J. Robert Oppenheimer, el padre de la bomba atómica

Por José María Pérez Gay
para La Jornada (México)
Publicado los días 17, 18,  19, 20 y 21 de agosto de 2005

Parte I

Hacia julio de 1939, los asesores políticos y militares del presidente estadunidense Franklin D. Roosevelt observaban el asedio de los nazis a la ciudad de Danzig, en Prusia oriental: una guerra europea de enormes dimensiones -estaban convencidos- tocaba a las puertas del mundo. En su cubículo del Institut for Advenced Studies, de la Universidad de Princeton, Albert Einstein recordaba los días de agosto de 1914, el macabro entusiasmo de sus colegas alemanes ante la Primera Guerra Mundial: su explícita resolución de poner al servicio de los militares sus enormes capacidades y descubrimientos. ¿Por qué debía ser ésta vez diferente? -se preguntaba Einstein-. En el Instituto Kaiser Wilhelm de Dahlem, en Berlín, no sólo surgieron, en 1915, las armas químicas, ahora -según fuentes confiables- los nazis fabricaban un arma más demoledora.


A principios de julio de 1939, los húngaros Leo Szilard y Eugene Winger, físicos nucleares exilados en Estados Unidos, se entrevistaron con Einstein en la bahía de Peconic. Szilard había logrado por primera vez junto con Enrico Fermi, el físico italiano, la fisión del uranio en una reacción en cadena controlada. Fermi y Szilard, investigadores de la Columbia University, habían huido del fascismo en Europa, y ambos tenían muy claros los avances de la investigación atómica alemana. Durante un paseo por los bosques de Peconic, Szilard y Winger le describieron la situación a Einstein: "Según nuestros cálculos -dijo Szilard- ésta fisión de 500 gramos de uranio puede desencadenar una energía semejante al incendio de miles y miles de toneladas de carbón; pero sobre todo la energía puede concentrarse en un solo instante. Si lográramos fabricar una bomba de uranio su fuerza destructiva se multiplicaría miles de millones de veces". Einstein se detuvo un momento, se descalzó en el pasto, miró al cielo y guardó silencio. "Estamos seguros de que Alemania ha llevado a cabo las mismas investigaciones", insistió Szilard. "Quizá hayan avanzado mucho más en el campo de la investigación atómica, no lo sabemos, pero si esa arma cae en las manos de Hitler..."

"Sabemos que Alemania ha prohibido la exportación de uranio en la Checoslovaquia ocupada" -agregó Winger-; además, quiere comprar a los belgas uranio de las más alta calidad en el Congo. "Pero los físicos alemanes en su totalidad son enemigos del sistema nazi -replicó Einstein-. Han insultado a Werner Heinsenberg, lo han llamado judío blanco". "¿Conoce usted a Carl Friedrich von Weizsäcker?" -preguntó Winger. Einstein movió la cabeza y dijo que no lo conocía. "Cuando estaba usted en Berlín, profesor Einstein, Von Weizsäcker era todavía muy joven; ahora es uno de los físicos más capaces, es director del Instituto Kaiser Wilhelm y, al parecer, un miembro del partido nazi".

Leo Szilard interrumpió y siguió explicando: "Cuando efectuamos el experimento, nunca imaginamos la expulsión de tantos neutrones, créame, pensábamos que la reacción en cadena nunca se llevaría a cabo. Pero la reacción ya es un hecho, profesor, Enrico Fermi la hizo posible, él mismo construyó el reactor, no podemos tapar el sol con un dedo. Hemos hablado ya con la armada de Estados Unidos, pero usted los conoce, qué le puedo contar. Para cualquier ingeniero, militar o civil, la teoría de la relatividad es una cuestión académica, que sólo estudian seres medio locos, ajenos a la realidad. Y de la física nuclear ni hablemos, nadie nos toma en serio". "¿Qué debemos hacer?" -preguntó Einstein.

"El presidente Roosevelt es el único que puede escucharnos" -afirmó Winger-, "pero necesitamos que alguien hable con él, alguien que no se someta a la tortura de las antesalas, cuyo prestigio sea tan poderoso como para que el presidente lo reciba de inmediato, alguien que además conozca la situación en Europa". "¿En quién han pensado?" -preguntó Einstein. Szilard y Winger inclinaron la cabeza y miraron al suelo. "Entiendo -murmuró Einstein-. Ustedes conocen mejor que nadie mi profunda aversión a la guerra, el asco que siento..." No terminó la frase, respiró con toda profundidad y les dijo: "Escribiré una carta. ¿Qué debo decirle al presidente?"

Cuando regresaron a la habitación en Piconic, Szilarfd le presentó a Einstein el borrador de una carta. "En el caso de que los nazis llegasen a desarrollar un arma de tales dimensiones -decía la carta-, todo el mundo civilizado se encontraría en grave peligro". "Sólo podemos esperar -dijo Szilard antes de despedirse-, esperar que nunca lleguemos a construir un arma tan destructora" Einstein guardó silencio, no respondió. "Dónde hay voluntad", pensó, "hay camino". Y la voluntad existía.

El gobierno de Roosevelt se tomó tiempo. En julio de 1940, Einstein escribió otra carta más apremiante. Un día antes del ataque a Pearl Harbor, en diciembre de 1941, comenzó la historia del proyecto atómico de Estados Unidos. En los Alamos, en medio del desierto de Nevada, se construyó una "ciudad secreta". Al final el Manhattan Proyect contaba con más de 150 mil colaboradores. Los físicos nucleares mñas notables, los que habían escapado al dominio nazifascista, trabajaban en ese proyecto, de Niels Bohr y Leo Szilard a Enrico Fermi. Pero los científicos no administraban el proyecto Manhattan, sino los militares al mando del general Groves. Los investigadores tenían guardaespaldas oficiales día y noche, ni siquiera los parientes más cercanos debían sospechar en qué trabajaban. Si era necesario un intercambio de ideas entre las diferentes secciones, se debía tramitar un permiso especial de la administración militar antes de cualquier diálogo. Las personas que vivían en la ciudad secreta estaban sometidas a estricto control. Se leían todas las cartas, se escuchaban todos los teléfonos; el mismo personal de los hoteles era de miembros del servicio de espionaje. Apenas una docena de personas sabía lo que pasaba en esa ciudad secreta, tenían una visión total de la vida diaria, pero sólo un grupo muy escogido estaba enterado de que ahí se había iniciado la fabricación de dos bombas atómicas.

En la ciudad secreta todos los problemas eran inéditos y exigían respuestas inmediatas. Una nueva industria nacía a la vida; los químicos trabajaban con materiales que desconocían y el centro debía levantarse cuanto antes y comenzar la producción. Se seleccionaron dos enormes superficies para construir los ductos y controlar la difusión de gas. El primero en Hanford, un valle solitario a orillas del río Columbia, en el estado de Washington; el otro, un área de 27 mil hectáreas en Oak Ridge, a orillas del río Columbia, un lugar lejano en Tennesse. En el centro de Hanford trabajaban 75 mil albañiles; la fábrica de Oak Ridge se localizaba dentro del edificio más grande del mundo, una suerte de enorme rascacielos ladeado, donde laboraban 35 mil técnicos especialistas. En 1939, al considerar Washington por primera vez el proyecto Manhattan no era más de 6 mil dólares el presupuesto; al final, la suma era de 2 mil millones de dólares, una cantidad considerable si tenemos sobre todo en cuenta que los albañiles ganaban un poco más de tres dólares diarios. En toda la historia del género humano nunca se había reunido a tantos individuos para un proyecto técnico tan específico. En la construcción de las pirámides de Egipto quizá se movilizó a un número igual de trabajadores y, en el siglo XX, en la construcción del canal Mar Blanco-Mar Báltico bajo el mandato de Stalin. En el caso de las pirámides se trataba de esclavos; en el del canal, de prisioneros en el Gulag. A principios de 1945, el proyecto Manhattan ocupaba más trabajadores que toda la industria automotriz de Estados Unidos.

Todo este despliegue descomunal para la producción de los materiales necesarios eran sólo etapas preparatorias. Alguien debía encontrar el camino para construir con esos materiales una bomba; se trataba de problemas científicos que no se habían conocido antes; se debía reunir a los mejores hombres de ciencia del país (desde luego sin considerar a Einstein) y se debía convencerlos de trabajar en un grupo perfectamente unido. ¿Quién tenía esa inteligencia científica y sería capaz de dirigir un proyecto de tal magnitud? ¿Quién conocía a profundidad los últimos descubrimientos de la física nuclear? Sólo existía alguien que conocía a los científicos y dominaba tan bien como ellos la materia: J. Robert Oppenheimer.

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Parte II


Oppenheimer nació el 22 de abril de 1904 en Nueva York; su padre, Julius Oppenheimer, emigrante judío-alemán, hizo fortuna en el negocio de los textiles. La familia vivía en un apartamento de la elegante zona del Riverside Drive. Los Oppenheimer abandonaron muy pronto el judaísmo ortodoxo y, sin dificultad, se integraron al mundo de las clases acaudaladas de Estados Unidos. Su madre no sólo era bella y fascinante, sino además una pintora talentosa que había estudiado en París y conocía muy bien los círculos artísticos europeos. Ella llevaba la mano izquierda, deforme y contrahecha, cubierta siempre por un guante de seda blanco, cuenta Priscilla Johnson en su biografía (La ruina de J. Robert Oppenheimer, Oxford, 2005 ). Un amigo de la familia la describía como "una mujer tierna, reservada en sus sentimientos, muchas veces arrogante (...) que siempre comunicaba una expresión de duelo". El padre, inteligente y trabajador, fue siempre bueno y generoso. En el hogar de los Oppenheimer, al decir de sus biógrafos, se respiraba siempre una atmósfera de tristeza, una melancolía indefinible.

Oppenheimer fue un joven privilegiado. Pasaba largas temporadas en su casa de Long Island, le gustaba el mar y las conversaciones con su madre, los veleros, las regatas y las noches en la playa leyendo libros de mineralogía y poemas de T. S. Eliot. En marzo de 1922 se inscribió en la en la Facultad de Química de la Universidad de Harvard; sus calificaciones fueron siempre las más altas; los informes de sus tutores, extraordinarios. Era no sólo el alumno más brillante de su generación en química y física, sino también en filosofía oriental, griego, latín y sánscrito; conocedor muy serio de las literaturas clásicas, lector de Hesiodo, de Tucídides y Tito Livio. Se deleitaba con la historia de la arquitectura, y pensaba construir una casa a la medida de sus deseos. Algunas veces imitaba a su madre, tomaba el pincel y dibujaba; otras, escribía poemas vanguardistas y los publicaba en la revista de su facultad. Desde el principio de su adolescencia era un solitario con una notable energía; a las 7 de la mañana empezaba a trabajar en el laboratorio, escuchaba las cátedras y se sumergía, después, horas en la biblioteca. Mantuvo ese ritmo durante seis años, afirma David Cassidy en su biografía (J. Robert Oppenheimer y el siglo de Estados Unidos, New York, 2005) con férrea disciplina. En resumen, un académico ejemplar.

Al comenzar el tercer año de química, Oppenheimer se dio cuenta de que su verdadera vocación era la física. Percy Bridgman, profesor y tutor, lo guiaba con mano segura. Bridgman era un investigador muy inteligente, dotado de gran capacidad pedagógica; entre otras cosas fue el primero en fabricar diamantes artificiales; en 1961 recibió el Premio Nobel de Física por sus trabajos sobre física de alta presión. Oppenheimer se interesaba no sólo por el científico, sino también, y sobre todo, por su teoría de la ciencia. Bridgman pensaba que sólo conocemos el significado de un concepto cuando, y sólo cuando, podemos definir los procesos con los que aplicamos ese concepto en situaciones concretas. Esa visión epistemológica recordaba mucho a la filosofía del Wittgenstein tardío, el de las investigaciones filosóficas, y sobre todo al círculo de Viena: "el sentido de un enunciado es su verificación". Esta teoría del conocimiento coincidía de modo impecable con la teoría cuántica, que limitaba la validez de la física clásica. Las dos ambiciones intelectuales de Bridgman coincidían también con las de Oppenheimer, la científica y la cultural. "Bridgman era un profesor muchas veces milagroso, nunca se conformó con los resultados de la física, siempre buscó el horizonte más amplio de la cultura", escribió Oppenheimer, "como una respuesta contundente a todos los enigmas. Era un hombre que deseaba saber cada día más. Me reveló que los problemas filosóficos eternos encuentran, quizá, su respuesta en la ciencia de la física". En 1925 presentó su examen con los máximos honores y emigró a continuación a Inglaterra, porque estaba convencido que la ciencia que le interesaba se desarrollaba en Europa. Logró un puesto de trabajo en los laboratorios Cavendish de Cambrigde, cuyo director era el rudo y cordial Ernest Rutherford. Habían pasado ya 15 años desde que Rutherford conmocionó al mundo científico y al de la física nuclear cuando diseñó el primer modelo atómico. Según esa concepción, la masa de un átomo se concentra en un núcleo alrededor del cual gravitan electrones livianos. Mientras tanto Rutherford había formado un equipo de científicos que iba a revelar conocimientos extraordinarios en el campo de la radiactividad.

A los 22 años de edad, el joven Oppenheimer con todas sus calificaciones y honores de la Universidad de Harvard no impresionó a Ernest Rutherford; cinco meses después se integró al equipo J. J. Thompson, hombre de ciencia de 68 años de edad que había descubierto el electrón, el elemento atómico cargado de forma negativa. Oppenheimer tuvo en el laboratorio un destino funesto: debía preparar folios especiales que recibirían el impacto de los electrones. Se sintió humillado, su tarea no era sino una suerte de terapia ocupacional. Su falta de experiencia en la materia y su ineptitud práctica le suscitaron una de las crisis más profundas de su vida: "El trabajo en el laboratorio es una pesadilla. Me siento tan mal que me parece imposible aprender algo en ese lugar". Era un solitario que nunca había fracasado en su vida; todo le había salido bien, nada era un obstáculo infranqueable. Al llegar a este punto apareció una contradicción que hacía más difícil la comprensión de su vida: su arrogante inteligencia se enfrentaba a un mundo que desconocía, la derrota significaba su anulación como científico. La física nuclear fue un verdadero vértigo: es lenta, calculadora y taimada; nunca se propuso cambiar el destino de los hombres, sino conocer y revelar lo que llamamos "realidad". Por irracional que fuese esa concepción del mundo atómico, ¿cómo no ver que, gracias a ella, la física nuclear operaba prodigios? Una noche en los acantilados de Bretaña, después de un largo paseo a solas hablando en voz alta, mientras las olas del Atlántico golpeaban los arrecifes y el viento helado le pegaba en la cara, Oppenheimer sintió un deseo irrefrenable de tirarse al precipicio.

Al regresar a Cambrigde se dedicó a buscar un médico siquiatra que lo atendiera de sus males; se sometió a terapia durante un buen tiempo y luchó contra sus obsesiones y fantasmas. Después de unos meses, el siquiatra le diagnosticó una dementia praecox (demencia precoz) incurable. Diagnóstico tan vago como inaceptable, acaso hoy se le llamaría esquizofrenia. A principios de 1929, tenía a su lado a un extraño siquiatra convencido de que su paciente era esquizofrénico sin remedio, además un amor apasionado y tormentoso, algunos de los mejores científicos de su época; pero Rutherford, Thompson o Bridgman eran mayores. Oppenheimer conoció muy pronto a un científico de su propia generación, uno de los mayores físicos del siglo XX: Paul Dirac.

Dirac nació en 1902 en Inglaterra; su padre era suizo; su madre, inglesa. Habían emigrado a Londres en esos días; el padre tenía un buen trabajo y el hijo se inscribió en la universidad. Era tan solitario y obsesivo como Oppenheimer, se burlaba de la cultura enciclopédica de su amigo, no entendía cómo era posible que aprendiera italiano para leer a Dante. "¿Cómo puedes hacer las dos cosas? La física y la poesía. En la física intentamos explicar a la gente que deben entender algo que nunca antes han conocido. En la poesía es al contrario, los enigmas son su alimento. Con toda franqueza, no entiendo".

Dirac trabajaba en las primeras filas en la teoría cuántica, cuya transformación entre 1925 y 1926 cambió sin duda el sentido de la realidad. En el verano de 1926, Dirac logró formular una tercera teoría cuántica donde se correspondían la teoría de las matrices y la mecánica de las ondas, que refutaba tanto a Werner Heisenberg como a Erwin Schröndinger. Oppenheimer nunca tuvo la altura teórica de Dirac o de los físicos alemanes, su conocimiento y dominio de las matemáticas no le ayudaban demasiado, había perdido demasiado tiempo -así decía- con otras cosas y otros intereses. Pero su vocación indiscutible de físico le permitió entender los conceptos más complicados y, con el tiempo, convertirse en un importante teórico de la mecánica cuántica. Entendió que las preguntas que hoy se hacen los científicos se las hicieron siempre los primeros filósofos griegos; pero nunca sospechó que con esa nueva ciencia comenzaba a soplar el viento de su desgracia.

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Parte III

El mes de mayo de 1926, J.Robert Oppenheimer concluyó una serie de investigaciones donde explicaba cómo la mecánica cuántica resolvía un gran número de cuestiones muy complejas de la estructura atómica. Sus investigaciones llamaron la atención de Max Born, otro de los grandes físicos alemanes, y como un reconocimiento personal le ofrecieron la candidatura al doctorado de física en la Universidad de Göttingen. Así comenzó el intercambio de ideas entre Oppenheimer y Werner Heisenberg, así como también con Niels Bohr y Enrico Fermi, que mantenían una constante correspondencia con los físicos de Göttingen, ya que Bohr vivía en Copenhague y Fermi en Roma. La mecánica cuántica era algo tan nuevo y se desarrollaba tan de prisa, que un físico nuclear con talento y al día en las investigaciones podía contribuir a su desarrollo.

En poco tiempo Oppenheimer entró en las ligas mayores de los científicos, publicó 3 trabajos con Paul Dirac y Max Born. De 1926 a 1929 escribió 16 ensayos importantes en torno a la física cuántica, seis de ellos escritos en un alemán impecable. La aproximación "Born-Oppenheimer" es, por ejemplo, uno de los conceptos centrales de la mecánica cuántica. Pero la contribución más importante de Oppenheimer fue, sin duda, la aplicación de la mecánica cuántica al spin del electrón -un electrón gravita sobre su propio eje al mismo tiempo que gravita alrededor del núcleo atómico, como la Tierra que al gravitar en torno al sol gravita sobre ella misma. El spin del electrón era la piedra que faltaba para terminar el edificio de la mecánica cuántica. Había sido postulado por Dirac como principio "estético", pero su significado práctico lo adquirió en el campo de la teoría magnética. En 1927, Oppenheimer recibió el título de doctor en física de la Universidad de Göttingen con todos los honores.

A su regreso a Estados Unidos ocupó el puesto de profesor adjunto en la -entonces poco conocida- Universidad de Berkeley, había decidido trabajar también en el Instituto de Tecnología de California, el Caltech de Pasadena, que con el tiempo iba a transformarse en uno de los centros de investigación más importantes de Estados Unidos. Mientras se dedicaba a la investigación se dio cuenta una vez más de su dominio insuficiente de las matemáticas, obtuvo una beca de investigación para perfeccionar sus conocimientos y, en septiembre de 1928, se embarcó rumbo a Liverpool. Conoció todos los centros de investigación europeos, se detuvo en Leiden y Utrecht, recorrió sus sistemas administrativos y aprendió el holandés en unos meses. En la Eidgenössiche Technische Hochschule de Zürich, alguna vez el alma mater de Albert Einstein, entabló amistad con el físico suizo Wolfgang Pauli, otro experto en teoría cuántica.

Oppie, como llamaban sus alumnos a J.Robert Oppenheimer, adquirió no sólo un gran prestigio entre sus alumnos, sino se convirtió con el tiempo en una figura de culto del Caltech de Pasadena. El joven profesor de ojos color azul helado, fumador de tres cajetillas diarias de cigarrillos, que se comía las uñas con una prescisión matemática, se convirtió de pronto en un maestro carismático cuyos alumnos asistían a sus cátedras llenos de temor y fascinación. Oppenheimer no sólo había publicado investigaciones con Max Born y Paul Dirac, discutido con Niels Bohr sobre la mecánica cuántica, sino también dominaba 8 idiomas a la perfección, conocía a los clásicos de la filosofía griega, citaba larguísimos diálogos de Shakespeare de memoria, leía las novelas contemporáneas -gran admirador de William Faulkner- y citaba el Bhagavadgita en sánscrito. Sus alumnos eran un grupo extraño y heterodoxo, todo lo contrario a Oppeneheimer y sus orígenes. En los años 30, en plena depresión económica, una corriente de migrantes y fugitivos invadió el sur de Estados Unidos. Philip Morrison, uno de los alumnos estrellas de Oppie había sobrevivido a la parálisis infantil y a la miseria de California como la describió John Steinbeck en Las viñas de la ira: Rossi Lomanitz, una joven de 14 años, inteligencia matemática sin par, había emergido del desierto de Oklahoma; Hartland Snyder que trabajaba como conductor de camiones de carga en Utah, y más tarde Bernhard Peters, un joven judío, sobreviviente de Dachau, el campo de exterminio nazi, después estribador en los muelles de Nueva York y que al final emigraría a California. Todos ellos -y muchos otros- fueron educados por Oppie y llegaron a ser físicos de primer orden. La educación elitista había logrado entre otras muchas cosas educar a los más difíciles y talentosos. Oppie era sin duda un ser extravagante: fumaba como enloquecido en el salón de clases, traía el pelo muy largo para esos tiempos, la camisa azul de obrero, los jeans inevitables y las manos manchadas por la tiza blanca con la que escribía en el pizarrón.

Sin embargo, no todos compartían ese entusiasmo ni se dejaban impresionar por el profesor Oppenheimer. Muchos alumnos que tomaban distancia veían grandes debilidades en esa estrella de la ciencia. Su mirada fija y a veces perdida, el carácter errático y desesperante de su vida diaria revelaban a una persona en constante discordia consigo mismo, con una permanente guerra civil en la conciencia. Nadie que gastaba tanta energía en preparar sus "martinis" de esa y "no de otra manera", y que además estudiaba días enteros con pasión el sánscrito, podía ser un verdadero científico; sin duda, podía tener intuiciones luminosas, pero no soportaba el ritmo de la investigación, publicaba artículos largos, pero sin cálculos extensos ni variables enigmáticas. Quizá su entusiasmo por la ciencia no era sino fuego de paja, cortina de humo para uso exclusivo de los demás. La arrogancia intelectual de Oppenheimer enfermaba a muchos, no lo soportaban, sus citas constantes, sus referencias secretas, sus lecturas escogidas. Quien no participaba de su pasión intelectual era lanzado a la cuneta del camino. "Quién era el verdadero Oppenheimer -se pregunta su biógrafo David Cassidy-, ¿el genio brillante, una de las cabezas lógicas más serias de estados Unidos o el actor calculador y arrogante?

Oppie era también un maestro en el arte de ocultar sus emociones y sus amores. A principios de 1936 se enamoró con la pasión de un adolescente de la sicóloga Jean Tatlock, una mujer fuera de lo común, de pelo oscuro y ojos verdes, miembro activo del Partido Comunista de Estados Unidos, una militante contra la voluntad de su padre, un reconocido profesor de Berkeley, conservador y anticomunista de profesión. Al llegar Jean Tatlock a su vida todo cambió de golpe. El resto de sus días se vieron envueltos en los círculos de la izquierda internacional. Pero esa transformación no se debió a la presencia de una nueva mujer en su vida, pues se conocieron en una de las reuniones de los intelectuales de izquierda de Nueva York contra la guerra civil en España. Había llegado el tiempo del cambio más profundo con Jean Tatlock; sus extravagantes inquietudes que todos criticaban, por ejemplo, aprender sánscrito para leer el Bhagavadgita en original, cedieron lugar a la investigación académica y la asistencia constante a sus estudiantes posgraduados. Jean Tatlock era en esos años la puerta de la reconciliación con el mundo. Oppie se dio cuenta de que los hilos de su relación se enredaron en una maraña de intrigas y rumores. Los chismes de sus "amigos" cercanos lograron su propósito: separarlos. No reprobaba su curiosidad; lamentaba el hipócrita escándalo. Por primera vez reconoció que se había quedado solo, se arrepintió de haber abandonado a Jean. Una mujer generosa, inteligente y sensible. Más que pena, sentió vergüenza. ¿Cuándo se rompió el encanto? No de golpe: poco a poco. Todo los separaba. Jean desaparecía semanas y Oppenheimer enloquecía de celos. Cuando ella regresaba a casa prendía fuego a la hoguera del odio, y entonces le contaba de las aventuras que había vivido, los hombres iba conociendo en el camino. It takes two to tango. Jean se había enamorado de un pájaro muy extraño, una especie en extinción: J.Robert Oppenheimer. Dos veces se comprometieron y dos veces se separaron. Ambos comenzaron a beber en exceso, las borracheras eran cada vez más agresivas y dolorosas. Oppie se convirtió en un fumador todavía más compulsivo y maníaco, el tabaco se transformó en una grave y mortífera adicción. Jean Tatlock sufría de profundas depresiones, neuralgias y se sometió a un tratamiento siquiátrico. En 1937, Julius Oppenheimer, su padre, murió de un ataque al corazón y dejó una enorme fortuna. Frank, su hermano menor, y Robert se repartieron la herencia, pasaban largas temporadas en su rancho de Nuevo México y Oppie regresó entonces a la universidad.

Por esos años, Oppenheimer conoció a Albert Einstein en el Princeton Institut for Advanced Studies y a Niels Bohr que se encontraba de visita en Estados Unidos. Le escribió a Enrico Fermi, Leo Szilard y Eugene Wigner. Antes de que el gobierno de Roosevelt le propusiera la dirección científica del Manhattan Proyect, Oppenheimer había abandonado ya la física nuclear y se había vuelto hacia la cosmología. Las nuevas hipótesis cosmológicas introdujeron al tiempo en la especulación científica, vale decir: el cosmos tiene una historia y uno de los objetos de la ciencia es conocer esa historia y contarla. En mayo de 1939, J. Robert Oppenheimer y Hartland Snyder publicaron On continued Gravitational Colapse, donde volvían a la teoría de la relatividad de Einstein, quien afirmaba que la luz, cuando pasa cerca de un gran cuerpo celeste, se desvía. Según Oppenheimer, la física se había vuelto crónica del cosmos, las nuevas preguntas se dibujaban en el horizonte. La dirección de la flecha del tiempo y la curvatura del espacio. Pero el azar o el destino le tenía dispuesta a J.Robert Oppenheimer otra historia, que comenzó la noche del 3 de noviembre de 1941, cuando se entrevistó por primera vez con el general Groves, el director militar del Manhattan Proyect. ¿Qué llevó a Oppie a aceptar el proyecto de construir la bomba atómica?

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Parte IV

El profesor J. Robert Oppenheimer y el general Leslie R. Groves eran como el agua y el aceite; no obstante, para fortuna de los que trabajaban en el Proyecto Manhattan, el científico y el militar formaron una mancuerna perfecta. En Washington nadie había elegido a Oppenheimer, Groves seleccionó a Oppie de acuerdo con su trayectoria y gracias a su increíble olfato de militar. El primer proyecto del profesor era reunir en un solo lugar todos las etapas preparatorias para construir y fabricar la bomba. Las investigaciones químicas y metalúrgicas,
la física nuclear, tanto la teórica como la práctica y los experimentos corrientes y constantes de detonación. ¿Dónde podían hallar un lugar tan secreto en los Estados Unidos? Oppenheimer tenía ya una sugerencia. Viajó con Groves a las montañas de Nuevo México, 50 kilómetros al norte de Santa Fe, y le enseñó una altiplanicie, donde se encontraba una escuela-internado a miles de kilómetros de la siguiente población, ante las montañas nevadas de la cordillera. Groves se quedó sorprendido: ningún lugar podía ser más secreto. Oppenheimer consumaba así un antiguo sueño: la pasión por la ciencia y su devoción por las montañas de Nuevo México. Los Alamos era el nombre de la escuela. La altiplanicie se localizaba a una altura de 2 mil metros sobre el nivel del mar, y sólo existía un camino pedregoso para burros. El contacto más próximo con la civilización era en algún punto del desierto, una estación del tren de Santa Fe, a 15 días de cualquier parte. No había nada ni nadie en ese páramo enorme y distante. Tres mil obreros se dieron entonces a la tarea de abrir un camino de acceso en las montañas, y comunicar a Los Alamos con el mundo. Se levantaron barracas, casas en calles muy amplias, edificios. Una ciudad secreta y luminosa brotaba en medio del desierto. Groves, rezongando todo el día, criticando la negligencia de sus subordinados y aplicando medidas disciplinarias contra "los vagos y parásitos", tomaba las decisiones más importantes en las construcciones y los puestos de defensa y vigilancia.

Los Alamos, en el corazón del desierto, albergaba a 3 mil científicos estadunidenses, la crema de los más jóvenes y talentosos especialistas, que vivían apretados como sardinas en las barracas improvisadas, como si fuesen los prisioneros de una colonia penitenciaria. En esta suerte de atalaya de la tecnología moderna, los especialistas renunciaban al lujo urbano, a las calles asfaltadas e iluminadas. Al principio de esa aventura, no existían ni aire acondicionado ni calefacción. La escasez de agua fue siempre el gran problema, el suministro se hizo por tuberías aéreas; en el invierno se helaban, y los camiones con agua potable no siempre llegaban. El general Groves ahorraba sin compasión. Oppenheimer comenzó su tarea, convencer a los mejores científicos de algo casi imposible: vivir y trabajar en Los Alamos. En otras circunstancias no hubiera sido una tarea fácil, pero era imposible mudarse al desierto en plena guerra. Oppie tampoco podía decirles cuánto tiempo se mantendría el proyecto, ni mucho menos de que se trataba. Todos los científicos imaginaban historias increíbles, pero al final todos obedecían sin mayores protestas. Oppenheimer convencía con una enorme virtud, nunca se impuso con la fuerza de las razones militares. La lista de sus colaboradores se lee como un libro sobre "Quién es quién en el mundo de la física y de los físicos de la posguerra": Enrico Fermi y von Neumann eran quizá los más conocidos de la otra generación, entre los jóvenes se encontraba Richard Feynman, un físico de 24 años, que más tarde recibió el premio Nobel. Richard Wilkins -que pertenecía a los jóvenes reclutados en Inglaterra- recibió también mucho años después el mismo galardón por su contribución al descubrimiento del ADN. En esas barracas florecían los futuros premios Nobel de física, química, medicina y neurobiología. Groves se quedaba admirado de "haber reunido a tantas cabezas geniales", decía, "en este desierto inhóspito y cruel". Tal vez para esquivar estos escollos, el general pensó que probablemente, antes de revelar la verdadera tarea, lo que equivaldría a una derrota mediática y bélica, se debía guardar el secreto bajo pena de muerte. En ninguna parte del mundo se habían reunido a tantos científicos tan brillantes, ni en los laboratorios de Cavendish de Cambrigde, ni en la Universidad de Göttingen, ni en la de Berlín, ni mucho menos en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton.

¿J. Robert Oppenheimer era el director científico más apropiado para ese proyecto?", se preguntaban en Washington. En ese momento comenzó una tormenta de intrigas: no tenía experiencia en la administración pública, un físico nuclear sin signos ni símbolos matemáticos serios, un intelectual sofisticado y dedicado a otras cosas, un hombre sin duda muy sabio, pero poco confiable, su falta de sentido práctico, la ruina de su vida emocional, su tabaquismo perverso, el apodo de Buster Oppie, que sus enemigos del Caltech se encargaron de difundir, la referencia a episodios de su vida que no eran sino un homenaje a la estupidez de Buster Keaton, a su sentido del ridículo. En fin, un lodazal de mezquindades.

Por paradójico que suene, el general Groves se convirtió en el más enérgico defensor de Oppenheimer en el Pentágono. En realidad, no importaba tanto si Oppie reunía las capacidades y las virtudes para dirigir un proyecto como el Manhattan. En esos días, Groves recibió desde California un informe alarmante del Servicio Secreto. Según sus agentes, Oppenheimer era un espía comunista, su novia, Jean Tatlock, y Frank, su hermano, eran miembros del Partido Comunista. A pesar de su filiación al Partido Comunista, su hermano menor, Frank, trabajaba en un alto puesto en el centro secreto de uranio en Oak Ridge. Groves le mostró el informe del Servicio Secreto a Oppenheimer, y le exigió una explicación a fondo. Aquella tarde de confesiones y revelaciones en Los Alamos, Groves quedó impresionado de la sinceridad y la valentía de su "genio favorito" -así le decía a Oppenheimer-, le ordenó al Servicio Secreto retirarse y dejarlo en paz.

En Los Alamos, los científicos enfrentaban una tarea técnica muy ardua y apasionada. ¿Cómo podían transformar la reacción en cadena -que Fermi había logrado con tanto éxito en Chicago- en un arma que funcionara? Para decirlo
en el abrupto lenguaje de los militares, ¿cómo podían fabricar una bomba que pudiesen arrojar sobre las ciudades del enemigo y obligarlo a su rendición? En el verano de 1943, Oppenheimer se mudó a Los Alamos con su nueva esposa y su hijo recién nacido. Dos veces al mes viajaba a Berkeley a supervisar el envío de refacciones para los reactores y reclutar nuevos colaboradores. En esos viajes, la FBI siempre le pisaba los talones, lo vigilaba cuando se encontraba con Jean Tatlock, que cada día empeoraba más, se hundía en depresiones durante meses y no sabía qué hacer con su vida. Una o dos veces Oppenheimer pasó la noche con ella. Nunca sabremos qué sucedió entre ellos, las grabaciones de la FBI se destruyeron. Groves recibió un informe minucioso y, por otro lado, la expresa indicación de que Oppenheimer debía ser retirado del Proyecto Manhattan por razones de seguridad nacional. Los hombres de J. Edgar Hoover no toleraban ni comunistas ni adúlteros. Pero no se trataba de una farsa. Jean Tatlock se pegó un tiro en la sien en 1944, la encontraron sobre el escritorio de su casa en Berkeley. La FBI se enteró al día siguiente, pero Oppenheimer lo supo un mes después. Esa tarde abandonó en silencio el laboratorio y se perdió caminando por los bosques, siempre vigilado por los guardias. El asedio continuaba. Hoover entró en escena, se hizo cargo en persona del caso, buscaba una ruta de colisión.

En el verano de 1943, al caer las tardes, se escuchaban las explosiones en los valles alrededor de Los Alamos, no una, sino docenas de estallidos que se perdían en la inmensidad del desierto. Seth Neddermeyer, la cabeza del grupo de especialistas en explosivos, intentaba una solución, pero siempre fracasaba: el tubo que pasaba la carga se doblaba, una clara señal de que la explosión no era igual en sus partes. Neddermeyer tuvo entonces una idea casi genial. Se dio cuenta de que para lograr una implosión más rápida no necesitaba un mecanismo de alta velocidad, sino una fuerza explosiva mayor. Ese día Oppenheimer tuvo la nítida certeza de que faltaban unos meses para lograr el objetivo: la primera bomba atómica de la historia.

Fuente: jornada.com.mx

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Parte V

En junio de 1943, Niels Bohr abandonó Dinamarca -ocupada por los alemanes desde 1940-, se puso a salvo en Suecia y, unos meses después, se embarcó rumbo a Inglaterra. Niels Henrik David Bohr, uno de los físicos nucleares más celebres de su época, nació en Copenhague en 1885; a principios de 1911 trabajó la dirección académica de Ernest Rutherford, en Manchester, se especializó en mecánica cuántica y dos años más tarde, en 1913, dio a conocer su modelo atómico. Al introducir la teoría de las órbitas electrónicas en torno al núcleo atómico, Bohr demostró que las órbitas exteriores contaban con un número mayor de electrones que las más próximas al núcleo. En este modelo, al emitir un fotón de energía los electrones caen de una órbita exterior a otra interior, principio sobre el que se sustenta la mecánica cuántica. En 1922, Niels Bohr recibió el premio Nobel por su interpretación de la mecánica cuántica, la llamada Escuela de Copenhague.

Al llegar a Los Alamos, Bohr traía en realidad un informe para J. Robert Oppenheimer, una suerte de sospecha perturbadora, una inquietud que lo obsesionaba. Según él, poco antes de escapar del cerco de los nazis en Dinamarca, Werner Heisenberg -su antiguo alumno y teórico principal de la física nuclear en Alemania- lo visitó en Copenhague. Bohr le preguntó si los alemanes estaban fabricando una bomba atómica, y Heisenberg -asegura Bohr- le contestó con evasivas, rodeos sin sentido y dudas. Las evasivas despertaron en Bohr la sospecha de que los alemanes se habían adelantado en la construcción de un arma atómica. En Los Alamos, Oppenheimer habló largo con Niels Bohr y supo que no había tiempo que perder.

Oppie sabía también lo que pasaba en el Proyecto Manhattan. Los problemas técnicos eran, al parecer, insuperables. El Servicio Secreto de Los Alamos conspiraba en su contra; le reportaba a la FBI todo lo que él hacía o dejaba de hacer, y así llegaron a la conclusión de que Oppenheimer era un espía comunista; desde entonces lo consideraron un "hombre de enormes riesgos", poco confiable. En su increíble tontería, los agentes de Hoover nunca se enteraron de que el peligro se encontraba muy cerca de ellos, y lo encarnaba otra persona que trataban las 24 horas del día. En el grupo de físicos nucleares británicos que había llegado con Niels Bohr a Los Alamos, y que además se había sumado al Proyecto Manhattan, llegó también Klaus Fuchs, uno de los más brillantes y eficaces espías soviéticos de la época. Fuchs se puso en contacto con su hombre en Pasadena, un espía húngaro. Todas las semanas viajaba a Santa Fe, tomaba café con sus amigos y pasaba la información cifrada más minuciosa en torno al proyecto estadunidense de la bomba atómica.

Si Enrico Fermi no hubiese efectuado en esos días un descubrimiento decisivo, la fabricación de la bomba atómica habría fracasado. Durante sus experimentos con el primer reactor nuclear del mundo en Chicago, Fermi había producido pequeñas cantidades de un elemento recién descubierto: el plutonio, en forma de un isótopo radiactivo plutonio 239 (Pu 239). Ese descubrimiento significó un avance inimaginable, porque Pu 239 tenía una "masa crítica" que sólo era un tercio de la del uranio 235. Más todavía: el plutonio 239 se originaba en el reactor del uranio 238. Las grandes cantidades del uranio 238 no fisionable, que permanecían después de haber extraído el uranio 235, captaban neutrones de tal modo que, por una reacción en cadena, se iban a convertir en partículas pesadas de plutonio 239. A partir de ese momento, el plutonio se convirtió en otro elemento necesario para fabricar una bomba atómica.

Las grandes instalaciones de Oak Ridge y de Hartford comenzaron a producir plutonio; pero el llamado a la responsabilidad y a una disciplina vertical no lograrían nada. Se necesitaba de una gran sensibilidad en general y de un enorme cuidado en las mismas instalaciones: el plutonio fisionable es mortal a causa de las radiaciones alfa, la médula ósea absorbe esas partículas y el resultado es una leucemia incurable. Cantidades de más de 0.13 miligramos, algo más que una mota de polvo, son mortales para los seres humanos. A pesar de los esfuerzos descomunales y de la fabricación de plutonio, las cantidades del material fisionable que se obtenían eran más que insuficientes, no se obtenía nada, o casi nada. Los enormes generadores de Oak Ridge dejaban de funcionar semanas enteras y, como si fuese poco, el informe de Niels Bohr les cayó a los físicos nucleares encima como si fuese una pesada lápida. Oppenheimer se dio cuenta de que había cometido un error. Se descubrió que los métodos alternativos del cañón de la bomba no podían aplicarse, porque el plutonio en altas concentraciones produce una cantidad de neutrones vagabundos, y éstos desencadenan una explosión siempre prematura. Por esa razón, no existía otro camino que poner a funcionar el método de la implosión.

Después de haber solucionado las incógnitas en los mecanismos de detonación, quedaba el camino libre para "experimentar con la bala". ¿Cómo se debía ordenar la carga explosiva y, al mismo tiempo, garantizar la detonación? Los jóvenes físicos como Richard Feynman y los antiguos maestros como el matemático von Neumann se devanaban los sesos para encontrar una respuesta. ¿Qué matemática podía describir el proceso? ¿Qué formula podía enunciar y resumir esa masa crítica de números? ¿Qué efecto podía tener una implosión esférica que partiera de un fragmento de plutonio tan grande como una pelota de futbol? Hasta donde ellos sabían, la tarea iba a consistir en calcular el avance de una onda esférica de detonación en un líquido en estado de presión. Bajo una tensión más fuerte que en el centro de la Tierra, el plutonio debía calentarse en cuestión de microsegundos a 50 millones de grados celsius. Mientras jugaban al póquer bajo el sol incandescente de Nuevo México, los científicos más inteligentes y capaces se rompían la cabeza pensando en las soluciones.

La primera bomba atómica de la historia estalló en Alamogordo, 180 kilómetros al sur de Alburquerque, en el desierto de Nuevo México, cerca de un lugar llamado Trinity. Era una bomba de plutonio, que debía detonar a 33 metros de altura en una torre de acero. A nueve kilómetros del punto cero, J. Robert Oppenheimer y sus expertos debían supervisar la explosión semiocultos en un búnker construido para la ocasión. Según Hans Bethe, un físico nuclear alemán exiliado en Los Angeles, la energía que la bomba iba a desencadenar sería el equivalente a cinco toneladas de TNT, una cifra más que realista. Todos los presentes se preocupaban por los efectos de la radiactividad, pero nadie podía asegurar su intensidad ni sus efectos, ni siquiera los especialistas.

Los observadores y los científicos, Oppenheimer incluido, se enfrentaban a la fuerza abrumadora de lo desconocido: la única verdad se iba engendrando en lo que los rebasaba. En las primeras horas de la mañana del 6 de julio de 1945, Oppenheimer y su equipo se reunieron en el refugio antiaéreo o búnker. Oppie fumaba un cigarrillo tras otro, derramó una taza de café en su camisa, se tropezó con una banca y su estólida expresión de Buster Keaton se congeló a las 5:30 horas, al comenzar la cuenta final, el countdown. Un resplandor gigantesco iluminó el desierto, le siguió una explosión de calor increíble y silenciosa. Unos instantes después la estampida de la explosión entró a saco en el búnker, y todos se quedaron atónitos cuando vieron una luz color naranja, más luminosa que el sol, formar un hongo inmenso de 12 mil metros de altura en el cielo. Los observadores vieron formarse una enorme esfera de fuego en la distancia, la cara de Oppenheimer reflejó sólo terror y, al mismo tiempo, repitió una línea del Bhagavadita: "Yo soy la muerte/ que todo lo consume,/ el verdadero destructor de los mundos". El general Leslie Groves no entendió lo que Oppie decía, pero Enrico Fermi hizo un pequeño experimento en el búnker. Cuando las ondas del impacto alcanzaron el refugio, después de haber recorrido 30 kilómetros a través del desierto, Fermi dejó caer pedazos de papel al suelo. La onda expansiva llevó esos pedazos a una enorme distancia, entonces Fermi hizo un cálculo aproximado. Se trataba de una explosión de 20 mil toneladas de TNT, cuatro veces más de lo que Hans Bethe había calculado. La era atómica había comenzado.

La noticia de la capitulación de Alemania llegó a Los Alamos antes de la explosión; al poco tiempo murió el presidente Roosevelt, Harry Truman tomó después las riendas del mando en estados Unidos, J. Robert Oppenheimer recibió órdenes muy precisas: nada había cambiado, la bomba atómica no se iba a lanzar contra Alemania, sino contra Japón. El 6 de agosto de 1945 una bomba de uranio envolvió a Hiroshima en una tormenta de fuego; tres días después, otra de plutonio exterminó todo signo de vida en las cercanías de Nagasaki. Oppenheimer regresó al Caltech; muy consciente de lo que había hecho, sabía que nunca se quitaría de encima esa maldición y que pasaría a la historia como el padre de ese terror llamado bomba atómica.

Fuente: jornada.com.mx