Barry Commoner (1917-2012): Científico, candidato y socorrista del planeta Tierra

Daniel Lewis

Barry Commoner, fundador de la ecología moderna y uno de sus pensadores más provocadores y movilizadores a la hora de convertir el ambientalismo en causa política popular, murió el domingo en Manhattan. Tenía 95 años y vivía en Brooklyn Heights. Su esposa, Lisa Feiner, confirmó su fallecimiento.  

El Doctor Commoner fue uno de los miembros más destacados de una generación de científicos-activistas que identificaron las consecuencias tóxicas del auge tecnológico de la Norteamérica posterior a la II Guerra Mundial, y uno de los primeros en agitar el debate nacional sobre el derecho de la opinión pública a comprender los riesgos que conllevaba y a adoptar decisiones al respecto.

Criado en Brooklyn durante la Depresión y formado como biólogo en las universidades de  Columbia y Harvard, salió de ellas armado con una combinación de pericia científica y celo izquierdista. Su trabajo sobre los efectos globales de la lluvia radioactiva, que abarcaba documentar las concentraciones de estroncio 90 en la dentición infantil de miles de niños, contribuyó materialmente a la adopción del Tratado de Prohibición de Pruebas Nucleares de 1963.   

A partir de ahí se produjo una progresión natural a un abanico de cuestiones medioambientales y sociales que le mantuvieron afortunadamente en primer plano como orador y autor a lo largo de los años 60 y 70 y le llevaron a una tambaleante candidatura presidencial en 1980.  

En 1970, el año del primer Día de la Tierra, la revista Time presentó al Dr. Commoner en portada y le llamó el Paul Revere [héroe de la independencia norteamericana, primero en avisar del avance de las tropas británicas] de la ecología. No era en modo alguno el único que hacía sonar las alarmas; el movimiento ya había cobrado impulso, levantando el vuelo gracias al impacto del libro de Rachel Carson, Silent Spring[Primavera silenciosa, Drakontos, Barcelona, 2010], publicado en 1962, y la labor de muchos otros. Pero podría decirse que fue el más peripatético en sus esfuerzos por llamar la atención del público sobre los peligros medioambientales.

(Ese mismo número de Time hacía notar que el presidente Richard M. Nixon ya lo había respaladado. En su discurso del Estado de la Unión de ese enero, afirmó: "La gran pregunta de los años 70 es: ¿nos rendiremos a nuestro entorno, o haremos las paces con la naturaleza y empezaremos a reparar los daños que le hemos infligido a nuestro aire, nuestras tierras y nuestras aguas?" Y continuaba: entre otros pasos, se estableció en diciembre de 1970 la Environmental Protection Agency [EPA, Agencia de Protección Ambiental]).

 El Dr. Commoner presentaba una imponente figura profesoral, con un rostro fornido, gruesas gafas, cejas negras y una cabeza de pelo espeso que fue volviéndose gradualmente puro blanco. Era muy demandado como orador y polemista, sobre todo en campus universitarios, a los que contribuyó a proveer con una generación de activistas con un marco que hacía accesible la ciencia de la ecología.

Sus cuatro reglas informales de la ecología eran lo bastante pegadizas como para estamparse en una camiseta y proclamarlas por las calles: Todo está conectado con todo lo demás. Todo debe llevar a alguna parte. La naturaleza sabe más. Nada es gratis en esta vida.

Aunque las reglas eran suficientemente llanas, el pensamiento que hay tras ellas requería fe para dar un salto. La preocupación dominante del Dr. Commoner no era la ecología como tal sino, antes bien, un ideal radical de justicia social en el que todo estaba verdaderamente conectado con todo lo demás. Como otros disidentes izquierdistas de la época, creía que la contaminación ambiental, la guerra, la desigualdad racial y sexual debían enfrentarse como cuestiones entrelazadas con un problema central.

Crítico del capitalismo

Formado como estudiante en la teoría marxista, tomó como blanco principal los "sistemas de producción" capitalistas de la industria, agricultura, energía y transporte que ponían el acento en los beneficios y el progreso tecnológico con poca consideración por las consecuencias: gases de invernadero, materiales no biodegradables, y fertilizantes sintéticos y residuos tóxicos que se filtraban al suministro de agua.

Insistía en que el futuro del planeta dependía de que la industria aprendiera en primer lugar a no causar desastres, en lugar de tratar luego de remediarlos. De esta lógica se seguía que los científicos al servicio de la industria no podían sencillamente crear un proceso o producto nuevos y lavarse luego las manos respecto a su responsabilidad moral por los efectos secundarios. Fue un pertinaz oponente de la energía nuclear a causa de sus residuos radioactivos; desdeñó la idea del intercambio de emisiones contaminantes puesto que, al fin y al cabo, la industria tendría que arruinar primero el medio ambiente para verse recompensada por ese programa.

En una entrevista realizada dentro de la serie "La última palabra" [que recogía declaraciones de figuras de relevancia emitidas solo póstumamente] con el New York Times en 2006, videograbada para acompañar esta necrológica en la Red, el Dr. Commoner reflexionaba sobre su visión holista y lamentaba la incapacidad de la sociedad para conectar los puntitos entre la multitud de desafíos, denominándolo "un rasgo infortunado de la evolución política de este país".

Al advertir que el éxito de los movimientos que habían promovido los derechos civiles, la igualdad social, el sindicalismo organizado, el ambientalismo y el final de la guerra del Vietnam, afirmó que se podría pensar que "sólo con se unieran, podrían rehacer el país". Pero añadió que no era eso lo que ha sucedido.

Declaraba después: "No creo en el ambientalismo como solución de nada. Lo que creo es que el ambientalismo nos ilumina sobre lo que hay que hacer para resolver todos los problemas en conjunto. Por ejemplo, si hay que revisar el sistema productivo para fabricar coches o cualquier otra cosa de modo que se ajuste a las necesidades medioambientales, ¿por qué no considerar al mismo tiempo que las mujeres ganen lo mismo que los hombres por igual trabajo?".

Los diagnósticos y recetas del Dr. Commoner le colocaban a veces en situación de desacuerdo con otros líderes medioambientales. Con razón se le recuerda como una figura importante del primer Día de la Tierra, el 22 de abril de 1970, una jornada informativa a escala nacional concebida por el senador Gaylord Nelson, de Wisconsin, y él mismo consideró la conmemoración como algo de importancia histórica. Pero el Día de la Tierra también ilustraba el creciente faccionalismo de un movimiento en el que el "ambientalismo" comprendía una serie de agendas que competían todas por captar atención y fondos y podían ir desde acabar con la guerra de Vietnam a cultivar lechugas propias.

En ese contexto se produjeron las desavenencias entre el Dr. Commoner y los defensores del control de población, que consideraban la degradación ambiental como efecto secundario de la superpoblación. Se habían convertido en una fuerza erigida sobre la firmeza del éxito de ventas de Paul R. Ehrlich, The Population Bomb [La explosión demográfica (el primer problema ecológico), Salvat, Barcelona, 1993]. Grupos conservacionistas como el Sierra Club y la  National Wildlife Federation eran sólidos apoyos de los puntos de vista del Dr. Ehrlich.

El Dr. Commoner enfiló a los "neomalthusianos", como llamaba a quienes, al igual que el estudioso ingles Thomas Malthus, preveían los peligros del crecimiento de la población. En un debate en una mesa redonda con el Dr. Ehrlich en 1970, declaró que "era una de las peores formas de escurrir el bulto" afirmar que "ninguno de nuestros problemas de contaminación se puede resolver sin atacar primero la cuestión de la población".

Lo detallaba en su libro más conocido, The Closing Circle [El círculo que se cierra, Plaza y Janés, Barcelona, 1978], publicado al año siguiente. Reducir la población, escribía el Dr. Commoner, "equivale a tratar de salvar un barco que hace aguas aligerando la carga y tirando a los pasajeros por la borda".

"Se ve uno forzado a preguntarse si no hay algo que va radicalmente mal en este barco".

En el estamento científico, la posición del Dr. Commoner era ambigua. Junto a eminentes figuras de los años de postguerra como el químico Linus Pauling [1901-1994, extraordinario talento científico, Premio Nobel de Química en 1954 y de la Paz en 1962] y la antropóloga Margaret Mead, le inquietaba que la integridad de la ciencia norteamericana se hubiera visto comprometida, en primer lugar por el énfasis del gobierno en apoyar a la Física a expensas de otros campos durante el desarrollo de las armas nucleares, y en segundo lugar, por la creciente privatización de la investigación, en la que la ciencia pura se situaba en el asiento de atrás de  proyectos que ofrecían una promesa de corto alcance de tecnologías mercantilizables.

Se trataba de una preocupación notablemente similar a la de alguien tan netamente antiradical como Dwight D. Eisenhower, que advirtió del peligroso poder del "complejo militar-industrial" cuando estaba a punto de abandonar la presidencia. Pero aunque el Dr. Commoner tenía un historial de éxitos como biólogo celular y director fundador del Centro de Biología de los Sistemas Naturales, con financiación pública, se le consideraba primordialmente como defensor de una política que relativamente pocos consideraban practicable o deseable.

Entre otras posturas, defendió el perdón de la deuda del Tercer Mundo, que, según afirmó, reduciría la pobreza y la desesperación, y actuaría por tanto como freno natural al crecimiento de la población.  

Su programa no le llevó muy lejos en la carrera presidencial de 1980, en la que participó a la cabeza de su Citizen´s Party (Partido Ciudadano). Consiguió cerca de 234,000 votos mientras Ronald Reagan barrió en su triunfo. El mismo Dr. Commoner reconoció que no habría sido un presidente demasiado bueno. Con todo, se mostraba enojado por que las cuestiones que había suscitado hubieran generado tan poco interés.

Su momento preferido de la campaña, recordaba años más tarde, se produjo cuando un reportero de Albuquerque (Nuevo México) le preguntó: "Dr. Commoner, ¿es usted un candidato serio o se presenta sólo por determinados temas?". 

Barry Commoner nació el 28 de mayo de 1917, en el barrio de Brooklyn, situado en el este de Nueva York. Sus padres, Goldie Yarmolinsky e Isidore Commoner, eran inmigrantes judíos de Rusia, y su padre trabajó como sastre hasta que se quedó ciego (el nombre original de la familia, Comenar, fue anglificado a sugerencia de un tío de Barry, Avrahm Yarmolinsky, jefe del departamento eslavo de la Biblioteca Pública de Nueva York).

El joven Barry creció en un momento en que era posible ser a la vez un chico duro de la calle y del género estudioso. Pasaba horas en Prospect Park recogiendo trocitos de naturaleza que se llevaba a casa para inspeccionarlos bajo el microscopio que le había regalado su tío Avrahm.  

Tan tímido se mostraba en el instituto James Madison de enseñanza media que lo mandaron a una clase para corregir su dicción, y tras su bachillerato inició la senda de una tranquila carrera académica. Con el dinero ganado de trabajos aquí y allá, consiguió matricularse en Columbia, consiguiendo graduarse con honores en su especialidad, zoología, ser elegido para la Phi Beta Kappa [hermandad honorífica de los estudiantes más destacados presente en numerosas universidades norteamericanas] y Sigma Xi [sociedad estudiantil universitaria de investigación científica y técnica] y una licenciatura en 1937, a los 20 años. Siguió su trabajo ya licenciado en  Harvard, donde se doctoró en biología celular. Enseñó durante dos años en el Queens College neoyorquino y sirvió en el Cuerpo Aeronaval en la II Guerra Mundial, hasta ascender al empleo de teniente. En 1947 se convirtió en profesor de la Washington University de San Luis (Misuri).  

Su papel en la prohibición de pruebas nucleares  

En paralelo a su vida como figura pública, el Dr. Commoner gozaba de una reputación de brillante profesor y meticuloso investigador de los virus, el metabolismo celular y los efectos de la radiación sobre los tejidos vivos. Un equipo de investigación dirigido por él fue el primero en mostrar que los radicales libres anormales — grupos de moléculas con electrones desparejados — podrían ser el primer indicador de cáncer en ratas de laboratorio.

Descubrió su voz política cuando se topó con la indiferencia de las autoridades gubernamentales frente a los elevados niveles de estroncio 90 en la atmósfera debido a las pruebas atómicas. Muy sencillamente, como declaró en una entrevista con elChicago Tribune en 1993, "la Comisión de Energía Atómica me convirtió en ambientalista".

Contribuyó a organizar el Comité de Información Nuclear de San Luis en 1958, del que llegaría a ser presidente. El Dr. Commoner declararía años más tarde al Scientific American que la tarea del comité "consistía en explicar a la opinión pública — en San Luis, primero, y a escala nacional luego — cómo la fisión de unas cuantas libras de átomos podía convertir algo tan ligero como la leche en un veneno global demoledor".

"Por aquel entonces", seguía, "varios de nosotros nos reunimos con Linus Pauling en San Luis y redactamos una petición conjuntamente, subscrita finalmente por miles de científicos de todo el mundo". La petición formaba parte del sostén dado por el mundo científico a la propuesta del presidente John F. Kennedy de un Tratado de Prohibición de Pruebas Nucleares de 1963, "la primera de las acciones internacionales continuadas para enjaular del todo a la bestia nuclear", como dijo el Dr. Commoner.  

Como director fundador del Centro para la Biología de los Sistemas Naturales en San Luis, dirigía un equipo compuesto por gente de muchos disciplinas para investigar, entre otras cosas, la contaminación por plomo en barrios marginales, la ecología de las ratas de los guetos, la economía de la agricultura convencional frente a la orgánica y la contaminación de los ríos debido a la filtración de fertilizantes.

El Dr. Commoner trasladó el centro de San Luis al Queens College en 1981. Siguió en el centro de la acción, contribuyendo al proyecto de reciclaje de basuras de la ciudad de Nueva York y defendiéndolo de críticos como el alcalde Rudolph W. Giuliani, que había declarado irresponsable la ley de reciclaje.  

En el año 2000, a los 82 años de edad, el Dr. Commoner abandonó la dirección del centro para concentrarse en nuevos proyectos de educación, entre ellos los estudios sobre los efectos de alterar genéticamente los organismos.   

Menguante influencia  

Para entonces ya no lograba la atención de la que había gozado en otros tiempos. Algunos expertos habían empezado a pensar que su visión del planeta como un  lugar armoniosamente equilibrado por la prueba y error de la larga evolución dejaba fuera demasiada complejidad y demasiado potencial para lo inesperado.  

Stephen Jay Gould, el paleontólogo y biólogo evolutivo de Harvard, en su reseña del libro del Dr. Commoner Making Peace With the Planet [En paz con el planeta, RBA, Barcelona, 1993] para el [New YorkTimes en 1990, afirmó que "sufre el más común de los destinos ingratos: ser tan evidentemente cierto y justo que lo pasamos por alto como una historia ya sabida".

"Aunque muchos lo han tildado de inconformista", añadía el Dr. Gould "yo le considero igual de acertado y compasivo en casi todas las cuestiones de primera importancia".

El Dr. Commoner contrajo matrimonio con la señora Feiner en 1980. Deja dos hijos, Lucy Commoner y Frederic, de su primera mujer, Gloria Gordon; y una nieta.  

El Dr. Commoner practicaba lo que predicaba. En sus costumbres personales era tan frugal como un granjero yanqui, y con el mismo sentido común. Iba en coche o tomaba un taxi si la ruta de transporte público le quedaba demasiado lejos. Por otro lado, no veía la necesidad de malgastar energía planchándose las camisas.

Y cuando un periodista del [New YorkTimes pidió en cierta ocasión a su oficina del Queens College que le enviaran cierto material por correo, llegó en un viejo sobre marrón con la dirección de envío tachada del departamento de botánica de la Washington University, donde había trabajado por última vez 19 años atrás.

Daniel Lewis es periodista del diario norteamericano The New York Times.

 Traducción: Lucas Antón (Sin Permiso)