Chile en la ruta K
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“Hay un giro a la izquierda clarísimo en este gobierno”, señaló la ultraconservadora senadora Ena von Baer este domingo en el diario La Tercera. La afirmación, ya internalizada como sistema de ataque y defensa entre el empresariado más reaccionario y los parlamentarios duros de la derecha chilena, ha llevado a personeros de la oposición a comparar las reformas estructurales -de corte progresista- que está llevando a cabo la Presidenta Michelle Bachelet, con las impulsada en la última década por los gobiernos kirchneristas en Argentina, administraciones a las que desde esa vereda se acusa de populistas, estatistas y opresores de la libertad.
Pero, ¿qué tan cierto es el supuesto inicio de Chile hacia una ruta K, camino perteneciente a los llamados gobiernos del socialismo del siglo XXI -para unos-, o a una socialdemocracia proteccionista -para otros-? Más allá de las caricaturas que dibujan los portavoces de los grandes capitales, que muchas veces han pasado el límite de lo absurdo, pero que también han tenido efectos en la disminución del respaldo ciudadano a las reformas; es necesario constatar puntualmente cuáles son las analogías que se pueden realizar entre un proceso transformador, popular y nacional, cuya misión fue echar a andar a un país destruido (Argentina en 2003), con otro que aparece como consecuencia de fracturas sociales y democráticas, evidenciadas con los movimientos sociales de 2011, que instalaron el problema de la desigualdad como la primera urgencia del país (Chile en 2014). No la pobreza, controlada en torno al 15%, lejos del 53% que mostraba Argentina antes de la asunción de Néstor. No la inflación, atajada ad eternum bajo el 3%, en contraste con el 40% del país de Eduardo Duhalde. Ni menos la cesantía. Sin embargo, esto no quiere decir que el enemigo al que ambos gobiernos se tuvieron que enfrentar, Néstor en 2003 y Bachelet en 2014, sea distinto. Es el neoliberalismo, cuyos daños se manifiestan de distinta forma: el causante de la miseria material en el caso albiceleste, y el motor de la desigualdad, en la versión chilena.
Otro aspecto relevante a la hora de intentar un parangón, es partir considerando la diferencia entre los sistemas partidistas de ambos países. Mientras los gobiernos K no responden a una política de alianzas pluriclasistas que obstaculicen la ejecución de cambios profundos, el modelo chileno requiere necesariamente del “centro” (representado por la Democracia Cristiana, el partido más grande la coalición) para gobernar con mayoría social. Es esa mayoría la que se impuso a la derecha en la última elección, con la novedad de la incorporación del Partido Comunista, cuya “mano se ha notado en la izquierdización del gobierno”, como aseguró el Presidente del derechista partido Renovación Nacional.
En consecuencia, el carácter gradual de las transformaciones progresistas que está ejecutando Bachelet, en comparación con los veloces y decididos cambios de la “Década ganada”, obedecen primero a la naturaleza de una coalición con la DC, tienda que en todo el mundo tiene alianzas con la derecha en lugar de la izquierda; además de contar con influyentes militantes que tienen intereses creados en el negocio de la educación, y en otras áreas que se verán afectadas por las reformas.
El gobierno de Michelle Bachelet, que el miércoles 21 de mayo rindió su primera cuenta pública tras dos meses al mando, se ha presentado al país como el ejecutor de “tres ejes transformadores”, esenciales en el cambio de paradigma del modelo de desarrollo: desde el vigente neoliberal a uno socialdemócrata. Todo en el marco de la batalla contra la desigualdad, ethos del gobierno, cuyo símil kirchnerista fue la recuperación de la dignidad nacional tras años de extrema miseria. Esos ejes son la reforma tributaria, que sube de 20% a 25% los impuestos a la grandes empresas; la reforma educacional, que garantiza gratuidad universal desde la cuna a la universidad, además de devolver las escuelas públicas al Estado (actualmente están en manos de los municipios) y poner fin al lucro, selección y copago con fondos públicos. El último eje es la nueva constitución, para cuya redacción se está buscando un método lo más similar posible a una asamblea constituyente.
Pero eso no es todo. Existen otras áreas centrales del modelo económico al que el programa de gobierno toca, con elementos como la creación de una Administradora de Fondos de Pensiones estatal; vista por los conservadores como el primer paso para terminar con el sistema privado de previsión social. Así ya lo advirtió en un editorial el diario El Mercurio –la vitrina más influyente de la derecha chilena-, que además acusó la presencia comunista en el gobierno como una plataforma de esta colectividad para impulsar el socialismo.
La batalla por la destrucción progresiva del modelo neoliberal, que Argentina se tomó varios años en concretar (por ejemplo, el fin de las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones, para volver a un sistema de reparto, se dio recién en 2008), en Chile también tiene su brazo semántico. En marzo, el presidente del Partido Por la Democracia, senador Jaime Quintana, respondió a los reclamos de la derecha que acusaban al gobierno de pasar la “aplanadora” para aprobar en el Congreso las reformas. Quintana dijo que en lugar de ello se iba a usar “una retroexcavadora que eliminara los cimientos del modelo” instaurado en dictadura. La ofensiva discursiva, clave en el modelo K, encontró su segunda parte en la publicación de un video gubernamental que explicaba el alza de tributos, apuntando que quienes se oponen son “los poderosos de siempre”. Por primera vez en décadas, un gobierno chileno proponía la dicotomía de intereses pueblo/empresarios; el lenguaje de la lucha de clases propio de la izquierda latinoamericana post 2000, que en Chile antes no pudo entrar. Es la lucha de clases adaptada a un gobierno en el que el objetivo no es la dictadura del proletariado, sino el amparo de la clase trabajadora en un estado protector, garante de derechos básicos, y suministrador permanente de bonificación en pos de la igualdad.
La mejor muestra de la instalación de esta dicotomía es la reacción furiosa de la derecha y los grandes capitales. En un grado menor, ese espanto es el mismo que se expresó en Ecuador a fines de 2010, o en las marchas de la clase media argentina de 2012, con Clarín como tribuna oficial.
El proyecto de la Nueva Mayoría se arroga responsabilidad ética y moral en la causa por combatir la desigualdad, en la causa por pasar de ser una sociedad en función del mercado a un mercado en función de la sociedad; corazón del socialismo del siglo XXI según Rafael Correa, quien también destaca que “sin revolución educacional, no hay revolución ciudadana”. Es ese espíritu el que subyace en el sentido común que está instalando el gobierno de la Nueva Mayoría, más allá de la profundidad de los cambios. Así lo entiende la izquierda que participa del gobierno, que proyecta las reformas como avances hacia una socialdemocracia suramericana, a conciencia de que en tanto se sacan adelante tan relevantes políticas, aún falta fortalecer la educación pública –principal reclamo del actual movimiento estudiantil-, cerrar definitivamente las AFP, crear una nueva Ley de Medios, potenciar las reformas laborales en curso, y asegurar la asamblea constituyente.
En ese sentido, la noción de un Chile K en construcción, encuentra justificación en las similitudes que tiene el desafío épico de combatir la desigualdad, con la tarea que asumió Néstor Kirchner en 2003. Aunque las realidades materiales son diametralmente distintas entre un caso y otro; pues mientras en Argentina hubo que derrotar el hambre, en Chile la batalla es contra el hambre encubierto, contra la mala alimentación que generan las deudas con instituciones educacionales y con el retail, donde la clase media-baja se endeuda hasta para comer; el hambre encubierto que genera la alimentación precaria de quienes deben pagar miles de dólares mensuales en medicamentos; el hambre encubierto de ancianos que deben bailar con los 400 dólares de jubilación que otorga en promedio el sistema privado de previsión.
Es la lucha de clases a la chilena, en el marco de una tradición republicana, evidenciada y asumida por el pueblo y la clase dirigente luego de treinta años de letargo neoliberal.