La caída de Saigón y nuestro caído Imperio. De cómo convertir una pesadilla en un cuento de hadas

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TomDispatch 
Mayo de 2015

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Introducción de Nick Turse
“Empezó como una simple canción de despedida”, le dijo James Douglas Morrison al periodista Jerry Hopkins. “Posiblemente fuera para una chica, pero pude ver que tal vez podría ser la despedida a cierta infancia... Creo que en su imaginería es lo suficientemente compleja y universal como para que en ella quepa casi cualquier cosa.”

Para mí, la canción siempre fue y será sobre la guerra de Vietnam. Si la conoces, la recordarás en cuanto oigas las primeras notas de esa temblorosa pandereta; es The End (El final). Y si conoces a quien cantó esta canción, tal vez no sea con el nombre de James Douglas sino simplemente como Jim. Lo que quizás no sepas de él, el líder del conjunto The Doors es que su padre, George Morrison, en agosto de 1964 comandaba la flotilla naval estadounidense implicada en el incidente del golfo de Tonkin, un suceso lleno de equivocaciones, distorsiones y engaños que precipitó la escalada estadounidense en la guerra de Vietnam con el resultado de millones de víctimas y un sufrimiento prácticamente inimaginable.

Sin embargo, no es por el padre de Jim Morrison por lo que yo pienso en la guerra de Vietnam cuando oigo esa canción. Eso se lo debo en cambio a la película que Francis Ford Coppola filmó en 1979, Apocalipsis Now, que comienza con la canción The End y también termina con ella. Cuando alguien escribe sobre esto, casi siempre pone el acento en la descarnada imagen edípica –“¿Padre? Sí, hijo. Quiero matarte. ¿Madre? Quiero...”–, aúlla Morrison. Pero, sea quien sea la persona que eligió The End como tema musical de Apocalipsis Now, estoy seguro de que escuchó lo mismo que yo escuché. Comienza como una mala pieza poética, se convierte en una furiosa invectiva surcada de blasfemias, para después deslizarse hacia un empalagoso final como de sueño. Hay una pizca de lirismo en toda la canción que parece captar la atmósfera de pesadilla de la guerra estadounidense de Vietnam.
“Este es el final, hermosa amiga.
Este es el final, mi amiga única, el final
de nuestros elaborados planes, el final...”
Fraguados durante los cada vez más apagados resplandores de la Segunda Guerra Mudial, ciertamente los planes de Estados Unidos de ser una nación correcta destinada a salvar a algún pueblo atrasado ya estaban bastante elaborados. Para Washington, los vietnamitas parecían estar
“... desesperadamente necesitados de la mano de un desconocido
en una tierra de desesperación...”
 La superioridad moral de Estados Unidos, con su inventiva, su experiencia tecnológica, su poderío militar, era incontenible; con el número requerido de colaboracionistas a la zaga, la caída de esas fichas de dominó que formaban el Sureste Asiático estaba asegurada, el comunismo sería inmovilizado y la Guerra Fría ganada.
“El Oeste es lo mejor, el Oeste es lo mejor
venid aquí; nosotros haremos lo demás...”
 Sucedió que el Oeste no era lo mejor, que todos esos ordenadores, análisis estadísticos y bombas y obuses y napalm y tanques y aviones y helicópteros y fusiles e hidrodeslizadores del Pentágono y esos generales, que cuando eran más jóvenes, habían derrotado a Alemania y Japón en la Segunda Guerra Mundial, y en realidad los jóvenes del baby boom de “la leche y la miel”* empuñando esos fusiles y conduciendo esos carros de combate y lanzando esas bombas de napalm no pudieron hacer “lo demás”. Resultó ser que los estadounidenses nunca le ganaron más que una pequeña minoría de los vietnamitas y, a pesar de los años de una de las guerras más destructivas en la historia del mundo, fueron incapaces de derrotar a la mayoría de ellos.
“Duele dejarte libre,
pero nunca me seguirás;
es el final de la risa y de las mentiras piadosas
el final de las noches en las que intentamos morir;
este es el final.”
Más tarde, los grandes planes de Estados Unidos resultaron ser una ruina. El bombardeo de millones de personas en barriadas pobres y campos de refugiados no necesariamente significa que esa gente te va a seguir. Las mentiras piadosas en boca de los militares a las 5 de la tarde de cada día no eran el sucedáneo de unas victorias reales. Reír y estrecharse la mano y hablar de victorias fáciles, todo esto fue hecho pedazos una y otra vez. Cuando ya había acabado todo, cuando había llegado el final, toda la campaña estadounidense era una hemorragia en miles de aldeas de todo Vietnam del Sur.
 Jim Morrison grabó The End en 1968, cuando el proyecto de EEUU en Vietnam todavía estaba vivo. Al contrario de su padre, que falleció en 2008, Jim nunca vio el final de la guerra de Vietnam, aunque ya se veía venir. Él murió en Francia –el país cuya guerra de Vietnam los estadounidenses habían financiado y después asumido como propia– en 1971.
Hoy, tal como señala Christian Appy, colaborador regular de TomDispatch, el final de esa guerra –una devastadora derrota para Estados Unidos y alivio, si no liberación, para la mayoría de los vietnamitas– ha sido vuelto a rotular para adaptarlo al gusto de los estadounidenses; de este modo brinda una pista de lo que puede sobrevenir cuando lleguen otros finales en nuestros desastrosos conflictos en el Gran Oriente Medio. En su magistral reciente libro American Reckoning: The Vietnam War and Our National Identity –“de necesaria lectura”, según Huffington Post– el autor examina el perdurable impacto de la guerra de Vietnam en la política exterior, la cultura y la identidad nacional de Estados Unidos y hace que prestemos atención a las lecciones que esa guerra ofrece para el presente y los muchos mañanas que vendrán.
En una entrevista realizada en 1969, Jim Morrison dijo que una vez se había acercado a él una atractiva mujer que estaba gozando de un “permiso” del instituto neuropsiquiátrico de la UCLA. Ella le dijo que The End era la canción preferida de los pupilos de la sala infantil. La mujer había cavilado sobre la letra de la canción, tratando de descubrir su significado, tratando de deconstruirlo y volver a unir todas sus piezas. “No me doy cuenta de por qué algunos se toman tan seriamente las canciones”, dijo Morrison; “eso hace que me pregunte si acaso debería reflexionar sobre las consecuencias.”
Despreocuparse de las consecuencias se ha convertido en un rasgo muy propio de Estados Unidos, tal como nos explica Appy hoy; lo mismo que la revisión de la historia con fines cosméticos. Cuando por fin llegue el final en Iraq y Afganistán, las mentiras piadosas, la amnesia deliberada y el desatado revisionismo irán juntos furiosamente; adónde se encontrará la verdad es algo que está por verse. Lamentablemente, una canción de hace ya 50 años podría ser tan buen sitio para empezar como cualquier otro.
* * *
Cuarenta años más tarde, ¿seguirán los finales de juego de Iraq y Afganistán el mismo guión que en Vietnam?
Si nuestras guerras en el Gran Oriente Medio terminan alguna vez, la apuesta ganadora es que terminarán de mala manera; tampoco sería la primera vez. En 1975, la “caída de Saigón” fue el final amargo por antonomasia de una guerra. Sin embargo, por extraño que parezca desde entonces hemos encontrado la forma de volver a imaginar ese desenlace en el que una fracasada y brutal guerra de agresión estadounidense se transformó milagrosamente en una trágica misión humanitaria de rescate. Nuestras historias más conocidas sobre el final de Vietnam entierran la prolongada y horrenda historia que precede a la “caída”, y al mismo tiempo se las arregla para absolvernos de nuestra responsabilidad primordial, la de haber organizado ese desastre. Pensemos en esas historias como contribuciones esperanzadoras a unas buenas intenciones y al encarnizado heroísmo, unas contribuciones que podían ser muy útiles en los años por venir.
La trampa, después se vio, fue separar el acto final del resto de la obra. Con toda seguridad, el final de la guerra de Vietnam no fue un acontecimiento feliz, al menos para muchos estadounidenses y sus aliados survietnamitas. Esta semana** recordamos el 40º aniversario de esos días del final de la guerra. Seguramente, veremos otra vez las dolorosas imágenes de los aterrorizados refugiados, la desesperada evacuación y la derrota final. Pero incluso ese nefasto relato brinda una lección a quienes algún día escriban la historia de nuestra actual serie de guerras desastrosas: si se descarta el contexto histórico, es posible volver a escribir cualquier misión bélica estadounidense similar, un imperfecto pero honorable –si no noble– esfuerzo llevado adelante por unos buenos tipos que salvaron a unos inocentes de una salvaje agresión. En el caso de Vietnam, por supuesto, el rescate fue tan incompleto y la derrota tan absoluta que muchos estadounidenses concluyeron que su país había “abandonado” la causa que antes había abrazado y “abandonado” a sus aliados. Sin embargo, centrarse en esa negativa conclusión exime pensar demasiado en el mucho más comprometedor relato de los orígenes y la expansión de la guerra y la forma despiadada en que Estados Unidos la libró.
He aquí otra manera de sentirse mejor en relación con el papel de Estados Unidos en el comienzo y el desarrollo de las malas guerras: asegurarse de que las tropas estadounidenses abandonan el escenario un tiempo decoroso antes del desastre total. De esta forma, en el último acto, esas tropas pueden hacerse cargo de una nueva y menos desagradable misión. En lugar de comprometerse una vez más en brutales misiones de contrainsurgencia en beneficio de gobiernos despreciados por su población, los soldados estadounidenses pueden dedicarse a realizar misiones humanitarias bienvenidas tanto por ciudadanos hartos de guerras como por los propios soldados: evacuación y huída.
Falsos finales y finales reales
Un presidente de Estados Unidos anuncia un final honorable para nuestra guerra más larga. Las últimas unidades estadounidenses se marchan rumbo a casa. Los ejecutivos de los medios cierran su oficina en la zona de guerra. El remoto país en el que la guerra ha tenido lugar, un día sinónimo de carnicería, desaparece de la pantallas de TV y de la conciencia de la gente. Así fue en el Estados Unidos de 1973 y 1974, los años en los que la mayoría de los estadounidenses creyeron erróneamente que la guerra de Vietnam había acabado.
En muchos aspectos, extrañamente, esta historia podría ser la de nuestro propio momento. Después de todo, teníamos razones suficientes como para esperar que nuestras aparentemente interminables guerras –esta vez en los lejanos Iraq y Afganistán– finalmente habían terminado o pronto lo iban a estar. En diciembre de 2011, frente a los soldados de Fort Bragg, Carolina del Norte, el presidente Obama declaró el final de la guerra estadounidense en Iraq. “Dejamos atrás un Iraq soberano, estable e independiente”, dijo con orgullo. “Se trata de un logro extraordinario.” De modo similar, en diciembre pasado, el presidente anunció que “la más larga de las guerras de la historia de Estados Unidos está llegando a un final responsable”; se refería a Afganistán.
¡Ojalá! En vez de eso, guerra, conflictos armados y sufrimientos de todo tipo continúan en ambos países; incluso se extienden cada vez más en todo el Gran Oriente Medio. Los soldados estadounidenses siguen muriendo en Afganistán. Y las acciones militares de EEUU han vuelto a Iraq; otra vez los bombardeos y los asesores, ahora contra el Estado Islámico (o Daesh), un desprendimiento de su predecesor al-Qaeda de Iraq, una organización que cobró vida después de la invasión estadounidense de ese país y como reacción a ella. Ahora parece probable que la pesadilla de las guerras de Iraq y Afganistán –que empezaron casi con el siglo XXI– se alargará sin un final a la vista.
La guerra de Vietnam, con todo lo larga que fue, finalmente llegó a una resolución decisiva. Cuando a principios de 1975 Vietnam regresó con fuerza a la primera plana de la prensa, 14 divisiones norvietnamitas avanzaban velozmente hacia Saigón prácticamente sin oposición. Decenas de miles de soldados de Vietnam del Sur (una evocación del ejército iraquí de 2014) se quitaban el uniforme, abandonaban su equipo estadounidense y huían. Desaparecida la enorme presencia militar de Estados Unidos, lo que una vez había sido un sangriento punto muerto, ahora era una desbandada, la aplastante evidencia de que esa “construcción de naciones” realizada por el poder militar de Estados Unidos en Vietnam del Sur era un total fracaso (tal como lo sería en Iraq y Afganistán en el siglo XXI).
El 30 de abril de 1975, un tanque de las fuerzas comunistas echó abajo la verja del palacio Independencia de la sureña capital Saigón, un final espectacular y victoriosa para una guerra de 30 años librada por los vietnamitas para conseguir la independencia y la reunificación nacionales. El sangriento empeño estadounidense de edificar una nación no comunista y estable llamada Vietnam del Sur terminaba en una humillante derrota.
Ahora resulta difícil imaginar un final tan definitivo en Iraq y Afganistán. Al contrario que en Vietnam, donde los comunistas aprovecharon la profunda vena nacionalista y revolucionaria que recorría el país de un extremo a otro, ni en Iraq ni en Afganistán existe una facción, ni partido, ni gobierno, que tenga semejante éxito, o atractivo, que pueda liderar a la población para obtener un control del país completo e incuestionable. Aun así, al menos en Iraq ha habido una serie de evacuaciones y desplazamientos en masa que recuerdan los últimos días de Vietnam del Sur. De hecho, toda la región –incluso Siria– está sumida en una crisis humanitaria de enormes proporciones, con millones de refugiados buscando más allá de las fronteras nacionales un sitio donde poder vivir y otros millones de personas que han perdido su hogar y se desplazan internamente.
En agosto pasado, fuerzas militares estadounidenses regresaron a Iraq (como lo habían hecho en Vietnam cuatro décadas antes) con el argumento de una misión “humanitaria”. Unos 40.000 iraquíes de la secta yasidí, amenazados de muerte, estaban abandonados a su suerte en el monte Sinjar, en el norte de Iraq, rodeados de militantes del EI. De hecho, al mismo tiempo que la mayor parte de los yasidíes fueron exitosamente evacuados por tierra por combatientes kurdos, algunos grupos pequeños salieron de allí en helicópteros del ejército iraquí con ayuda estadounidense. Cuando uno de esos helicópteros cayó a tierra, muchos yisadíes resultaron heridos, pero solo murió el piloto, el general Majid Ahmed Saadi; la periodista del New York Times Alissa Rubin, herida en el accidente, elogió el heroísmo del piloto. Antes de morir le había dicho a la periodista que las misiones de evacuación eran “lo más importante que había hecho en su vida, en la que llevaba 35 años volando”.
Es así que esta atormentada historia, inconcebible sin la invasión estadounidense de 2003 y más de una década de excesos, entre ellos la tortura y la violencia en Abu Ghraib y también las acciones de contrainsurgencia, acabó siendo la heroica fábula de una intervención humanitaria estadounidense para rescatar unas víctimas de manos de unos extremistas asesinos. El modelo para este tipo de relato había sido bien establecido en 1975.
Despojando la caída de Saigón de su contexto histórico
La derrota en Vietnam podría haber sido la ocasión para el reconocimiento a gran escala del horror absoluto de la guerra, pero preferimos contarnos historias que, en medio de las ruinas, de alguna manera salvaran cierta fe en la virtud de Estados Unidos. Para tener un fascinante ejemplo reciente no es necesario buscar demasiado: ahí está el documental de Rory Kennedy, nominado en 2014 para el premio de la Academia,Last Days in Vietnam. La película se centra en un puñado de estadounidenses y algunos vietnamitas, quienes –desafiando órdenes recibidas– ayudaron a agilizar y ampliar una tardía e inadecuada evacuación de survietnamitas que habían enganchado su vida a la causa de Estados Unidos.
El conjunto de héroes humanitarios de la película se sintió obligado a llevar adelante su propia misión de rescate porque el embajador de EEUU en Saigón, Graham Martin, se negaba a creer que la derrota era inevitable. Cada vez que los funcionarios de la embajada le rogaban que iniciara una evacuación, él respondía con comentarios como, “Las cosas no son tan sombrías; no quiero ser tan negativo”. Solo cuando los carros de combate norvietnamitas llagaron a las afueras de Saigón el embajador dio la orden de poner en marcha la operación a la que muy grandilocuentemente llamó “Viento frecuente”, vale decir, la evacuación de la ciudad mediante helicópteros.
Cuando llegó ese momento, el capitán Stuart Herrington y otros que lo secundaban ya habían realizado operaciones clandestinas para ayudar a que oficiales del ejército survietnamita y su familia pudieran escapar en aviones y barcos. Antes de la evacuación oficial, el gobierno de Estados Unidos prohibió explícitamente la evacuación de personal militar de Vietnam del Sur al que le habían ordenado no abandonar el país y continuar luchando. Pero, tal como Herrington lo dice en el documental, “algunas veces, la cuestión lo es optar entre lo legal y lo ilegal, sino entre lo correcto y lo incorrecto”. A pesar de que la guerra fracasó respecto de proporcionar al soldado estadounidense una convincente causa moral, Last Days in Vietnam aporta una. Los heroicos salvadores de la película están dispuestos a arriesgar su carrera por la justa causa de evacuar a sus aliados.
El drama y el peligro están amplificados por la insistencia del documental en dejar claro que los vietnamitas vinculados con los estadounidenses estaban en peligro de muerte. Varios de los testimonios invocan el espectro de un “baño de sangre” comunista, un producto básico de la propaganda en favor de la guerra vigente desde los sesenta (por ejemplo, el presidente Richard Nixon advirtió una vez de que los comunistas masacrarían a “millones” de civiles si se retiraban los estadounidenses). Herrington describe a los oficiales survietnamitas que ayudó a escapar como “muertos vivientes”. Otro de los salvadores estadounidenses, Paul Jacobs, utilizó barcos de la marina de EEUU –sin autorización– para escoltar a docenas de embarcaciones de Vietnam del Sur, en las que se apiñaban unas 30.000 personas, hasta Filipinas. De haber ordenado el regreso de los barcos a Vietnam, declara Jacobs en la película, los comunistas “los hubiesen matado a todos”.
Ciertamente, los victoriosos comunistas no tenían compasión alguna. Encerraron a cientos de miles de personas en “campos de reeducación” y las sometieron a un trato brutal. Sin embargo, el augurado baño de sangre solo estaba en la imaginación de los estadounidenses. Nunca se puso en marcha un plan sistemático de ejecución de un número importante de quienes habían colaborado con EEUU.
Según otro guión inicial en la propaganda estadounidense de tiempos de guerra, el documental da a entender que Vietnam del Sur era ardientemente anticomunista. Para ilustrar esto, se nos muestra un mapa en el que la tinta roja norvietnamita se derrama sobre la parte sur –pintada de blanco– del país hasta cubrirla completamente, como si la guerra hubiese sido una invasión comunista en lugar de una lucha en todo el ámbito del país que comenzó en el sur para oponerse a un gobierno respaldado por Estados Unidos.
De haber sido el sur de Vietnam uniforme y fervientemente anticomunista, la guerra muy bien podría haber tenido un resultado diferente, pero la vulnerabilidad del régimen de Saigón se explicaba porque muchos survietnamitas luchaban con dientes y uñas para derribarlo y muchos otros no estaban dispuestos a arriesgar su vida para defenderlo. En realidad, partes importantes de la zona sur de Vietnam eran “rojas” desde los cuarenta. En 1956, Estados Unidos hizo todo lo posible para impedir unas elecciones de reunificación porque temía que el sur pudiera votar al líder comunista Ho Chi Minh para presidente. Dicho de otro modo, cuando en lugar de retirarse del país se introdujo en él, Estados Unidos traicionó al pueblo de Vietnam y su derecho de autodeterminación.
Es posible que Last Days in Vietnam sea la mejor versión esperanzadora de la historia de la caída de Saigón, pero de ningún modo fue la primera. Bastante antes de fines de abril de 1975, cuando multitudes de aterrorizados vietnamitas rodearon la embajada de Estados Unidos en Saigón rogando ser admitidos o tratando de escalar las verjas, los medios estaban buscando historias que pudieran embellecer un poco el amargo cuadro de pavor y fracaso.
Y creyeron que en la operación Babylift habían encontrado lo que buscaban. Un mes antes de que se ordenara la evacuación final de Vietnam, el embajador Martin aprobó un puente aéreo para sacar de Vietnam del Sur a miles de huérfanos y trasladarlos e Estados Unidos, donde serían adoptados por estadounidenses. Aunque él se negó tozudamente a admitir que el final de la guerra estaba cerca, esperaba que la imagen de esos niños abrazados por sus nuevos padres estadounidenses podría conmover al Congreso para que aprobara un dinero extra que ayudara al gobierno survietnamita antes de su derrumbe total.
Cuando el politólogo a favor de la guerra Lucien Pye comentó la operación Babylift dijo: “Queremos saber que todavía somos buena gente, todavía somos decentes”. Las cosas no marcharon como habían sido planeadas. El primer avión repleto de niños y asistentes se estrelló y murieron 138 de los pasajeros. Aunque finalmente miles de niños consiguieron llegar a Estados Unidos, un número importante de ellos no eran huérfanos. En el Vietnam del Sur asolado por la guerra algunos padres pusieron a sus hijos en hogares para huérfanos como medida de protección, con toda la intención de reclamarlos cuando llegara tiempos más seguros. Los críticos de Babylift aseguran que la operación fue lo más parecido a un secuestro.
La operación Babylift no consiguió que el Congreso aprobara fondos adicionales de ayuda, lo que de ningún modo es sorprendente ya que prácticamente nadie en Estados Unidos quería continuar la guerra. Ciertamente, el sentimiento que prevalecía en el país era el de atónita resignación. Aun así, a medida que se venía abajo el castillo de naipes, quedaba una omnipresente necesidad de rescatar cierto sentido de virtud nacional, y la historia de esos “pequeños”, con toda la falta de lustre que exhibía, resultó ser útil para ese propósito.
Volviendo a poner en contexto la caída de Saigón
Para la mayoría de los vietnamitas –tanto en el sur como en el norte– el final de la guerra no fue un momento de miedo y huída sino de alegría y alivio. Por fin, el tan vilipendiado gobierno de Saigón sostenido por los estadounidenses había sido derrocado y el país reunificado. Después de tres décadas de confusión y guerra, al menos había llegado la paz. En el sur no todo el mundo estaba de acuerdo con aceptar la victoria comunista como una “liberación” sin ambigüedades, sin embargo quedó una generalizada y amarga mortificación por la destrucción que los estadounidenses habían llevado a su tierra.
Ciertamente, en todo el sur y particularmente en las zonas rurales, la mayor parte de la gente veía a los estadounidenses más como agentes de la destrucción que como salvadores. Y por una buena razón. La fuerza aérea de EEUU lanzó millones de toneladas de bombas en Vietnam del Sur –la mismísima tierra que ellos pretendían estar salvando–, haciendo de ese país el más bombardeado de la historia. Gran parte de las operaciones de bombardeo eran indiscriminadas. Aunque los responsables políticos se llenaban la boca con la necesidad de “ganarse el corazón y la mente” de los vietnamitas, la crueldad de su forma de hacer la guerra llevó a muchos sureños a abrazar la causa del Vietcong, la organización revolucionaria del norte del país. No fueron las hordas comunistas del norte lo que temían esos vietnamitas sino a los estadounidenses y sus aliados, los militares survietnamitas.
Los numerosos refugiados que huyeron de Vietnam en el final de la guerra y después, finalmente un millón o más de ellos, no solo perdieron una guerra; además, perdieron su casa, y sus traumáticas vivencias no deben ser minimizadas. No obstante, también debemos recordar un número bastante mayor de survietnamitas que fueron expulsados de su tierra por la política belicista a ultranza de Estados Unidos. Debido a que muchos campesinos sureños sostenían al Vietcong con alimentos, abrigo, información y reclutas, los mandos militares estadounidenses decidieron que debían privarlo de su base rural. El resultado fue una larga serie de relocalizaciones forzosas diseñadas para quitar masivamente a los campesinos de su tierra y trasladarlos a otros sitios donde pudiesen ser controlados y adoctrinados con más facilidad.
La estimación más conservadora del número de desplazamientos internos realizados a partir de esas políticas (cuyos nombres eran tan anodinos como “programa de aldeas estratégicas” u “operación Cedar Falls” ronda los cinco millones, pero las cifras reales podrían llegar a los 10 millones o más, en un país con menos de 20 millones de habitantes. Pensemos que en esos años las fuerzas armadas de Estados Unidos contaban los “refugiados creados” –esto es, los vietnamitas obligados a abandonar su tierra– como una dimensión de su “progreso”, es decir, una señal del declinante apoyo al enemigo.
Nuestros recuerdos colectivos más vívidos son los de unos refugiados vietnamitas regresando rápidamente a su lugar de origen apenas acabada la guerra. Lejos está cualquier conciencia de la forma en que EEUU quemó, borró del mapa o bombardeó hasta hacer desaparecer en el olvido miles de aldeas vietnamitas y arreó a sus habitantes para encerrarlos en campos de refugiados. Después de eso, las zonas donde estaban las aldeas destruidas fueron declaradas “de fuego a discreción” donde los estadounidenses se arrogaron el derecho de matar todo lo que se moviera.
En 1967, Jim Soular era el jefe de vuelo de un enorme helicóptero Chinnok. Entre sus misiones más importantes estaba la relocalización de campesinos vietnamitas. Los recuerdos de Jim Soular no los encontrará el lector en Miss SaigónLast Days in Vietnam, ni en la mayor parte de lo que pretende dejarnos saber sobre la guerra que acabó en 1975. No es el tipo de cosas que se verán en esta semana en ninguna de las reflexiones mediáticas del 40º aniversario.
“En una misión en la que despoblamos una aldea metimos a 60 personas dentro de mi Chinook. Nunca habían estado cerca de este tipo de máquinas y estaban muy asustados, pero mi gente los obligaba a entrar con sus rifles M-16. A pesar de las circunstancia, dentro de mí sentí que el desplazamiento forzoso de aquella gente era una verdadera tragedia. Nunca llevé refugiados de regreso a casa; siempre era para que abandonaran lo suyo. Nosotros no comprendíamos que sus antepasados estaban enterrados allí, que por su cultura y su religión era muy importante estar cerca de sus antepasados. No tenían palabras para lo que estaba pasando. Yo podía ver el terror pintado en sus rostros. Completamente aterrorizados, se defecaban y orinaban encima. Era horrible. Todo lo que yo había aprendido a creer desde que era niño era lo contrario de lo que veía en Vietnam. Nosotros podríamos haber aprendido mucho de ellos, pero no aprendíamos nada e hicimos un daño enorme.”
¿Qué olvidaríamos si Bagdad “callera”?
Puede llegar el tiempo –si no ha llegado ya– en el que muchos de nosotros olvidemos, al estilo de Vietnam, que nuestros gobernantes nos enviaron a la guerra de Iraq engañándonos con que Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva y que pretendía usarlas contra nosotros; con que él tenía un “vínculo siniestro” con los terroristas de al-Qaeda que había atacado el 11-S; con que la guerra se pagaría sola y que acabaría “en semanas antes que en meses”; con que los iraquíes nos recibirían como liberadores; o con que construiríamos una democracia iraquí que sería un modelo para toda la región. ¿Olvidaremos también que en esta guerra 4.500 estadounidenses resultaron muertos junto con quizás unos 500.000 iraquíes, que millones de iraquíes han sido sacados de su casa hacia el exilio interno u obligados a dejar su país, y que casi en todos los aspectos la sociedad civil ha fracasado en la recuperación de los estándares de estabilidad y seguridad anteriores a la guerra?
El panorama de Afganistán no es menos desalentador. ¿Qué contribuciones esperanzadoras pueden surgir de nuestras guerras interminables? Si la historia es alguna guía, estoy seguro de que pensaremos algo.

Notas:
* Aquí, Nick Turse hace referencia a la canción Kids of the baby boom, que cantaban los hermanos Bellamy. (N. del T.)
** El original en inglés de esta nota fue publicado el 26 de abril de 2015. (N. del T.)
[1]Christian Appy , colaborador habitual de TomDispatch y profesor de historia en la Universidad de Massachusetts, es autor de tres libros sobre la guerra de Vietnam, entre ellos el que acaba de publicar American Reckoning: The Vietnam War and Our National Identity (Viking).

Traducción: Carlos Riba García (Rebelión)