El amigo imaginario

Juan Forn
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Había en San Petersburgo, cuando se llamaba Leningrado, una escuela, que estaba enfrente de una fábrica de armamento, que estaba al lado de un hospital, que pertenecía a una prisión, la prisión más famosa de toda Rusia, Las Cruces, con sus 999 celdas. Había en Leningrado, en aquellos primeros años de posguerra, un pelirrojo llamado Iosip Brodsky que fue a esa escuela hasta que lo echaron y consiguió trabajo en ese arsenal, de donde fue a dar con sus huesos en aquella cárcel, donde lo despacharon al pabellón de enfermos mentales de aquel hospital, donde lo ponían a pasar la noche en chaleco de fuerza, luego de empaparlo con una manguera (al enfriarse y contraerse, el chaleco de fuerza iba haciendo cada vez más honor a su nombre). Antes lo habían llevado a juicio, por parásito, por poeta, por judío. En determinado momento del proceso, el fiscal le preguntó: “¿Y a usted quién le dio permiso para decirse poeta?” El pelirrojo Brodsky, que tenía veintiún años, le contestó: “¿Y a usted quién le dio permiso para decirse hombre?”
Lo mandaron a Siberia, por supuesto, pero en términos soviéticos la sacó barata: apenas tres inviernos, y no en un campo sino en una granja colectiva. Después lo dejaron volver a Petersburgo hasta que terminaron cansándose de él y de los poemas que no le dejaban publicar y lo expulsaron de la URSS. El pelirrojo Brodsky bajó de un avión en Viena, sin pasaporte y sin una moneda. Las autoridades migratorias le preguntaron si conocía a alguien en el país. Brodsky sabía que Auden, el gran poeta inglés, su ídolo absoluto, tenía una casita en algún lugar de las montañas austríacas. Las autoridades migratorias lo contactaron y el viejo poeta aceptó encantado hacerse cargo del indeseado apátrida. No sólo se lo hizo traer y lo cobijó en su cabaña alpina: en setenta y dos horas vertiginosas, le consiguió papeles y un puesto en una universidad en Estados Unidos y después se lo llevó a Londres, donde lo presentó al mundo en un legendario festival de poesía.
Durante esas 72 horas, las únicas en que estuvo frente a frente con Auden, Brodsky sólo pudo escucharlo: su inglés (aprendido a solas en la URSS con un diccionario y una antología de poesía inglesa hecha jirones, donde había descubierto a su ídolo), a duras penas le daba para seguir la legendaria, prodigiosa verba de Auden, y menos que menos para decirle lo que había significado para él. Un año después, Auden estaba muerto. Brodsky se enteró por los diarios; no había vuelto a verlo ni a hablar con él. Ese mismo día empezó a escribir en inglés. Los poemas los siguió escribiendo en ruso, pero desde ese día empezó a escribir prosa en inglés. Cuando se animó a publicarla, resultó ser una verba prodigiosa: era su manera de hablar con Auden, de decirle todo lo que no le había podido decir en aquellas 72 horas entre las montañas de Austria y Londres. El mismo lo confesó, cuando le dieron el Nobel. Primero citó unas palabras de su maestro (“Todo escritor tiene un amigo imaginario”). Después dijo: “Soy un poeta judío, mi lengua es la rusa, sólo escribo en inglés para encontrarme con él, para hacer lo único que se puede hacer por un hombre mejor: seguir la conversación. En eso consisten, creo yo, las civilizaciones”.
Brodsky era una fuerza de la naturaleza. Se caracterizó toda su vida por llevar la contra a toda advertencia, sensata o de las otras. Quienes lo conocieron dicen que, en la charla mano a mano, la pura intensidad de su presencia a veces hacía sangrar por la nariz a su interlocutor. Cuando estaba en Siberia, juró (y lo dejó asentado en una carta a sus amigos) que, si alguna vez lograba salir de ahí, se iría a Venecia, “me conseguiría una habitación en la planta baja de un palazzo, para que las olas levantadas por las embarcaciones golpearan contra mi ventana, y me dedicaría a fumar, toser y beber, y mientras las colillas se apagaran solas en el húmedo piso de piedra, intentaría escribir una elegía o dos. Y con mi último dinero me compraría una pequeña Browning y me volaría la tapa de los sesos, ya que era incapaz de morir escribiendo en Venecia”. Lo hizo. Me refiero a conseguirse un palazzo con vista a los canales, escribir una elegía o dos, fumar, toser y beber. No logró morir en Venecia, ni por causas naturales ni por balazo, pero sí logró que su hermosa esposa italiana llevara sus restos a enterrar allá.
También se negó toda su vida al lugar de víctima (“Hablar de nuestros padecimientos sólo extiende la vida de nuestros antagonistas”). Para explicar su entereza dijo que el problema de pasarse la vida tratando de burlar al sistema era que, tanto cuando se lo vencía como cuando se lo secundaba, uno se sentía igualmente culpable: “Esa ambivalencia es la característica principal de mi país: no hay verdugo ruso que no tema ser víctima algún día, como no hay víctima que no tema tener en sí la capacidad de ser verdugo. Pero esa ambivalencia es sabiduría, en cierto modo: uno entiende rápido que la vida misma no es ni buena ni mala, es arbitraria”.
Con el paso de los años (que no fueron muchos, a los 47 ya había ganado el Nobel, a los 56 estaba muerto), descubrió que la lengua inglesa era el vehículo ideal para entenderse a sí mismo, así como la lengua rusa era su modo de cantar. En inglés dijo que, cuando trabajaba en la fábrica de armamento, podía ver por encima del muro cómo trasladaban presos al hospital, que a la menor distracción de los guardias soltaban cartas que iban a caer al patio de la fabrica y que él o algún otro recogía furtivamente y despachaba por correo de regreso a casa. Lo que no lograba recordar exactamente era si él había sido uno de los que recogía o uno de los que arrojaba aquellas cartas (no por nada escribió que la memoria es como una biblioteca sin orden alfabético y sin obras completas de nadie). En inglés dijo que todo escritor se ve a sí mismo póstumamente, pero que el escritor en el exilio lo hace más que ningún otro porque es básicamente una criatura retrospectiva, que cree que su existencia anterior era más genuina, que teme ser sólo capaz de escribir secuelas de su obra anterior. “El exilio político pone al escritor en el lado banal de la virtud y nada frena su evolución estilística más que eso. Porque el estilo de un escritor son sus nervios y el exilio entumece los nervios. El exilio le enseña que un hombre liberado no es un hombre libre. Y que, si quiere un papel mejor, el de hombre libre, debe ser capaz de aceptar, o al menos de imitar, la manera en que fracasa un hombre libre. Porque cuando un hombre libre fracasa, no culpa a nadie”.