El 26 de junio de 1980 la dictadura cívico militar quemo millones de libros del Centro Editor de América Latina

Veinticuatro toneladas de fuego y memoria

Por Mempo Giardinelli
para Pagina12
26 de junio de 2013
Hoy, 26 de junio, hacen exactamente 33 años del día en que la dictadura ordenó quemar millones de libros del Centro Editor de América Latina.
Quemas de libros durante la dictadura.

Ese 26 de junio de 1980 está en la memoria más horrible de la Argentina y escribo esto pensando una vez más en todo el dolor que todavía nos deben.
Propongo recordar lo sucedido. Propongo que imaginemos aquel 26 de junio de aquel 1980. Día frío y gris, pero no llueve. La acción en Sarandí, partido de Avellaneda, provincia de Buenos Aires. A corta distancia de lo que entonces se llamaba Capital Federal, vemos que de un gran depósito sobre las calles O’Higgins y Agüero (hoy Crisólogo Larralde) entran y salen camiones cargados de libros. Son veinticuatro toneladas de libros. En silencio, suboficiales, soldados y policías vacían lentamente el depósito bajo las escrutadoras severas miradas de oficiales del Ejército Argentino, algunos muy jóvenes.
El depósito –un amplio galpón– y todos los libros pertenecen a la conocida editorial Centro Editor de América Latina, una de las más prestigiosas y originales casas editoras de libros del país y el continente, fundada y dirigida por Boris Spivacow, un respetado matemático de 65 años, hijo de inmigrantes rusos. Entre 1958 y 1966 había sido gerente general de Eudeba (la Editorial de la Universidad de Buenos Aires) y la había colocado en el pináculo de la consideración pública por sus colecciones de extraordinaria calidad y cuidado a precios populares. Hasta que la tristemente célebre Noche de los Bastones Largos, el 29 de julio del ’66, junto con centenares de profesores e investigadores, Spivacow fue forzado a abandonar Eudeba y la universidad.
Inmediatamente empezó a soñar con una empresa independiente y autosuficiente. Y así, con toda la experiencia acumulada, fundó la editorial Centro Editor de América Latina, que llegó a convertirse en una de las más fuertes editoriales del continente, y sus colecciones fueron formadoras de ciudadanía y fuente de conocimiento en todas las disciplinas.
Las fuerzas armadas de la época tenían a Spivacow, como se decía entonces, “marcado”. La supervivencia casi milagrosa de la editorial durante los primeros años de la dictadura tenía, por lo tanto, los días contados. Y el final fue ese día, ese 26 de junio del año ’80, en que llegaron las tropas en sus camiones y empezaron a cargar libros, paquete por paquete, y en sucesivos viajes llevaron 24 toneladas de cultura y conocimiento desde el depósito de Agüero y O’Higgins hasta un baldío que había entonces a muy pocas cuadras, en la calle Ferré, entre Agüero y Lucena.
Allí, una vez descargados los libros –posiblemente un par de millones de ejemplares– un valiente oficial habrá dado la marcial y ceremoniosa orden de prenderles fuego. “Procedan”, habrá dicho con firmeza y yo imagino que sin inmutarse, sin culpa alguna, sin siquiera darse cuenta de la atrocidad que cometía en ese instante miserable.
Así se quemaron esos libros, aquel 26 de junio de 1980, y con ellos se quemaron años de saber, de cultura, de investigaciones, de sueños y ficciones y poesías. Y se quemó una parte esencial de la Argentina más hermosa, incinerada por la Argentina más horrenda y criminal.
El expediente judicial –informan ahora amigas y amigos que han guardado intacta la memoria de esa jornada ominosa– dice que aquel día estuvieron presentes allí algunas personas de la editorial: el fotógrafo Ricardo Figueiras, Amanda Toubes, Alejandro Nociletti, Hugo Corzo y el propio Boris Spivacow.
Me cuesta imaginarlos, ahora. Pero no los veo llorando sino concentrados y serios, dignos y elocuentes en su silencio atronador. Los veo observando con dolor a las bestias de uniforme que cumplían esa orden infame que algún oficial de alta graduación, algún oscuro dictador habría dispuesto en algún oscuro lugar del poder. Pero no veo que ninguno de ellos baje o desvíe la mirada. Como si supieran que algún día y en una democracia, aunque plena de imperfecciones, esos libros amados iban a renacer de entre las cenizas.
Y eso es lo que sucede hoy, 26 de junio de 2013 y en Democracia: amigos de la Biblioteca Nacional informan que hoy por la mañana se hará el primer acto simbólico en el mismo lugar de la quema, ahí en Sarandí. Lamento estar tan lejos, pero simbólicamente voy a hacer con mi hija una casita de libros en el jardín de nuestra casa. Y le voy a explicar cómo es que el fuego destruye todo, libros incluidos, pero nunca puede destruir los sentimientos, el saber y la memoria.

Fuente

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Libros para todos
Por Osvaldo Aguirre
para Pagina 12/Supl. Radar 
Nota publicada el 17 de setiembre de 2006

El Centro Editor de América Latina es sinónimo de política cultural y cultura popular, de literatura por entregas y de entrega a la literatura. Y también, inequívoco sinónimo de su creador, Boris Spivacow. El libro Capítulos de una historia (Siglo XXI) reconstruye la historia de un hito de la industria editorial argentina.
“Un buen libro es un buen negocio”, dijo alguna vez Boris Spivacow. El Centro Editor de América Latina (CEAL), el sello que creó y dirigió durante más de veinte años, no se convirtió en un éxito comercial, pero tenía razón. Porque el “negocio”, para él, no pasaba por el lucro sino por la llegada y la multiplicación del producto, significaba un resultado que se compartía con el lector. La empresa planteaba una especie de paradoja, ya que competía en el mercado sin ser capitalista, según la definición de Beatriz Sarlo. No buscaba compradores sino lectores, y a través de sus colecciones en fascículos y sus libros formó tanto al público como a sus trabajadores.

La aparición de Centro Editor de América Latina: capítulos de una historia, libro coordinado por Mónica Bueno y Miguel Angel Taroncher, supone un gran aporte para comprender los alcances y las características de esa experiencia. Se trata de una serie de ensayos de investigadores de las universidades de Mar del Plata y Buenos Aires, referidos a distintos aspectos de la historia del Ceal, tanto generales (las colecciones Capítulo, Polémica y Mi país, tu país, entre otras) como puntuales (la edición de Sin rumbo, de Eugenio Cambaceres, en 1980, o el rescate que hizo Jorge B. Rivera de Eduardo Gutiérrez y el género del folletín, por ejemplo). También se abordan antecedentes y problemas relacionados, como la gestión de Spivacow en la Editorial Universitaria de Buenos Aires, Eudeba, o lo que Claudia Bazán denomina “el repertorio ausente”, en alusión a la carencia histórica de inventario sobre la producción intelectual nacional, que adquiere un matiz ominoso a partir de 1974 y hasta el fin de la dictadura, con los mecanismos de control puestos en juego para vigilar y censurar las publicaciones en circulación. El cierre está dado por un extenso montaje de entrevistas con ex integrantes y colaboradores de la editorial.

Los autores proponen así una perspectiva múltiple para enfocar “un objeto complejo que desde el ámbito privado diseña una política cultural”. Y el método se explica: una historia como la del Centro Editor requiere ser contada y analizada a través de un trabajo en equipo.

Boris Spivacow (1915-1994) se inició como editor en 1945, en abril, donde creó entre otras la serie Bolsillitos, un hito en la divulgación de la literatura infantil. Ya en esa época comenzó a trabajar con Oscar Díaz, quien luego sería jefe de arte y pieza clave en el armado del CEAL. En 1958, designado gerente general de Eudeba, planeó una editorial que, contra lo que podía pensarse, en vez de reducirse al ámbito universitario saldría a ganarse al gran público. El lema “Libros para todos” sintetizó ese objetivo. La estrategia consistió en editar libros con precio accesible y una distribución que excedía el circuito habitual de las librerías, para concentrarse en los kioscos. El fondo estaba organizado en colecciones, un mecanismo que garantizaba tanto la continuidad en el mercado como la previsibilidad en cuanto a la cantidad de ejemplares a editar.

Después de la intervención militar en la universidad, con la Noche de los Bastones Largos (julio de 1966) Spivacow renunció a su cargo, con la mayoría de los miembros de su equipo. En septiembre de ese mismo año anunció el proyecto del CEAL y en mayo de 1967 comenzó a publicarse la primera colección que salió a los kioscos, Los cuentos de Polidoro, integrada por ochenta fascículos que recreaban clásicos de la literatura infantil. Esas circunstancias inscribieron una marca de origen fuerte: al integrar su redacción con especialistas en su mayoría expulsados o virtualmente prohibidos en las universidades, preservando un espacio democrático en medio de ambientes hostiles y sobre todo al proponer versiones de la historia signadas por la crítica y el pluralismo, el CEAL fue un símbolo de la resistencia a las sucesivas dictaduras militares. Y también de la brutalidad de la represión: la imagen que representa la censura en la Argentina contemporánea es la hoguera donde en 1980 se incineraron por orden judicial un millón y medio de ejemplares de libros y fascículos.

Sea cual fuere el camino que se tome, el recorrido de la historia pasa inevitablemente por Spivacow. Los testimonios de quienes trabajaron con él dan el relieve extraordinario de su personalidad. Editor hipotecado, viajaba en colectivo o bien caminaba para ir al trabajo; personalmente se ocupaba de comprobar en los kioscos si sus libros y fascículos estaban bien exhibidos, y se fijaba un sueldo equivalente al de cualquier empleado. “Cuando lo vi por primera vez no me di cuenta que era el gerente –dice Graciela Cabal–, creí que era un loco que había entrado, porque fue en una fiesta. Y a él le encantaba servir: era un señor todo colorado que me ofrecía masitas.” En este sentido, el valor del libro coordinado por Bueno y Taroncher consiste en hacer también visibles a otros grandes artífices del proyecto, a veces opacados, como Horacio Achával, Jaime Rest, capaz de hacer un prólogo en 48 horas, según recuerda Jorge Lafforgue, u Oscar Díaz, quien “creó la casi totalidad de las maquetas de las decenas de colecciones de libros y fascículos que se editaron entre 1966 y 1993”, como destaca Amparo Rocha Alonso.

La consigna del CEAL, “Más libros para más”, reformulaba la de Eudeba en el mismo sentido: el de la divulgación y la formación del público. Spivacow diferenciaba dos tipos de editor: el que se atiene a los presuntos gustos del público y trata de ajustarse a una demanda preexistente, para vender más, y el que trata de orientar al público “en determinada dirección” y de ampliar su horizonte de expectativa. Pero la formación de los lectores no aludía sólo a un propósito didáctico. Ese público de los kioscos no estaba constituido, no existía para los libros que quería vender el CEAL: había que atraerlo y asegurar su estabilidad. La publicación en fascículos cumplió entonces la función de ofrecer un producto accesible en términos económicos y al mismo tiempo integrar el círculo de lectores. Mónica Bueno señala que la política editorial consistía en hacer de cada comprador un lector. Y también un coleccionista, ya que se planteaba la posibilidad de reunir los fascículos en un libro.

Como apunta Fabián Iriarte en su ensayo sobre la serie Los grandes poetas, la fascinación del fascículo consiste en el juego de semejanza y diferencia que propone. El fascículo tiene una estructura retórica y visual fija, que hace a la idea de serie; cada entrega es en ese sentido similar al resto pero al mismo tiempo difiere por su contenido (y además tiene carácter autoconclusivo). En tanto parte de una colección, el fascículo remite al hobby y agrega un plus de satisfacción: la de reunir las piezas que forman el conjunto. En relación con el libro, constituye una ventaja para el editor, ya que significa un producto de menor costo y mayor capacidad de salida; y también para el lector, al permitirle una inversión económica y previsible.


Mientras trabajaba en el Centro Editor, estuve a punto de hacer un artículo en contra de la editorial, denunciando que se iba en camino de la domesticación ideológica de las masas revolucionarias. El que me frenó fue Carlos Altamirano.Beatriz Sarlo

“Si bien las colecciones en fascículos no son un invento argentino –dice Carlos Altamirano, en la recopilación de testimonios–, una historia de la literatura en fascículos creo que no se hizo en ningún otro lugar.” La primera edición de Capítulo. Historia de la literatura argentina apareció en 1967, en una colección de 59 fascículos y 59 libros dirigida por Roger Pla. De entrada, exhibió dos rasgos que la diferenciaban de las historias literarias previas: la incorporación y jerarquización del material gráfico (fotografías, dibujos, etc.) como componente del relato y la inclusión de los autores contemporá-neos. Este mismo criterio es lo que desmarcó a Polémica (1970-1974, cien fascículos) de los relatos sobre el pasado nacional. Al leer esta serie, Taroncher reconstruye los debates suscitados a propósito de Rosas, Rivadavia y Sarmiento y del fenómeno del peronismo y subraya la convergencia en sus páginas de historiadores revisionistas, liberales y marxistas. “La narración histórica –dice– no constituía un relato unificado, lineal ni compacto, planteaba interrogantes a través de una perspectiva multidisciplinaria e ideológicamente pluralista.” La enciclopedia escolar Mi país, tu país (1968-1971, 130 fascículos), dice Guillermo Cicalese, también se diferenció de las formas de legitimación científica convencionales, para proponer una mirada sobre la Argentina con relatos heterogéneos y fuentes literarias.

La segunda edición de Capítulo, a cargo de Susana Zanetti, propuso a partir de 1980 una ampliación de la primera: esta vez fueron 158 fascículos y libros. Leído desde el presente, el relato que componen los fascículos define un concepto de literatura que cuestiona las ideas y sobre todo los recortes establecidos y propone nuevos parámetros de lectura. Jorge B. Rivera fue fundamental en ese proceso, con su atención pionera hacia las literaturas consideradas marginales (el humor, la canción popular, el relato policial, la historieta) y su rescate de géneros (el folletín) y autores (Eduardo Gutiérrez) a los que se les había negado estatuto literario. La otra operación crítica determinante para los modos de comprender la historia es la Encuesta a la literatura argentina contemporánea, preparada por Sarlo y Altamirano, que definió un canon y planteó criterios de organización y periodización todavía en debate.

La historia del Centro Editor está tan cargada de personajes y anécdotas que parece un laboratorio ideal para inventar mitos. Sin embargo, los protagonistas recuerdan también los enfrentamientos y las tensiones internas. Las condiciones de trabajo no eran las mejores desde el punto de vista económico. Aunque ofrecía un ambiente incomparable después del golpe de 1976, el Centro Editor, por ejemplo, pagaba sueldos bajos, en forma fraccionada y con retraso. La carencia de recursos explica muchas de las decisiones editoriales: los libros se componían en un cuerpo de letra pequeño, 10 u 8, para ahorrar papel; el recurso a los autores clásicos se potenciaba porque la editorial no estaba en condiciones de pagar derechos de autor; en ocasiones la falta de recursos para encargar traducciones habilitó la producción de “sinonimias”, como se llamaba a la reescritura de la versión antigua o castiza de un texto; Oscar Díaz delineó una especie de “diseño de la carencia”, representado por lo que se conocía como “foto pluma”, la imagen con mucho contraste donde se disimulaba un original defectuoso.


Las circunstancias políticas también incidieron en el perfil de las colecciones. El CEAL estuvo en la mira de los censores al menos desde 1968, cuando el gobierno de Onganía prohibió temporariamente la serie Siglomundo. El espíritu de época de la primera mitad de los años ’70 quedó inscripto en la búsqueda del disenso y los cuestionamientos que definieron colecciones como Polémica, y el golpe de 1976 impuso precauciones. Además de los que ardieron en el fuego, muchos libros y fascículos permanecieron durante años escondidos o guardados en depósitos. Sin embargo el fondo bibliográfico sobrevivió a las persecuciones y, ahora en bibliotecas, librerías de viejo y aun saldos de lotes misteriosamente exhumados, no ha dejado de circular en los últimos años. La editorial ya no existe, pero sus efectos perduran: ahí donde hay títulos del CEAL hay más libros, hay más lectores.


Voces de un proyecto







La fuerza del proyecto cultural CEAL, la cofradía conformada por sus integrantes, la suerte de democracia interna que regía las relaciones, nada de eso quiere decir que se tratara de un grupo homogéneo. Democracia, reformismo, integración se tensaban frente a vanguardia y ruptura.
Beatriz Sarlo: Muchos de nosotros éramos una clara mezcla de vanguardismo e izquierdismo, teníamos una visión rupturista. Entonces, las políticas de Boris –eso de andar enseñándole a la gente literatura, historia e historia del movimiento obrero, ese tipo de políticas culturales en el mercado– nos parecían reformistas. Había personas muy interesadas por la experimentación estética, como Horacio Achával, a las que el juicio de Boris parecía siempre retrasado. Otros, en cambio, estaban perfectamente adaptados al proyecto. Pero siempre había tensiones porque la de Boris era una política democrática, de ampliación de público, y la nuestra, que era vanguardista, estaba lejos de ser democrática. De todos modos, la relación que manteníamos con él permitía que le tomáramos el pelo, que le hiciéramos bromas acusándolo de viejo reformista, viejo bolche o ex bolche...
(...)
Boris no tenía un alma gemela entre los que éramos editores, tenía siempre zonas de conflicto, y yo creo que eso le gustaba, porque le gustaba muchísimo discutir y porque además participaba de la idea de que a partir de una discusión se podían diseñar nuevas cosas. Tenía una enorme potencia generadora, arrolladora. Por supuesto, de algunas cosas no nos pudo convencer nunca: por ejemplo, él quería hacer una colección semanal de poesía, pero a nosotros, como empleados, a pesar de que éramos muy vanguardistas y muy revolucionarios, nos daba miedo que él reinvirtiera todo lo que entraba de ganancia y nos quedáramos sin cobrar. Así que éramos una rara combinación de mentalidad sindical, por una parte, y discurso hiperrevolucionario, por otra.
(...)
Mientras yo trabajaba en el Centro Editor, estuve a punto de hacer un artículo en contra de la editorial, denunciando que “se iba en camino de la domesticación ideológica de las masas revolucionarias”. El que me paró fue Carlos Altamirano. Eramos muy delirantes y quizá puesta a escribirlo no lo hubiera hecho, pero me acuerdo que lo anuncié y pensaba publicarlo en la revista Los Libros, donde estaba Germán García. En esa época competíamos por ver quién decía la barbaridad más escandalosa.
Pero Boris admitía cualquier tipo de agresión y de discusión, tenía una enorme tolerancia. El, de alguna manera, quería reproducir el camino exitoso de su propia formación: hijo de inmigrantes, al que le daban diez centavos por semana para que se comprara un libro... Y cada vez que nos relataba esa historia nosotros le decíamos: “Boris, eso no va más, ahora hay que hacer la revolución social”. En fin, lo maltratábamos. Su historia era fascinante y por supuesto nos la contaba y nosotros reaccionábamos.

Genealogía del CEAL

Las estrategias editoriales han contribuido desde siempre al angostamiento o ampliación de la práctica de la lectura, cuestión nunca ajena a la definición de una política cultural. En la línea de la ampliación del espectro de lectores, el CEAL se propone reeditar y diversificar la lectura de textos tradicionales, agregar géneros y formatos nuevos, ofrecerlos en ediciones baratas y trasponer el marco de circulación de las librerías. En este sentido, y sin recibir apoyo estatal, se apropia tanto del proyecto de Eudeba cuanto de algunas experiencias previas, propias del ámbito privado local. Esfuerzo que resulta inédito respecto, por ejemplo, de las grandes editoriales mexicanas, aquellas ligadas a universidades europeas.
Carlos Altamirano: El Centro Editor se inscribe en una tradición local. Boris concibió el CEAL en los mismos términos en los que había concebido Eudeba. Para los dos proyectos, la cultura centrada en el libro tiene un papel civilizador, y si nos remitimos a las colección de José Ingenieros, a la de Ricardo Rojas, a los autores argentinos y europeos que publicaba La Nación a principios del siglo XX, es fácil ver que el Centro Editor se inscribió en ese cauce.
Susana Zanetti: Yo diría que el caso del Centro Editor es único en América latina. Y esto tiene que ver con la formación del campo literario o el campo intelectual en Buenos Aires, en la Argentina. Mientras que en muchos centros latinoamericanos es el Estado el que sostiene este tipo de proyectos, en nuestro país las empresas privadas desempeñaron un papel significativo. Nosotros tenemos una larga experiencia en este tema: recordemos a José Ingenieros, a Ricardo Rojas... También está el caso de Victoria Ocampo, que dirigía la empresa Sur, sostenida por su fortuna personal y su trabajo. En la misma línea, en los años veinte está la editorial Claridad, de Zamora. Y había grandes editoriales como Losada. Creo que el Centro Editor es resultado de esta tradición, un resultado propio de los años setenta, pero también del modo en que se fue conformando la profesionalidad, la actividad cultural en la Argentina.
Fragmentos extraídos de Centro Editor de América Latina. Capítulos de una historia, editorial Siglo XXI.