La presidencia de Roca

Por Julio Irazusta
Del libro "Breve Historia de la Argentina". Cap VII. Editorial Huemul.

Reinstalado de nuevo en Buenos Aires federalizada, Avellaneda transmitió el mando a Roca el 12 de octubre de 1880.

Al otro día de asumir la presidencia el joven caudillo, tan diestro para encumbrarse, aparece menos seguro como estadista. Al explicar a Juárez Celman la formación del ministerio, se muestra menos consciente de sus objetivos de gobierno, que antes de los medios para satisfacer su ambición.

Dice que a Bernardo de Irigoyen le valió el cargo de canciller su competencia y moderación, porque si la guerra con Chile debiera estallar, nadie lo hubiese atribuido a la impaciencia del guerrero joven por una lucha exterior, sino que habría sido inevitable, aun para el prudente don Bernardo. Del ministro de educación Pizarro, dice creerlo fácil de enderezar contra la curia; lo que, si recordamos la energía que demostrara en el 90, no revela mucho conocimiento del hombre.

Esta subestimación del nuevo presidente parecería estar en contradicción con la capacidad exhibida por el general Roca en el admirable mensaje sobre la expedición del desierto, alabado por Lugones con toda justicia. Pero esa objeción se resuelve si tenemos en cuenta que los planes de lucha contra el indio estaban en elaboración hacia siglos, al mejor estilo tradicional; a saber, que los métodos de conducción se acendran con el tiempo por la acumulación de ciertos y descarte de errores a lo largo de varias generaciones.

Como favorito de la fortuna, la presidencia de Roca se inauguró cuando la crisis económica mundial  que afecto a la mayoría de los países europeos había cesado y en todas partes se iniciaba una nueva era de prosperidad y de optimismo. El constante desarrollo ferroviario, el aumento del aluvión inmigratorio, el orden interno al parecer asegurado para muchos años, eran las circunstancias adecuadas para la aplicación del programa presidencial: paz y administración. La primera cuestión importante encarada por el nuevo equipo fue la de las relaciones con Chile. La tensión era tan grande entre los dos países, que la guerra parecía a punto de estallar. Los exaltados la quería y los apáticos la temían.

En efecto, los chilenos seguían maniobrando para sacarnos ventajas en la negociación, pese a las dificultades en medio de las cuales se hallaban. La guerra que llevaban contra Bolivia y Peru seguía con igual vigor para ambos bandos beligerantes aunque los trasandinos mostraran neta superioridad en la lucha desde el comienzo de las hostilidades. Pero el heroísmo de bolivianos y peruanos no desmayo un instante. Uno de los momentos culminantes de la contienda (sobre todo para nosotros) fue la lucha por el morro de Arica, en al que Roque Saenz Peña estuvo junto al coronel Bolognesi, quien murió en la acción. La ocasión era dorada para la Argentina, pues de sumarse a uno de los bandos habría dado neta superioridad al que favorecía. Tanto más cuanto que hasta en tanto los dos países que enfrentaban a Chile estuvieron a punto de incorporarse en una triple alianza con nosotros, que tal vez hubiese impedido la guerra del Pacifico. Pero desde las entrevistas con Balmaceda, nuestros funcionarios de la cancillería habían hecho saber que jamás aprovecharían una ocasión. Y en consecuencia los osados y maniobreros chilenos se mostraban tan atrevidos en sus pretensiones contra nosotros como si ya hubiesen logrado el triunfo que tardaría dos años más en llegar.

Así, cuando se podía esperar una victoria diplomática sin lucha armada, se llegó a la transacción que nos hizo perder el Estrecho de Magallanes y puso en problemas nuestros derechos en sur, que hoy se nos discuten. En el momento de mayor tensión, dos norteamericanos, primos, representante el uno en nuestro país y el otro en el de nuestros adversarios, ofrecen los buenos oficios de una mediación, procedente por casualidad de la nación naturalmente más interesada en estorbar nuestro desarrollo. El 15 de noviembre de 1880, el Osborn (que era el apellido de los dos diplomáticos yanquis) de Chile escribió a su pariente de Buenos Aires que el gobierno chileno estaba dispuesto a ir al arbitraje sobre bases a convenir de común acuerdo. El de aquí contesto creer que el gobierno argentino estaría dispuesto a negociar, pero no a someter el conflicto a la decisión de un árbitro. El 3 de junio el canciller trasandino Valderrama propone una fórmula que fijaba el límite entre los dos países en la cordillera de los Andes. Irigoyen aceptó de inmediato, a condición de que se le agregara: “y pasara por entre las vertientes que se desprenden de un lado y del otro”… el 23 de julio de 1881 se firmaba el tratado que se creía solución definitiva de las tensiones entre los dos países. La demarcación de los límites prevista en el tratado, por obra de  peritos de los dos países a decidirse por otro de un tercer poder, se demoró en exceso. En 1889 aún no se había llegado a nada. Pero esto es otra historia.

La conclusión de la guerra contra los indios en todas las fronteras desérticas del territorio se llevó adelante con energía, pero duró bastante más que la expedición inicial de 1879. Muchos años. En ella se distinguieron especialmente el coronel Conrado Villegas en el sur y el capitán Fontana, que fundó la gobernación de Formosa. Esa extensión de las zonas urbanizadas coincidió con un notable aumento de la red ferroviaria, sobre la base de concesiones a contratistas ingleses, con intereses garantidos que aseguraban una ganancia sin riesgo alguno. Contra la experiencia hecha por el país, en el Ferrocarril Oeste y el Norte de Córdoba a Tucumán (por capitales privados argentinos con apoyo del crédito público) se dio por adquirido, según el pregón de los organizadores del 53, que el país no tenía recursos para financiar el desarrollo nacional. La colonización agrícola, que en la época de Avellaneda se hizo por empresarios argentinos con bastante división de la tierra, se prosiguió por obra de empresarios extranjeros que adquirían grandes extensiones de los campos que el gobierno nacional vendía en la bolsa de Londres a precios irrisorios y que los acaparaban en detrimento de los pequeños agricultores inmigrantes llegados a nuestros puertos con una mano atrás y otra adelante. Paralelamente, la tendencia a favorecer el interés extranjero se acentúa en la legislación. El generoso liberalismo de la Constitución ya no bastaba. Había que liberar a las empresas británicas de todos los recaudos elementales con que en un principio se acompañaba (como en todos los países civilizados) el reconocimiento de la personería jurídica a las personas morales, recaudos que se exigían a los capitalistas nacionales de una provincia para explotar un servicio público en otra; tal el caso del concesionario de los tranvías en las principales ciudades entrerrianas, porteño de origen y con domicilio legal para su empresa en Buenos Aires, obligado a establecer otro en Paraná. En 1885 empezaron las reformas del Código de Comercio, destinadas a poner la ley de acuerdo con los hechos. El texto primitivo de su artículo 398 decía que “las sociedades anónimas estipuladas en países extranjeros con establecimientos en el Estado, tienen obligación de hacer igual registro (que las nacionales) en los Tribunales de comercio respectivo del Estado. Mientras el instrumento del contrato no fuese registrado, no tendrá validez contra terceros”. Requisito que no tardará en desaparecer de la legislación.

El estado de espíritu que predominaba en el país era de optimismo y euforia sin límites. Las cifras del comercio exterior aumentaban de año en año, las tierras valorizadas por el desarrollo ferroviario enriquecían a los terratenientes, la facilidad del crédito oficial a los especuladores favoritos del régimen, los bancos garantidos otorgaban generosos préstamos a la clientela de los caudillos provinciales y nacionales, en un clima de inconsciencia que en pocos años (bajo la dirección del sucesor de Roca) se traduciría en un amargo desengaño. El gobierno creyó oportuno establecer la convertibilidad del peso papel a oro. En verdad que el momento parecía el más adecuado. La existencia del precioso metal en el país era crecida; superior al 40 % del circulante: veintiún millones de oro sellado para cincuenta millones de pesos papel. Pero el intento fracasó muy pronto; las condiciones de la economía no eran tan buenas como se había creído. En 1885, los conductores de la Hacienda decidieron decretar la inconvertibilidad de la moneda nacional. A Victorino de la Plaza, ex condiscípulo del presidente en el colegio de Concepción del Uruguay, le tocó en uno de sus interinatos de 1883 a 1885 la desagradable misión de refrendar los decretos que decidieron la inconversión. Con gran previsión, el ministro acompañaba la medida con otra que disponía la inmovilización del encaje metálico. No tardaron en llover solicitudes de los banqueros, en buena parte extranjeros, para que se les permitiese movilizar sus reservas en metálico. En un primer momento el presidente se había mostrado firme. Pero al transformárselas solicitudes en protestas, cedió, abandonando a su colaborador, quien debió renunciar mientras el oro emigraba del país hasta desaparecer del todo. En este periodo fue que se votó la Ley 1420 de educación común, estableciendo la enseñanza gratuita, obligatoria y laica para todos los niños en edad escolar. El gran historiador jesuita, Guillermo Furlong dice que desde la independencia hasta ese momento ningún gobierno se había atrevido a osar una medida tan desafiante para el espíritu de un país católico, cuya constitución daba a la Iglesia romana una situación de primacía (en medio de la libertad de cultos) que parecía inconmovible. Ni los masones Mitre y Sarmiento intentaron nada semejante. La ley fue promulgada el 8 de julio de 1884 y reglamentada veinte días más tarde. La trascendente medida provocó la reacción del Nuncio Apostólico, Monseñor Matera, quien aconsejó a las familias de su feligresía no enviar sus niños a las escuelas sin Dios. De inmediato el poder ejecutivo decretó la expulsión del prelado, quedando interrumpidas las relaciones diplomáticas de la Argentina con el Vaticano.

Desde 1881 un grupo de distinguidos caballeros bajo la dirección del Dr. Carlos Pellegrini, había fundado el Jockey Club, destinado a ser una de las instituciones más prestigiosas de la ciudad. La primera comisión directiva se componía de doce miembros, la tercera parte de los cuales eran ingleses o de familias anglo – argentinas. Este detalle estaba tan acorde con el espíritu de la época, que en una ciudad entrerriana se había fundado en 1869 una sociedad similar llamada de “las carreras inglesas”, cuya directiva contaba en su seno con mayor proporción de residentes extranjeros. Hacia la misma época se había organizado una Sociedad Rural que el 2 de marzo de 1886 inauguraba su primera Exposición Internacional de ganadería y agricultura.

Al aproximarse la renovación presidencial la voluntad de Roca de imponer a su pariente Juarez Celman como sucesor provocó la reacción de los más importantes consulares del régimen. Sarmiento en medio de expresiones irreproducibles por su crudeza, dijo comentando el hecho: “La sociedad argentina tiene la voluntad de perdición”. El diario de Mitre dedicó, el día de la transmisión del mando, un editorial durísimo sobre las condiciones en que Roca había impuesto por la fuerza a su concuñado, que finalizaba de este modo: “Es necesario, por último, que la administración no sea una palabra vana, sino un hecho que coopere al progreso del país en vez de perturbarlo; y en ese sentido, la primera necesidad es equilibrar los gastos con las entradas, saliendo del circulo vicioso que nos hace vivir de empréstitos que se hacen necesarios para pagar su propio servicio”.