Antonio Machado, el Memorial Democrático y los abusos de la historia
Por Martín Alonso Zarza*
para CTXT (España)
Publicado el 19 de septiembre de 2017
La institución catalana, concebida para reconocer la memoria del antifranquismo, guarda silencio ante las expectoraciones de una parte del secesionismo contra el poeta sevillano
Hay un dato que hace de Cataluña una comunidad singular: es la única que ha concebido una institución para reconocer la memoria del antifranquismo, el Memorial Democrático (MD). Y constituye una vergüenza sin paliativos que los gobiernos españoles –y los españoles a secas– no hayan/hayamos logrado establecer, por encima de siglas y querencias, un espacio dedicado a evocar los horrores de la Guerra Civil y el franquismo del modo en que lo han hecho otros países de nuestro entorno con sus memorias traumáticas. Como escribe Montserrat Iniesta, que jugó un papel protagonista en su concepción, “por primera vez una entidad del Estado asumía la responsabilidad de restituir la memoria de cuantos hicieron posible la reconstrucción del sistema democrático como patrimonio cultural colectivo” (Instrumentos para una política de la memoria). Ricard Vinyes, el otro arquitecto del proyecto, señala que su objetivo “es asumir como patrimonio de la nación los esfuerzos, los conflictos, las luchas y las memorias que han hecho posible el mantenimiento de los valores éticos de la sociedad y de la organización política que nos hemos dado, y sobre los que se sostienen sus expresiones institucionales, la Constitución y el Estatuto de Autonomía” (El asalto a la Memoria). Los dos textos son de 2011, hace 6 años. En 2013, el Museo Memorial del Exilio (MUME), de cuyo consorcio forma parte el MD, programó una actividad sobre las rutas del exilio con Walter Benjamin y Antonio Machado como figuras centrales. La actividad se cerraba con la visita a la tumba de Machado en Collioure. El 17 de julio del año pasado tuvo lugar un acto conmemorativo de los 80 años de la Guerra Civil en el Palau de la Música, con la presencia de Carles Puigdemont, Carme Forcadell y Raül Romeva. Durante el acto, impulsado por el MD y organizado por el Departamento de Romeva, se proyectaron vídeos de varios testigos que se alternaban con textos, entre ellos de Antonio Machado. Eso pasó el verano pasado. Este verano, en cambio, el historiador Josep Abad, en un informe encargado por la regiduría de Cultura del ayuntamiento de Sabadell (ERC) gobernado por un alcalde de la CUP, recomendaba borrar a Machado del callejero por “anticatalanista” y “españolista”; a la vez que proponía la misma medida para Goya, Quevedo, Larra, Góngora y Lope de Vega por su perfil “franquista”. Sobre la calidad de la producción historiográfica de tracción nacionalista está todo dicho y volveré sobre ello. Lo que aquí me interesa destacar es el silencio del MD sobre las incalificables palabras de Abad sobre Machado, habida cuenta de su objetivo de guardián de la memoria y del lugar de Machado en ella. Es un silencio que Freud calificaría de elocuente como enseguida señalaré.
El mutismo del MD es ilustrativo de la marcada trayectoria de su corta vida, apenas diez años. Sus avatares recientes son inseparables de las torsiones que el procés ha imprimido al tejido institucional y social. Primero por el lado cuantitativo: se reduce la plantilla y el presupuesto (un recorte del 60% entre 2010 y 2014, año en el que se vende la sede de Via Laietana 69; el edificio fue adquirido por 11,9 millones por la familia Espelt, propietaria de la cadena de hoteles de lujo H10 y es hoy el Hotel Cubik). En marzo de 2015 la nueva sede en alquiler en el Raval estaba cerrada y el visitante frustrado recibía respuestas evasivas de una empleada que había salido a fumar. En noviembre de ese año la web institucional no brindaba materiales en otras lenguas que el catalán.
Más seria es la metamorfosis cualitativa de la institución, que la lleva desde el espacio ético ecuménico (un término que solía usar Vinyes) a las tierras pantanosas de la geometría gentilicia. Sabemos que una de las tareas prioritarias del primer gobierno de Mas –cuando gobernó con apoyo del PP, parece que esto ocurrió en el paleolítico superior– fue encargar a su vicepresidenta, Joana Ortega, que recondujera la orientación antifascista del MD. En el segundo gobierno, el cambio de rumbo queda evidente con la exposición itinerante Catalunya en Transición, inaugurada en julio de 2013 en el castillo de Montjuïc (clausurada el 28 de febrero de 2014). Esta iniciativa se cierra con el III Col.loqui internacional, con este mismo título –Catalunya en transició– celebrado en el Museu d’Història de Catalunya a mediados de noviembre de 2013, un mes antes del Simposio España contra Cataluña. En el coloquio participó, en representación de ICV, Raül Romeva. El mismo que, previo cambio de atuendo ideológico, organizó el acto del MD de 2016 en el Palau y encargó la exposición recién inaugurada, entre la Diada y el 1-O, de esa misma institución titulada Une Catalogne indépendante? Geopolítica europea i guerra civil espanyola (1936-1939). (El papel de Romeva es difícil de exagerar; ha llegado a decir –no es el único– en reuniones con familiares de los fusilados y represaliados que la situación política de Cataluña se asemeja a la del franquismo: algunos han optado por no acudir más a estos encuentros).
Estábamos en diciembre de 2014, en el momento del simposio que abría el intenso programa de fastos del tricentenario. Dos meses después, en febrero de 2014, el Instituto Francés de Barcelona organizó unas jornadas (los días 13, 14, 15, y 25) tituladas Antonio Machado y el exilio republicano. Ninguna representación institucional, ni autonómica ni municipal en el programa. El cargo más alto, salvo error por mi parte, fue académico, la decana de la Facultad de Letras de la UAB que inauguró la jornada del 25 en la Sala de Grados de esa Facultad. El tricentenario parecía absorber todas las energías institucionales. La distancia entre la agenda pública del MUME y la implicación de las autoridades mostraba, una vez más, esa variante política de la ley de Gresham que sostiene que cuando la agenda social o cívica compite con la étnica, la última suele imponerse. Vemos ahora mismo cómo ha sucumbido a ella una persona tan emblemática como Aung San Suu Kyi. La falta de implicación en la celebración de una figura tan cargada de simbolismo como Machado tiene otras esquirlas. En su asamblea general de 2011 la Red de Ciudades Machadianas confiaba en que Madrid, Valencia y Barcelona se sumaran a ella. Solo lo ha hecho Valencia. Sería de esperar que se incorporaran las otras dos y sería paradójico que cuando en 2018 se cumplan ochenta años de la estancia terminal de Machado en Barcelona, los Comunes no reivindicaran y celebraran a Machado como patrimonio común, marcando las necesarias distancias con los cruzados de lo propio.
Las mutaciones biográficas acompañan a las metamorfosis institucionales. Vinyes describió el Museo de Historia de Cataluña como la “nau capitana de Catalunya”; había anticipado la deriva etnogravitacional de esta institución dirigida a hacer, de ciudadanos catalanes; en sus palabras: destinada a “consolidar los mecanismos de consenso nacional de centroderecha, la cohesión ciudadana en torno a una explicación históricamente coherente de por qué somos como somos” (Vinyes, L’Avenç, nº 247, 2000). (De paso, porque no toca, la visión de R. Vinyes, como Comisionado de Programas de la Memoria del Ayuntamiento de Barcelona, sobre la exposición conmemorativa del 30 aniversario del atentado de Hipercor, merecería un análisis).
LA EXPOSICIÓN CITADA VIOLENTA CRUDAMENTE LOS PRINCIPIOS INSPIRADORES DE UNA INSTITUCIÓN DEDICADA A LA PEDAGOGÍA DE LA MEMORIA, EN CUANTO QUE ESTA SE CONSTRUYE DESDE LA ÉTICA UNIVERSALISTA QUE INSPIRA LA FIGURA DE LA VÍCTIMA
Dos puntos cabe considerar aquí: la congruencia entre los objetivos del MD y la exposición sobre la Cataluña independiente (el signo de interrogación no pasa de retórico), por una parte, y los usos de la historia, por otro. Para quien escribe, un contenido como el de la exposición citada violenta crudamente los principios inspiradores de una institución dedicada a la pedagogía de la memoria, en cuanto que esta se construye desde la ética universalista que inspira la figura de la víctima. Recuerdo las críticas de ERC a Mas por el “poco interés en la política de la memoria” que reflejaban los recortes del MD y las más contundentes del catedrático de Historia Andreu Mayayo, miembro de la Junta del Gobierno del Memorial, en 2013. Y lo que debería sorprender ahora si las sorpresas no hubieran agotado su repertorio es que no se haya levantado ninguna voz significada contra este abuso, un abuso que no es ajeno al silencio condescendiente del MD sobre las expectoraciones de una parte del secesionismo contra Antonio Machado.
En un artículo en el que ataca a un crítico y que comienza con una anécdota sobre la ceguera, el comisario de la exposición, Arnau González Vilalta (El Periódico, 11/09/2017), ni siquiera ve el problema. Por el contrario, basa su escrito en dos estrategias complementarias: una desautorización del crítico cercana a las técnicas que usan los devotos de los sistemas cerrados –con la delicadeza de identificar al crítico con un mono con orejas, boca y ojos tapados–, y una apelación a la historiografía de la que deduce, trop vite en besogne, que “gobiernos, diplomáticos y prensa occidental creyeron probable que Cataluña se independizara durante la guerra”. El comisario reprocha al crítico emitir un juicio antes de haber visto la exposición, en lo que tiene razón. Pero no es honesto cuando oculta que el contenido de la exposición remite a un libro suyo publicado el año del tricentenario bajo el título Amb ulls estrangers, en el que se sostenía la tesis de que las principales naciones europeas daban por descontada la independencia de Cataluña en los años 30. Es difícil rehuir la acusación del razonamiento analógico: si entonces sí… El propio autor constataba las semejanzas entre los años treinta y la aventura emprendida por Mas en 2012. La analogía tenía un corolario implícito: entonces la independencia no se consiguió por falta de claridad y valentía de las fuerzas catalanistas, de modo que no repitamos el error.
No soy historiador así que me contentaré con sugerir que esa interpretación de la sensibilidad de las potencias europeas, por no hablar de las prioridades de la agenda internacional, me parece poco plausible. En cambio, este abuso de la historia, que consiste en utilizarla como mancha de Rorschach para hacerla decir lo que ahora queremos escuchar –lo que he llamado ventriloquia o teleología inversa– está bien registrado como una de las patologías más frecuentes de la historiografía nacionalista. “Como queremos ser tuvimos ser”, aunque lo que digamos es “seremos porque fuimos”. No solo nos inventamos la tradición sino que, además, incorporamos los instrumentos para certificar la autenticidad de los artificios. En estos asuntos uno no puede pasarse de la sociología del conocimiento, una disciplina que invita a mirar a las motivaciones de los actores. Me contentaré con recomendar al lector o lectora la lectura de una tribuna de González en los momentos inaugurales del procés (“Diguem-ne Catalunya Espanyola”, Ara, 11/10/2012). Allí el autor obtenía la misma conclusión que en Amb ulls estrangers desde premisas distintas: tras la independencia de Cataluña en 2014 (el hito que marca un antes y un después), los años entre 1714 y 2014 debían denominarse como sugiere el título, para diferenciarlos de la “Historia de Cataluña (nacional o independiente)”. No falta el elemento mágico que resolverá la carencia ontológica de la historiografía catalana: “Perquè el dia després de la baixada de la bandera espanyola del Palau de la Generalitat o del Parlament tot prendrà sentit, perquè llavors farem història pròpia”. ¿Es esta una actitud consecuente en términos epistémicos? Y, más importante, porque va de sociología: ¿es puro azar que el autor de este artículo y del libro subsecuente haya sido el elegido por Romeva para comisariar una exposición inaugurada en estos momentos para los que los mentores del procés derrochan superlativos?
Con una desconsiderada ingenuidad el autor señala en su artículo defendiendo la exposición (“La decencia intelectual”, lo titula) que la muestra “no está hecha para satisfacer una posición en el debate actual”. Los latinos hicieron famoso el adagio Excusatio non petita… y Freud sacó oro de formulaciones de esta naturaleza. El mensaje principal de la exposición –según ha reconocido el autor en varias entrevistas–es que entonces no se logró la independencia por falta de decisión. Ahora, los promotores del 1-O han pisado el acelerador de la voluntad hasta el límite. La implicatura no puede ser más elocuente y solo la falta de familiaridad con los rudimentos de la pragmática puede dar cuenta de esa negación insolvente. Pero la perversión es más grave que la impostura porque ilustra hasta qué punto el secesionismo no se para en barras ante nada e instrumentaliza lo que encuentra a su paso. Lo que, por cierto, no es un buen augurio para esa república independiente en el horizonte; pero esa es otra historia. Puesto que el autor aprovecha la historia para su abuso de la analogía, cabría invitarle a una analogía de otro tipo: ¿es imaginable que una institución memorial sobre el nazismo en Baviera o Flandes fuera utilizada para reivindicar la independencia de esos territorios? Decía Primo Levi que cuando se atropella al hombre antes se atropella al lenguaje. Y nunca faltan oficiantes para hacerlo con el excipiente noble de la ciencia. Hay poderosos antecedentes, también en los años que González analiza y en los que, por cierto, una proporción notable de alemanes comulgaba con el mito tribal de la raza aria. Tras las sucesivas diálisis el MD está más cerca de El Born que del Camp de la Bota/Nou Barris. ¿Se reconocerán las víctimas y familiares de socialistas, anarquistas, comunistas, republicanos y antifranquistas a secas en el espíritu de esa última exposición organizada por el MD?
En resumen, esta historia no es más que un síntoma de lo que podemos llamar el principio de (Mario) Onaindia: los prejuicios burdos engendran perjuicios brutales. Entre tales perjuicios figura la mutación de democracias reales o tentativas en etnocracias: ocurrió después de Weimar, en la ex Yugoslavia y, en un ejemplo más envidiado, Israel, donde el “nunca más” ecuménico se transformó en un “nunca más a nosotros”, étnico. Y si bajamos del palacio a la calle, observamos esa misma pendiente deshumanizadora desde la identidad moral de la víctima sin acepciones a la identidad gentilicia de quienes se erigen en señores del pueblo o de la tierra. La omnipresencia del adjetivo democrático es algo peor que puro nominalismo; la realidad a pie de calle desvela los enormes abusos cometidos en su nombre. Ante lo que estamos es más bien algo que podría denominarse parademocracia, que es a la democracia lo que la parapsicología a la psicología.
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*Martín Alonso Zarza. Coordinador de El lugar de la memoria. La huella del mal como pedagogía democrática (Bakeaz) y miembro del Colectivo Juan de Mairena.
Fuente: ctxt.es