La caida de Hipolito Yrigoyen

Por Manuel Gálvez

Fuente: Manuel Gálvez, Vida de Hipólito Yrigoyen: el hombre del misterio, Buenos Aires, Kraft, pp. 431-446.




La revolución está en la calle. Se la espera de un día para otro. La gente adquiere provisiones. Un comerciante vende canastas que llama “Revolución”. Se ha visto a adolescentes transportar fusiles. Crítica y otros diarios predican a cara descubierta la revuelta. Se organizan legiones. En Entre Ríos, un senador pronuncia estas palabras que corren por todo el país: “Estamos al borde de la revolución. Falta la chispa engendradora. Que se atrevan a asaltar a Entre Ríos, y la bandera de Urquiza volverá victoriosa a flamear en los campos de Caseros”. El nueve de agosto, el gobierno acuartela todas las tropas de la guarnición.

¿Quiénes organizan el movimiento? Puede afirmarse que, hasta ahora, y salvo excepciones, no son los hombres del Régimen los revolucionarios. Tampoco los socialistas, que contemplan sin pasión esta novedad en la “política criolla”. Sabemos que el general Uriburu, a quien la policía vigila, dirige la sublevación militar. En Crítica se incuba una de las direcciones de la revolución civil. Cuando después de los sucesos de septiembre Crítica afirme que la revolución “se gestó” en su casa, dirá la verdad. Con sus trescientos mil ejemplares diarios, sus títulos sensacionales, sus verdades  y sus mentiras, su animación, su colorido, constituye una fuerza formidable. Cada día hace varios millares de revolucionarios. Y en su edificio de avenida de Mayo se reúnen a conspirar los diputados socialistas, algunos conservadores, diversas personas apolíticas y el general Justo y otros militares. Crítica es, en aquellos días de agosto, el principal foco de subversión.
Pero la masa revolucionaria –si puede darse ese nombre a multitud de pequeños grupos, muchos de ellos sin organización ni contacto con los otros- está formada por los jóvenes de las familias distinguidas, muchos de ellos influidos por las ideas fascistas. En cada casa hay uno o dos revolucionarios, a veces de diecisiete y aun dieciséis años. Mientras el padre permanece a la expectativa, los muchachos se embarcan en la aventura. Ellos poco o nada saben de exacto sobre el gobierno de Yrigoyen. Lo odian con un odio de clase, aunque no se den cuenta. No quieren echarlo abajo por interés personal, sino por patriotismo, por “decencia”. Están convencidos de que, empezando por Yrigoyen, los radicales son ladrones y no se bañan. No piensan estos muchachos en puestos ni otras ventajas para sus padres o para ellos. Son sinceros, nobles y exaltados.  Muchos de ellos han abandonado su vida de cabarets y copetines para hacerse revolucionarios. Ya no son escépticos, ni frívolos. Ahora viven en ardiente exaltación y quieren pelear por la patria. Pues ellos, lectores de los periódicos revolucionarios, creen que la patria está en peligro. Y las hermanas y las amigas los animan, y en muchos casos también las madres. Todas ellas odian a Yrigoyen y al Radicalismo. Les llaman “la chusma”, vale decir: la hez. Ellas no han leído jamás un diario radical, y en materia de política aceptan como dogmas todo lo que dice la tremendamente mordaz pequeña hoja conservadora.
Es una revolución de clase la que se prepara. El pueblo desea la caída del gobierno, pero no interviene. La actividad se concreta en los clubs aristocráticos, en los centros militares y en las casas del barrio norte, en donde vive la sociedad distinguida.
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Detengámonos un momento, antes que los acontecimientos se desboquen. Meditemos con serenidad, colocándonos al margen de las pasiones políticas y de los intereses en juego. Como todos, yo también creí en la necesidad de la revolución. Me alegré de su triunfo y asistí al juramento de Uriburu. Ahora me pregunto: ¿era necesaria y justa?
Entre las causas del movimiento, algunas eran falsas y otras insuficientes. Ni la baja del peso, que posteriormente bajará mucho más; ni los incidentes sangrientos, que siempre los hubo y los habrá; ni los hurtos en la administración, muchos de los cuales resultarán falsos; ni la crisis económica, que existe en el mundo entero; ni el servilismo, mal crónico entre nosotros; ni los temores de una dictadura, absurdos tratándose de un presidente que se deja injuriar con increíble paciencia; ni su enfermedad, pues puede ser reemplazado por el vice; ni la incapacidad de los ministros; ni el aumento de la criminalidad, que será mayor durante el gobierno siguiente; ni aun la paralización administrativa, justifican un trastorno tan grande como es una revolución. No cabe duda de que fuertes intereses de diversa índole se han asociado para echar abajo al gobierno. La campaña de los diarios, que hasta llaman “tirano” a Yrigoyen, es harto sospechosa. Las altas clases han visto una posibilidad de recuperar el poder, si bien los hombres de esas clases, así como numerosos políticos y gentes dedicadas a los negocios, simpatizan con el movimiento sinceramente, engañados por la propaganda de los diarios “sensacionalistas”. El capitalismo extranjero apoya la revolución. Pero esta coalición de intereses no excluye las convicciones sinceras. Numerosos hombres quieren echar del poder a Yrigoyen por dos razones: porque a ellos les conviene y porque están absolutamente ciertos de que el país se halla al borde de una catástrofe.
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¿Y la situación económica? Se dice que el Banco de la Nación ha sido poco menos que saqueado, que el gobierno le debe ya ciento cincuenta millones. Después se sabrá que esto es falso, que el exceso de la deuda del gobierno sólo ha sido de treinta y un millones. Y el Banco nunca ha tenido mejor época. Sus utilidades en ese año de 1930 –de cuyos doce meses, más de nueve pertenecen a la presidencia de Yrigoyen- llegarán a cerca de sesenta y ocho millones. Se afirma que el crédito exterior está arruinado, y, sin embargo, una semana antes de la revolución, la casa bancaria americana Chatham Phenix le ofrece al gobierno un crédito por trescientos millones de dólares. Lo único cierto es que el gobierno está sin dinero. No habrá con qué pagar a los empleados el mes próximo. Las entradas aduaneras son insignificantes, acaso por los temores de revolución. Y la crisis exige al frente del gobierno un hombre activo, sano y capaz.
¿Es tan malo el gobierno? Tal vez no lo sea tanto. Lo que está mal, moralmente, es el país, Buenos Aires, sobre todo. Hay una gran corrupción. La de los gobernantes no es sino un aspecto de la corrupción general. Hay un asco de nosotros mismos, un deseo de salir del pantano. Y se confía en que una revolución nos salvará.
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Ha amanecido el 6 de septiembre. (…) Se espera algo sensacional. Los empleados van a su trabajo. Las calles están llenas de gente. En cada balcón hay dos o tres cabezas que miran hacia abajo. En las puertas y en las esquinas los hombres conversan. Hay cierto temor. Y a las nueve, Crítica publica en sus pizarras: “Se han sublevado las tropas del Campo de Mayo al mando del general Uriburu”. Estallan las bombas que anuncian el boletín. Suenan las sirenas de otros diarios. ¡Revolución! Cuarenta años hemos vivido en paz. La noticia produce escalofríos de emoción. Las gentes se abrazan y se felicitan sin conocerse. Hay lágrimas en millares de ojos. Los estudiantes abandonan las aulas.
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La entrada de las dos columnas revolucionarias, que en la proximidad del centro se unen en una sola, constituye un espectáculo jamás visto entre nosotros. En algunos trechos van las tropas entre dos filas de automóviles, ocupados por estudiantes. Flores desde las ventanas y desde las aceras. Hombres y mujeres se rompen las manos aplaudiendo y se enronquecen vitoreando a Uriburu, a la revolución y a la Patria. Toda la ciudad se ha echado a la calle para ver el paso de las tropas. En un automóvil abierto, en pie, rodeado de fieles que ocupan hasta los guardabarros, va el general Uriburu. Le siguen otros automóviles, atestados de muchachos con sus fusiles. Desde los balcones de la calle Callao, mujeres de la sociedad distinguida, a la que pertenece el general Uriburu, le arrojan flores. Es una auténtica apoteosis.
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Todo ha pasado y la columna reanuda la marcha por la avenida de Mayo, hacia la Casa de Gobierno. Pero ahora los acompañantes de las tropas quieren venganza. Incendian el comité radical, el local del diario yrigoyenista. Atacan otros lugares, destruyen vidrios y muebles. Desde los balcones del comité y del diario, de donde los radicales han huido, son arrojados a la calle, por los asaltantes, retratos de Yrigoyen, papeles, objetos varios. Hacen una pira y la incendian. Un busto de Yrigoyen, realizado en quebracho, es atado con piolines y alambres y arrastrado por las calles.
Ya está en la Casa Rosada el general José F. Uriburu, presidente provisional de la República. El vice es obligado a renunciar. En la plaza, el pueblo, delirante de entusiasmo, exige que sean iluminados los edificios públicos, y así se hace. Queman retratos de Yrigoyen, del hombre hasta pocos meses atrás amado por el pueblo. Cantan el Himno Nacional. Hipólito Yrigoyen acaba de ser arrojado del poder.

Y ahora, mientras las turbas revolucionarias saquean e incendian el diario en donde tantas alabanzas se le dijeron a él, y surge en ellas la idea de incendiar y saquear su modesta casa, lo que sucederá horas después, allá va Hipólito Yrigoyen, en aquel atardecer doloroso, hacia la ciudad de La Plata. Uno de sus fieles, que lo ha encontrado casi solo, lo arranca, en un automóvil, de los tremendos peligros que allí corre su vida, sin esperar la respuesta de la Embajada de Chile. En dos automóviles se reparte la escasa comitiva. Una hora y media dura el triste viaje. Al principio, el automóvil corre casi todo lo que puede, pero es preciso aminorar la marcha porque los barquinazos hacen daño al enfermo. Los dos fieles que lo acompañan están consternados. Apenas se atreven a hablar, a comentar esos sucesos increíbles. Temen, con razón, hacer sufrir al pobre viejo. Y él tampoco habla casi nada. Está abatido, enfermo, tristísimo, pero no se queja. Ni una palabra contra el general revolucionario, ni contra el partido que lo ha abandonado en la hora trágica de su vida, ni contra el pueblo de Buenos Aires. Allá va en el doloroso atardecer el pobre viejo, ignorando la magnitud de su desgracia. Él cree que todo ha sido un motín militar, una sorpresa muy hábil. No sabe que el pueblo entero, aquel pueblo al que tanto ha amado, por el que tanto ha hecho, por el que ofreció su vida en varias ocasiones, se siente liberado de su poder. No sabe tampoco hasta dónde llega el abandono de su partido, de ese partido que él formó, que él llevó a la victoria y al gobierno. Abandonado por el pueblo ingrato, por el partido, más ingrato aún, allá va hacia La Plata, huyendo, Hipólito Yrigoyen, convertido, por una decisión de la Divina Providencia, en la que tanto él cree, en un Rey Lear doliente de la Libertad y de la Democracia.
Porque es su amor a la Libertad lo que le ha arrancado del poder. Él permitió que los diarios formaran la conciencia revolucionaria. No hubiera habido revolución si él, menos respetuoso de la Libertad, menos demócrata, hubiera clausurado los diarios adversos, enviado a Ushuaia –como lo harán después los triunfadores de hoy- a los conspiradores, y encarcelado a doscientas personas. O si, menos respetuoso de la vida humana –“¡los hombres deben ser sagrados para los hombres!”- hubiera ordenado al ejército, que casi íntegramente le era fiel, defender al gobierno. Pero él no ha querido que sea violado ni uno solo de sus principios. Él no ha querido, como en cien ocasiones de su vida rectilínea, que se derrame una sola gota de sangre.
Y allá va, enfermo, con peligro de morir en el camino, como lo ha dicho uno de sus médicos, silencioso, pensativo, el pobre viejo vencido, más grande en el dolor y en la derrota que en el gobierno. Allá va, en su soledad espiritual, rumiando su tragedia, este Rey Lear de América. Allá va, expulsado por el pueblo, él, que dedicó a su liberación cuarenta años de su vida; expulsado por los proletarios, él, el único presidente que hizo obra para el pobre; expulsado por los patriotas, él, que defendió como nadie la independencia espiritual de la patria; expulsado por los católicos, él, el único presidente que invocó sin cesar a Dios y a la Divina Providencia y colocó a la Iglesia en el lugar de respeto y de jerarquía que nunca tuvo; expulsado por esos hombres que le deben servicios, comenzando por el general vencedor. ¡Ingratitud de los hombres y de los pueblos! En la gran ciudad que el automóvil va dejando lejos, todos se alegran, todos festejan su derrota. Se bebe champaña, se proyectan fiestas. Y mientras tanto, silencioso, triste, enfermo, en un abatimiento impresionante, pero conforme con su desgracia, en su resignación de filósofo y de cristiano, allá va hacia el destierro y la prisión, abandonado y negado por el pueblo al que tanto amó, Hipólito Yrigoyen, este Rey Lear de la Libertad y de la Democracia.