El misterioso castillo de Concordia

Por Cristian Sirouyan
para Clarín
Publicado el 19 de julio de 2018

Era la mansión de una familia francesa, que había llegado a Entre Ríos a fines del siglo XIX. Allí aterrizó de emergencia Antoine de Saint Exupéry -autor de "El principito"- en 1929.
Castillo de San Carlos, en la costa entrerriana.

Mucho antes de que tuviéramos la dicha (y desdicha, después del 3-4 en los octavos de final del Mundial) de admirar el fútbol exquisito de Pogba, Varane, Mbappé y otros ocho virtuosos, un francés no menos ilustre tuvo un encuentro cara a cara -accidental y casi furtivo- con un puñado de argentinos demudados por esa cita sin previo aviso.
Vista de la costa de Entre Ríos y el río Uruguay cerca de Concordia.

Una mañana apacible de 1929, Antoine de Saint Saint-Exupéry ponía pie en la costa de Entre Ríos -allí donde Concordia asomaba a pasos lentos- sin habérselo propuesto, forzado por el insoportable quejido del motor de su máquina aeropostal. El aviador había tenido la osadía de alterar la tranquilidad de las lomadas, las selvas en galería y la orilla del río Uruguay, el páramo agreste en el que vivían esos hombres audaces, tan desconfiados como su inesperado huésped.
Una panorámica del río Uruguay y Fray Bentos (en la costa uruguaya) desde las ruinas del castillo de San Carlos

En esa época, los lugareños andaban con la guardia alta. Es que ya en 1888 habían creído reconocer poco menos que un extraterrestre en el cuerpo diminuto de Edouard Demachy, un conde francés aparecido intempestivamente en su camino, que levantó un desproporcionado castillo en el punto más alto del paisaje rural. Del pionero y su esposa no hubo más noticias desde que en 1891 decidieron cruzar el río en su propio barco y alejarse para siempre.

Tres décadas después, al llegar a la zona el piloto desorientado, la desproporcionada mole estaba en manos de sus compatriotas Fuchs Valon, poco afectos a dialogar con los criollos. El propio Exupéry no logró desentrañar los misterios que el matrimonio resguardaba entre las paredes de piedra de la fortaleza, aunque fue invitado a pasar puertas adentro por sus hijas Edda y Suzanne. El novelista se quedó sin palabras, solo y frustrado, cuando la familia se fue del lugar sin despedirse ni dejar rastro.


Casi un siglo transcurrió desde ese hito y hoy es habitual observar a visitantes del Parque San Carlos compartiendo rondas de mate y charlas al pie del monumento “El principito”, como un probable gesto que expresa admiración por la obra cumbre del hijo pródigo de Lyon. O, tal vez, se trate de una forma velada -que adoptan los buenos perdedores- de aceptar sin excusas la derrota de la Selección argentina y, de paso, demostrar empatía hacia los mejores intérpretes de la cultura francesa.

Entre esas presunciones se cuela una certeza, pieza clave del más genuino orgullo de los concordienses: el encantador paisaje que los cobija iluminó a Exupéry para que en 1943 creara los tramos más inspirados de “El principito”. La escena del piloto perdido en un desierto que se encuentra con un príncipe de otro planeta podría ser el mejor ejemplo. Al cabo de unos meses, Exupéry salió volando de allí. Quedó el señorial castillo, que sigue inmerso en un profundo silencio.