¿Existe una burguesía nacional?

Po Mario Rapoport
para Diario BAE
Publicado el 26 de noviembre de 2012

El Día de la Industria fue instaurado en el 2 de septiembre en una fecha absurda. En homenaje a la primera exportación de productos textiles elaborados en un país que todavía era virreinato, en 1547, y en un barco que escondía plata proveniente del Potosí, parte del contrabando que se hacía en aquella época violando el monopolio español, es quizás un ejemplo de un fecha que debería tener otro significado. Un 27 de junio de 1873 Vicente Fidel López exponía en el Congreso la primera y mejor defensa de la industria nacional en vísperas de la discusión de una nueva Ley de Aduanas y tenemos muchos otros ejemplos. Pero hacer de la Colonia y del contrabando un motivo de festejo para la industria muestra a las claras un desinterés por el sector.

En este contexto, se plantea una pregunta sobre la cual han girado muchos debates en la Argentina: ¿existe en nuestro país una burguesía nacional y particularmente de carácter industrial? Agregamos este último término para destacarla tanto de aquellos grupos que conforman la burguesía agroexportadora, la intermediaria o la financiera, así como también de los intereses extranjeros vinculados a la industria. Sin olvidar, por supuesto, que se trata de un proceso más complejo pues de una u otra manera todos esos sectores se hallan ligados entre sí y quizá lo principal es saber cuál de ellos predomina sobre los otros y, si lo vemos en el largo plazo, en qué etapa histórica ejercen ese predominio. Hace poco Ignacio de Mendiguren, el actual presidente de la UIA, ha negado, en una entrevista que le hicieron, su existencia. El tema está sí al orden del día.


El concepto de burguesía nacional tiene que ver con una presencia importante de empresarios argentinos, pero incluye también a intelectuales, políticos, economistas, periodistas y otros sectores de la población que defienden ideas similares. Si hablamos sólo de empresarios nos referimos a propietarios de los medios de producción que poseen las características necesarias para impulsar un modelo económico y social de industrialización que le permita al país tener ciertos grados de autonomía y eleve los niveles de vida de la población. Sea cual fuere su composición, esa burguesía debe estar enfocada en primera instancia hacia el desarrollo del mercado interno mediante un proceso de acumulación endógena y el apoyo a políticas económicas proteccionistas, autónomas y redistributivas. En una etapa posterior, su crecimiento y liderazgo puede incluso producir una transformación en la matriz productiva. Lograr, por ejemplo, mediante el uso intensivo de la tecnología dirigida hacia determinados nichos, la creación de una plataforma exportadora de bienes industriales diferenciada de las grandes empresas multinacionales extranjeras, como ocurre actualmente en Brasil.



Otra distinción se refiere a su tamaño. ¿Es más representativa de esa burguesía nacional una gran empresa o una pequeña o mediana? Sin duda, las segundas generalmente lo son más, pero debemos tener en cuenta su mayor o menor vinculación a los mercados internos y su peso en la creación de empleos. Las primeras pueden incluso ser empresas transnacionales con intereses diversificados, internos y externos, y es difícil catalogarlas de burguesía nacional. En general, muestran dos caras, como el dios Jano.



En nuestro caso, la debilidad de esa burguesía nacional tiene su raíz en componentes históricos, desde que los grupos hegemónicos durante la denominada Organización Nacional y, en especial, luego de la unificación definitiva del país, en 1880, impusieron al liberalismo económico como la piedra angular del progreso argentino. Entonces se desechó la posibilidad de un desarrollo económico integral mediante la protección de la industria local y, de esta manera, se rechazaron políticas que fueron adoptadas por otros países, prefiriendo una economía ligada primordialmente a la producción agropecuaria. Esto se tradujo en conductas rentísticas, basadas en las extraordinarias ganancias que brindaba la renta agraria a la oligarquía terrateniente, que hacia fines del siglo XIX dominaba políticamente el país. También determinó que esa oligarquía no invirtiera mayormente en el sector industrial y financiara con exclusividad la infraestructura básica del modelo agroexportador a través de la inversión extranjera y el endeudamiento externo, mientras gran parte del capital acumulado se orientaba hacia la especulación y el despilfarro. El vínculo principal con el exterior consistía en el intercambio de productos primarios por manufacturas y bienes de capital ingleses y europeos. La economía argentina estaba basada en la asociación de intereses entre los grandes estancieros y la metrópoli imperial británica, y subordinada a los designios de esa metrópoli.

En función de esta relación los obstáculos a la industrialización eran muchos: desde el llamado proteccionismo al revés, que ponía derechos aduaneros menores a los productos terminados que a los insumos industriales, hasta la ausencia de toda política de estímulo al sector. En esta actitud de alienación con lo externo la débil burguesía industrial siguió el ejemplo de la oligarquía agroexportadora a la que estaba ligada de mil maneras. Así, ese sector fue forjando una identidad subordinada y alejada de una formulación propia de lo nacional. Esta característica sólo se pudo consolidar con un Estado pasivo, dependiente de esos intereses dominantes, internos y externos.

Alejandro Bunge nos hablaba de ello en forma crítica en un pequeño libro publicado por la UIA en 1921 titulado La nueva política económica argentina, muchos de cuyos argumentos siguen siendo válidos ahora, a noventa años de haber sido escritos. Decía allí: “Se ha sostenido durante demasiado tiempo que la República Argentina era y debía seguir siendo un país agrícola; que la extensión y la fertilidad de su suelo definían el mayor provecho con el cultivo de algunos cereales y el cuidado de los ganados; que la explotación de otras fuentes de riqueza y de las industrias resultaba a su lado difícil y costosa. Se ha acumulado, además, una serie interminable de argumentos para demostrar que el país no está en condiciones de dedicarse, con provecho, a la explotación de sus minas ni a las manufacturas […]” “Y estamos palpando las consecuencias. […] Todas las naciones adelantadas han tratado de sustituir con la ciencia y la técnica las deficiencias de su medio físico hasta alcanzar resultados realmente sorprendentes.”

La evidencia empírica a nivel internacional muestra claramente que en sus orígenes y desarrollo las burguesías nacionales están íntimamente ligadas al Estado, al proteccionismo y a los estímulos sectoriales. Todos los procesos de industrialización tardía desde el siglo XIX implicaron una transferencia de recursos desde los Estados hacia la naciente burguesía. Esto fue así, tanto en Francia, como en Estados Unidos, Alemania, Corea del Sur, Japón y Brasil. Este último país lo comprendió hace tiempo. El desarrollo de Petrobras se corresponde a la venta de YPF, que ahora recuperamos; Embraer responde también al abandono de nuestra industria aeronáutica; Nuclebrás al de nuestra industria atómica; el BNDES a la liquidación del BANADE. La compra de empresas argentinas por sus pares brasileñas y el desbalance en el comercio bilateral a favor de Brasil son otros signos del poder de la industria de ese país, sin olvidar las multinacionales, apoyada por el Estado. El despliegue de Itamaraty a través de la creación de embajadas en todo el continente africano, muestra el adelanto que tiene el Estado brasileño a la hora de abrir puertas comerciales y económicas en nuevos países, a los que siguen, sin duda, los negocios de sus empresarios. La imagen fantasmal de nuestra burguesía nacional debe volver a reconstruirse, apoyada por un Estado que está decidido a reindustrializar el país.