La vida privada de Adolf Hitler (fragmentos)

Por Heinz Linge, "valet" personal del Fuehrer
Publicado en la revista Vea y lea (1955)

nunca se entendió bien por qué Hitler no invadió a Inglaterra después de Dunkerque. Pero el Fuehrer quizás haya pensado que podría lograr la capitulación del gobierno inglés sin necesidad de combate

FRANCO DICE "NO"; HESS SE VA

ES natural que no se relate a los lectores una vez más las peripecias de la segunda guerra mundial.
Tendría poco interés para ellos leer de nuevo que Hitler y los nazis desencadenaron la guerra atacando a Polonia en 1939. Que después de vencerla se mantuvieron unos meses, arma al brazo, hasta invadir Noruega en la primera mitad del año 1940. Que a continuación penetraron en Bélgica y Holanda, cayeron sobre Francia, obligando a las fuerzas inglesas a reembarcarse en Dunkerque. Que por fin Francia fué dominada del todo... Luego, las agresiones en los Balcanes y Rusia, la entrada en la guerra de los Estados Unidos, etcétera.
Según es lógico, el narrador sólo se detiene a explicar las reacciones íntimas que algunos de esos sucesos producían en Hitler.
Y cómo las manifestaba ante mí, Linge, que era su servidor de confianza, su acompañante de todos los días y de todas las horas...

INGLATERRA, DESCONCIERTO DE HITLER

—Inglaterra no se preocupará por Polonia —solía asegurar el Fuehrer, en 1939—; no hizo nada por Checoslovaquia y esta vez pasará igual.
Cuando los británicos le declararon la guerra, me anunció:
—Si intentan atacarnos, se estrellarán.
Sé burlaba de las aficiones de los británicos, quienes sabíamos que se dedicaban a combates deportivos en Noruega, Francia y otros países. Hitler se reía:
—¡Van a la guerra y se van con pelotas de fútbol! Pero ¿no comprenden que son fusiles y cañones lo que les hace falta?
La confusa mezcla de menosprecio, simpatía y admiración que el Fuehrer sentía por Inglaterra, se manifestó muy claramente después de los desastres que los franco-británicos sufrieron en el norte de Francia y el reembarque del ejército inglés en Dunkerque. Recuerdo que contemplando en Dunkerque los cañones destrozados, los tanques hechos pedazos, los barcos incendiados y todas las demás ruinas que habían dejado en su retirada los ingleses, exclamó:
—El ejército que hemos destruido aquí era un gran ejército; el mejor que tenía la Gran Bretaña, Linge.
Tras un silencio, apuntó:
—Dicen que se han salvado bastantes... —Su voz se hizo tenue para agregar—: No lo siento.
Luego, con voz más alta, me explicó:
—Conviene dejar que un ejército derrotado vuelva a su tierra, Linge. Conviene que lo vea la gente; que vea todo el mundo el castigo que ha sufrido... Los soldados que regresaban, regresaban con la moral deshecha. ¡Y eran—insistió— los mejores que tenía Inglaterra! ¿Cuándo recobrarán el ánimo, si es que alguna vez lo recobran?
Un día se enojó con el almirante Raeder porque le recomendaba exigir a la Gran Bretaña, cuando se rindiera, una parte de su flota:
—¡No le pediré a Inglaterra —replicó vivamente— un solo barco! Eso la haría luchar hasta el fin. Si quiere hacer la paz, le daré una buena oportunidad.
Otro día le oí:
—No pretendo destruir el Imperio Británico. Quiero que nos devuelva nuestras antiguas colonias; no que nos dé las suyas.
En otra ocasión, recorriendo en automóvil el norte de Francia, indicó pensativo y como hablando consigo mismo:
—Debemos permanecer mucho tiempo en esta costa. Tenemos que sentarnos sobre el pie de Inglaterra, para fiscalizarla bien...
Reparando en mí, de pronto, añadió medio sonriendo:
—Sí, Unge. Tal vez debamos quedarnos aquí sentados seis años u ocho... Quizá diez, o más...
Mi impresión general es que el Fuehrer nunca tuvo ideas seguras respecto a Inglaterra. Nunca vio claramente el modo de resolver su oposición a Londres. Y desde luego jamás poseyó un plan de campaña bien definido contra la Gran Bretaña. La resistencia, la aversión a luchar contra ella, fué sin duda su sentimiento más evidente y más tenaz.
Por eso retrasó cuanto pudo el ataque.
Por eso le duró tanto la esperanza de que Londres se rendiría sin que hubiera que lanzar el asalto.
Se suele creer que las declaraciones alemanas de que Inglaterra iba a entregarse y el ejército nazi lograría la capitulación del gobierno inglés, sin combate, eran pura propaganda. No. Eran tenaces ilusiones de Hitler.
Locas, quiméricas, insensatas —si se quiere— ilusiones de Hitler, pero sinceras y firmes.

HITLER Y FRANCO EN HENDAYA
cuando Franco se negó a intervenir en la guerra junto a Alemania, argumentando que se lo impedía la situación interna de su país, Hitler reaccionó histéricamente contra la ingratitud y mala memoria del generalísimo español

Son curiosos algunos de los recursos a que acudió el Fuehrer para evitar o demorar el choque directo Alemania-Gran Bretaña.
O quizá para quitarle violencia, anteponiendo al encuentro Gran Bretaña-Alemania el encuentro Gran Bretaña-Eene o Gran Bretaña-Equis. . Uno de los arbitrios consistió en arrojar al general Franco y los españoles contra la plaza de Gibraltar. Como es sabido, Gibraltar, puerto situado en España, en Andalucía, está bajo el dominio británico desde hace más de dos siglos. Con gran descontento de los españoles, naturalmente.
Hitler suponía fácil empujar a su amigo Franco contra los ingleses.
El 23 de octubre de 1940 yo le acompañé, como ayuda de cámara y guardaespaldas, en el tren que lo transportó a Hendaya, en la frontera franco-española, a entrevistarse con el general Franco.
Iban con el Fuehrer, como asesores y consejeros, Keitel, Jodi, Hess y Ribbentrop.
—Habrá que asegurar a los españoles —les había oído decir— además de una artillería poderosa, grandes fuerzas de aviación. ¡Bastantes aviones!
—Y recursos navales —apuntó alguien.
—Franco —resumió el Fuehrer, en algún momento— será para mi un excelente aliado. Un aliado seguro, dócil.
En una vía muerta de la estación francesa de Hendaya se encontraba ya esperándonos, cuando llegamos, el tren especial de Franco, procedente de Madrid.
Hitler se dirigió hacia él, de magnífico humor, ansioso de saludar a su futuro "excelente aliado... seguro y dócil", que iba a desencadenar el ataque a Inglaterra, obedeciendo sus instrucciones.
Junto al general Franco lo esperaba el embajador de España en Berlín, un señor apellidado, si no recuerdo mal, Espinosa de los Monteros.
Precisamente contra ese señor Espinosa de los Monteros regresó profiriendo furiosas maldiciones el Fuehrer, algunas horas después, desde el tren del generalísimo.
—¡Fué ese condenado embajador el que lo estropeó todo! ¡Un incapaz!
—Franco habría cedido —opinó alguien del séquito alemán.
—Franco estaba dispuesto a aceptar —corroboró otro.
—¡Estropeó todo el idiota del embajador! —continuó Hitler—. ¡Viejo burócrata majadero! El llamó la atención del caudillo sobre los inconvenientes económicos; le habló de la impresión en América del Sur; del peligro de dificultades en los abastecimientos... Fué el embajador, nuestro enemigo, quien deshizo todo.

UN ACCESO DE FUROR

Para saber que la conferencia había fracasado no me hubieran hecho falta más indicaciones.
El Fuehrer me las dio, vociferando furioso casi todo el resto del día, ya directa y personalmente contra el mismo generalísimo Franco.
—¡Tú no has visto en tu vida, Linge; tú no puedes imaginar hombre como ése! Acabo de proponerle que ataque a Gibraltar, que arroje de Gibraltar a los británicos; le he garantizado ayudarle con cuanto material de guerra necesite. Y ¡se ha negado!... Es frío. Sin entusiasmo ni cordialidad. ¡Sin agradecimiento, además!...
Muy exaltado, gritó:
—¡Linge, es un ingrato! Yo lo he auxiliado más que nadie durante la guerra civil de España. Le di cuanta ayuda necesitó. ¡No debiera haberlo olvidado!
Chilló varias veces:
—¡Desagradecido! ¡Desagradecido!
Y otros vocablos más violentos que no me determino a repetir ahora.
Después comenzó a dar puñetazos sobre la mesa, clamando:
—¡Y ese hombre ha llegado a general, jefe de un Estado! ¡En Alemania no habría podido pasar de escribiente subalterno! ¡Es un mal amigo! Además, torpe. Cuando yo le ofrecía toda clase de facilidades para el ataque a Inglaterra: cañones, aviones, armas navales, las municiones que quisiera, él se contentaba con mover la cabeza y repetir "no", "no", "imposible"... Dice que a España le faltan alimentos y materias primas y que le faltarían del todo, en caso de guerra; que depende de América; que debe permanecer neutral...
Le acometió otro acceso de rabia.
Sus puñetazos y puntapiés se volvieron todavía más frenéticos. Sus gritos contra el caudillo más desaforados. Pareció que fuera a sufrir algún accidente cerebral o de nervios. Pocas veces lo había visto en tal estado.
—¡No se van a burlar de mí! —rugía—. ¡Nadie se puede burlar de mí!
Profería contra sus enemigos y contra los que se le opusieran amenazas desordenadas que en ciertos momentos se hacían medio ininteligibles e incoherentes y la misma furia parecía ahogar:
—¡Franco!... ¡Tendrá que sentir!... ¡Invadiré el país!...
Mirándome, con el cabello revuelto y los ojos llameantes aulló:
—¡Sí, Linge!... ¡Invadiré a España! ...¡Invadiré a España!... ¡No consentiré peligros en el Atlántico!... ¡Invadiré a España!... ¡Invadiré!...
Por último, su furor mismo lo dejó como aletargado en medio de las vociferaciones de "Invadiré"... "Invadiré"...
Repito que aquel día 23 de octubre de 1940 en que Franco le dijo "no" es una de las fechas en que más desesperado vi al Fuehrer.
Parecía un verdadero demente.

CARTA DE HESS
La fuga de Rudolf Hess fué explicada como un acto de enajenación mental. Pero provocó la ira del Fuehrer, porque Hess estaba al tanto de sus planes secretos para la paz con Inglaterra y podía darlos a conocer al enemigo
Unos meses después iba a verle en otro arrebato de ira extraordinario por una cuestión relacionada también, como la entrevista de Hendaya, con Inglaterra y por culpa de uno de sus acompañantes a Hendaya: su íntimo amigo y Fuehrer número 3, Rodolfo Hess.
La cosa principió así exactamente:
Una mañana de mayo de 1941 le entregaron en Berghof una carta de Rodolfo Hess, que había llevado un ayudante de éste, apellidado Pintsch. Hitler la leyó con calma, no pareció alterarse y luego me dijo:
—Linge: que pase Pintsch.
Lo hice pasar y el Fuehrer le preguntó:
—Pintsch, ¿conocía usted el contenido de esta carta?
—Si, Mein Fuehrer.
Hitler, volviéndole la espalda, me ordenó:
—Linge: que venga Hoegl.
Era un jefe de policía a sus órdenes directas y próximas. Cuando entró, en medio del absoluto silencio en que estábamos, el Fuehrer le mandó: —Hoegl: ¡arreste a Pintsch!
Hoegl se cuadró; respondió: "A la orden, Mein Fuehrer" y salió llevándose a Pintsch, sin una palabra más.
Esta escena, que relato puntualmente, tan escueta como fué y usando al pie de la letra las pocas palabras que en ella se cambiaron, da la impresión de una especial violencia y parece presentar a Hitler como a esos reyes antiguos que castigaban a quienes les llevaban malas noticias. En realidad la detención de Pintsch, el ayudante de Hess, estaba justificada, igual que las de otros ayudantes que ocurrieron luego. Hitler tenía prohibido viajar solos en avión a los miembros superiores del partido, como Hess; de modo que quien los viera circular en esas condiciones —¡y era lo que habían visto preparar y realizar a Hess!— cometía un delito, si no los denunciaba inmediatamente.
Sin embargo, el Fuehrer no manifestaba cólera alguna cuando mandó detener a Pintsch, ni un rato después.
La cólera se fué encendiendo luego.
Mandó llamar a Goering, Ribbentrop y Bormann y sostuvo prolongadas conferencias con ellos. Seguramente algunos le hablaron con acritud del Fuehrer número 3 fugitivo...
Pues lo que Rodolfo Hess había hecho y comunicaba a Hitler en la carta que llevara Pintsch era sencillamente fugarse... Considerando que los altos jefes extranjeros, entre los que él aseguraba tener amigos particulares, debían conocer las condiciones exactas que impondría Hitler, se había hecho construir especialmente un aeroplano y manejándolo personalmente partía para territorio británico. Seguía fiel al Fuehrer; continuaría siéndole fiel...

EL PLAN DE PAZ DE HITLER

Recuerdo aquellos días de mayo de 1941 en los que ocurrió la fuga de Hess y el Fuehrer se enteró de ella, como una de las peores temporadas.
Durante sus conferencias con sus consejeros y antes y después de ellas, Hitler descargaba rabiosos puñetazos en las mesas y rugía:
—¡Me engañan!... ¡Me traiciona todo el mundo!... ¡No tengo ni un solo amigo del que me pueda fiar!
Y continuaba:
—¡Hasta ese idiota! ¡Ese loco-idiota al que imaginaba sumiso! ¡Ese idiota, idiota, idiota, me resulta falso!
El idiota, idiota, idiota era, desde luego, Hess.
—¡Imposible hacer proyectos! ¡Imposible calcular nada! —sentenciaba Hitler en otros momentos—. ¿Para qué si se los transmitirán a mis enemigos inmediatamente?... ¡Me veo rodeado de traidores!
A veces anunciaba:
—¡Haré un escarmiento!... ¡Se acordarán de mí!
En verdad el Fuehrer tenía motivo para sentir la fuga de Hess a Inglaterra —que se explicó como un acto de enajenación mental— no sólo por la vergüenza que representaba para el nazismo. Es que Rodolfo Hess conocía un documento muy secreto en el cual Hitler desarrollaba su plan de paz con la Gran Bretaña.
El cual podía resumirse de este modo:
Mar y ultramar, para Inglaterra.
Europa y alrededores, para Alemania; la cual se contentaría con recobrar sus antiguas colonias.
El mundo quedaba así dividido, por la voluntad de mi jefe, en dos gigantescos sectores. El uno, para Inglaterra. El otro, para Alemania... Es curioso saber que en este reparto hitleriano del planeta no tenían participación, ni eran nombrados, siquiera incidentalmente, los Estados Unidos.
A Rusia sí se la nombraba, pero era para declarar que su territorio se convertiría en dominio alemán hasta los límites que Alemania quisiera.
España se habría transformado en una parte del Gran Reich alemán. Así como la mayor parte de Italia, si no toda.
El fugitivo Hess era de las contadas personas que conocían ese plan de paz. ¡Y ahora estaba en Inglaterra quizá explicándoselo a Churchill y al embajador de la Unión Soviética y al embajador de los Estados Unidos y al embajador de España y a los periodistas!

Se explica la irritación que sentía Hitler y sus gritos contra el idiota, idiota, idiota del desertor.