El golpe del 28 de junio de 1966 La Argentina de Illia, vista con ojos norteamericanos

Por César Tcach (*) 
publicado el 28 de junio de 2007

El general Juan Carlos Onganía recibe los atributos del cargo de presidente.
Onganía no gozaba de la devoción de los analistas de la embajada de Estados Unidos. Pese a su defensa de la doctrina de las fronteras ideológicas, recelaban de su carácter hermético y sus simpatías falangistas.

Los documentos desclasificados del Departamento de Estado, la CIA (Central Intelligence Agency) y la embajada norteamericana durante la presidencia de Arturo Illia, arrojan nuevas luces sobre el proceso que desembocó en su derrocamiento. El 22 de mayo de 1966, más de un mes antes del golpe militar, el comandante del primer cuerpo de Ejército, general Julio Alsogaray, informó a los agentes de la CIA destacados en Buenos Aires, la fecha aproximada del golpe, el nombre de los oficiales involucrados y las características del nuevo gobierno. En el documento de la CIA fechado el 1° de junio, se señalaba además que Alsogaray confirmó el encuentro entre un emisario de los militares y Perón en Madrid. Los golpistas habrían intentado garantizar la neutralidad de Perón ante el levantamiento militar. Querían que ordene a sus seguidores no obstaculizar al nuevo gobierno. De acuerdo con el documento norteamericano, Perón se mostró predispuesto, pero puso cuatro condiciones: 1) que le sea restituido su grado de general; 2) que se le provea una pasaporte argentino que le permita viajar a Suiza; 3) que no haya persecuciones contra la clase obrera ni el sindicalismo; 4) que se considere su regreso a la Argentina, en algún momento en el futuro. 

Tras el golpe, Perón especuló con el comportamiento de los militares y ordenó “desensillar hasta que aclare”. De este modo, no les resultó traumático a los máximos referentes del sindicalismo peronista mostrarse en público con los golpistas. Compartieron el acto de asunción del dictador Augusto Timoteo Vandor (Unión Obrera Metalúrgica) –de impecable saco y corbata sentado en la segunda fila del Salón Blanco de la Casa Rosada–, José Alonso (dirigente de la antivandorista “62 Organizaciones de Pie junto a Perón”), Faustino Fano, presidente de la Sociedad Rural y Jorge Oria, representante de la ultraconservadora Aciel (Acción Coordinadora de Instituciones Empresariales Libres). 

En rigor, la CIA y la Political Section de la embajada norteamericana (organismo interno de la embajada, encargado de análisis políticos que posteriormente se remitían al Departamento de Estado) mostraban una mirada poco complaciente con los principales actores de la política argentina. Un documento de la embajada, fechado el 21 de mayo de 1966, caracterizaba al peronismo como “una red bizantina de alianzas cambiantes y doble discurso”. No era más amable la visión que se sostenía de los principales dirigentes radicales. Illia era caracterizado como un “honesto pero descolorido” médico y político de provincia; Ricardo Balbín era considerado como “el prototipo de un radical argentino: de clase media en sus gustos y vida personal, honesto, trabajador y algo provinciano en sus puntos de vista (...) Sus visiones sobre asuntos económicos parecen haber cambiado poco desde los días de Yrigoyen. No entiende cómo funciona el mundo ni la economía. Es en general amistoso con los pocos norteamericanos con los que tiene contacto, pero bajo esta cubierta de amistad subyace una densa capa de desconfianza”. De Arturo Frondizi, a su vez, un documento de setiembre de 1966 ironizaba sobre sus ardores revolucionarios a favor de Onganía. 

Tampoco Onganía gozaba de la devoción de los analistas de la embajada. Pese a su defensa de la doctrina de las fronteras ideológicas, recelaban de su carácter hermético y sus simpatías falangistas y su predilección por el dictador Franco y no por la democracias anglosajonas. Incluso, admitían que para ellos era difícil saber lo que realmente pensaba. Destacan un ejemplo: sólo dos militares lo trataban de “che” (los generales Rauch y Laprida). Se puede afirmar que el verdadero hombre de confianza del Departamento de Estado era el general Julio Alsogaray (hermano de Alvaro y tío de María Julia). 

No todos los medios de comunicación acompañaron el proceso de desestabilización política. Diarios del interior como El Liberal de Santiago del Estero, La Arena de La Pampa, o La Voz del Interior en Córdoba, mantuvieron posiciones antigolpistas. Pero la campaña era muy fuerte en la prensa porteña, La Nueva Provincia de Bahía Blanca, algunos otros diarios provinciales como el Diario de Cuyo en San Juan, y asomaba en los florecientes canales de televisión. Un informativo breve pero muy visto: el “Reporter Esso”, promovido por la petrolera, provocaba –según el testimonio de Ricardo Balbín– la indignación de Illia, quien prefirió ser ridiculizado a violar la libertad de expresión. 

Golpe sin crisis económica

El golpe militar del 28 de junio de 1966 distó de ser el correlato de crisis económica alguna. En 1964 y 1965, el producto bruto interno había crecido –como lo constatan los economistas Pablo Gerchunoff y Luis Llach– en torno al 10 por ciento anual. El propio Mariano Grondona lo reconocía el 2 de agosto de 1966 en su revista Comentarios, al señalar que el golpe militar del general Onganía implicaba una “revolución espiritual” en medio de grandes cosechas y una relativa bonanza económica. 

¿Dónde encontrar espiritualidad en un golpe de Estado? Para Grondona, el más occidental y menos subdesarrollado de los países del continente tendría una misión: conducir a América latina hacia el mundo occidental y cristiano. 

Los análisis de la revista Comentarios permiten comprender el imaginario golpista. A su juicio, era menester producir “un cambio de estructuras” cuya clave residía en el “pase a retiro” de la antigua clase política. Ese pase a retiro –expresión que por sí misma implicaba ya una militarización del lenguaje utilizado en el análisis político– conducía al desplazamiento de una dirigencia cuyas virtudes anclaban en “la artesanía del comité” y en la promoción electoralista. 

Frente a esa clase política decadente, el golpe militar significaba una operación de “eutanasia política”. La eutanasia distaba de ser sólo una metáfora: implicaba la disolución de los partidos políticos y su reemplazo por una elite compuesta por técnicos, militares y hombres de empresa. Estos nuevos administradores eran retratados como “jóvenes, dinámicos y eficaces”. 

La dictadura militar agravó los peligros que pretendía conjurar. La sedicente nueva elite –que de nuevo tenía poco dado que era alimentada por el poder económico tradicional– respaldó a Onganía y avaló un nivel de violencia material y simbólica sin precedentes sobre la sociedad argentina: desde el cierre sine die del Parlamento y los partidos hasta la censura de las minifaldas, la clausura de revistas (como la humorística Tía Vicenta), la cesantía de profesores universitarios y el uso de armas de fuego en la represión a las manifestaciones. 

El 28 de julio, un documento confidencial del Departamento de Estado, informaba que Alvaro Alsogaray –embajador en Estados Unidos– intentaba convencer a los senadores Robert Kennedy (demócrata) y Jacob Javits (republicano), quienes a la sazón, habían criticado el golpe militar, que Onganía no era “el clásico dictador latinoamericano”. En alguna medida tenía razón: inauguró la era de las dictaduras fundacionales que, lejos de pretender reemplazar las instituciones de un modo provisorio (como fueron los anteriores golpes militares), se proponían la fundación de un nuevo régimen político, sin partidos ni Parlamento. Así, el desprecio de militares, empresarios y banqueros por las virtudes de la democracia, contribuyó a fortalecer, en el imaginario de las nuevas organizaciones obreras y estudiantiles, la legitimación de la violencia popular: la idea de revolución desplazó a las de reforma e instituciones. 

© La Voz del Interior 

(*)Director de la maestría en partidos políticos del Centro de Estudios Avanzados (CEA)
    Coautor del libro “Arturo Illia: un sueño breve” (prólogo de Robert Potash).