Existen dos historias

Jose Maria "Pepe" Rosa
Rosas, nuestro contemporáneo. Buenos Aires, Editorial La Candelaria, 1970

"Debemos mirar adelante y no hacia atrás" he oído decir a algunos; "dejemos en paz a los muertos que bastante trabajo nos dan los vivos", a otros. Según ellos las investigaciones históricas perturbarían con su revisionismo de juicios la unidad de los argentinos.
Es innegable que hoy por hoy conviven dos historias, una que podemos llamar académica y la otra revisionista; cada una con su jerarquía de valores disímiles y hasta opuestos. Es consecuencia de la revolución cultural que vivimos. Existen dos historias, como existen dos Argentinas: de un lado la minoritaria y extranjerizante, del otro la popular y nacionalista. Como coexisten dos maneras opuestas de entender la patria: como culto a ciertos principios políticos o económicos, o como integración con la comunidad. Pero esta dualidad es pasajera, y una de las dos Argentinas acabará por imponerse definitivamente: o seremos para siempre una nacionalidad, o quedaremos eternamente en coloniaje mental, político y material.

Arraigado definitivamente lo que debemos entender por "patria", no habrá revisionismo histórico posible. Pues este no descansa solamente en el conocimiento exacto de los hechos transcurridos, sino –y primordialmente– en el criterio para valorarlos. Cuando no nos separa esta fundamental divergencia no habrá academicismo ni revisionismo, en "lo grueso y principal" (como decía Alberdi) estaremos de acuerdo.

Dejo el tema para el punto siguiente. Trataré ahora de la importancia de la historia para conocer y comprender a un pueblo.

Prescindir de la historia de un pueblo, es algo así como separarse del alma, de toda comunidad. Los pueblos no son máquinas construidas por voluntad del hombre ni pólipos reducidos a materia y apetitos. Tienen un espíritu que se traduce en modalidades propias que los diferencian de otras comunidades; han vivido un proceso que los hizo surgir, crecer y progresar.

Que los individuos que componen un pueblo tengan un mismo espíritu social, distingue a las comunidades fuertes de las aglomeraciones fortuitas. Un pueblo es sobre todo una unión en el tiempo –es decir: en la historia– y no una aproximación en el espacio. Acepto que una comunidad de raigambre tradicional y sólida fortaleza pueda prescindir del conocimiento detallado de su pasado, por regla suplido con tradiciones que expresan su crecimiento y defensa. La historia es “idealmente contemporánea" se ha dicho, y vive en nosotros en forma de modalidades, pensamientos y acciones elaborados a través de los siglos. Está permitido a un español, a un francés o a un inglés desconocer la historia de sus pueblos, sin ser por eso menos español, francés o inglés. Le estaba permitido a un argentino de los tiempos de Rosas, que no necesitaba saber por qué se batía en Obligado. Es dudoso que pueda decirse hoy lo mismo, después de más de cien años de una enseñanza carente de sentido nacional.

Somos lo de hoy por un proceso vivido ayer y que nos llevará a mañana. Conocer y comprender ese proceso, es la manera racional de integrarse con la comunidad para nosotros, que hemos sido despojados de nuestras tradiciones. Comprender el pasado, entreveer el futuro, iluminar el camino a recorrerse. Pueblo que sabe su historia, se ha dicho, sabe dónde va porque no ignora de dónde viene.

¿ES POSIBLE UNA CONCILIACIÓN DE OPUESTOS?

Otros se alarman porque coexisten dos historias con valores diferentes, y proponen una conciliación admitiendo a Rosas junto a Rivadavia, Urquiza o Mitre. "Todos han tenido sus virtudes y defectos" se oye decir en apoyo del armisticio, y "al fin y al cabo todos fueron argentinos".

No se trata, de premiarlos o condenarlos por sus calidades morales, ni contentarse diciendo que unos y otros, "aunque de líneas opuestas, pertenecen irrevocablemente a la historia argentina", como he leído por ahí. No se pretende arrancarlos de la historia, sino hacerles justicia distributiva: darles a cada uno lo suyo como dice la clásica definición. Hacerles justicia en una historia argentina –plenamente argentina– es medir su grado de patriotismo a fin de presentarlos como ejemplo de argentinidad.

Cualquiera fueren las virtudes domésticas de las figuras de nuestra historia, o las condiciones intelectuales o artísticas que poseyeron, su procerato lo dará el patriotismo demostrado en su acción política. Patriotismo de patria –comunidad, si en definitiva predomina ésta; de patria– factoría si las cosas se resuelven de otra manera. Pero no puedo explicarme cómo Rivadavia y Rosas, que tan opuestos criterio tenían sobre la patria, podrían presentarse juntos como ejemplos próceres.

He oído decir –a políticos, no a historiadores– que la misma traición a la patria (a la patria-comunidad) de los unitarios que sirvieron de auxiliares a ingleses y franceses, o de Urquiza cuando se pasó a Brasil con su ejército, se hizo de buena fe y con nobles propósitos pues tenían un concepto del patriotismo distinto al nuestro.

Lo comprendo; pero de allí a seguir considerándolos como ejemplo de patriotismo –de mi patriotismo– no lo creo posible. Puedo explicarme los errores que llevan a un delincuente al delito, incluso puedo perdonarlo atendiendo a su falta de conciencia criminal, pero premiarlo por su crimen y mostrarlo a la consideración de la sociedad me parece absurdo e inconducente.

A no ser que silenciemos que Urquiza fue adquirido por Brasil en una guerra internacional, Lavalle pagado por los interventores extranjeros, y echemos al fuego casi todo lo escrito por Sarmiento o Alberdi. Es decir: que mantengamos la falsedad de la historiografia con el agravante de hacerlo a plena conciencia, y con el solo propósito de no revolucionar más la jerarquía de próceres, ni borrar sus nombres de las calles.

Es absurdo. El pasado no es algo plástico que podemos amoldar al gusto de todos: existe fuera de nuestra voluntad y nuestros deseos. Podemos, si se quiere, ignorar o tergiversar los hechos históricos como ha, ocurrido muchas veces entre nosotros, y en todas partes. Pero seguramente no podríamos impedir que alguien más informado o probo rectifique nuestro juicio.

El revisionismo argentino no se propone, por otra parte, la reivindicación de determinadas figuras ni condena de otras, que personalmente poco nos interesan. Su objeto esencial es interpretar el pasado con criterio nacionalista. No está demás aclarar que no es la causa, sino la consecuencia de la madurez nacional que hoy se advierte en nuestra tierra. La noción de una patria-factoría apoyada en un relato histórico amañado, que intentó consolidarse después de Caseros y sobre todo después de Pavón, pudo mantenerse, y a duras penas, mientras una sola clase social fue toda la Argentina como ocurrió en la segunda mitad del siglo pasado. El pueblo había sido perseguido, mediatizado, rebajado, eliminado como valor político: aquel consejo de Sarmiento al día siguiente de Pavón, a Mitre de "no ahorrar sangre de gauchos" no fue –lo dije alguna vez– une frase aislada y poca feliz del tremendo sanjuanino: fue la norma para construir la Nueva Argentina. No pudo es cierto, eliminarse a un pueblo integro en esa masacre continua de criollos que va de 1861 a 1878 (de Pavón a la conquista definitiva del desierto), la página más negra de nuestra historia. Pero aquello que quedó, no contaría: los hijos de Martín Fierro y del Sargento Cruz fueron educados “en las escuelas de Sarmiento a despreciar a sus padres por bandoleros y buscar el perdón de su pecado original amoldándose mansamente a los dueños del cepo, los contingentes y la partida.

Cumplióse el ideal de Las Bases una Argentina donde una clase racional fuese todo. No quedaron masas populares con conciencia de patria, montoneras para reivindicarla, caudillos para conducirla. Las indispensables funciones proletarias fueron suplidas por inmigrantes sin conciencia de formar un pueblo, sin aspiraciones políticas ni jefes para inflamarlas, que cumplieron admirablemente su papel en esa Argentina necesitada de trabajadores que fueran solamente trabajadores, sin más preocupación que ganar el jornal laborando silenciosos y agradecidos. Esa fue la Argentina invisible. La audible y visible estuvo en el club del Progreso de Buenos Aires o en los similares centros del interior.

Donde no hay pueblo no hay patriotismo (como expresión de una comunidad). Lo reemplaza la hegemonía de una clase social, expresada retóricamente en generosas palabras de valor universal –libertad, humanidad, civilización– de escasa aplicación interna. Esa fue la Argentina que escribió la historia que aún se enseña en los institutos y sobrevive en el silencio de las academias oficiales. Pese a que la noción del patriotismo formal es mantenida hoy, exclusivamente por una minoría.

Porque es innegable que ha crecido y madurado un alma popular, ausente de la Argentina desde los tiempos de Rosas. Ya sea porque los hijos de los inmigrantes se identificaron con la tierra, o los hijos de los criollos sacudieron su logrerismo y complejo de inferioridad, o porque el impulso patriótico es inherente a todo pueblo y podrá comprimírselo por algún tiempo pero nunca extirparlo del todo, lo cierto es que al empezar el siglo XX podía decirse que amanecía, un pueblo, con partidos populares, caudillos populares, reivindicaciones populares y un vago, pintoresco, musical espíritu nativo. No fue proceso rápido ni fácil éste de encontrarse a sí mismos. Empezado en las clases populares como ocurre con todos los valores sociales (que crecen de abajo hacia arriba, como las plantas), tardan en comprenderlo los de arriba, entre ellos los “intelectuales" siempre reacios a entender lo que no llega desde afuera y escrito en libros.

Pero ocurrió, como no podía menos de ocurrir, de allí el “revisionismo", al fin y al cabo un movimiento de intelectuales que interrogan la historia para saber por qué no somos dueños de nuestros destinos y cómo podríamos volver a serlo.

Por eso he dicho que el revisionismo histórico es una consecuencia, y no la causa del espíritu nacionalista predominante. Intentar anularlo con el silencio o la tergiversación, o desvirtuarlo con una absurda conciliación de opuestos, lo considero a todas luces imposible.

ROSAS, NUESTRO CONTEMPORÁNEO

Por algo Rosas ha sido señalado como una figura nefasta por la historia liberal. La condena de quien fundó la Confederación Argentina, defendió su economía, y la hizo respetar por las naciones imperialistas, no puede deberse a un desconocimiento de los hechos, ni a la exageración sobre las medidas preventivas tomadas contra los auxiliares de los invasores. Si se ha enseñado a excecrar su nombre, no ha sido por rencor de sus contemporáneos ni por humanitarismo de quienes lo sustituyeron en el gobierno y emplearon el terror en grado máximo.

Se debe a que Rosas expresa una nacionalidad de la que se renegaba.

La condena de Rosas debe meditarse, porque encierra la clave de nuestra definitiva recuperación como nacionalidad. El odio a Rosas –me dijo cierta vez un historiador extranjero– es el mejor homenaje que se hace a su memoria. Porque se habla bien de los muertos, y mal de los vivos; y los historiadores del liberalismo consideran vivo a Rosas, porque comprenden que la política de Rosas es contemporánea. Sus objetivos –una Argentina popular, dueña de sus destinos, insobornable a los imperialismos, sin clases dominantes, e integrada en América Latina– son los de esta hora. Diriase que don Juan Manuel aún vive en Palermo y amenaza con el rigor de sus mazorqueros a los salvajes que se venden al extranjero, o humilla con la burla de sus bufones a los lomonegros encumbrados.

La recuperación de la Argentina se conseguirá con el signo de Rosas, que más que nunca será el Restaurador. O no se conseguirá de ninguna manera.