Adiós al Coronel
Jorge
Abelardo Ramos
3 de julio de 1974
Acaba de morir Perón,
cuya inmortalidad aseguraban algunos de sus adictos más devotos. Pero había
algo de verdad en sus semejante idea, pues a ese hombre singular podían
aplicarse las palabras de Bismark: “todo hombre es tan grande como la ola que
ruge debajo de el”. La ola de Perón no era el ejército prusiano, sino
la multitud innumerable que trasmitirá
su memoria al porvenir. Cabe decir de él, como de Yrigoyen, que fue el más
odiado y el más amado de su tiempo. Su tiempo comenzó en una madurez avanzada,
a los cincuenta años. Cuando los coroneles se retiran o ascienden a generales
para proyectar su retiro y concluir ordenadamente su vida. Le toco a Perón
lanzarse a una aventura histórica de una turbulencia e intensidad pocas veces
conocidas.
Ingreso a la acción
pública cuando terminaba al mismo tiempo la crisis, la Década Infame , y la Segunda Guerra Mundial
imperialista. La neutral Argentina gozaba de prosperidad. Poco a poco la
desocupación de los años duros era absorbida por el impulso industrial creado
en consecuencia del conflicto bélico y de la bancarrota del 30. Los peones se hacían
obreros y las chicas del servicio domestico, humillado y martirizado,
ingresaban a las nuevas fábricas. Pero al llegar a las ciudades, no había lugar
para ellos ni en los partidos políticos de izquierda, ni en los antiguos
sindicatos, influidos por tales partidos. Los trabajadores, que se harían
peronistas en 1945, descubrieron un sistema político fuertemente impregnado de
la influencia anglosajona.
La herencia del viejo
partido de Yrigoyen había caído en manos de los alvearistas, amigos de
Inglaterra, de la CADE
y de los conservadores liberales. De
Lisandro de la Torre ,
los demócratas progresistas no querían ni acordarse: participaban en amables
tertulias con los protectores de los asesinos del senador Bordabehere, para
urdir el ingreso de la
Argentina a la Segunda Guerra de las democracias coloniales. Naturalmente,
el Partido Socialista fundado por Juan
B. Justo integraba tales reuniones, que prologaban la inminente Unión Democrática.
Para no ser menos, el Partido Comunista inspirado por Vittorio Codovilla (bajo
la luz bienhechora de Stalin), era uno de los artífices de tal alianza, que pretendía
reproducir en la Argentina
el pacto de los tres grandes y los acuerdos de Yalta. Estos pactos se traducían
al castellano mediante la exigencia de sustituir la lucha contra el imperialismo por la lucha contra el fascismo.
Como el fascismo era desconocido en el país, se idealizaba la presencia del
imperialismo “democrático” y se
recomendaba a los obreros de los frigoríficos
no pedir aumentos de salarios para no dificultar “la lucha de los ejércitos que luchaban por la libertad del mundo”.
Por su parte, la burguesía industrial era débil que ni siquiera contaba con un
diario propio.
Al irrumpir en la
historia, Perón se enfrentó con ese cuadro. Su robusto realismo político le
permitió advertir que el país se encontraba en el umbral de una nueva
edad. Muchos lo habían anunciado y hasta
habían llamado a esa hora del destino: Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz,
Manuel Ortiz Pereyra, el capitán de fragata Oca Balda, el ingeniero Alejandro Bunge,
Joaquín Coca, Manuel Ugarte. Desde el campo del Yrigoyenismo revolucionario,
del nacionalismo burgués, del nacionalismo tradicional, desde el socialismo
clásico y hasta del marxismo no staliniano, argentinos resueltos habían
preconizado la necesidad de concluir para siempre con la vergüenza de la factoría inglesa, hermoseada
con poetas anglomaníacos, con izquierdistas de Su Majestad, o con trogloditas
del nuevo orden.
Perón resumió a su modo
algunas de estas aspiraciones explícitas. Encarnó las esperanzas latentes de
las grandes masas que carecían de voz, y los intereses de la nueva burguesía,
así como llevó a la práctica el nacionalito militar concebido por el general
Savio. Esta síntesis fue su fuerza y su justificación histórica. Pero cada vez
que una corriente nacional brota en América Latina, los doctos sabihondos se
precipitan al error con un olfato infalible. Pulularon en la época múltiples teorías
sociológicas que habrían erizado de risa
o de cólera al viejo Marx, ya que muchos de sus apologistas invocaban nada
menos que a semejante maestro. Desde
1944, cuando Perón pronunciaba sus
primeros discursos en los balcones de la calle Perú, las preguntas o
afirmaciones más corrientes eran: ¿Es
fascista? ¿Es falangista? ¿Es un candidato o un dictador? ¿Es un agente alemán?
Aquellos que tenían el dudoso gusto
de leer la folletería de “izquierda
roosveltiana” añadían con sabio
misterio: Es un caudillo del
lumpenproletariat” . Parece
mentira, pero tales gentes de hace
treinta años tienen prole ideológica, que repite las mismas vaciedades en
nuestros días.
Perón fue el jefe de un
movimiento nacional en un país semicolonial.
Su poder personal emergió de la impotencia de los viejos partidos que se
negaron a apoyarlo en 1945 y que prefirieron aliarse con Braden. Ese poder
personal perduró como un factor arbitral en una sociedad inmadura. Adquirió por
momentos un franco carácter bonapartista. Ese fenómeno es habitual en los países del llamado Tercer Mundo, pues
frecuentemente se revela como una
verdadera necesidad general, para resistir la intolerable presión del imperialismo, altamente concentrado en su
poder y dirección. Las contradicciones que se le reprochan a Perón no eran sino
la expresión personal de las clases sociales nucleadas en su torno y que el
caudillo representó a lo largo de toda su carrera. No fue un agente de la “burguesía industrial” ni un “caudillo
del proletariado” ni mucho menos un “líder
de poder carismático”. El vocablo “carisma”
refleja la pobreza científica de la sociedad norteamericana, que ahora apela a
la magia. El influjo de Perón no era sobrenatural o inexplicable. Consistía en
interpretar el estado de ánimo y los intereses de las grandes masas y clases
oprimidas. Cuando lo lograba, ese poder era tan inmenso como la energía de las
multitudes que hablaban a través de él. En otras ocasiones, ese poder era el de
un ciudadano corriente.
Perón e Yrigoyen fueron
los dos grandes caudillos nacionales en lo que va del siglo. Nadie podrá
imputarle a Perón, a lo largo de su prolongada lucha, que haya sido infiel al
programa que propuso al país en 1945, no fue un fascista, por supuesto, ni un
socialista, naturalmente. Los gorilas
del 45 no comprendieron lo primero, ni mucho menos sus hijos, lo segundo. Perón
siempre aspiro a ser el mismo su propia izquierda y su propia derecha. Como luchó
por desarrollar un capitalismo nacional (estatal y privado) contra la sociedad
inmóvil de la hegemonía terrateniente, ésta lo declaro indeseable, lo derribo y
lo expatrío durante dieciocho años. El pueblo, sin la ayuda de los sociólogos,
comprendió que sólo un patriota podía merecer tal castigo. A tal odio respondió
con un amor equivalente. Perón intuyó certeramente su próximo fin. El discurso
del 12 de junio, que declaraba al pueblo su único heredero de sus banderas,
constituyó el testamento político de este varón singular, que entró en la
muerte tan oportunamente como había irrumpido treinta años antes en la
historia.
Fuente: Revolución y contrarrevolución en la Argentina 5. La era del peronismo. Pag. 259, 260 y 261. Editorial Peña Lillo-Ediciones Continente. Nov de 2013