Polonia: La masacre de Jedwabne; un echo poco conocido de la Segunda Guerra Mundial

Se conoce como Masacre de Jedwabne al asesinato de centenares de judíos (1600 según algunas fuentes, 340 según el informe oficial polaco del Instituto de la Memoria Nacional (Instytut Pamięci Narodowej, o IPN​), a manos de sus vecinos polacos católicos en el pueblo de Jedwabne, cerca de Varsovia, Polonia, el 10 de julio de 1941.
Monumento en Jedwabne.



Rostros familiares

Por Federico Pavlovsky
Publicado el 18 de diciembre de 2017

El 10 de julio de 1941, en un impronunciable pueblo de la Polonia ocupada, Jedwabne, a 190 km de Varsovia, se produjo uno de los hechos más crueles e increíbles que registra la Segunda Guerra Mundial. Durante algunas horas de ese día de verano, un pueblo de 3000 habitantes fue el escenario en donde se desarrolló un asesinato colectivo. Ese día, mil quinientas personas mataron o vieron matar a otras mil seiscientas, éstas últimas de origen judío, y en el exterminio no hubo ninguna distinción entre hombres, mujeres, niños y ancianos. Solo siete personas sobrevivieron al ser salvadas por una familia polaca (el matrimonio Wyrzykowski) que, justamente, por ese acto de solidaridad fue perseguida por años. La historia, tan escalofriante como atroz, fue negada por décadas hasta que el historiador polaco judío Jan T. Gross publicó en el año 2001 el libro, Vecinos: El exterminio de la comunidad judía de Jedwabne, una publicación que se convirtió en bestseller en Estados Unidos y Polonia, donde desató un debate nacional sin precedentes. El libro se construyó recogiendo el testimonio de las únicas siete personas que sobrevivieron a la masacre, y en los archivos de dos juicios celebrados por las autoridades comunistas en 1949 y 1953. Una de las particularidades de esta masacre es que en la Polonia ocupada por los nazis, los alemanes no ordenaron la matanza ni participaron de ella, tan solo se limitaron a autorizar el devenir de los acontecimientos y sacar fotografías. Un crimen colectivo realizado por una comunidad de vecinos, de individuos “comunes”, en donde la mayoría de los hombres participaron activamente, y el resto observó de forma pasiva pero cómplice. La secuencia fue desvastadora. Con golpes y diversas torturas, todos los judíos fueron arrastrados dentro de un granero, encerrados ahí, para luego prenderles fuego. Sometidos a toda clase de humillaciones, los judíos fueron obligados a realizar actos de feria, ejercicios gimnásticos ridículos, y toda una serie de vejámenes antes de ser ultimados por sus vecinos. A esto le siguió la confiscación de los bienes “abandonados”, el silencio generalizado, y un olvido sistemático y colectivo de lo acontecido. Las personas fueron aniquiladas, pero sus propiedades intactas fueron apropiadas por sus ejecutores. Gross señala que se trató de un asesinato en masa en un doble sentido, por el número de las víctimas y por el número de los verdugos. Los mataron de modo frenético, barbárico, y de múltiples maneras, a unos con herramientas de metal, a otros a cuchilladas, a otros a estacazos.

Uno de los elementos más perturbadores de esta historia es que rompe el arquetipo de monstruo que comete actos inhumanos. Como señala el texto de Gross, en Jedwabne los verdugos fueron unos polacos normales y corrientes. Eran hombres y mujeres de todas las edades, y de las profesiones más diversas. Buenos ciudadanos. Y lo que vieron los judíos, para mayor espanto y desconcierto, lo último que alcanzaron a ver, fueron solo rostros familiares. Vieron a sus propios vecinos devenidos en asesinos voluntarios. Un ejemplo en donde la horda, la furia de una masa resentida que por distintos motivos se contamina con las ideas de diferencia y superioridad, elimina los límites y las responsabilidades individuales.  Distintos informes detallan que los habitantes de Jedwabne de la posguerra sabían perfectamente que los judíos del pueblo habían sido asesinados por sus vecinos durante la guerra, y no por los nazis.

La historia permaneció prácticamente oculta hasta la publicación de Gross (2001) y cobró una mayor difusión gracias al estreno de la extraordinaria película polaca, “Poklosie”, (o “Secuelas” 2012). Escrita y dirigida por Wladyslaw Pasiloski, narra la historia de la matanza y recibió en Polonia severas críticas, amenazas, y un verdadero boicot por parte de sectores nacionalistas polacos que niegan lo ocurrido ahí, y en otros pueblos similares, ya que éste no fue el único caso. Recomiendo leer el reportaje publicado en Página 12, realizado por Luis Bruschtein, a la filósofa y poeta Laura Klein, “Jedwabne, la vergüenza de los polacos”, ya que ella tuvo familiares asesinados en ese pueblo. Así, también,  el artículo de Ana Wajszczuk en el diario La Nación, “La vecindad del mal”.

La historia de Jedwabne representa un acontecimiento testigo de hasta dónde puede llegar un grupo de personas comunes, de rostros amigables y familiares, ante ciertas circunstancias de contagio del odio más visceral, y donde no hay ninguna cabida para la reflexión y la empatía. 

En la obra teatral Potestad, de Eduardo Pavlovsky, un médico conquista al público a través de un relato dramático donde detalla cómo ha sido despojado de su hija. Esta emoción se revierte sorpresivamente en los minutos finales del monólogo, cuando revela su condición de médico apropiador de la dictadura. Por aquel entonces, muchas personas le recriminaron al autor-actor haberle otorgado rasgos tiernos y cálidos al personaje del genocida.

El escritor y maestro del terror Alberto Laiseca decía que los monstruos existen. No se refería, por supuesto, a seres con colmillos, Quasimodos, u hombres-mosca, sino que hablaba más bien del comportamiento de los seres ordinarios, de aquellos que habitan en tantos pueblos lejanos y ciudades cercanas de este mundo, y que pareciera que solo están esperando a que alguien se anime a dar la orden de ataque.

Fuente


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Jedwabne, la vergüenza de los polacos

Por Luis Bruschtein
para Pagina 12
Publicado el 12 de enero de 2001

“Neighbors”, el libro de Ian Gross, se convirtió este año en una verdadera pesadilla para los polacos al revelar que los 1600 judíos del pueblo de Jedwabne habían sido asesinados por sus vecinos. Laura Klein, familiar de las víctimas, fue la única argentina que participó en el acto de mea culpa de las autoridades polacas. Pero no fue para perdonar, sino para acusar.

¿Hacía mucho tiempo que convivían judíos y no judíos en ese pueblito antes de la masacre?
–Cuando Jedwabne surgió en el 1700, el 70 por ciento de la población era judía. En 1930 tenía unas tres mil personas, mitad polacos judíos y mitad polacos no judíos. En 1941 hubo una masacre. Un historiador polaco judío, Ian Gross, la investigó y escribió un libro donde reveló que los judíos de Jedwabne fueron asesinados por sus propios vecinos en 1941, cuando Hitler ocupó esa parte de Polonia. El libro se llama Neighbors (Vecinos) que provocó un verdadero escándalo y se convirtió en un best seller en Estados Unidos y en Polonia. En 1962 habían puesto una placa en lo que queda del cementerio judío del pueblo que decía “en memoria de los judíos asesinados por los nazis”. Pero la verdad se supo a partir de la investigación de Gross, que se basó fundamentalmente en los testimonios de los únicos siete sobrevivientes que se escondieron en una especie de agujero en la tierra, debajo de un campo de papas, gracias a la ayuda de una polaca, Antonina Brzezoski.

–Lo que descubrió Gross fue que no los habían matado los nazis sino los mismos vecinos...
–Sí y que había por lo menos 92 nombres identificados. Todos los adultos del pueblo habían relevado a los nazis de su tarea. Los nazis entraron, hicieron un pogrom terrible ese día y 20 días después optaron por la “solución final”. No sé si había diez o veinte de la Gestapo, eran pocos. Cuando anunciaron esta decisión, los mismos vecinos se propusieron para ejecutarla. Los nazis pidieron que seleccionaran algunas profesiones para no matarlos, pero los vecinos les aseguraron que ellos tenían de  todas las profesiones, que no había necesidad de salvar a nadie. La matanza fue una carnicería. No estaba planteado como un trabajo, sino como una especie de fiesta popular. La muerte de estos judíos fue de las peores de la Shoah. Los hicieron cantar “La guerra es nuestra, la guerra es por nosotros...”, hicieron bailar al rabino llevando una bandera roja... Los fueron matando así; los testimonios son espantosos. Finalmente los metieron en un granero, hombres, mujeres y niños, echaron kerosene y le prendieron fuego. Para los que intentaban escapar, había un tipo con hacha en la puerta. Después, saquearon los cadáveres, las monedas, los dientes, se quedaron con sus casas, sus muebles, todas sus pertenencias. Los nazis les ordenaron que se deshicieran de los cuerpos y, en vez de enterrarlos, los mutilaron y esparcieron los pedazos por el campo.

–Este año, el 10 de julio, al cumplirse el sesenta aniversario de la masacre, hubo un acto en Polonia y usted fue la única familiar de las víctimas que viajó de la Argentina...
–Sí, nos invitaron a participar, pero no podíamos hablar, así que el día anterior organizamos una conferencia de prensa donde leí un texto, conté la historia de mi familia, la forma en que habían sido asesinados. Conté que 35 años más tarde, el país que había sido refugio para la familia de mi madre se había convertido para mí y para muchos de los hijos de esos judíos y para muchos otros hijos en un país de perseguidos y torturados por razones políticas, que fueron “desaparecidos” en nuevos campos de concentración. “Pasados los hechos –leo–, en uno y otro país se habla de perdón y reconciliación. Instituciones políticas y religiosas insisten en esa necesidad. Pero ¿quién pide perdón?, ¿quién lo acepta? El llamado no se dirige a quienes podrían perdonar, los sobrevivientes o familiares. No nos necesitan para la ceremonia de público arrepentimiento. Y sin embargo, este acto de mea culpa en Jedwabne no nos concierne, no para aceptar ni rechazar estas disculpas, sino para decirles que no se metan con las víctimas –nuestros muertos– sino con los victimarios –vuestros propios padres–. A eso he venido, a confirmar esta ausencia de parte, a invitarlos a guardar para vosotros mismos vuestra contrición y vuestra vergüenza”. 

–El acto en el que usted participó formó parte de la intensa polémica que despertó la investigación de Gross...
–A raíz de la investigación de Gross, el presidente polaco decidió hacer un mea culpa y pedir perdón. Esto generó en la sociedad polaca, en los partidos políticos y en la Iglesia, una reacción bastante fuerte y una discusión profunda. Nadie dejó de estar enterado, ni nadie quedó sin ser tocado por esta historia. El Papa había pedido a la Iglesia polaca que participara en los actos oficiales, pero una parte de ella, el cardenal Glemp y otros, plantearon que, si los polacos se debían disculpar con los judíos, éstos tenían que disculparse por los crímenes durante el comunismo. La Iglesia no participó en el acto oficial en Jedwabne, pero hizo un acto unos días antes, oponiéndose a los términos del acto oficial. El antisemitismo es un fuerte componente de la consolidación de la nación polaca. Hay una razón histórica de la Iglesia. Ellos podían tener un héroe de la resistencia, por ejemplo, y que al mismo tiempo fuera antisemita, que para nosotros sería extraño.

–¿Cuando deciden hacer el acto, las autoridades invitaron a los descendientes o familiares de las víctimas?
–Los familiares se organizaron para ir y hubo una invitación oficial. Primero nos dieron siete días en un hotel y, luego, con toda la discusión, los bajaron a dos. Eramos los invitados especiales del gobierno polaco para este acto, al cumplirse 60 años de la masacre. Como la inscripción primera, de 1962, se sacó, la idea era poner otra que dijera: “en memoria de los judíos de Jedwabne y alrededores que fueron brutalmente asesinados y quemados vivos en este sitio, el 10 de julio de 1941. En un solo día, una comunidad judía tres veces centenaria fue completamente destruida. Que esto sea una advertencia para que nunca más el pecado del antisemitismo lleve a los habitantes de esta tierra a ir contra sus vecinos”. Pero los partidos y la Iglesia polaca se resistieron. Walessa dijo que no era serio y acusó a Gross de utilizar recursos retóricos para convencer a la gente. Pidieron que se investigara y empezaron a exhumar los cuerpos. A mí me dio impresión la saña con esos cuerpos, después de la forma en que habían sido asesinados y mutilados, ahora los exhumaban. En el lugar no había nada, ninguna señal, se ubicó por documentos fotográficos.

–¿Sintió odio, compasión, rabia, tristeza, cuando estuvo en Jedwabne?
–Yo quise ir a Polonia y al pueblo. Y cuando llegué me impresionó, a dos o tres cuadras de la plaza central, no había ni pasto, un círculo de piedras y un monumento en el medio, nada, o casi nada. No sentía nada porque no lo podía creer. Y pensé: no hay que creerlo, porque eso hace que lo racionalicemos y lo justifiquemos, simplemente pasó, fue, es. La presencia está en las narraciones, en los testimonios. No hay un lugar o un objeto. El nacionalismo de derecha planteaba que no habían sido vecinos sino elementos asociales, aislados, los que habían hecho la masacre, pero la gente de izquierda decía que había pasado así y lo tomaba como una oportunidad de limpiar la memoria polaca y mejorar la imagen ante Occidente además de convertirlo en un estímulo para combatir el antisemitismo y construir la democracia. No había acuerdo sobre lo que había que hacer. El sistema en Polonia es parlamentarista. O sea que el presidente polaco no tiene demasiada fuerza y la resistencia de estos partidos y de la Iglesia fue muy fuerte. 

–¿Los habitantes del pueblo son descendientes de los que cometieron la masacre o fueron cambiando?
–En parte fueron cambiando, pero la mayoría es descendiente de los que hicieron la masacre y muchos viven en las casas de sus víctimas. Los familiares hicimos la conferencia de prensa el 9 en Varsovia y el 10 fuimos a Jedwabne, en una caravana con el presidente, embajadores, Ian Gross, Antonina Brzezoski y demás. El embajador argentino en Polonia me había recibido muy bien. En Jedwabne iba a haber un kadish, pero hacía sesenta años que no se tocaba música judía. Yo pedí que además se tocara la música que cantaba la gente cuando vivía allí antes de la masacre.Fuimos con un músico, Gary Lucas, bastante conocido en Polonia. Hubo tres discursos, el del presidente polaco, el del embajador de Israel y el de un rabino muy viejito que había nacido allí y vivía en Estados Unidos, que hizo un discurso desastroso. El presidente polaco dijo: “Estamos aquí frente a las víctimas y a los familiares de las víctimas pidiendo perdón y ante nuestra conciencia”. Después dijo: “Les pido perdón a las almas de los muertos y a las familias” y allí estábamos nosotros, pero mudos porque no nos dejaron hablar. Yo estuve discutiendo cinco horas con el ministro del Interior.

–¿Cuántos familiares asistieron al acto y participaron en la conferencia de prensa?
–Seríamos unos 25 familiares. Muchos otros habían decidido no ir porque la inscripción en la placa finalmente se había cambiado a “En memoria de los judíos de Jedwabne y alrededores, hombres, mujeres y niños, habitantes de esta tierra, asesinados y quemados vivos en este sitio el 10 de julio de 1941. Que sea una advertencia para que las futuras generaciones no permitan que el pecado del odio engendrado por el nazismo alemán vuelva a poner a los residentes de esta tierra unos contra otros”. Así, les adjudicaron los crímenes a los nazis, no hablan de los vecinos y tampoco de antisemitismo. Se discutió si hacer un acto en cada país, o un acto en Nueva York. Finalmente hubo algunos que dijeron: “Mi boicot es no ir”, pero la gente no se entera de eso. Yo decidí ir y armamos esa idea de la conferencia de prensa.

–¿Cuantos familiares suyos murieron en Jedwabne?
–Mi madre nació y vivió allí hasta los 12 años y allí fueron asesinados mi tía abuela y sus seis hijos. Ella hubiera querido ir, pero al final no pudo. Yo me encontré allí con la que había sido su íntima amiga en el pueblo, una mujer que ahora vive en Israel. La actitud de los familiares en general no era pasiva. Había de todo. Una señora se me acercó después de que leí el texto en la conferencia de prensa y me dijo: “Yo no vine a pelearme, no quiero que se enojen”. En general ésa era la actitud de los organizadores del acto. Yo les dije que tampoco había ido para pelearme, que había ido para que no escupan sobre los muertos. Sentí que el miedo seguía gobernando ahí, como si nos estuvieran perdonando o dándonos una limosna con esa especie de pedido de disculpas. Yo no quiero perdonar ni que me den limosnas, pero había gente que sentía una especie de agradecimiento, pero eso demostraba en realidad que no creían en el perdón, que era una especie de libertad condicional, una tregua.

–Porque la víctima, además, tiene que ser buena y perdonar...
–Bueno, antes de viajar hice leer el texto a algunas personas. Un intelectual judío, digamos del ala izquierda, me dijo: “Si vas a decirles a los polacos que son culpables, podés tener consecuencias indeseables”. No era así la cosa; ellos me invitaban porque ellos dicen que son culpables y me piden perdón y yo no quiero dárselos. ¿Qué consecuencias indeseables?, que no nos dejen entrar al territorio, a Auschwitz y Treblinka. O te van a tirar un piedrazo.

–¿Quizás la sociedad tiene miedo de la víctima?
–Yo creo que, si esa víctima no deja de estar en el lugar de víctima, genera que lo sigan victimizando. Me acuerdo de Alfonsín cuando decía “va a volver el pasado” y yo había trabajado la idea de la amenaza de muerte como capital, ponés moneda sobre moneda y acumulás un capital enorme y la amenaza de muerte es como un capital y hay un rendimiento enorme. Es una idea cierta de Canetti. La víctima es como un capital simbólico, una especie de amenaza permanente.

–De alguna manera, la víctima siempre tiene que ser buena, porque si no, no es víctima...
–El problema no es la víctima, sino la victimización de la víctima, que es otra cosa. Yo puedo ser víctima de algo, no víctima a secas, ser víctima no es un ser. Siempre me pregunté por qué la mayoría de la intelectualidad judía de izquierda provenía en general de los judíos descendientes de las víctimas del nazismo, del antisemitismo en Europa, Rusia, Hungría, Polonia, Ucrania. Creo que tiene que ver con este lugar de tomar una posta, de moverse de ese lugar del miedo, si me van a matar, que me maten.

–¿Los otros familiares hacían las mismas reflexiones?
–Otra familiar que habló muy fuerte fue Judith Kubran. Los israelíes tenían otra lectura que los yanquis. Su marido leyó lo que yo iba a decir y a la mitad de la página, me agradeció. Allá fui como descendiente de una mujer nacida en Jedwabne donde murieron quemados mi tía abuela y sus hijos. Pero en realidad fui para decir que estoy harta de los homenajes a las víctimas. Que quiero romper el diálogo victimarios-víctimas, no quiero que me pidan perdón y no quiero buscar reconocimiento y no quiero que lo busquemos. Fui a un lugar adonde nadie me conocía y donde seguramente no iba a tener mucho acuerdo con nadie y sin embargo la gente sintió que yo expresaba lo que ellos sentían.

–¿El gobierno polaco pagó también los pasajes?
–No, fue interesante porque yo redacté el texto que decidí leer, se lo mostré a algunos amigos y se formó una especie de red y entre todos juntaron el dinero. Creo que fue por eso, porque en realidad era una intervención poético-política muy fuerte. Hubiera sido más fácil decir que no les creemos o que no los perdonamos, los denunciamos o agradecemos y esperamos que nunca más, que invitarlos a salir de las figuras del Estado y las instituciones y ponerlos en un cuerpo. ¿Por qué pueden decir: “Los polacos fuimos responsables de 1600 muertos?” y no pueden decir: “Mi papá tiró una piedra”. Ni siquiera eso, la inscripción que quedó decía: “Aquí murieron quemados 1600 judíos”.

–Si se quiere ese texto es memoria, pero no es completa. Hasta se diría que es falso por incompleto. ¿La memoria es justicia?
–El embajador de Israel dijo que cuando aparezca toda la verdad en el monumento, porque va a seguir la investigación, se habrá hecho justicia. Pero me pregunto: ¿la verdad es la justicia?, ni siquiera la memoria es la justicia. La tradición judía se basa en la narración no en la memoria. Benjamin decía que los judíos tenían pésima memoria, pero eran muy atentos para escuchar y excelentes narradores. Ahora los judíos se han convertido en excelentes investigadores modernos donde quieren demostrar la verdad de la Shoah. Toda la tradición judía se basa en decir: “Nos echaron de Egipto”. Pero nadie fue a buscar a Egipto las pruebas y nadie les fue a preguntar si ellos lo reconocen. Eso constituye una fortaleza, una identidad, una pertenencia. Ahora se trata de que todos tengan la misma y entonces, bueno, hay que hacer que reconozcan la verdad y que la verdad sea justicia. Yo no quiero la memoria en ese sentido, como un registro para que sea leído dentro de dos mil años. Las víctimas ya dieron sus testimonios con sus huesos, los cabellos, los zapatos, la ocupación de sus casas, el saqueo financiero, entonces que ahora hablen de los victimarios. Fui a Polonia a decirles que no hablen de nosotros, porque cada vez que lo hagan van a justificar la masacre de alguna manera. 

–No de las víctimas y sí de los victimarios, ¿pero de qué manera? 
–Les propuse una especie de oración que leí en la conferencia de prensa: “Y lo contaré a la mañana y a la noche/ cómo mi padre persiguió al judío que cruzó delante de nuestra casa en el otoño del 41/ y lo apedreó primero frente a mi pequeña hermana y a mí, cómo lo vimos caer/ y lo pateó para que riéramos/ y semimuerto lo arrastró al establo central/ donde les prendimos fuego por nuestra propia voluntad/ Y lo contaré a mis hijos y a los hijos de mis hijos/ para que sepan que ese hombre es uno de los nuestros/ y cría a sus hijos y acaricia a sus nietos y se conmueve/ y lo repetiré cada noche, junto a mi mujer, cuando el mundo se acalla/ y no tenga fuerzas para no olvidar./ Los que nacimos tarde para participar/ somos hijos de esos hombres comunes, cobardes asesinos./ De ellos hemos aprendido/ la lengua que hablamos/ y llevamos grabada en el corazón esa herencia/ por eso les decimos a las generaciones venideras que así fueron las cosas/ en Jedwabne, el diez de julio, en 1941/ fuimos polacos los protagonistas en el genocidio judío/ cuando masacramos a cientos/ por nuestra propia voluntad y con nuestras propias manos/ Nosotros, y no los nazis”.

–¿Después de los tres discursos terminó el acto en Jedwabne? 
–Después del acto, fuimos al cementerio. Mi mamá me había preguntado si había un bosque junto al cementerio judío. El cementerio era el bosque que se lo había comido, no había más cementerio. Habían puesto vallas dos días antes y talaron árboles y las lápidas estaban todas revueltas. Mi mamá me había pedido que le llevara unas piedritas de allí para poner en su tumba. Era un cementerio comido por la naturaleza porque no quedaba ni un judío después de la masacre. En la entrada de ese cementerio que ya no existe hay una inscripción recordando a los otros, los que murieron en la masacre y cuyos huesos están desparramados por fuera. Para mí una inscripción en un monumento recuerda el pasado expulsándolo del presente. Les había hecho una propuesta que era quemar el monumento, hacer un acto simbólico de la quema en el lugar del granero. Un amigo me dijo que parecía vandálico, me impresionó mucho que parezca vandálico un acto simbólico y que no lo parezca el acto en sí. Estábamos como invitados especiales y en todo caso estaban hablando de nuestros muertos. Entonces dije que, si había que reparar, nosotros teníamos que decir cómo. Propuse que haya una sinagoga en un pueblo donde no queda ni un judío. Un templo vacío. El dios de los judíos no espera que entre nadie: los polacos son católicos y los de este pueblo han exterminado a los judíos que iban al templo. Entonces, que en este pueblo que ha liquidado a sus vecinos, se alce como un espectro, la casa donde su dios sigue viviendo.

–¿Y qué pasó con esa propuesta?
–Una mujer de la Embajada de Israel me dijo que la idea era muy inquietante, no se trata de estar de acuerdo, me dijo, porque lo tuyo llega al corazón. Y eso es lo que yo quería. No quería que estuvieran de acuerdo o no, sino algo que pasara antes del tamiz de la conciencia. Después me dijo que el embajador quería hacerlo, pero agregarle un centro cultural. No es lo mismo. Yo creo que nadie está carente de todo poder, tenemos el poder de la palabra, tenemos algunos poderes. Ese poder de hacer existir un dios, que además es el mismo dios de ellos y esta oración que yo pongo, es también sagrada escritura para un católico. Quiero un acto que permanezca, una acusación permanente.

¿Por que Laura Klein?.  Hablen de los victimarios

El libro Sasiedzi-Neighbors (Vecinos), de Ian Gross, produjo una furibunda polémica en Polonia, Estados Unidos, Israel y en general en Europa. Más que sobre nazismo o antisemitismo, es un libro sobre la condición humana y, en especial, sobre algunos de sus aspectos más vergonzosos y por lo tanto más silenciados.

Laura Klein, filósofa y poeta de 43 años, estuvo en Jedwabne, el pueblito polaco donde sucedieron los hechos. Fue la única familiar de las víctimas de la masacre de 1941 que viajó de Argentina a Polonia, invitadaa participar en un acto de mea culpa oficial decidido por el presidente de ese país, aunque en realidad su verdadera intención era intervenir en la polémica abierta por Gross. “Nos invitaron para pedirnos perdón y yo fui para decirles que no perdono, que no quiero que hablen más de las víctimas y que, en todo caso, hablen de los victimarios, sus familiares”.

Es como si dijera que no le interesa que sientan culpa, pero que quiere que sientan vergüenza. La culpa, que es un sentimiento “noble”, redime. La vergüenza es un castigo. Los familiares hablarán de las víctimas y sentirán dolor. Los familiares de los victimarios hablarán de sus padres y sentirán vergüenza. Memoria y verdad no son justicia, afirma, tanto para las víctimas del antisemitismo polaco, como para los desaparecidos argentinos.

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La vecindad del mal
Por Ana Wajszczuk
Publicado el 17 de julio de 2011

Nuevas investigaciones confirman que los más de 1000 judíos asesinados hace 70 años en lo que seconoció como la masacre de Jedwabne, un pueblo rural de Polonia, no fueron víctimas del nazismo sino de sus propios compatriotas polacos lo que llevó al país a pedir perdón por primera vez.

Jedwabne, 10 de julio de 1941. El sol del verano brillaba con fuerza, casi con ensañamiento sobre la plaza principal de este shtetl -pueblo de mayoría judía- en el extremo Noreste de Polonia, a ciento noventa kilómetros de Varsovia. Un pueblo rural, entre ríos y trigales, apenas cuatro kilómetros cuadrados marcados en el mapa, sin señas particulares si no fuera por un hecho que lo puso en la memoria del horror y permaneció silenciado hasta hace poco tiempo: setenta años atrás, la mitad de los vecinos de Jedwabne asesinó o vio asesinar impertérrita a la otra mitad, más de mil personas de origen judío, bajo el aliento de unos pocos soldados de la gendarmería alemana presentes. La masacre comenzó apenas despuntó el sol, pero se venía preparando hacía días en una creciente ola de humillaciones, asesinatos y rumores de matanzas en pueblos vecinos. Alemania había invadido la Unión Soviética el 22 de junio, quebrando el pacto de no agresión entre Hitler y Stalin. Jedwabne, incorporado a la Unión Soviética en 1939 y bajo un brutal proceso de sovietización desde entonces, cambió a manos alemanas el día 23. El destino de la mitad de su población, judíos con raíces centenarias en el pueblo, estaba sellado para diecisiete días después.

En la plaza desprovista de árboles, una cadena de brazos no dejaba escapar a centenares de hombres, mujeres y niños judíos reunidos a empujones y amenazas bajo el sol ardiente del verano, apaleados e insultados por sus propios vecinos polacos. Con el alcalde y la gendarmería alemana a la cabeza, armados con hachas, palos con clavos y barras de hierro, sacaron a sus vecinos judíos de sus casas, y persiguieron y asesinando a quienes intentaban escapar. Al final del día, quienes todavía quedaban vivos fueron obligados a marchar con el rabino al frente hasta un granero cerca del cementerio judío, obligados a llevar una estatua de Lenin, obligados a cantar que la guerra era su culpa. El establo se roció con combustible, y más de mil hombres, mujeres y niños fueron quemados vivos. Los gritos y el olor a carne quemada se convirtieron en un recuerdo fantasmal entre los habitantes de Jedwabne y sus descendientes que ocuparon las propiedades de los muertos. No lo olvidarían fácilmente.

Hasta 2001, un monumento de piedra al costado de lo que fuera el cementerio judío recordaba la masacre con esta leyenda: "Sitio de martirologio del pueblo judío. La Gestapo hitleriana y la gendarmería quemaron 1600 personas vivas el 10 de julio de 1941". Sin embargo, la versión no oficial que susurraban entre sí los habitantes de Jedwabne decía otra cosa. Otra cosa era también lo que contaban los sobrevivientes, no más de un puñado, que habían escapado en su mayoría el día anterior a la matanza. "Desde la noche anterior los polacos bebían y festejaban en la calle, los perros lloraban. No fueron los alemanes: fueron ellos", cuenta también Bernardo Olszewicz, ochenta y cinco años, sentado muy derecho en el living de la casa de su hija en Flores, Buenos Aires. En 1941 tenía quince años, hoy es uno de los pocos sobrevivientes de la masacre, y recuerda.


Debate nacional

En 2001, un libro publicado en Estados Unidos y seguidamente en Polonia expuso a la luz pública los hechos ocultos tras el monumento de Jedwabne. Jan Tomasz Gross, sociólogo e investigador de origen judío-polaco, profesor de historia en la universidad de Princeton, lanzó una pequeña bomba que iba a explotar en Polonia: Vecinos. El exterminio de la comunidad judía de Jedwabne . Gross, basándose en testimonios de sobrevivientes y en los archivos de dos juicios celebrados por las autoridades comunistas en 1949 y 1953 -juicios polémicos, con denuncias de torturas , y donde casi no hubo condenados- reconstruía la matanza de Jedwabne y demostraba que, a pesar de la supervisión alemana, la masacre había sido llevada a cabo por los mismos vecinos. El libro fue finalista del National Book Award y en Polonia despertó un debate nacional sin precedentes sobre un tema tabú: las complejas relaciones polaco-judías durante la guerra. Hubo una ola de discusiones sobre la responsabilidad colectiva, ensayos y libros a favor y en contra del trabajo de Gross. Algunos historiadores, en especial de la derecha católica -que, al contrario de lo que sucedió en el resto de la Europa ocupada, participó activamente en la resistencia, incluso salvando judíos-, no tardaron en acusar a Gross de falta de rigor histórico; diferentes voces, del periodismo a la Iglesia, minimizaron la investigación y atribuyeron la masacre a bandidos comunes, a los nazis, o a algunos habitantes de Jedwabne forzados por ellos.

"No alcemos la voz sobre esta tumba", dijo el ex presidente Lech Walesa. Periodistas y documentalistas se acercaron a Jedwabne y fueron recibidos con hostilidad por la mayoría de la población local. El Instituto para la Memoria Nacional inició una investigación judicial en Jedwabne que concluyó en 2004 y apoyó parcialmente las conclusiones de Gross sobre la participación polaca, aunque "no pudo establecer" la cantidad de muertos y el grado de participación de las SS el día de la matanza. Nadie forzó a los vecinos de Jedwabne, sostiene Gross. Hoy día, en el sitio web del pueblo se puede leer una larga explicación sobre los sufrimientos de sus habitantes durante la ocupación soviética entre 1939 y 1941 y la "colaboración judía" con el invasor. De la masacre de Jedwabne, de su memorial o del 70° aniversario de la tragedia, no dice una sola palabra.

El primer signo de que las cosas no iban bien se manifestó apenas Jedwabne pasó a manos alemanas: el marido de Fejge, la hermana de Bernardo, fue asesinado. Después empezaron los rumores. "Todos sabían lo que iba a suceder: mañana van a matar a los judíos, nos decían los chicos del colegio, pero nadie se imaginaba en qué forma, nadie lo creía", rememora Bernardo, que en julio de 1941 todavía se llamaba Berek y era el menor de cuatro hermanos. Al atardecer de la víspera de la matanza, Berek escapó a pie hacia al ghetto de ?omza, a veinte kilómetros, junto con su padre, la familia todavía indecisa entre abandonar su hogar o irse de Jedwabne. "Papá, volvamos", suplicó Berek. Regresaron, y esa noche nadie durmió en casa de los Olszewicz. "A las tres de la mañana con papá nos volvimos a ir", recuerda Bernardo. "Era más seguro estar dentro del ghetto que fuera. Mamá y Fejge, que tenía un bebé de seis meses y no podían esconderse, nos siguieron". Su hermano David había partido meses antes a estudiar a Rusia. Mietek, el hermano mayor, decidió quedarse a cuidar la casa y se escondió en el cuarto de los trastos dejando la puerta abierta para hacer creer que todos habían huido: "El escuchó el llanto de los que eran quemados vivos. Mataron a todos, no querían testigos. Por la noche se arrastró por los campos hasta Lomza". Un año y medio después, cuando los nazis cercaron el ghetto, Berek tomó a su madre y a su hermana y las sacó por un agujero en los alambres de púa para llevarlas a la casa de unos vecinos católicos. "Acordate de que tuviste una hermana", le dijo Fejge, con su bebé en brazos. Su madre le suplicó que permanecieran, él y Mietek, siempre juntos. Su padre ese día estaba haciendo trabajo forzado para los nazis. "Me escapé al bosque junto con otros chicos, pero volví a buscar a mi mamá, porque pensaba: si voy a morir, voy a morir junto a ellos". Pero nunca volvió a saber nada de ninguno: alguien le dijo que los habían llevado a Auschwitz junto al resto de los judíos de Lomza. Vagando por bosques a treinta grados bajo cero, Berek logró dar con Mietek -quien había escapado a la deportación oculto en un sótano- y juntos pasaron los meses siguientes enterrados vivos a cuatro kilómetros de Jedwabne, en un agujero "del tamaño de un pozo de cementerio" bajo el establo de la granja de los Wyrzykowski, un matrimonio católico que los escondió a ellos y a Elsa, novia de Mietek, así como a otra pareja de amigos de Jedwabne y a dos hombres más de pueblos vecinos donde también habían ocurrido matanzas. Uno de ellos era Szmul Wasersztajn, cuyo testimonio fue central en la investigación que muchos años después haría Jan Gross sobre la masacre. "Una vez al día -cuenta Bernardo-, Antosia Wyrzykowska nos traía papas y un poco de agua, y así vivimos hasta 1945. Al salir, tuve que aprender a caminar de nuevo. Dos veces los nazis estuvieron a punto de descubrirnos. ¿Si tuve miedo? No, un chico no cree en la muerte, tiene voluntad. ?A mí me van a matar corriendo', dije, ?yo no me voy a entregar'. Cuando terminó la guerra, el antisemitismo seguía siendo costumbre y mataban judíos por todos lados. Nos fuimos a Checoslovaquia y luego a Italia".

Allí dejó a Mietek y Elsa para irse a Israel, donde por su edad fue obligado a pelear en el ejército contra los ingleses y los árabes. Mietek le escribió para contarle que se iba a la Argentina, ese país tan lejano donde, recordaba, una tía se había establecido en 1925. Berek, cansado de tanta guerra, llegó a Buenos Aires en 1951, armó un pequeño taller de ropa industrial en Paternal, donde todavía vive, y se convirtió en el soporte de su hermano mayor, que aquí se llamó Mauricio y falleció en 2007. Bernardo se casó con Lidia, una chica de Hebraica, tuvieron dos hijos que para su orgullo "se convirtieron en profesionales", y cuatro nietos. Hace pocos meses, lo contactaron desde Siberia: era el hijo de David, el hermano que había emigrado a Rusia y de quien no había tenido nunca más noticias. "Me llamo Boris en su honor", le contó el sobrino en una carta mal traducida al español. David había muerto en 2008 pensando que toda su familia había sido asesinada en Jedwabne.

Los hijos y nietos de Bernardo saben que nacieron gracias a los Wyrzykowski, reconocidos como Justos entre las Naciones. Antosia hoy tiene 92 años y volvió a Polonia, después de que otros sobrevivientes del pozo la llevaran consigo a Estados Unidos. Bernardo nunca quiso volver. "Yo a veces digo: te perdono", murmura a los fantasmas de su pasado. "Pero la verdad, yo la sé". Y agrega que todo lo que cuenta es, apenas, el uno por ciento de lo que ha vivido, porque si tuviera que acordarse de todo, no estaría hablando hoy acá, ante las lágrimas de sus hijos y la mirada celeste de su nieta de ocho años.

¿Es posible ser a la vez víctima y verdugo?, pregunta Gross en su libro. Vecinos quebró lo que la activista católica Hanna Bortnowka llamó el "paradigma de la inocencia" en Polonia, donde el simbolismo del martirologio colectivo incluía la certeza de que el antisemitismo arraigado en la sociedad no tenía nada que ver con el exterminio de los judíos bajo la ocupación nazi. Esta cronista, nieta de polacos católicos prisioneros en Siberia, pudo constatar que para sus abuelos, como para muchos otros polacos, la verdadera maldición fueron los soviéticos, y por extensión sus amigos, los judíos. Una hostilidad que en el documental The Legacy of Jedwabne (2005), del director polaco Slawomir Grunberg, es también palpable en los vecinos del pueblo durante la ceremonia por el 60° aniversario de la masacre, en medio de la controversia por el libro de Gross y por la leyenda del memorial, que las autoridades habían prometido reemplazar por uno que mencionara la participación de los polacos en la matanza. El presidente de Polonia viajó al pueblo y por primera vez hubo un reconocimiento oficial de la culpabilidad de los polacos ante una treintena de familiares de las víctimas llegados de todas partes del mundo. Pero la frase del monumento que se inauguró decía, escuetamente: "Aquí fueron quemados vivos los 1600 judíos de Jedwabne".

Entre los familiares estaba la filósofa y escritora argentina Laura Klein, quien todavía recuerda los panfletos y pasacalles colgados en Jedwabne el día de la ceremonia, en los que se tildaba de mentira lo denunciado por Gross. La madre de Klein había dejado el pueblo a finales de los años 30, por eso se salvó de la masacre, pero en el granero murieron otros familiares suyos. En la conferencia de prensa convocada en Varsovia por los familiares -que no pudieron hablar en el acto-, Klein leyó un texto de su autoría, llamado "Perdonaos a vosotros mismos": "No os metáis con las víctimas -nuestros muertos- sino con los victimarios-vuestros propios padres-. A eso he venido, a confirmar esta ausencia de parte, a invitaros a guardar para vosotros mismos vuestra contrición y vuestra vergüenza".

Hace pocos días, se conmemoró el 70° aniversario de la masacre con otro acto, donde por primera vez participó un obispo y se leyó una carta del actual presidente, Bronislaw Komorowski, rogando "una vez más, perdón". El alcalde del pueblo no se presentó: el anterior se había visto obligado a renunciar después de apoyar el acto de diez años atrás. Los habitantes de Jedwabne, una vez más, miraron de lejos. Quizá porque la pregunta que nos hacen todos los momentos históricos donde el desmoronamiento moral arrasa con las cuestiones de conciencia sigue siendo demasiado controvertida: ¿Qué hubiera hecho uno de estar en ese lugar?

"El nazismo puso a una categoría de víctimas en contra de la otra"

Vecinos no fue el único libro de Jan T. Gross (Varsovia, 1947) en provocar una polémica en su país natal. En 2006, su investigación Miedo. Antisemitismo en Polonia después de Auschwitz había contribuido al debate. Focalizado en los pogromos contra judíos una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, Gross estima que, de los más de 200 mil que regresaron a Polonia, unos 3000 fueron asesinados. En 2008, las autoridades judiciales polacas leyeron Miedo a la luz del artículo 132 de su Código Penal, que castigaba hasta con tres años de prisión a quienes "públicamente calumniaran a la nación polaca como partícipe, organizadora o responsable de los crímenes nazis o comunistas". Un artículo que incluso fue llamado en broma "Ley Gross", ya que se creó después de la polémica por Vecinos. Los fiscales se rehusaron a iniciar una investigación y más tarde el artículo fue vetado como anticonstitucional. Gross acaba de publicar otro libro irritante para el statu quo polaco: Cosecha Dorada , sobre el enriquecimiento a expensas de los judíos asesinados durante el Holocausto.

-¿Por qué cree que en Polonia no hay un sentido de responsabilidad colectiva por estos crímenes, sin perjuicio de que sea innegable que los polacos también fueron víctimas del nazismo?

–En Polonia, la narrativa principal sobre las experiencias de la Guerra es la victimización, y es correcta, porque la ocupación nazi fue extraordinariamente brutal, especialmente en los países eslavos. Los trataron como a esclavos, para la escala racial nazi eran Untermensch , subhumanos. Y los judíos estaban en el escalón más bajo. El nazismo logró poner a una categoría de víctimas en contra de la otra, apoyado en un antisemitismo tradicional en Polonia, y por eso su incentivo a cometer actos como los de Jedwabne funcionó. Esto evidentemente no cuadra con la narrativa heroica de los polacos, que es también cierta: la resistencia fue más elaborada y compleja que cualquier otra en la Europa bajo la ocupación. ¿Cómo compatibilizar esta narración de la resistencia con el hecho de que, cuando los nazis de alguna manera "invitaron" a la población a sumarse a la expoliación de los judíos, la población se sumó, incluso hasta ocasionalmente asesinándolos? Es muy difícil de admitir. Por otro lado, hay que reconocer que Polonia es el único país de Europa del Este en aceptar esta discusión. La población de otros países del Este se comportó con sus judíos de manera parecida o incluso peor, y allí no hay una intervención historiográfica para discutir esta cuestión.

-¿Qué reflexión le inspira el 70° aniversario de la masacre de Jedwabne?

-Polonia es muy diferente ahora que hace diez años, creo que hay mayor conciencia entre los historiadores, pero también en otros segmentos de la sociedad, de que las relaciones entre polacos y judíos durante la Segunda Guerra no fueron lo que deberían haber sido. No hay mucho más que hacer, excepto reflexionar y guardar algún tipo de luto por la muerte de tantos compatriotas que nunca tuvieron un duelo apropiado. Y espero que, a medida que historias como ésta salgan a la luz y sean mejor entendidas, sean reconocidas como parte central de la historia polaca: no como algo que les pasó "a los judíos", sino a toda la población.