militares y anticomunistas que la guiaban (especialmente intensas en el caso de su jefe, el secretario de Estado Kissinger), esta mantuviera una actitud que en términos generales podemos denominar "prescindente” frente al golpe de Estado (...) (Novaro, 2011: 23).

A nuestro juicio, Novaro se circunscribe a las posiciones dentro del Departamento de Estado y soslaya, en cambio, el boicot financiero del FMI al gobierno de Isabel Perón en los meses previos al golpe, y el flujo de créditos que se dio a la Junta Militar en sus primeras semanas. Además, no toma en cuenta que, más allá de las posiciones diferentes en el Departamento de Estado -por ejemplo, las fuertes divergencias entre Kissinger y el propio embajador en Buenos Aires, Robert C. Hill-, en realidad terminó prevaleciendo la posición del jefe de la cancillería estadounidense. Escudé y Cisneros, a diferencia de Novaro, resaltan el fuerte apoyo estadounidense al golpe:

...la emergencia de un gobierno autocrático en la Argentina fue percibida como una salida "necesaria” al caos generado por el gobierno de Isabel Perón. Así, desde Washington, medios de prensa y organismos oficiales emitieron evidentes gestos de la posición favorable de la administración Ford hacia el nuevo gobierno argentino. Un cable proveniente de la capital norteamericana informó acerca de la "buena disposición” con que el Fondo Monetario Internacional saludaba al régimen militar argentino, mencionándose la posibilidad de que el gobierno de Videla obtuviese un crédito santad-by por 300 millones de dólares. A su vez, el propio gobierno de Ford recomendó el envío a los militares argentinos de 49 millones de dólares en concepto de asistencia militar para el año 1977. Por cierto, estos gestos demostraron la positiva repercusión que en las autoridades y los hombres de negocios norteamericanos tuvo el plan liberal del ministro Martínez de Hoz, que apuntaba a la apertura financiera y la atracción del capital extranjero. Desde la óptica de la administración Ford, la política económica de Martínez de Hoz era una "garantía de los intereses de la política económica exterior de los EE.UU.” y el gobierno de Videla constituía "un factor de perfecta estabilización” después de "las luchas con características de casi guerra civil” en los años de las administraciones peronistas (Escudé y Cisneros, 2000: s/p).

Ya en junio, la CIA tenía conocimiento de la existencia del Plan Cóndor, la coordinación represiva con las dictaduras de Argentina, Chile, Bolivia, Perú y Paraguay para el asesinato secreto de perseguidos políticos. Sin embargo, ambas tendencias en el Departamento de Estado caracterizaban a Videla como la línea moderada dentro de la Junta Militar que gobernaba Argentina y eran renuentes a atacarlo directamente, supuestamente para no fortalecer su desplazamiento por parte de la línea dura.

Desde nuestra perspectiva, más que concluir que, a diferencia de los casos de Chile o Uruguay, en el caso argentino primó la política de hands off -de prescindencia o de distancia-, en realidad ocurrió algo similar que una década atrás. Como mostramos más arriba, en 1966, a pesar de las simpatías para con Onganía, el reconocimiento diplomático de su gobierno se demoró unos días, a diferencia de lo que había ocurrido dos años antes con el golpe contra Goulart en Brasil. Como señalamos, eso respondía a la necesidad de guardar las formas. Lo mismo puede decirse respecto al golpe de 1976. Más que una política de no intromisión, lo que hubo fue un doble discurso por parte de Kissinger, planteando el público la preocupación por la violación de los derechos humanos, y en privado avalando el terrorismo de estado, ya conocido por el Departamento de Estado semanas después del golpe. En dos entrevistas entre Kissinger y el canciller César Augusto Guzzetti, en junio y septiembre de 1976, el primero respaldó el terrorismo de Estado y hasta sugirió que hicieran lo que tuvieran que hacer lo más rápidamente posible14. Y esto perduró, más allá de las voces disidentes en el propio gobierno estadounidense y en la opinión pública de ese país:

El agravamiento de la situación de los derechos humanos multiplicó los reclamos de los congresistas norteamericanos y de una segunda línea del Departamento de Estado que impulsaban sanciones económicas y militares hacia la Argentina. No obstante, se impuso la postura de Kissinger de no importunar a las dictaduras latinoamericanas, consideradas aliadas en la lucha de Occidente contra el Comunismo (Mazzei, 2013: 22-23).

La situación comenzó a cambiar en enero del año siguiente, cuando los demócratas volvieron a la Casa Blanca. Durante la presidencia del demócrata James Carter (1977-81), uno de los ejes de su política exterior fue denunciar el no respeto de los derechos humanos en determinados países:

Desde 1977 el gobierno de Carter desplegó la política de promoción de los derechos humanos, en el marco de una estrategia global para recomponer la hegemonía norteamericana en el mundo, elemento que caracterizó la política de Washington hacia la dictadura argentina. La condena a las flagrantes violaciones de los derechos humanos por parte del régimen de Videla se combinó, en 1978, con la suspensión de toda ayuda militar a Argentina. La dictadura respondía a EE.UU. con acusaciones de "intervención en los asuntos internos” y reproches sobre la incomprensión de Occidente respecto de su cruzada "antisubversiva”... (Rapoport y Spiguel, 2005: 57).

Claro que había al menos para Washington una doble vara. Mientras se sancionaba la violación de los mismos en Argentina, no se hacía lo propio con la dictadura de Augusto Pinochet en Chile, ni había una condena al Plan Cóndor, impulsado por la propia CIA.

Como consecuencia de este rasgo de la política exterior de su administración, la relación con los militares argentinos atravesó distintas fricciones. El sustento material de los roces bilaterales debe comprenderse a la luz del nuevo triángulo económico con Estados Unidos y la Unión Soviética. El primer país era el abastecedor principal de las importaciones argentinas y sostenía financieramente el espiral de endeudamiento requerido por la política de dólar barato y la "tablita” de Martínez de Hoz. La Unión Soviética y los países de Europa del Este, por su parte, fueron el destino privilegiado de los cereales y las carnes argentinas. Este sorprendente vínculo con Moscú y sus satélites, que se remontaba a la etapa de Lanusse, no hizo sino profundizarse desde 1979, cuando tras la invasión soviética a Afganistán, Estados Unidos lanzó un embargo comercial contra su rival, que el gobierno argentino decidió no acompañar. La Guerra Fría registraba una nueva escalada, y el tándem Videla-Viola la aprovechaba para favorecer a la reprimarización de la economía alentada por los grandes productores agropecuarios.

La negativa argentina a participar en el embargo contra la Unión Soviética, sumada a las acusaciones por violación de los derechos humanos y a la negativa a apoyar la política de Washington de no proliferación nuclear en América Latina tensaron las relaciones con la Casa Blanca. Carter ejerció presión sobre Videla de distintas formas: no vendiendo armamentos, limitando la provisión de bienes estratégicos e impulsando una misión de la OEA que llegó al país a recoger acusaciones sobre el terrorismo de Estado. Hubo una negociación entre el gobierno argentino y el Departamento de Estado para aceptar la llegada de esta misión a cambio de que no realizara un informe demasiado duro contra la Junta Militar encabezada por Videla (Novaro, 2011: 117-155). Sin embargo, el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) dejó muy mal parado al gobierno e incrementó las presiones externas e internas. De todas formas, la gran banca privada, liderada por David Rockefeller, siguió financiando a la Junta, y lo propio ocurrió con el Tesoro estadounidense. De esta forma, continuaron fluyendo los créditos hacia Argentina. Los contactos de Martínez de Hoz con el gran capital estadounidense, entonces, limitaron las sanciones esbozadas por Carter. Además, en 1979 triunfó en Nicaragua la Revolución Sandinista, con lo cual Washington incrementó la política dura de combate contra el comunismo en América. En consecuencia, se fortalecieron las críticas estadounidenses al énfasis de Carter en el tema de las violaciones de los derechos humanos por parte de las dictaduras aliadas. La Guerra Fría obligaba a "hacer la vista gorda”.

Conclusiones

En el período 1966-1976, los sucesivos gobiernos argentinos mantuvieron una sinuosa relación con la Casa Blanca, plagada de idas y vueltas. El golpe que encabezó Onganía, tras tres años de cortocircuitos entre Estados Unidos y el gobierno de Illia, generó las condiciones para un inédito acercamiento bilateral. El líder de los azules se adaptaba a los nuevos mandatos estadounidenses, que exigían a las fuerzas armadas combatir el supuesto peligro el supuesto peligro comunista. Mientras algunos autores resaltan este acercamiento entre la Casa Blanca y la Rosada tras el golpe (Rapoport y Laufer, 2000), otros lo matizan y destacan, en cambio, los límites del mismo (Escudé y Cisneros, 2000).

Lo cierto es que el intento de aproximación de Onganía a Washington, reforzado tras el envío de Álvaro Alsogaray como embajador especial, se vio opacado cuando su gobierno se negó a implementar las políticas de desarme y no proliferación nuclear, que generaron represalias y quejas en Washington, y nuevas presiones para garantizar la venta de armamento estadounidense. La relación bilateral se enfrió todavía más en el gobierno de Alejandro Lanusse, cuando se profundizó la llamada apertura hacia el Este, iniciada unos años antes, en procura de nuevos mercados para los bienes agropecuarios argentinos (Laufer y Spiguel, 1998). Las demandas latinoamericanas en pos de un mayor acceso al mercado estadounidense y ayuda real -en Viña del Mar, en 1969, los mandatarios regionales denunciaron la paralización de la Alianza para el Progreso-, llevaron al gobierno de Nixon a nuevas promesas de auxilio financiero -luego de la gira regional encarada por Nelson A. Rockefeller en el primer semestre de ese año-, que se tradujeron en rápidas frustraciones, cuando estalló la crisis del dólar en Estados Unidos y el eje de su política exterior se orientó hacia otras regiones, especialmente para superar la compleja situación en Vietnam.

A principios de los años setenta, Estados Unidos recrudeció su cruzada anticomunista y contraria también a los nacionalismos en la región. La Casa Blanca, tras haber apoyado el golpe de Pinochet contra Allende, generó rechazo en muchos países del continente. Luego de esta acción, Nixon intentó recomponer las relaciones con América Latina. Kissinger prometió un Nuevo Diálogo con América Latina, que entusiasmó al canciller argentino Alberto Juan Vignes, quien se (auto) vislumbraba como un posible mediador entre sus pares de la región y la Casa Blanca (Vignes, 1982)15. Tras la asunción de Cámpora, se prefiguraba una profundización de la política exterior con tendencia autónoma vinculada a la tercera posición. Hubo críticas a la OEA, intentos de romper el bloqueo económico a Cuba, revisar el TIAR y plantear un vínculo más intenso con los países latinoamericanos. Tras la rápida salida de Cámpora y su canciller, Juan Carlos Puig, durante la gestión de Vignes al frente del Palacio San Martín hubo elementos contradictorios en la relación con Washington y tensiones con otros funcionarios influyentes del gobierno, como el ministro de Economía Gelbard. Ya durante el mandato interino de Lastiri, se morigeraron los choques con la Casa Blanca. Cuando asumió Perón, si bien se mantuvieron los principios de la tercera posición, se moderó el en-frentamiento con Estados Unidos, en función del objetivo de atraer al país capitales de ese origen y conseguir mejor acceso al mercado estadounidense para las exportaciones argentinas (tal fue el planteo en el encuentro continental de Tlatelolco, México, en febrero de 1974).

Durante el gobierno de Isabel Perón, y en medio de una profunda crisis económica, la relación bilateral fue contradictoria. Se enviaron señales a la Casa Blanca para mejorar el vínculo -así puede leerse la elección del argentino Orfila al frente de la OEA, luego de que el gobierno argentino hubiera repudiado ese organismo y amenazado con abandonarlo-, a la vez que se anunciaron ciertas políticas nacionalistas, como la nacionalización de las bocas de expendio de combustible, que irritaron a Washington.

Más allá de los matices y contradicciones de las cuatro presidencias peronistas de ese período, lo cierto es que el vínculo bilateral dio un giro radical desde marzo de 1976, cuando se conoció el nombramiento del ministro de economía Martínez de Hoz, con fluidas relaciones con David Rockefeller y la gran banca estadounidense. Videla proclamó rápidamente su alineamiento con Occidente y la lucha contra el comunismo como eje de su gobierno, siguiendo los mandatos de la doctrina de seguridad nacional. Más allá de esta coincidencia ideológica con la administración Ford, los choques con Washington no desaparecerían en los años siguientes. Desde la asunción de James Carter, el tema de la violación a los derechos humanos fue un eje recurrente de conflicto. En esos años, se estableció un triángulo económico con Estados Unidos y la Unión Soviética, destino principal de las exportaciones argentinas.

El vínculo bilateral registra algunas continuidades durante la década analizada. Desde el punto de vista económico, persistieron los desequilibrios comerciales en perjuicio de la Argentina (fueron recurrentes los reclamos para facilitar el acceso de exportaciones agropecuarias al mercado estadounidense, a la vez que el reclamo por los subsidios que distorsionaban precios, como ejemplificamos durante la visita de Rockefeller en 1969). Sin embargo, aumentaron las inversiones estadounidenses, fundamentalmente por las políticas de Krieger Vasena y Martínez de Hoz, pero también por la iniciativa de Perón de atraer capitales de ese origen. Desde el punto de vista político, persistieron las diferencias en torno a la política de no proliferación nuclear. Hubo una continuidad en el rechazo a las exigencias de Washington: se mantuvo la negativa a firmar el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares y a ratificar el de Tlatelolco.

En cuanto a las discontinuidades, podemos señalar distintas etapas. Un acercamiento luego de la llegada al poder de Onganía y un alejamiento durante la gestión de sus sucesores, ya sea por el fugaz ensayo de una política económica nacionalista, con Ferrer, o por la profundización de los vínculos comerciales con la Unión Soviética y sus aliados, durante el gobierno de Lanusse16. La llegada de Cámpora profundizó esos lazos, a la vez que ensayó un discurso latinoamericanista y planteó abiertas críticas a la OEA y el TIAR, provocando nuevos cortocircuitos con la Casa Blanca. Sin embargo, la asunción de Perón morigeró esas diferencias, en función de las necesidades económicas y de su afán por atraer inversiones estadounidenses. Durante la gestión de Isabel Perón hubo acciones que endurecieron la mirada de Washington -como las mencionadas medidas nacionalistas que afectaban a capitales de ese origen-, pero otras que generaron simpatías - como la elección de un argentino como secretario general de la OEA, o la suspensión de acuerdos con Cuba y la Unión Soviética, tras la salida de Gelbard-. El golpe de 1976 fue bien recibido en Washington, desde donde fluyó no sólo el rápido reconocimiento diplomático sino la ayuda financiera y militar, negada al gobierno constitucional depuesto. Sin embargo, ese acercamiento bilateral fue fugaz, debido a la elección de Carter en noviembre de 1976 y a la profundización de la apertura hacia el Este por parte del gobierno argentino.

Entender las complejidades del vínculo con Estados Unidos permite avanzar más en la comprensión general de una etapa clave de la historia argentina. Ni todo el devenir de la política nacional puede explicarse por el accionar del imperialismo estadounidense en la región, ni tampoco, por el contrario, puede entenderse en abstracción de la política exterior estadounidense. Ni soslayamos ni absolutizamos el rol de Estados Unidos en los golpes de Estado que abrieron y cerraron la etapa. Ninguno de estos reduccionismos puede abarcar las idas y vueltas que describimos para el vínculo bilateral en el período analizado. Lo cierto es que la política de Estados Unidos hacia la región y hacia la Argentina, por vía de las presiones o de las promesas de concesiones -financieras o de provisión de insumos militares-, apuntó a la balcanización de la región, un objetivo geoestratégico de demócratas y republicanos para poder mantener el control en lo que consideraban como su patio trasero. La mayoría de los gobiernos argentinos, a pesar de las contradicciones con Washington, fueron funcionales a esa estrategia.

En forma paralela al avance económico de Estados Unidos en el continente y en Argentina a lo largo del siglo XX (tras la primera guerra, fue la potencia que más inversiones externas y préstamos radicó en el país), Washington amplió su influencia política, potenciando la Unión Panamericana, que después de la segunda guerra se transformó en la OEA. Desde el punto de vista militar también hubo una creciente relación, una vez aprobado el TIAR en 1947, y con la excusa de la Guerra Fría. El Pentágono, que desde la posguerra pugnó por reemplazar a Europa como principal abastecedor de las fuerzas armadas latinoamericanas, logró que a partir de los años sesenta éstas se comprometieran en la aplicación de la doctrina de seguridad nacional y la lucha contra la subversión. En esos años, muchos militares argentinos se formaron en la Escuela de las Américas y tejieron vínculos con sus pares estadounidenses, que permitieron incluso coordinar operativos internacionales de represión social y participar en la lucha contrainsurgente en América Central. El devenir de la dictadura que se prolongó tras el golpe de 1976, la coordinación represiva en el marco del Plan Cóndor y la (temprana) participación en la lucha contrainsurgente en América Central, coordinada por Estados Unidos, se entiende mejor a la luz de lo que ocurrió en la relación bilateral en la década 1966-1976.

*Universidad de Buenos Aires, Argentina. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina leandromorgenfeld@hotmail.com


Notas


1      En los años sesenta y setenta, frente a la crisis de hegemonía estadounidense y a las políticas proteccionistas implementadas por la Comunidad Económica Europea, sectores terratenientes, financieros e industriales procuraron reafirmar las relaciones con la Unión Soviética y los países de Europa del Este, ampliando esos mercados para las exportaciones argentinas, más allá de las fronteras ideológicas. Esa apertura hacia el Este se profundizó desde la llegada al poder de Lanusse, en 1971 (Rapoport y Spiguel, 2005: 49).

2      Como bien sintetiza el especialista Stephen Rabe, según la concepción de los sucesivos gobiernos estadounidenses de la posguerra, "Los latinoamericanos necesitaban entender su lugar en el mundo. Ellos vivían en la esfera de influencia estadounidense. Su deber era apoyar a Estados Unidos en la lucha apocalíptica contra el comunismo internacional. Cualquier desvío de una nación latinoamericana de la perspectiva estadounidense sobre el apropiado orden mundial, amenazaba la seguridad del país del Norte y el balance global de poder” (Rabe, 2012: 35). De acuerdo a los funcionarios de Washington, en muchos casos sus pares latinoamericanos carecían de la suficiente madurez política para entender cómo funcionaba el mundo. Esto, en su visión, habilitaba al gobierno estadounidense a actuar para corregir el mal comportamiento de sus vecinos del sur. La doctrina de seguridad nacional justificó, entonces, golpes de estado y sostener a tiranos y criminales en los gobiernos de las "inmaduras” repúblicas latinoamericanas.

3      Una lista de la bibliografía de las relaciones entre Argentina y Estados Unidos, al menos hasta mediados de la década de 1960, puede encontrarse en Trask et al. (1968: 158-171); actualizada una década más tarde (Meyer, 1979). Alberto Ciria (1973: 249-255), por su parte, presenta en Estados Unidos nos mira un panorama de la bibliografía de autores estadounidenses sobre Argentina, hasta 1970. Tulchin (1990: 305-309) también propone un breve ensayo bibliográfico, al igual que el aún más actualizado Bibliographical Essay de Sheinin (2006: 167-177) y el que desarrollamos más recientemente (Morgenfeld, 2012: 19-29).

4      En general la idea de alineamiento automático refiere a la profunda convergencia entre la política exterior menemista y los intereses de la Casa Blanca, relaciones caracterizadas como "carnales” por el entonces canciller Guido Di Tella. Sin embargo, hay autores que matizan este alineamiento, y prefieren hablar de "relaciones especiales” con Estados Unidos y los países desarrollados de Occidente. Francisco Corigliano, por ejemplo, señala que Argentina no necesariamente desplegó una total coincidencia con las posiciones de Washington. Este autor registra y analiza las diferencias en algunos temas, como el embargo contra Cuba, el conflicto árabe-israelí, la violación de derechos humanos en China e Irán o la creación de una Corte Penal Internacional (Escudé y Cisneros, 2000: tomo X V, 209).

5 Quienes participaron de esta comunidad epistémica, conjunto de intelectuales, académicos y diplomáticos que ayudaron a formular una apoyatura ideológica para la política exterior menemista que implementaron los cancilleres Domingo Cavallo y Guido Di Tella, fueron Carlos Escudé, Felipe de la Balze, Jorge Castro y Andrés Cisneros, entre otros. Véase Cervo (1999, 2001), Bernal-Meza (2005: 306) y Simonoff (2013).

6      Entre otras obras, se tuvieron en cuenta las siguientes para reconstruir la política exterior argentina durante el período analizado: Ferrari (1981); Rapoport y Spiguel (2005); Corigliano (2007); Lanús (1984); Paradiso (1993); Rapoport (1992); Etchepareborda (1978); Puig (1984); Miranda (1994); Moneta (1979).

7      Para un análisis de las cuatro principales corrientes argentinas de análisis de las relaciones internacionales, véase Simonoff (2013).

8 Sobre la nacionalización previa de la doctrina de seguridad nacional y los factores que llevaron al golpe, véase el reciente y sustancial aporte de Míguez (2013b). Véase también Tcach y Rodríguez (2006).

9 El propio Perón, desde España, planteó que, ante la falta de reconocimiento por parte de Estados Unidos, debía hacerse un llamamiento nacional explicando que Washington nos había aislado y que podríamos seguir adelante solos. El canciller Nicanor Costa Méndez, bajo presión interna de los nacionalistas, resolvió no solicitar al Departamento de Estado el reconocimiento. Este último, junto al Departamento de Comercio y a la Cámara de Comercio de los Estados Unidos en Argentina, presionó a favor de una posición más flexible de la Casa Blanca, que lograron luego de que en el discurso del 9 de julio Onganía prometiera que en el futuro de volvería a una democracia representativa (Escudé y Cisneros, 2000).

10 Antes, en mayo, el embajador en Washington, Álvaro Alsogaray, le había propuesto a Gordon una solución para la situación boliviana: Argentina podía liderar la provisión de ayuda al gobierno militar de ese país, en lugar de Estados Unidos, para evitar complicaciones políticas (Véase Rusk to U.S. Embassy, Buenos Aires, 8/05/67, citado por Sheinin, 2006: 147-168).

11 Más allá de esta concesión, se mantuvieron los créditos atados, que era lo otro que los países del sur habían solicitado que se suprimiera.

12 Existieron tres operaciones comerciales que resintieron el vínculo bilateral, en tanto perjudicaron poderosos intereses privados estadounidenses: la concesión de un contrato para comunicaciones vía satélite a un consorcio italiano, la firma del contrato con la alemana Siemens para la construcción de una central atómica en Atucha y la negativa a firmar un contrato entre la US Steel y Acindar para ampliar el complejo siderúrgico de Villa Constitución (véase New York Times, 23/02/68, citado en Escudé y Cisneros, 2000).

La transcripción y traducción de ese diálogo está reproducida en Novaro (2011: 59-60).

14 Novaro reproduce parte de la transcripción del segundo encuentro entre Kissinter y Guzzetti, del cual el último volvió "eufórico” (Novaro, 2011: 70-73). Véanse también Sheinin (2006: 163-164) y Rabe (2012: 143).

15 Una posición similar de mediador entre Washington y sus vecinos del sur había ensayado Frondizi en 1961, tras en torno a la Revolución Cubana. Analizamos esta fallida iniciativa en Morgenfeld (2012).

16 Queda pendiente, para una futura investigación, indagar más profundamente en las divergencias internas entre distintas variantes liberales y nacionalistas al interior de cada uno de los gobiernos del período, lo cual aportaría elementos adicionales para comprender los vaivenes en la relación con Estados Unidos. Cada una de estas variantes preveía miradas particulares hacia Estados Unidos y los demás países del continente.