Carlos Pellegrini, el guerrero de las ideas

Todo es historia, n° 503, 6/2009
Fue una de las figuras más completas de la Argentina liberal. Se destacó por sus iniciativas para apoyar la producción agropecuaria e industrial y por sus estudios sobre el problema del trabajo.

Su  figura puede lucir como la de alguien al que su afi­ción al poder, unido a su férreo temple, lo llevaron a oficiar reiteradamente de “piloto de tormenta”: des­activó varias revoluciones, renegoció varias veces la deuda pública y administró la debacle económica en tiempos de Juárez Celman. Por otra parte, la fundación del Jockey Club (dada su pasión por el turf),1 su affaire con Sara Bernhardt, sus largos viajes a Europa y Estados Unidos, todo ello parece completar una imagen de bon vivant que ejerce el poder como si fuera un deporte más.
En un famoso discurso a los egresados de la Facultad de Derecho, UBA, sostuvo en 1891:“He visto muchos éxitos rápi­dos defraudar las esperanzas que hicieron nacer, y llegar con paso seguro a los que trabajaron con constancia y sin impacien­cia. Esto prueba que no hay obra útil ni grande, si no la fecunda el trabajo y el tiempo”.
Lo que enfatiza este artículo, a contracara de su “muñeca”2para conservar el orden frente a los problemas políticos y descalabros económicos, es su omnipresente voluntad de mejorar las instituciones, y su mirada profunda sobre cómo hacerlo. Detestaba la guerra civil, tanto como le fastidiaba el “conservadurismo puro”, el congelamiento artificial de las instituciones para tratar de evitar forzadamente el cambio en la estructura del poder. Un pacifista en las armas y un guerrero de las ideas. Por sobre el político pragmático, se agiganta el estadista.
Defensor de la industria
“Todas las naciones protegen el trabajo nacional; no puede ser de otra manera, porque el trabajo es la riqueza y la riqueza es el poder y el engrandecimiento en todo sentido, y en la competencia universal es lógico que cada país trata de asegurar, en primer tér­mino, para su industria, su propio mercado interno antes de bus­car el mercado ajeno”.3Siguiendo a Vicente Fidel López, pro­puso siempre estimular el surgimiento de la industria, limi­tando la protección al lapso razonable que le permitiera des­arrollarse, para luego pasar a competir. Se basaba en tres ejemplos. El de Gran Bretaña, que primero desarrolló su industria y luego salió a fomentar doctrinariamente el libre cambio internacional porque sabía que estaba en condiciones de ganarle a los demás países; también el de Estados Unidos, que hizo caso omiso de la persuasión inglesa, e insistió con desarrollar su propia industria con tarifas adua­neras de hasta el 60%. Pero el caso más interesante es el pro­pio desarrollo de la agricultura en la Argentina. Poco antes de 1875 se gastaban 4 millones de pesos fuertes para importar harinas desde Estados Unidos y Chile. Desde el liberalismo se argumentaba que era razonable importar las harinas más baratas del exterior en lugar de perjudicar al consumidor con el encarecimiento innecesario del produc­to. Por su parte los terratenientes consideraban una aventu­ra el cultivo de trigo en gran escala, prefiriendo limitarse a su faena ganadera.
Al respecto, sostuvo que “Felizmente el Congreso (del que for­mó parle) votó el impuesto de las harinas y a los trigos en 1875; en el 76 empezó a desarrollarse la agricultura; en el 77 y 78 comenzaron a llenarse las necesidades de consumo y cesó la importación; el pobre comió desde entonces pan más barato y argentino; y en el 79, no sólo producíamos lo necesario para el consumo, sino que empezábamos a exportar.4Y afirma: “Si no hubiera existido la protección, es evidente que ni la industria azucarera ni la vinícola, ni menos las fabriles, hubieran podido desarrollarse. El vino francés o italiano, el azúcar brasileño o ale­mán, habrían inundado la plaza y ahogado toda tentativa. Esta­ríamos hoy como hace 25 años, consumiendo azúcar, vinos, lico­res, y multitud de artículos extranjeros, es decir, productos por valor de cerca de 100 millones de pesos anuales. Estos millones, en vez de figurar, como hoy figuran, en nuestro activo, porque es riqueza producida por nosotros, desaparecerían de allí para pasar a nuestro pasivo, a nuestra deuda en el exterior”.5Resulta muy interesante su observación de que el comer­ciante es naturalmente librecambista, trabajando con pro­ductos importados y buscando la disminución permanente de la protección aduanera, en oposición de intereses con el industrial argentino. Resaltemos que para Carlos Pellegrini la protección era un medio y no un fin. El fin era lograr la necesaria industrialización del país para disponer de una estructura productiva equilibrada, que en su opinión no se daría por generación espontánea si no era asistida por una política de protección transitoria. Pero como señala Donna Guy,6 la defensa de la industria que hizo Pellegrini llegó hasta la agroindustria, pero no pudo ir más allá: “La negativa de los políticos e industriales argentinos para proponer nuevos caminos que hubiesen llevado a una gran expansión industrial impidió desarrollar plenamente el potencial. (…) Unieron al sector agroindustrial con el agropecuario sin considerar su relación con los demás sectores indus­triales”.
 A favor de la reforma política
A partir de 1900 Pellegrini comenzó a exteriorizar su preocupación por la calidad del sistema electoral. Escribe entonces una significativa carta a Estanislao Zeballos: “Lo que hay que estudiar es por qué la falta de un gobierno elector ha producido esta situación. Sencillamente porque falta entre nosotros la burguesía política, la verdadera opinión pública inteligente. La masa electoral es compuesta sólo de las clases inferiores dirigidas por caudillos sacados de sus filas. (…) Ante este resultado, hay muchos en la Provincia y fuera de ella que quieren modificar la constitución y el gobierno municipal, reaccionando contra todos los principios liberales y de gobierno democrático con que nos despecharon. Quieren volver a la cen­tralización anterior; en una palabra, quieren volver al gobierno elector; y los que más reclaman esta reforma son justamente los de la burguesía rica e ilustrada cuya completa inacción e impotencia es la causa de este fracaso de los principios libera­les.
“Verdad que toda esa clase no se mezcla en política, porque no vive del presupuesto, y cuando ha dicho esta gran necedad se repantiga satisfecha y se encuentra disculpada. Olvida que si ellos no viven del presupuesto, el presupuesto vive de ellos, y cuando éste le coma hasta el hueso, no tendrán derecho para quejarse”. Como ejemplo paradigmático puede citarse el caso de la constitución del capital del Banco Nación, que terminó siendo estatal por falta de accionistas privados al momento de cubrir su capital en 1891. Sintetizando, veía como un gran problema, la falta de participación de la burguesía nacional, dejando la política en manos de caudillos que se limitaban a cooptar a los más necesitados. Con tal fin funda el Partido Autonomis­ta en 1903, poco antes de su muerte. No resulta extraña esta inquietud por la calidad de las instituciones políticas en Pellegrini. Su primer indicio lo había dado ya en 1869, a los 23 años, con su tesis doctoral sobre el sistema electo­ral, proponiendo el voto sólo para aquellos que supieran leer y escribir (voto culturalmente calificado), e incluyen­do a las mujeres. Quería fomentar un círculo virtuoso que incitara a la educación y, a través de ella, al mejoramiento de la política. En tal ensayo decía: “El árbol cuya raíz está dañada, sólo puede ofrecer frutos raquíticos. La urna electoral es el germen y raíz de los poderes públicos en las democracias, y ésta sólo subsiste a condición de que sean legítimos los pode­res que los gobiernan'”.7 Además ¿no bastaría, para mostrar su ímpetu justiciero, mencionar que durante su presiden­cia, en Correos y Telégrafos destituyó y enjuició emplea­dos por faltas cometidas, obligándolos a reintegrar la sumas defraudadas, dejando cesantes 1.500 empleados?8 En otro momento afirma: “Cuando subí a la presidencia debía a los Bancos Nacional, Provincial e Hipotecario de Buenos Aires, 120 mil pesos. Comprendí que dada la situación de esos bancos, iba a tener que ejercer sobre ellos mi acción ofi­cial, y que en tal caso no era correcto que fuera deudor. Vendí ta única propiedad que poseía, la estanzuela en Rodríguez, herencia de mi esposa, y cancelé todas mis deudas”.9Lo que si resulta extraño, es por qué durante el grueso de casi toda su vida política, Pellegrini resultó beneficiario del sistema de votación imperante, reconociendo como natural la compra de votos. ¿Por qué tuvo que esperar hasta 1900 para preocuparse efectivamente por la reforma política?
Por un lado, fue entonces cuando experimentó la imposi­bilidad de acceder a la Presidencia de la Nación por méri­to propio (cuando lo hizo desde su puesto de vicepresi­dente, fue por la renuncia de Juárez Celman). Roca se sir­vió de Pellegrini en varias oportunidades, pero nunca pensó en apoyarlo como su sucesor; probablemente por­que era su competidor más talentoso. De ahí que termina­ron enfrentados cuando el primero retiró inesperadamen­te su apoyo al proyecto de ley de consolidación de la deu­da externa con garantía de la recaudación aduanera, que trabajosamente Pellegrini había negociado en el Senado, a propia instancia de Roca, dejándolo entonces expuesto al escarnio público. Esta ruptura con Roca y su impotencia para acceder al cargo de presidente, explicarían su deseo de venganza, tratando de minar los pilares tramposos del sistema electoral.
Viajar para aprender
Una segunda influencia fueron sus viajes al exterior, espe­cialmente a Estados Unidos.“¡Qué enseñanza tan grande! Lo que nos deja es la enseñanza de lo chico y salvaje que somos. Casi desalienta, porque no veo quién ni cómo ha de corregirnos”.10 En otra carta, dirigida a Miguel Cané insiste: “La acción política de Roca en los últimos tiempos ha concluido con todo vestigio de vida política activa; ha suprimido el gobierno representativo y la soberanía popular y ha reducido nuestro mecanismo institucional a una oligarquía de un presidente y 14 gobernadores únicos grandes electores, que sólo puedan ser des­alojados o dominados por la violencia o la amenaza de un levan­tamiento. (…) todo lo que he visto en Estados Unidos me ha entristecido y hasta desalentado al contrastarlo con lo nuestro. He podido ver lo que es un verdadero gobierno representativo, una verdadera opinión, un pueblo consciente de sus derechos y debe­res, elecciones de verdad, partidos organizados con programas definidos, y candidatos con ideas y propósitos claramente establecidos y sometidos al fallo de la opinión. (Cuando se compara todo esto con la farsa que impera entre nosotros, cuando se com­para esto con aquello, se mide la enorme diferencia que hay entre Norte y Sud América y queda explicada la pobrísima opinión que de nuestras repúblicas se tiene en Estados Unidos y en Europa. Alguna excepción se hace a nuestro favor, pero esto lo debemos a nuestros cereales, no a nuestra política. ¿Será posible, dadas las raíces que ha echado el mal, enseñar y acostumbrar a nuestro pueblo al ejercicio de los derechos políticos?¿Habrá quien tenga el poder y la voluntad de operar la reacción? (…) Si las luchas políticas han de seguir siendo politiquerías como las actuales, en las que sólo puede vencer quien tenga menos escrúpulos y más auda­cia, la verdad es que no valdrá la pena de actuar, sobre todo para los que ya no tienen vanidades ni ambiciones pequeñas que satisfacer”.11
Finalmente debe considerarse su propia evolución y reden­ción interna, como otra causa de su cambio de actitud en relación a la reforma política. Pellegrini era uno de los pocos gobernantes religiosos en medio de un grupo de posi­tivistas ultrapragmáticos. A la par de seguir sus instintos egoístas de poder, se había formado en un ambiente fami­liar muy ético, donde el bien común era valor supremo. La mera visión de la falta de progreso en las instituciones, espe­cialmente comparado con la experiencia que monitoreaba permanentemente en otros países desarrollados, seguramen­te le infundieron un sentido del deber; de aplicar su talento y posicionamiento al servicio de dicha mejora democrática. Todo esto exacerbado por su grave enfermedad. “Creo, pues, que la primera resolución que debemos adoptar es iniciar una propaganda activa en toda la República, sin ningún fin electoral inmediato, al solo objeto de llamar al pueblo a la acción política, a la vida cívica, inducirlo a que se reúna, se orga­nice, se discipline, siguiendo cada uno sus propias inclinaciones, ideas o simpatías, para ser así dueños de su propio destino, enti­dad consciente, con pensamiento y voluntad propios, y no sim­ples majadas que un pastor, torpe muchas veces, dirige con el gesto y con el látigo. Debemos invitar a que nos secunden en esta propaganda todos los hombres y círculos bien intencionados, cada uno en el orden de sus ideas, pero todos unidos en el mismo propósito: la resurrección del pueblo a la vida institucional”.12En una de sus últimas intervenciones en el Congreso, sostu­vo: “El artículo 10 de la Constitución dice que la República adopta la forma de Gobierno representativa, republicana, federal; y la verdad real y positiva es que nuestro régimen, en el hecho, no es representativo, ni es republicano, ni es federal. No es represen­tativo…; hoy, si alguien pretende el honor de representar a sus conciudadanos, es inútil que se empeñe en conquistar méritos y títulos; lo único que necesita es conquistar la protección o buena voluntad del mandatario. No es republicano, porque los cuerpos legislativos formados bajo este régimen personal, no tienen la independencia que el sistema republicano exige: son simple ins­trumentos manejados por sus mismos creadores. No es federal, porque presenciamos a diario cómo la autonomía de las provin­cias ha quedado suprimida”.13
Refundar la relación trabajo-capital
Sin lugar a dudas la idea más revolucionaria de Pellegrini fue la que propuso en un escrito de 15 páginas, redactado en París en 1905, titulado “Organización del Trabajo”, fruto de sus largas reflexiones sobre los enfrentamientos entre capitalistas y trabajadores. El detonante fue una frase que le dirigiera el sindicalista estadounidense Samuel Gompers, presidente del American Federation of Labor, en opor­tunidad de su entrevista en Washington. Justificando la eficacia de las largas huelgas obreras, a pesar de reconocer las pérdidas transitorias que producían para obreros y comunidad general, le habría expresado “Gracias a esa per­severancia ya no somos siervos. Y mañana seremos los vence­dores”. Entonces Pellegrini le habría preguntado “¿Pero cuándo considerarán haber alcanzado el triunfo definitivo?”, a lo que el sindicalista más poderoso del mundo no habría respondido con mínima precisión. “¿Cuándo y cómo terminará la lucha del trabajo y el capital? (…) Mayores salarios y menos trabajo es un programa seductor, pero es algo perfectamente indefinido. No será posible aumen­tar indefinidamente el salario o disminuir las horas de trabajo sin afectar seriamente la existencia misma de la industria”. Pellegrini creyó encontrar la causa del conflicto en “la exis­tencia misma del salario”, desvinculando el esfuerzo del resultado. “Para que el antagonismo entre el capital y el traba­jo cese, es necesario colocarlos en idénticas condiciones, en iguales categorías y organizados bajo las mismas bases”. Para ello propuso eliminar el salario fijo, y constituir, en cada establecimiento, una sociedad de capital y otra de trabaja­dores (Sociedad Anónima de Trabajo), de modo tal de pac­tar entre ellas, libremente, un porcentaje de participación en las ganancias totales, junto con sus obligaciones recí­procas de producción. A su vez, dentro de cada sociedad (de trabajo y de capital), dicha masa de ganancias se distri­buiría entre sus personas físicas de acuerdo a su propio contrato social.
“En caso de quiebra de una empresa, la parte que corresponda a la Compañía de Trabajo se entregaría siempre y no formaría parte del concurso, porque los que contratan con la Compañía de Capital lo harán sólo con la garantía del capital de ésta. (…) Habrá desaparecido así todo antagonismo entre el capital y el trabajo, porque no habrá ya relación de sumisión y depen­dencia, sino simple relación de socios en que cada uno cumple su misión en la sociedad”.
Algunos han atribuido este osadísimo esquema a su avan­zada enfermedad nerviosa… otros a su genialidad. Si bien es cierto que dejó sin resolver cómo distribuir el riesgo empresario (el factor más imponderable de la actividad eco­nómica y que justifica la retribución aleatoria al capital); por qué lapso establecer el plazo de tan bizarro contrato sin confabular contra la estabilidad de la empresa en su conjunto; ni establece cómo se generalizarían estas socie­dades sin tornar legalmente obligatorio este modas operandi,ni tampoco cómo negociar estos contratos dada la asi­metría entre la movilidad del trabajo y la inmovilidad del capital fijo, este escrito revela la originalidad de su pensa­miento, su coraje para exponerlo y su meditación sobre todos los aspectos del proceso político, tratando siempre de disolver las causas profundas de los conflictos. Aunque seguramente le habría resultado difícil esta vez a Pellegrini responder si él mismo se hubiera animado a arriesgar su propio capital en una empresa que contratara el trabajo necesario bajo estas condiciones.
Un Gringo movedizo
Pellegrini brinda el magnífico espectáculo de un hacedor en acción: abogado y traductor público, soldado y estratega, funcionario público de carrera, economista y financista, orador, columnista y escritor exquisito, representante popu­lar y operador político, rematador de hacienda, deportista, sibarita, cultor de la amistad por excelencia. Nunca una mera queja, siempre una propuesta adaptada a las circunstancias locales, y el intento de acción para llevarla a la prác­tica. Su tendencia a la acción era tan fuerte, que cuando Domingo de Muro acudió a su familia, luego de la muerte de Pellegrini, para obtener material para la compilación de sus discursos y escritos, se encontró con la decepción de que no conservaba ni documentos ni copias de ninguna de sus producciones. No vivía enamorado de sus ideas, sino que simplemente trataba de llevarlas a la acción. Y a diferencia del común de sus colegas, ni le faltaron ideas ni le sobraron palabras.
Creemos encontrar la fuente de esta habilidad de estadista en su inusual esmerada educación: aprendió a leer y escribir con su padre Carlos Enrique, un ingeniero del Politécnico de París nacido en Saboya (Francia) (hijo a su vez de un arquitecto piamontés emigrado por revolucionario), que se ganaba la vida como pintor de la clase alta local, quien se dedicó aplicadamente a la educación de su hijo, en castella­no y francés. Su tía materna Ana Bevans, hija de un londi­nense, lo recibió luego en el colegio que ella misma había fundado, donde estuvo pupilo hasta ingresar a la secunda­ria. Si bien nunca tuvo vocación de gran lector (sencilla­mente no tenía tiempo; su tendencia a la acción era más fuerte), su dominio del inglés y francés le permitieron estar en contacto con los avances de países desarrollados a través de revistas especializadas a las que era abonado. También lo inspiró a visitar varias veces los Estados Unidos y Europa, abrevando en sus experiencias. El Gringo (tal era su apodo) resultó cual néctar de una educación franco-inglesa, y seguramente puede considerarse como la mejor obra de arte de su padre.
Pellegrini, siempre trató de adelantarse a los problemas, planteando dos asuntos de fondo: el desarrollo de las indus­trias nacionales y de un movimiento político del que parti­cipara activamente la burguesía nacional. Hoy que todavía un tercio de nuestras exportaciones son meros commodities y sólo el 25% manufacturas de origen industrial, y que no existen partidos políticos con participación ciudadana orgá­nica, su llamada a despertarnos para resolver dichos proble­mas nucleares del desarrollo continúa latente. Para concluir valga la siguiente anécdota. Cuando Juárez Celman envía un pliego al Senado, pidiendo que el Congre­so conceda a Pellegrini, su vicepresidente, el grado de gene­ral de división como recompensa por su actuación en la Revolución del Parque, tratando de evitar su remoción como Presidente, el Gringo guarda el pliego en el bolsillo diciendo: “No estamos en Carnaval”. Su vocación de estadista, su preocupación por el bien común y las generaciones futuras, sin duda alguna estaba conectada con la ferviente cultura religiosa cuáquera de su rama familiar materna inglesa (su abuelo había llegado en 1822), si bien convertida aquí al catolicismo. Y seguramente también con que su falta de descendencia (no tuvo hijos) inflamó en él su aplicación hacia las generaciones futuras. “¿Para quién estamos haciendo todo esto? ¿Para nosotros? Tal vez, cuando se hayan terminado todas esas obras, nuestra gene­ración haya pasado ya sobre la tierra. Es para las generaciones venideras, es la herencia que vamos a dejarles”. Todos somos entonces, sus descendientes.
1. Su afición por las carreras de caballos lo llevó a quitarse su galera y su levita para vender boletos al lado de los empleados, a fin de satisfacer la enorme demanda durante el primer gran premio Jockey Club.
2. “La persistencia en el propósito excluye la intransigencia en los medios. Todos son buenos, cuando son eficientes y pueden ser públicamente con­fesados; pues sólo la deslealtad, la cobardía o el delito necesitan esconderse. Los obstá­culos hay que vencer­los o desviarlos; sólo los ciegos se estrellan contra ellos”. Discurso a los egresados de la Facultad de Derecho de la UBA, 1891.
3. En Cuccorese, Hora­cio J.: “El pensamiento económico industrial proteccionista de Car­los Pellegrini”, en Eco­nómica, Año II, 1/1966, pág. 71.
4. Ibidem, pág. 65.
5. Ibidem, pág.73.
6. “La política de Car­los Pellegrini en los comienzos de la industrialización argentina, 1873-1906”, en revista Desarrollo Económico n°73, abril de 1979, pág. 23.
7. Pellegrini, Carlos: “Estudio sobre el Derecho Electoral”, 1869. Citado en Herz, Enrique G.: Pellegrini. Ayer y Hoy, Bs. As., Centro de Estudios Unión para la Nueva Mayoría. 1996.
8. Labougle, Alfredo: Carlos Pellegrini, un gran estadista, Anales de la Academia de Ciencias Económicas, Serie 3. vol. I (1956), pág. 180.
9. lbidem, pág 192.
10. Carta desde Was­hington a su hermano Ernesto, 4 de octubre de 1904.
11. Carta a Miguel Cané, 1904.
12. Discurso al partido autonomista en 1905.
13. Discurso ante la Cámara de Diputados, 9 de marzo de 1906.