José Artigas, el terrorista

Por Jorge Majfud

José Gervasio Artigas
Nada más interesante que echar una mirada a la historia para comprender mejor el presente y la menos novedosa condición humana; para ver que todo es resultado de su propio devenir y, al mismo tiempo, que también ella es el resultado de profundas permanencias que viven y sobreviven en cada mujer, en cada hombre.

Analicemos un caso que involucra a dos importantes figuras del Cono Sur, como políticos, como moralistas, como pensadores y como propagandistas: el general José Artigas y el educador Domingo Faustino Sarmiento. Ambos títulos, el de general y el de educador, pueden ser deconstruidos; no significan ninguna condicionante significativa sino una coyuntura.

Para el maestro y más tarde presidente de la República Argentina, Domingo F. Sarmiento, la civilización y la barbarie compartieron un único acuerdo: la lucha por la independencia. No obstante, ésta no se hubiese logrado sin el brillo del semáforo europeo. El origen de la independencia de los países americanos, según Sarmiento, estaba en “el movimiento de las ideas europeas”, como más tarde el progreso estará en la imitación de Estados Unidos y en la importación de razas bendecidas por la Providencia y aptas para el Progreso.

“Los indios no piensan”, escribió el educador en Civilización y barbarie, “porque no están preparados para ello, y los blancos españoles habían perdido el hábito de ejercitar el cerebro como órgano”.

“[En Estados Unidos] los indios decaen visiblemente”, escribió luego el humanista, con una extraña mezcla de Charles Darwin y teólogo fatalista, producto quizás de sus viajes por Inglaterra y sus antiguas colonias, “destinados por la Providencia a desaparecer en la lucha por la existencia, en presencia de razas superiores…”.

El modelo dialéctico de Sarmiento es simplificador y se basa en la oposición entre ciudad —civitas— y campo,entre civilización y barbarie. Si algo o alguien era identificado con uno de los primeros dos términos, corría el riesgo de ser atado inmediatamente con uno de los dos últimos. Y el término negativo debía ser combatido: “Pregúntesenos ahora, ¿por qué combatimos? Combatimos por volver a las ciudades su vida propia”.

La ciudad es el destino de la historia y todo lo que no pertenezca a ella pertenece al pasado y al terror. “La guerra de la revolución argentina”, escribió Sarmiento, “ha sido doble: primero guerra de las ciudades, iniciadas en la cultura europea, contra los españoles, a fin de dar mayor ensanche a esa cultura; segundo, guerra de los caudillos contra las ciudades, a fin de liberarse de toda sujeción civil y desenvolver su carácter y su odio contra la civilización. Las ciudades triunfan de los españoles, y las campañas de las ciudades. He aquí explicado el enigma de la revolución argentina, cuyo primer tiro se disparó en 1810 y el último no ha sonado todavía”.

Pero si “las masas” son incapaces de ver el destino de la historia —el futuro—, tampoco alcanzan a ver algo más probable: el pasado. Sarmiento se queja de que el pueblo —las masas— no son capaces de ver más allá del presente, razón por la cual tampoco ven la decadencia y la destrucción de las ciudades, de los pueblos del interior.

Al comparar la decadencia de los pueblos del interior demuestra su perspectiva española: “Sólo la historia de las conquistas de los mahometanos sobre Grecia presenta ejemplos de una barbarización, de una destrucción tan rápida”, olvidando o ignorando que gran parte de la cultura griega —paradigma de lo clásico y la civilización para un europeo del siglo XVIII— se salvó por la reproducción que hicieron de sus textos los árabes.

Refiriéndose al dictador Juan Manuel de Rosas, nos da una idea de un buen morir, de un matar civilizado: “el ejecutar con cuchillo, degollando y no fusilando, es un instinto de carnicero que Rosas ha sabido aprovechar para dar todavía a la muerte formas gauchas y al asesino placeres horribles”. Es decir, se identifica al gaucho, al habitante de las pampas, con lo bárbaro y terrible: el gaucho no faena corderos como en los saladeros, sino degollando. Lo mismo acostumbra hacer cuando mata a otro hombre. Morir por una bala de cañón o morir fusilado es una forma civilizada de morir, no una “forma gaucha”.

Repetidamente compara lo bárbaro con África (con el interior de África) y con los pueblos asiáticos “que no ha debido nunca confundirse con los hábitos, ideas y costumbres de las ciudades argentinas, que eran, como todas las ciudades americanas, una continuación de la Europa y de la España”.

Así resulta que un rebelde rural como Artigas debía ser identificado con lo bárbaro, olvidándose lo más valioso para la historiografía de la época, es decir, los documentos escritos, y haciéndose eco de anécdotas orales, característica de lo mitológico, de lo bárbaro —según sus propios parámetros. El hombre que, al vencer en la Batalla de Las Piedras (1811) pidió “clemencia para los vencidos”, es retratado por Sarmiento como “terrorista”, como un caudillo bárbaro, como un tártaro.

Así deja en sus escritos el relato de la forma en que la montonera de Artigas mataba a sus enemigos, dejando lo peor del horror a la imaginación herida de sus lectores: “Los cosía dentro de un retobo de cuero fresco y los dejaba así abandonados en los campos. El lector suplirá todos los horrores de esta muerte lenta”.

“La montonera, tal como apareció en los primeros días de la República bajo las órdenes de Artigas, presentó ya ese carácter de ferocidad brutal y ese espíritu terrorista que al inmortal bandido, al estanciero de Buenos Aires, estaba reservado convertir en un sistema de legislación aplicado a la sociedad culta, y presentarlo, en nombre de la América avergonzada, a la contemplación de la Europa” (Sarmiento).

Como todo bárbaro, como todo terrorista, la lucha del milico de campaña no podía tener un signo positivo: “Artigas era enemigo de los patriotas y de los realistas a la vez”. Su principio era el mal, la destrucción de la civilización, la barbarie. Sus instintos son, necesariamente, “hostiles a la civilización europea y a toda organización regular. Adverso a la monarquía como a la república, porque ambos venían de la ciudad y traían aparejado un orden y la consagración de la autoridad”. El bárbaro debe ser anárquico, amante del desorden, que es lo opuesto a la “civilización europea” —salvando la redundancia.

Contrariamente a estos juicios, José Artigas propuso, a principios de 1813, veinte artículos que serán rechazados por Buenos Aires, la gran ciudad centralizadora, el paradigma —después de Londres y París— de la civilización sarmentiana.

En el segundo artículo de Las instrucciones del año XIII, los bandidos, los terroristas del general José Artigas, propusieron que la nueva unión de provincias “no admitirá otro gobierno que el de confederación [y] promoverá la libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginable [artículo 3º]. Como el objeto y fin del Gobierno debe ser conservar la igualdad, libertad y seguridad de los Ciudadanos y los Pueblos, cada Provincia formará su gobierno bajo estas bases [artículo 4º], así éste como aquél se dividirán en poder legislativo, ejecutivo y judicial [artículo 5º]. Estos tres resortes jamás podrán estar unidos entre sí, y serán independientes en sus facultades [artículo 6º]”.

Todo lo cual demuestra no sólo conocimiento de las nuevas ideas que estaban naciendo en la civilizada Europa y la futura gran nación de los Estados Unidos, sino también una sensibilidad difícilmente calificable como bárbara, aun en el sentido arbitrario que le confería el propio Sarmiento, como cualidad de imitación de los pueblos anglosajones. Esto demuestra, una vez más, el desconocimiento del educador argentino sobre su propia tierra y la gran muralla que le impedía salirse de su propia metáfora que oponía la ciudad al campo, el traje al chiripá.

Los últimos artículos de las Instrucciones, breves como los anteriores, advierten de un mal que se reproducirá en el continente por casi doscientos años más: “Artículo 18º: El despotismo militar será precisamente aniquilado con trabas constitucionales que aseguren inviolable la soberanía de los pueblos” (Instrucciones).Recomendación que resulta aun más significativa por lo temprano de su fecha histórica, por la formación militar de José Artigas y por haberse reunido esta asamblea en un campamento militar. Cualquiera de estos factores, por sí solos, fue suficiente para que en años más recientes de nuestra orgullosa modernidad se violasen cada una de estas recomendaciones constitucionales, humanas y democráticas, en cada uno de los países latinoamericanos. Y en la amplia mayoría de los casos, el crimen, la violación de los Derechos Humanos y la barbarie fue delicadamente administrada por las élites más cultas y “civilizadas” de la sociedad.

El estilo de Sarmiento es directo y provocador. Su estilo llega a ser, por momentos, agresivo, olvidando el recurso a los argumentos con digresiones como: “Todos los tribunales están desempeñados por hombres que no tienen el más leve conocimiento del derecho, y que son, además, hombres estúpidos en toda la extensión de la palabra”. Cuando analice su propio tiempo y lo compare con sus modelos personales de éxito nacionales, a los cuales recomendó imitar casi toda su vida, reconocerá tristemente el fracaso de América Latina, de un pueblo, una raza y una cultura que nunca reconoció como propia. En su ensayo Sarmiento y el desarraigo iberoamericano, José Luis Gómez-Martínez concluirá con una observación inevitable: “De este modo se ocultaban las verdaderas causas del fracaso iberoamericano: la falta de originalidad, la imitación absoluta, el despego de las propias circunstancias que preferían ignorar. Nunca se había contado con el pueblo para gobernarlo; se le había dado constituciones que no sentía, leyes que se oponían a sus tradiciones y que le eran desconocidas y, ahora, se les acusaba también de fracaso de unas formas de gobierno en las cuales no le habían permitido participar”.