Evolución del kirchnerismo en el poder: El tiempo pasa… y también apremia

Julio Semmolon
APAS

Se agudiza el dilema político más trascendente de la historia nacional. Por primera vez, un proyecto transformador alcanza una década en el Gobierno sin menoscabo de su amplia capacidad de acción. El desafío actual plantea iniciativas que no deben postergarse.

De no haber una disposición en contrario, los comicios de 2013 deberían llevarse a cabo en el mes de octubre. Falta un año completo para que se produzca la elección de legisladores nacionales que renovará la composición del Congreso. El Gobierno está todavía a tiempo de poder hacer todo lo necesario para que no se repita la malograda votación de 2009 -adelantada al mes de junio-, que le impidió contar durante los dos años posteriores con el funcionamiento a pleno de esa institución, para continuar transformando la realidad social, económica y política del país, sin lamentar la obstaculización cerril causada por la tumultuosa oposición.


El Gobierno tiene aún todas las chances de incrementar la mayoría propia en ambos recintos deliberativos. Y necesita hacerlo. Pronto deberá tomar otras decisiones cruciales que será mejor afrontar con un número de conciencias y voluntades más alejado de cualquier eventual riesgo de coyuntura. No hay que descuidar que uno de los tres poderes republicanos, el Judicial, presenta la dificultad de su histórica rémora corporativa, que a menudo estanca, demora o retrae situaciones que parecen ya superadas desde la visión del actual Ejecutivo. 



Por otra parte, si la reforma de la Constitución se torna un objetivo apremiante para la evolución menos trabajosa del actual proyecto, también sería conveniente intentar el logro de la preminencia que supo tener el peronismo a fines de los 40, y que le permitió en su momento la reforma constitucional de 1949.



Qué quiere decir todo esto. Que ha sido verificado por los hechos que el kirchnerismo se fortalece y afianza paulatinamente en la medida que puede profundizar la transformación. Si frena o desacelera ese proceso constante, corre el riesgo de debilitarse y darle aliento al enemigo para que endurezca su contraofensiva permanente, cuyo temible desenlace podría llegar a ser alguna negociada claudicación que implique convertir el kirchnerismo en otra cosa, nada deseable. 



Una y otra vez conviene escudriñar conceptos. El proyecto político en marcha es en sí mismo el kirchnerismo; este modelo económico vigente es también el kirchnerismo. Se construyen y por lo tanto se constituyen recíprocamente. No se trata de un mero partido político, que si llega al gobierno sólo cuenta que administre de acuerdo a su oportuna promesa de campaña, previamente calibrada para no alterar el statu quo. El kirchnerismo -que se expresa electoralmente mediante el Frente para la Victoria- es mucho más que eso: es el impulso que le da sentido, contenido y orientación a la actual gestión transformadora. Y es el andar del propio Gobierno -según el apego y la energía puestos al servicio de la causa argumentada- el que devuelve entidad al kirchnerismo, en tanto proyecto y modelo transformadores. 



El kirchnerismo se nutre y crece mediante la sucesión novedosa de iniciativas que desconciertan, perturban y arrinconan al establishment, pero al que no puede derrotar completamente dentro del marco institucional y jurídico que respeta por principio. De manera que se establece una puja desigual con el poder conservador y retrógrado de las corporaciones y su descomunal influjo cultural -por una parte-, sumado al efecto residual albergado en la íntima y menos consciente resistencia al cambio de millones de argentinos, que si bien pueden adherir circunstancialmente al Gobierno, llegado el momento álgido de las decisiones definitivas, también podrían pasarse a otro bando sin mayores escrúpulos. 



El kirchnerismo exige vigor y lozanía a destajo. Impulso infatigable para soportar los embates de la reacción furibunda de quienes nunca cederán ni un tranco de pollo ante el más mínimo temor de que algo atente contra sus ilegítimos privilegios. Ha sumado juveniles camadas de militantes, porque el entusiasmo y la genuinidad de éstos cuestiona e interpela a los referentes que conducen -por cierto ya adultos-, para que en la mixtura etaria del caminar cotidiano, tanto el fervor como la experiencia vayan de la mano. La sabiduría política suele emerger de esa armonizada combinación.



El kirchnerismo no propone la confrontación como objetivo particular de su manera de gobernar. Resulta por sí mismo confrontativo porque está en su esencia cambiar las cosas, transformar la realidad nacional. Por lo tanto, jamás podrá eludir que mientras avanza con mayor o menor velocidad, con mayor o menor eficacia hacia la meta proyectada, a la vez debe enfrentar la reacción de sectores no siempre homogéneos que pierden la tranquilidad de sus vidas opíparas y ostentosas, por haber naturalizado que ciertas cosas que los beneficia desde siempre, nunca serían alteradas. Pero la distinción ética de conductas debe señalarse con precisión: el kirchnerismo propone y ejecuta la construcción de una realidad mejor para las mayorías nacionales, desde la legitimidad constitucional que concede el apoyo popular expresado en las urnas; mientras que la reacción en contra actúa por instinto de repeler la acción del Gobierno para destruirlo, al margen de todo posible proyecto alternativo y con el fin de preservar la inequidad imperante que beneficia por demás sólo a una minoría. 



Mientras la vigencia del proyecto kirchnerista se regodea no sin razón del paso acumulativo de tiempo -y ahora tan cerca de alcanzar la década, lo que supone una demostración de afianzamiento que va tomando la ardua tarea emprendida-, paralelamente crece un fenómeno en sentido inverso que se expande para entorpecer y neutralizar al primigenio. Es una reacción más emocional que pensada, más explosiva que reflexionada, también producto del disfrute de reivindicadas situaciones que ya asumen como naturales, y que por eso mismo requieren de la atención específica del Gobierno, pues están planteando insólitos reclamos -hasta hace poco inexistentes-, sobre la base de discriminaciones que surgen tras el ascendente reacomodamiento social que produce el Estado benefactor restablecido por el kirchnerismo.



A millones de argentinos que volvieron a tener empleo o que, teniéndolo, salieron de la informalidad laboral, y a otros tantos millones que obtuvieron en las últimas convenciones paritarias provechosos aumentos salariales que les permite disponer de excedentes para progresar más rápidamente, parece importarles un comino (e incluso detestan) que el Gobierno preferentemente mida su eficacia según la inclusión –por ejemplo- de más usuarios a la red de agua potable y cloaca, o de más familias asistidas para que envíen sus hijos a la escuela y puedan ser atendidos por un médico. Es una especie de recelo prejuicioso a políticas sociales de este modelo, que a aquellos millones de argentinos les aseguró todo eso que ya tenían pero que corrieron el riesgo de perder tras la hecatombe de 2001, y sin embargo hoy repudian compartir el propósito de la masiva ampliación de derechos del kirchnerismo. 



El formidable ascenso social que en pocos años produjo esta política de industrialización e inclusión generó casi un treinta por ciento de renovada población electoral, cuyos objetivos y reclamos ya no guardan relación con las prioridades que hacia 2003 tenía buena parte del arco social que apoyó a Cristina en 2011. Son cerca de diez millones de empadronados que por sí solos –en caso de votar todos, cosa muy improbable- definirían una elección, si ese hipotético colectivo se dirigiese a un destinatario común. Resulta inquietante su cuantía y aun más inquietante la volatilidad electoral inmersa en esta inefable franja de desmemoriados o desagradecidos



El kirchnerismo todavía reserva una gran capacidad persuasiva y seductora. Suele utilizar herramientas eficaces para disputarle la hegemonía cultural a las corporaciones. Y en algunos aspectos, se impone por la supremacía que emana del respeto a un Gobierno que ejerce el poder en democracia desde un Estado fuerte y relegitimado. Por ejemplo, ha instalado en el imaginario colectivo el reconocimiento a su efectividad para lograr metas de diversa índole, sin apartarse del juego político institucional. La contundencia con que saca partido de la mayoría propia en el Congreso, merced a los acuerdos con fuerzas menores a menudo afines, contrasta con la absoluta inoperancia demostrada por la Unión Cívica Radical y aquel engendro autodenominado “Grupo A”, que durante 2010 y 2011 obstaculizaron todo el tiempo el debate parlamentario y no pudieron sancionar ni una ley que siquiera menguara la hegemonía política ejercida por el kirchnerismo desde 2003.



Cuando se impulsa con vigor y convicción un proyecto político de cambio, si bien la democracia implica valorar el diálogo, también es necesario no perder demasiado tiempo buscando a veces consensos imposibles o sospechosos, que en última instancia pueden conspirar contra el proyecto trazado o -peor aun- tiendan a desnaturalizarlo. La elección de objetivos que sucesivamente afirman el camino de la transformación, debe hacerse con cuidado y eso lleva un tiempo de maceración. Pero una vez emprendida la tarea de conseguirlo, el tiempo apremia porque cada pieza del tablero que se construye requiere de la subsiguiente para que el avance tenga sentido. 



Ha llegado el tiempo de ocuparse sin vacilaciones del talón de Aquiles de este modelo. Se puede ahora, tal vez como nunca antes, gracias al soporte de la informática y la formidable base de datos con que cuentan el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) y la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP). Llegó el momento de desarticular el accionar mezquino y desestabilizador de los “formadores de precio”, mediante la aplicación del conocimiento cabal del funcionamiento de las cadenas de comercialización. No es un trabajo sencillo. Requiere de una ingeniería política sutil que secunde la destemplada firmeza de Guillermo Moreno, secretario de Comercio Interior, ciertamente el funcionario nacional que desde 2005 libra casi en soledad duelos feroces contra las despiadadas corporaciones. 



Hay que reducir en pocos meses el nivel de inflación, por lo menos a lo que sería una sensación general verificable, para estar más en línea con Brasil y la región. Si el índice de precios al consumidor (IPC) promedia según informes ajenos al INDEC un porcentaje anualizado alto -aunque sus métodos tampoco sean de fiar-, para mediados de 2013 esas cuestionables estimaciones deberían situarse cerca del 10 por ciento anual, tal cual registra hoy el cálculo oficial. De ese modo, la hostilidad manifiesta al modelo por parte de un sector de la población cedería bastante si el inicial combate a la inflación parece exitoso. 



Desde luego habrá que vigilar de cerca los niveles de producción, por cuanto dicha ardua misión conlleva no escatimar el creciente consumo interno que sobrevendrá de inmediato, como consecuencia de la demanda agregada que produciría el mayor poder adquisitivo de la población. Habrá que convenir alguna compensación crediticia o tributaria con el sector empresario que supedita su máxima rentabilidad en el comercio exterior, para que no relegue la provisión al mercado local. El objetivo planteado no es fácil de conseguir en tan breve plazo. 



Pero si se reinstala la sensación general de que el IPC empieza a disminuir, y sus efectos se palpan a mediados del año próximo, el resultado electoral favorable estará garantizado y podría ser tan contundente como el de 2011. Con esa conquista en la mano, es decir, un Congreso donde el Frente para la Victoria tenga una mayoría holgada, el camino quedará más despejado para fortalecer la transformación y emprender el desafío central que no es otro que erradicar definitivamente la pobreza estructural.



La Argentina ha demostrado que puede prescindir del mercado de capitales internacional. No necesita endeudarse para cumplir con sus obligaciones, y al mismo tiempo tampoco está aislada o castigada por todos los inversores de afuera. Como beneficio adicional de coyuntura, si se consigue reducir el índice general de precios al consumidor, también podría empalmarse algún tipo de restructuración que quiere implementar el FMI en los mecanismos de estadística del INDEC, ya sin grave costo político interno, pues los datos de inflación suministrados por el organismo oficial se irían adecuando por franca aproximación a la mejorada realidad de los precios.



La ejecución de esta propuesta requiere de todo el poder de fuego político e instrumental del kirchnerismo. El mismo poder que este proyecto ya puso de relieve en jornadas épicas a partir de 2003. Las actuales contingencias, como otras tantas precedentes, no son favorables. Es notorio que hay una recidiva corporativa liderada por el oligopolio Clarín, el gigantón herido que todavía puede infligir mucho daño. El peronismo de otras épocas formalizó pactos sociales de gran alcance aunque dispar suerte, cuyo primordial propósito era controlar el desborde de los precios. Se necesita de una alianza transitoria de conveniencia entre grupos empresarios y sectores sindicales cabalmente representativos de la fuerza del capital y el trabajo, tal cual se ha dado y se da en distintos tiempos de los más diversos lugares del planeta.



El panorama muestra que las afinidades entre la Unión Industrial Argentina (UIA) encabezada por José Ignacio De Mendiguren y la Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME) conducida por Osvaldo Cornide -desde el sector empresario-, y la Confederación General del Trabajo (CGT) con Antonio Caló como secretario general y la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) liderada por Hugo Yasky -desde el sector de los trabajadores-, parecieran no tener obstáculos insalvables para lograr un acuerdo básico provechoso, que a su vez convoque a un entendimiento de mayor gravitación general. El problema a enfrentar, por supuesto, radica en el entorpecimiento que paralelamente desarrolle la espuria connivencia del multimedio dominante con la CGT residual de Hugo Moyano, como los más visibles arietes de la esperable reacción antagónica.