El canto de las sirenas


José Natanson
Le Monde Diplomatique

Si bien no hay un momento ideal para reformar la Constitución sí puede haber motivos más o menos justificables. En nuestro caso, el debate gira en torno al tipo de régimen y la re-reelección.

Cuál es el momento adecuado para reformar la Constitución? En general, las constituciones se escriben o reescriben luego de fuertes traumas, guerras externas o civiles, colapsos económicos, independencias, crisis institucionales. En algunos pocos casos, son el resultado de una voluntad política refundacional que opera en períodos de normalidad relativa. Como sea, no existe un momento ideal para reformar la Constitución, del mismo modo que no existe un momento ideal para casarse o tener un hijo. Lo que sí puede haber, además de diferentes correlaciones de fuerza, son motivos más o menos justificables, que en el caso que nos ocupa se pueden reducir a dos: el tipo de régimen y la re-reelección.
Veamos.

Pasión de ingenieros

El actual debate acerca de la reforma comenzó como una discusión más bien teórica sobre los problemas del presidencialismo y las supuestas ventajas de los sistemas parlamentaristas. Quienes defienden este tipo de régimen suelen recurrir a dos argumentos interesantes pero contradictorios. Por un lado, sostienen que el hecho de que el primer ministro no sea elegido directamente sino mediante acuerdos parlamentarios, muchas veces resultado de complejos esfuerzos coalicionales, tiende a evitar la concentración del poder y generar gobiernos más consensuales, abiertos y moderados.
Pero al mismo tiempo se señala que, al alinear automáticamente al Ejecutivo con el Legislativo, los sistemas parlamentarios generan mayorías más estables, lo cual contribuiría a agilizar las decisiones y evitar los bloqueos entre poderes. Es casi lo mismo que decir que producen gobiernos fuertes, sobre todo ante escenarios de “gobierno dividido” (cuando el Ejecutivo está en poder de un partido y el Congreso de otro, como en Argentina en tiempos del Grupo A y antes, durante la última etapa del gobierno de De la Rúa y la segunda mitad del mandato de Alfonsín).
Y es cierto, claro, que en los sistemas parlamentarios la pérdida de mayoría o la falta de apoyo a una determinada decisión habilita al Congreso a retirar el voto de confianza y convocar a elecciones. Pero la mentada flexibilidad parlamentarista tiene una doble cara: si por un lado permite evitar los períodos de debilidad presidencial (típicamente, cuando el presidente pierde las elecciones de mitad de mandato y todavía debe gobernar durante un par de años), por otro puede generar no más sino menos estabilidad, en la medida en que un resultado electoral desfavorable repercute directamente en la caída de un gobierno.
Se trata, en todo caso, de especulaciones en el aire. Como en casi todos los órdenes de la vida, defender el parlamentarismo en abstracto es lo mismo que enamorarse de una sirena o una modelo de la televisión. Para que funcione en la realidad y no en los papers académicos, el parlamentarismo requiere de partidos más o menos orgánicos (que aquí, salvo quizás el peronismo, no existen) y nacionalmente articulados (que aquí no existen, ni siquiera en el caso del peronismo), con bloques legislativos disciplinados y estables, una cultura política favorable a los acuerdos, ciertos consensos sociales básicos... Pero en ese caso, ¿no funcionaría también el presidencialismo?
La seducción que ejerce el parlamentarismo en amplios círculos político-intelectuales no deja de resultar llamativa. La explicación, creo, es de tipo sentimental. Ocurre que la mayoría de los fans del parlamentarismo se formaron políticamente en los 80, cuando la exitosa transición a la democracia española, tramitada bajo un impecable parlamentarismo, funcionaba como el modelo a seguir para Argentina (nótese además que se trata casi siempre de abogados –Raúl Alfonsín, Carlos Nino, Raúl Zaffaroni– y no de politólogos, con esa propensión tan habitual de los juristas a depositar sus expectativas en las operaciones de ingeniería institucional).
Y, por último, la realidad, que es la única verdad. Aunque es cierto que la mayoría de los países de Europa han logrado altos niveles de desarrollo bajo sistemas de este tipo, no puede decirse lo mismo de los muy parlamentaristas Bangladesh, Turquía, Bután, Marruecos o Tailandia. En rigor, el parlamentarismo funciona adecuadamente en Europa Occidental (aunque no siempre, como demuestra la crónica inestabilidad de la Italia de la posguerra) y en unas pocas ex colonias británicas como Australia o Nueva Zelanda (aunque no en todas: ¿o alguien piensa que Pakistán y Jamaica son ejemplos de continuidad democrática?). En suma, la experiencia está lejos de ser concluyente.
Algunas investigaciones recientes han comenzado a redescubrir las ventajas del presidencialismo y a poner en duda uno de sus aspectos supuestamente más negativos: la duración fija del mandato presidencial, que en teoría privaría al sistema de la capacidad de adaptación necesaria en momentos de crisis. Sucede que en los últimos años se han multiplicado los casos de regímenes presidenciales que han logrado sobrevivir a profundas crisis económicas, graves episodios de furia social e intensos conflictos institucionales sin que se produzca un quiebre democrático: la destitución de Fernando Collor de Mello en Brasil en 1992, la de Raúl Cubas Grau en Paraguay en 1999, la renuncia de Alberto Fujimori en Perú en 2000, las caídas de Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez en Ecuador en 2000 y 2002, y la renuncia de Fernando de la Rúa en Argentina en 2001.
En todos los casos, la caída del presidente produjo un vacío de poder que fue ocupado por el Parlamento, que designó a un líder de reemplazo –o fortaleció a un debilitado vicepresidente– y ordenó la situación hasta la próxima convocatoria electoral. Estas situaciones de parlamentarización de facto del presidencialismo, que Fabián Bosoer definió como “neo-parlamentarismos de crisis” (1), revelan una flexibilidad inesperada en nuestros criticados sistemas presidencialistas, que lograron procesar cambios de gobierno, en algunos casos acompañados por dramáticos desplomes económico-sociales, sin que por ello colapsara todo el sistema. En tecnojerga politológica: la crisis de gobierno no produjo una crisis de régimen.

Re-re

Desde la independencia en el siglo XIX, azotada por los conflictos internos y el caudillismo, América Latina desarrolló una rica tradición anti-reeleccionista, cuyo hito más famoso es la célebre crítica de Bolívar formulada en el Congreso de Angostura de 1819. Con el tiempo, sin embargo, la idea de que la reelección constituye un problema en sí mismo se fue atenuando y sucesivas reformas constitucionales la fueron habilitando, siempre por un solo período. Esquemáticamente, aquellas implementadas desde la recuperación de la democracia pueden dividirse en dos grupos: las “reformas neoliberales” de los 90 (Perú 1993, Argentina 1994, Brasil 1997) y las “reformas bolivarianas” (Venezuela 1999, Bolivia 2007 y Ecuador 2008).
Antes y después se registraron cinco intentos para habilitar un tercer mandato presidencial o la reelección indefinida: dos –Argentina con Menem, Colombia con Uribe– fracasaron, y tres –Perú con Fujimori, Venezuela con Chávez y Nicaragua con Ortega– triunfaron. Como la peruana fue cancelada luego de la caída de Fujimori y la nicaragüense fue resultado de un fallo endeble de la Corte y no de un proceso electoral, podemos decir que Venezuela es hoy el único país latinoamericano que –a excepción de Cuba– no contempla límites institucionales al ejercicio permanente de poder.
Quienes desde un punto de vista teórico defienden la reelección indefinida, notoriamente el politólogo Ernesto Laclau, argumentan que es una forma de asegurar el ejercicio pleno de la soberanía popular, que puede así decidir sin más proscripciones y límites que los de su propia voluntad. Pero un régimen democrático no implica que el poder del pueblo sea absoluto. Por el contrario, involucra una serie de mecanismos, cláusulas y disposiciones que administran, regulan y balancean ese poder (en una democracia, por ejemplo, el pueblo no puede atacar a las minorías, prohibir el voto a poblaciones por su color de piel o torturar a los presos, aun si esa fuera su voluntad). En otras palabras, la democracia supone tanto la elección libre de un gobierno como la limitación del poder de ese gobierno.
El debilitamiento de los límites al poder –entre los cuales el que fija un plazo determinado para su ejercicio quizás sea el más crucial– puede atenuar o incluso poner en riesgo el componente republicano de la democracia, expresado en la división de poderes y los mecanismos de control horizontal (es decir, entre las diferentes instancias administrativas y de gobierno), dejando solo en pie el control vertical (pueblo-gobierno), así como también es posible que afecte, quizás de manera menos directa, el componente liberal de la democracia (respeto a las minorías, libertades individuales, límites a la arbitrariedad del Estado, etc.).
Desde un punto de vista más práctico la idea de la re-reelección también es riesgosa. La natural acumulación de recursos de poder en el oficialismo suele generar un desbalance a favor de éste y en contra de los candidatos opositores, por lo cual algunas legislaciones, como la estadounidense y la colombiana, contemplan una serie de reglas muy estrictas –relacionadas con la utilización de la publicidad oficial, la inauguración de obras en tiempos de campaña, etc.– tendientes a cancelar este hándicap natural. Porque un sistema realmente democrático presupone también un cierto equilibrio en el juego político. Como señala Andreas Schedler, la diferencia entre una “democracia plena” y un “autoritarismo electoral” es que en la primera todos los partidos pueden perder las elecciones mientras que en el segundo las pierden… los partidos de la oposición (2).
Tal vez, en un mundo ideal, sería lindo que el pueblo pudiera elegir sin proscripciones, a pura libertad. Pero los mundos ideales no existen y la limitación temporal es la forma que los constitucionalistas han encontrado para evitar las tentaciones autoritarias, sobre todo bajo presidencialismos fuertes como el nuestro –lo que Luis Tonelli define como “recontra-presidencialismos” (3)–. Y esto es así tanto por la concentración de poder que un mandato largo genera en el gobierno como por el efecto –menos comentado pero crucial– que produce en la oposición: en el contexto de un juego político desequilibrado a favor del oficialismo, los partidos opositores pueden convencerse, con o sin motivos, de que nunca les llegará su turno, con la consiguiente pérdida de “paciencia democrática” y un posible deslizamiento autoritario. Por si hacía falta, el cacerolazo del mes pasado demuestra que la tentación está a la vuelta de la esquina.

Cambios

La Constitución actual es opinable, como todas, aunque también habrá que reconocer que a su concepción liberal original ha ido sumando un capítulo social (el artículo 14 bis) y los nuevos derechos agregados en 1994, incluyendo la muy subvalorada incorporación con rango constitucional de los tratados internacionales firmados por el país, en particular el Pacto de San José de Costa Rica. La experiencia reciente confirma que ha sido lo suficientemente flexible como para capear la crisis del 2001 sin que se rompiera el “hilo constitucional” y lo suficientemente abierta como para absorber las transformaciones de los últimos años: de hecho, el mismo kirchnerismo confirma que es posible emprender cambios profundos y progresistas sin recurrir a una reforma.

1. Fabián Bosoer, “El auto-rescate de las democracias latinoamericanas. Una hipótesis sobre la eficacia del componente parlamentario”, Flacso.
2. Andreas Schedler, “Elecciones sin democracia. El menú de la manipulación electoral”, Estudios Políticos, Medellín, Nº 24, pp. 137-156.
3. Revista Debate, septiembre de 2012.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
http://www.eldiplo.org/160-hay-que-reformar-la-constitucion/el-canto-de-las-sirenas