El onanismo principista
Arnaldo Cordoba
La Jornada
¿Qué es el principismo? En realidad, sólo
las mentes que lo parieron deben saberlo. Pero resulta que entre más nos
adentramos en la memoria del pasado menos razones claras encontramos acerca de
su definición y en torno a ello reina la más completa confusión y también, a
raudales, las idioteces más espeluznantes y las ocurrencias más peregrinas. Se
supone también que un principista es uno que tiene principios. Y,
¿qué sería un principio? En filosofía se le suele definir como punto
de partida,fundamento o causa de un proceso que se desea
explicar o justificar.
Si retrocedemos
a las luchas internas de los grupos socialistas y comunistas de entre los
siglos XIX y XX encontramos un rico material que nos ilustra sobre lo que era
la lucha por los principios o, como Lenin la llamaba, la lucha
interna. Cuando Marx discutía el Programa de Gotha del Partido Obrero Alemán
hablaba sobre los principios que racionalmente debían ser explicados y
expuestos. La cosa se fue enfangando a medida que esa lucha se fue volviendo
interminable. Hubo épocas enteras en que los revolucionarios dejaban de actuar
para dedicarse a disputar acerca de los principios.
Éstos acabaron
por no ser lo que debían expresar sino lo que se quería que dijeran y, casi sin
excepción, ya desde los años de Lenin, los principios escondieron propósitos de
acción y de credo y no cuestiones teórico políticas que tenían que ver con la
definición de la realidad en la que se actuaba. Así, los principios se
volvieron ocurrencias o soluciones de fuerza para situaciones particulares. El
caso es que todo mundo anduvo a la greña por los principios.
Es con asombro
que se puede ver todavía por ahí individuos que salieron de las viejas tumbas
proclamando de nuevo la vigencia de los principios. Es como una invitación
de los fantasmas de los cristianos primitivos a acompañarlos a sus catacumbas
en sus oraciones. Debo advertir que la lucha por los principios o principista o
principismo requiere de una actitud casi teológica: se debe creer en ello, se
debe ser coherente con ello y hay que estar dispuestos a arrostrar todos los
desafíos por ello, incluido el ridículo.
A estos dos o
tres principistas (si es que llegan a tantos) no les gusta Andrés Manuel López
Obrador, pero lo apoyan, visto que es el único candidato de la izquierda;
tienen sus temores sobre su coherencia (aunque no sobre su honestidad), su
claridad sobre los peligros que acechan y se preguntan si de verdad sabrá cómo
vencer a sus formidables enemigos. ¡Si tan sólo tuviera principios!
Según ellos, el
candidato de izquierda primero debe saber en qué clase de país está actuando.
México es un país neocolonialexactamente igual a la China de los años
veinte, con una estructura básicamente agraria cuya industria y comercio están
por entero en manos de extranjeros y con un semiestado fragmentado en
poderes locales y cuyo gobierno central carece totalmente de consenso y
autoridad moral y es simplemente el más grande de los poderes delincuenciales,
pero una presa inerme de cualquier imperialismo. Eso era exactamente lo que
pregonaba la estaliniana Internacional Comunista en los años veinte y treinta.
Luego hay que
aleccionar al tabasqueño sobre el ogro filantrópico nacido de la Revolución.
Según los principistas, la revolución democrática de masas destrozó a la
oligarquía azucarera (ahora México se confunde con Cuba o acaso con el estado
de Morelos) y a los terratenientes, pero no fue dirigida por los obreros y los
campesinos, sino por sectores medios que querían un Estado capitalista.
Apoyados en el consenso que les daba la revolución, construyeron las bases de
la potencial contrarrevolución. El consenso decía: yo te cedo mis derechos
políticos y te dejo gobernar, pero tú mejoras mis condiciones de vida.
El
corporativismo de moda en los años 20 y 30 en la Italia fascista, en la
Alemania hitleriana y en la URSS estalinista fue el modelo del Estado moderno
en México. Sus orígenes fueron, pues, fascistas, nazistas y comunistas. La
vieja Comintern, como puede verse, se quedó corta. Ese consenso se rompió con
la mundializacion de los ochenta. El reformismo al que dio lugar cerró el
camino al surgimiento detendencias socialistas masivas y produjo un
fenómeno mexicano, elnacionalismo revolucionario socializante, que se convirtió
en una traba histórica para el anticapitalismo organizado.
Como salida de
la nada, la conclusión principista es que el resultado electoral por sí solo no
puede modificar el derrumbe del pacto social producto de la mundialización.
Antes nos habían dicho que ese pacto ya se había derrumbado en los ochenta. En
otras palabras, ese principismo no entiende para qué estamos haciendo
elecciones en México y, menos todavía, por qué López Obrador se presta a
semejante farsa.
López Obrador,
nos siguen diciendo, no debe andar jugando a las elecciones, sino profundizar el
movimiento de masas (Morena) y convertirlo en la base del nuevo avance. En
lugar de ello, lo que anda haciendo es distraerlo con sus
planteamientos moderados y timoratos que sólo buscan congraciarse con los
sectores patronales inconformes con el sistema.
Su tarea, según
eso, debería ser la construcción de otro Estadonacido de la autonomía y la
autogestión. Qué diablos querrá decir eso no se dice, pero se insiste en que
sólo se logrará cambiando radicalmente la relación de fuerzas sociales y con un
programa claramente anticapitalista. Es una pena que los principistas hablen de
un programa pero, cuando no copian lo que ya plantea López Obrador, nos surten
con tonterías como prohibir los despidos, decretar un aumento masivo
de salarios y pensiones, llevar a cabo la organización mutual [sic],
política y sindical de los trabajadores y otras ideas fuerza, nos
dicen, que sean difundidas mediante volantes y manifestaciones
relámpago. Las concentraciones de masas de López Obrador no les bastan.
López Obrador
no es esperanza, concluyen, pues nunca llamó a sus bases a movilizarse sino con
fines electorales. La esperanza radica en las bases de Morena y un voto crítico
a favor del candidato ayudará a quienes quieren una política anticapitalista
consecuente a estar junto a ellas, ayudándolas a organizarse, a combatir toda
claudicación (de su candidato) y a hacer frente a un nuevo fraude.
El odio a la
opresión, dicen finalmente nuestros principistas, es un arma de liberación de
los oprimidos y se debe encauzar programática y organizativamente, sin
preocuparse por las elecciones. ¿Quién deberá hacerlo? Ciertamente no el
candidato que anda en su rollo electoral. ¿Serán estos principistas? Pues
parece que sí, sólo que no se les ve por ningún lado, como no sea lanzando
orondamente sus flatulencias dogmáticas a todos los vientos.
De este
principismo se puede decir lo que el gran escritor argentino Macedonio
Fernández postuló: No era que fuera feo, sino que la cara le quedaba mal a
la fisonomía. Pero luego con barba, es decir sin cara, su rostro era bastante
agraciado (Cuadernos de todo y nada,Corregidor, Buenos Aires, 1972,
p. 69) y, además y como lo señaló José Steinsleger, en el exilio…
A Carlos
Fuentes, in memoriam, y con mi solidaridad
a Silvia Lemus